La mujer de los relojes_SafeCreative

Anuncio
La mujer de los relojes
Alba Isabel González García
LA MUJER DE LOS RELOJES
Alba Isabel González García
Recuerdo todo con absoluta claridad. Ocurrió el pasado día 30 de noviembre. El cielo
estaba cubierto de nubes y el viento agitaba los árboles violentamente. Eran las seis de la tarde
cuando salí del colegio tras una larga jornada de clases. El lugar estaba ya casi desierto; yo era
una de las últimas en marcharme siempre. Una fría ráfaga de viento hizo que me apresurara
aquella tarde.
Como siempre, giré en la esquina y atravesé la calle para llegar a la boca de metro. Fue
entonces cuando la vi. Una mujer de mediana edad con un largo abrigo negro y un gorro de lana,
estaba sentada junto a una de las puertas de cristal que daban acceso a la estación.
Inconscientemente, me quedé paralizada mirándola. Esa mujer nunca había estado allí antes pero,
sin embargo, yo la encontraba increíblemente familiar.
La mujer alzó la cabeza al percatarse de que yo la miraba. Todo ocurrió muy rápido. Sus
ojos se iluminaron con un brillo de reconocimiento y se abrieron de par en par. Su boca esbozó
una sonrisa. Se puso en pie mientras yo la seguía mirando contrariada y algo asustada a la vez. Y
aunque algo en mi cabeza me instaba a correr lejos de allí, a entrar en la boca de metro, otra parte
de mi mente me decía que me quedara y averiguara quién era esa mujer.
La señora se abalanzó sobre mí y me abrazó con fuerza. Instintivamente, yo me separé de
ella y la mujer me miró extrañada.
-- ¿Esther? - El viento hizo llegar el susurro que había pronunciado aquella desconocida a mis
oídos. Entonces, al escuchar su voz, todas las piezas del puzzle empezaron a encajar.
-- ¿Señora Montilla? - Sí, me dije a mi misma. Aquella era la señora Montilla, la vecina del 7º A; no
podía ser otra. El olor de su abrazo seguía siendo el mismo que había sido hacía ya mucho
tiempo, su voz siempre con un tono de reproche, y sin lugar a duda, aquel abrigo negro era SU
característico abrigo negro.
La mujer asintió. Entonces fue mi boca la que se torció en una sonrisa y mis brazos los
que se lanzaron sobre la señora Montilla, abrazándola fuertemente.
-- Lo siento, señora Montilla, no la reconocía. - La mujer soltó una carcajada que me transportó
inmediatamente al pasado. Aunque los años hubieran hecho mella, seguía siendo la misma.
1
La mujer de los relojes
Alba Isabel González García
-- Eso me dicen últimamente. -contestó. Reí, pero mi interior se moría por formular una simple
pregunta.
-- ¿Qué ha sido de usted todos estos años? ¿Por qué se fue? - La señora Montilla había vivido
desde antes que yo tuviera uso de razón en la puerta de enfrente de mi casa. Mis padres y yo
solíamos pasar más tiempo en su casa que en la nuestra propia; la señora Montilla era una buena
compañía. Más de una vez ella había venido a cenar con nosotros y numerosas veces nos
habíamos intercambiado favores, como solían hacer los buenos vecinos.
Pero un día, desapareció sin dejar rastro. Ningún vecino se preocupó lo más mínimo,
pues consideraban a la señora Montilla de lo más extravagante, y pronto comenzaron a correr
rumores de todo tipo. Mis padres y yo no tuvimos más remedio que resignarnos a creernos
aquellas historias. Ahora, un par de años más tarde, era hora de averiguar la verdad.
-- Me echaron del trabajo, ya sabes, eran tiempos difíciles aquellos. Así que empecé a usar mis
ahorros para poder vivir. Pero el dinero no es infinito, ¿entiendes? Pocos meses más tarde, se me
acabó. Dejé de pagar la hipoteca de la casa para poder comer y empecé a vender mis
pertenencias mientras buscaba urgentemente un trabajo. Lo intenté todo. En restaurantes,
tiendas… incluso intenté vender los cuadros que había pintado de joven… Al principio resultó,
pero luego me quedé sin cuadros y sin pinturas…--suspiró--. Me acabaron echando de mi casa y
no tuve más remedio que irme.
La señora Montilla finalizó su narración con voz resignada, pero yo fui consciente de que
las lágrimas comenzaban a aflorar bajo sus párpados.
-- ¿Por qué no nos dijo nada? Sabe de sobra que habríamos estado dispuestos a ayudarla.
La señora Montilla se encogió de hombros, restándole importancia, y en seguida
comprendí que existía una razón que no quería mencionar.
-- ¿Cómo ha sobrevivido tanto tiempo? ¿A dónde fue? - le pregunté, cambiando de tema.
Ella, en vez de contestar con palabras, lo hizo señalando al interior de la boca de metro y,
a continuación, sacando de su abrigo una bolsa de tela. La abrió y me indicó que mirara en su
interior. Me incliné y pude comprobar que el saquito estaba repleto de relojes de pulsera.
-- He vivido en las estaciones de metro, de tren y de autobús desde entonces… y he comido o
bien lo que compraba con el dinero que me daban al vender estos relojes, o bien lo que
2
La mujer de los relojes
Alba Isabel González García
encontraba --me susurró. Yo no pude evitar sentir una tremenda lástima por la que entonces había
sido mi vecina--.
-- ¿De dónde sacaba los relojes?- pregunté, no queriendo pensar que eran robados. Ella pareció
adivinar lo que pasaba por mi cabeza, y rió escandalosamente mientras negaba con la cabeza.
-- ¿Te has olvidado ya de mi afición por coleccionar relojes?- Sonreí. Sí, lo había olvidado por
completo, pero entonces las imágenes de la casa de la señora Montilla, llena de vitrinas y
estanterías con todo tipo de relojes, pasaron por mi cabeza, y recordé también la devoción con la
que trataba y hablaba de los relojes siempre.
-- Antes de que me echaran de casa, vendí los relojes más antiguos y más lujosos a coleccionistas
profesionales. Cuando me marché, ya solo me quedaban algunos de pulsera. Pero es raro el día
en que alguien me compra alguno y lo entiendo; la gente se debe pensar que son
falsificaciones…Yo antes tampoco compraba nada a los vendedores ambulantes, no me fiaba…
Hasta que me tocó ponerme en su lugar. Ahora sé lo que sentían, lo horribles que debían de ser
sus vidas…
La señora Montilla calló de repente. La miré, la agarré de la mano y, tirando de ella, ambas
entramos en la cálida estación de metro.
-- Usted se viene ahora mismo a mi casa –le dije con tono firme--. Ella fue a protestar, pero la
interrumpí. – Usted habría hecho lo mismo por nosotros, es lo mínimo que puedo hacer --mi voz se
dulcificó un poco--.
-- Sí, pero a vosotros no os ocurrió…
-- Nos puede pasar a cualquiera --le dije--, y ambas regresamos a casa en silencio, pero alegres
de habernos reencontrado tras tanto tiempo.
###
3
Descargar