Las supersticiones en el ejército romano 14-may-2011 Juan Antonio Cantos Bautista Centurión romano (escenificación en Pram, Austria) - Matthias Kabel / Wikimedia Commons Las creencias, los mitos arcaicos y el miedo a los dioses enemigos, eran pesadas cargas con que se debía enfrentar a menudo un militar romano en la guerra. La civilización romana solía mostrarse respetuosa con las religiones y creencias de otros pueblos, incluso cuando eran vencidos y dominados. A menudo, los lugares de culto del enemigo no eran profanados por los romanos, por una especie de temor reverencial hacia aquellas desconocidas divinidades, cuya ira era mejor no despertar. Un ejército de supersticiosos Este respeto explica por qué muchos dioses extranjeros (como la Isis egipcia, o el Mitra persa, entre otros) acabaron siendo asimilados en el panteón oficial romano sin problemas; e igualmente por qué muchos centros religiosos de pueblos conquistados siguieron conservando su carácter sacrosanto bajo el yugo del SPQR. Este fenómeno, considerado en cierto modo como tolerancia religioso, venía motivado, entre otras cosas, por el carácter profundamente supersticioso de la mentalidad romana clásica. Una superstición que frecuentemente rayaba en lo absurdo, por lo menos desde nuestra perspectiva racionalista actual, aunque en aquellos tiempos formaba parte de un sistema coherente de creencias, y por tanto, tenía sentido o su razón de ser. Sin embargo, la superstición, que nos es más que -por definición- una manifestación negativa de una religiosidad desbordada, exagerada y totalmente irracional, podía jugar malas pasadas en determinadas situaciones. Esto lo sabían bien los generales romanos, que en demasiadas ocasiones tuvieron que luchar, más que contra un enemigo real, contra ese adversario invisible que eran los temores psicológicos de sus soldados, miedos anclados en antiquísimos mitos y creencias infundadas. Increíble pero cierto: el mismo ejército que se enorgullecía de su disciplina, de su armamento avanzado, de su superioridad estratégica, y de haber extendido históricamente los límites de Roma desde una diminuta ciudad a orillas del Tíber a un vasto imperio que controlaba todo el Mare Nostrum, era un ejército de supersticiosos, que ante el mínimo mal presagio, se convertían de lobos en corderitos. Durante la conquista de Hispania, se dio una circunstancia que constituye buena prueba de esto. Cuando las legiones del procónsul Décimo Junio Bruto llegaron a las orillas del río Limia, se negaron a obedecer las órdenes de atravesarlo. Mentalmente, los soldados habían asociado el Limia con el río mitológico infernal que causaba la total pérdida de memoria a quien se atreviese a cruzarlo. Tuvo que ser el propio Junio Bruto quien, estandarte en mano, vadeara en primer lugar las aguas para dar ejemplo a su ejército de que no pasaba nada. El caso de la batalla de Anglesey En el año 61 d.C., las legiones del famoso general romano Cayo Suetonio Paulino se dirigieron a la isla de Anglesey, al norte del País de Gales, cerca de Gwynned, para reprimir una revuelta de las belicosas tribus celtas de la región. Esta preciosa y boscosa isla, la más grande de Gales (714 kilómetros cuadrados), era conocida por ser un lugar sagrado de gran importancia para los druidas, líderes religiosos de los celtas, apareciendo mencionada a veces en las fuentes clásicas como "isla de los druidas" y como Mona (Tácito). El carácter sacro del lugar viene demostrado por la abundante presencia de menhires y crómlechs en su territorio, monumentos megalíticos que, como el famoso Stonehenge, estaban relacionados con los cultos animistas druídicos. Las legiones no tardaron en desembarcar en las playas de Anglesey, pues sólo un breve estrecho la separa de la vecina Gwynned. Pero cuando tuvieron contacto visual con sus adversarios, los soldados romanos quedaron horrorizados con el espectáculo: enormes hordas de hombres desnudos, con los cuerpos tatuados y pintados de color azul, entre los cuales se destacaban algunos druidas de estrafalario aspecto, lanzando horribles insultos e invocando vociferantes a sus dioses, y numerosas mujeres que corrían con antorchas, vestidas de negro y con largas melenas sueltas de pelos enmarañados. Por su aspecto, muchos legionarios confundieron aquellas mujeres celtas con las Furias mitológicas, las deidades femeninas de los Infiernos, emparentadas con las Eriníes griegas, portadoras de espantosas desgracias y venganzas innombrables. El pánico se extendió pronto entre los romanos, que, al comenzar la batalla, sencillamente estaban paralizados por el terror. No obstante, pronto pudieron reaccionar, recobrando su valor gracias al ánimo que les infundió su general, Suetonio Paulino. Al final, el día se coronó con la victoria romana, aunque a costa de muchas pérdidas y encarnizados combates. Este episodio no fue un caso aislado, sobre todo durante las numerosas guerras que Roma mantuvo contra los pueblos célticos y análogos, tanto en las Galias como en Britannia y Norte de Hispania. La costumbre de luchar desnudos exhibiendo sus cuerpos tatuados, extendida entre numerosas tribus celtas, como estos galeses o entre los pictos -cuyo nombre significa precisamente "los pintados"-, despertaba entre los acorazados soldados romanos serias dudas sobre su propia capacidad para dañar a unos hombres tan temerarios, capaces de pelear sin armadura ni protección física alguna. La pregunta que seguramente muchos romanos se harían era: "¿qué clase de poderes ocultos protegen a estos extraños enemigos, para que tengan tan poco miedo a la muerte? ¿Acaso sus dioses son más poderosos que los nuestros?" Además, por pura coincidencia, los romanos creían que los fantasmas eran de color azulado, precisamente el mismo color con que los celtas se pintaban ritualmente el cuerpo. Por eso, para colmo, muchos legionarios debieron creer que se estaban enfrentando a seres sobrenaturales y no contra seres humanos de carne y hueso, aumentando exponencialmente sus miedos. Poderes mágicos de los comandantes romanos No obstante, esas mismas supersticiones fanáticas podían ser utilizadas por los altos mandos, con algo de inteligencia, para el fin contrario: despertar en las tropas desmoralizadas la bravura perdida. Seguramente, Suetonio Paulino debió recurrir, en las arengas ante su ejército en Anglesey, a flamantes invocaciones a aquellos dioses mejor conocidos por sus hombres (Júpiter, Marte,...), para hacerles recobrar el fervor guerrero, asegurándoles estar bajo su protección. Asimismo, se creía que los generales romanos no sólo estaban imbuidos de cualidades místicas, que les permitían invocar a las divinidades imperiales para conseguir apoyo sobrenatural, sino también de la capacidad de atraer o "ganarse" mediante rituales el favor de las deidades enemigas, inclinando así la balanza de la victoria en su propio beneficio. Copyright del artículo: Juan Antonio Cantos Bautista. 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