Reparación - melanie klein trust

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Melanie Klein Trust
Reparación primitiva y compulsión de repetición en el análisis de un paciente
de estado límite
Por Heinz Weiss
Ésta es la tercera ponencia de una serie de tres presentada durante el seminario
“Afrontando el dolor de los delitos y su reparación” en el 48º congreso de la
Asociación Psicoanalítica Internacional celebrado en Praga en 2013. Ver también la
ponencia 1, “Descubrimiento de la reparación por Melanie Klein” de Claudia Frank, y
la ponencia 2, “Aguardando un concepto” de Edna O’Shaughnessy.
-----------------------------Introducción
Como lo ha demostrado Claudia de forma convincente con los dibujos hechos por
Erna, la pequeña paciente de Klein, y como lo han recalcado Edna O’Shaughnessy
(2008), Henry Rey (1986), Hanna Segal (1964; 1981; 1991) y otros autores, pueden
detectarse intentos primitivos de reparación incluso en personas gravemente
trastornadas y psicóticas. No obstante, lo que distingue a estas maniobras primitivas
de reparación de las formas maduras de reparación es, a mi criterio, (1) su
especificidad, (2) un intento desesperado de controlar la ansiedad con medios
omnipotentes, (3) ser incapaz de reconocer el estado separado y la culpa, y (4) una
seudoaceptación de la realidad que impide el desarrollo psíquico (Steiner 1990;
1993; Weiss 2009).
En el planteo siguiente sostendré que debido a su especificidad, la reparación
primitiva perjudica aún más a los objetos internos del paciente, creando así una
situación en que cualquier intento de restaurar el objeto provoca más daño, dolor y
culpa. Es posible que éste sea uno de los mecanismos que impulsa a la compulsión
de repetición, que puede percibirse por derecho propio como un intento
desesperado y fracasado de reparación. Estos pacientes guardan una cierta
similitud con los héroes trágicos de la mitología griega (Sísifo, Prometeo, Tántalo),
cuya rebelión contra los dioses, el superego primitivo, conduce a tormentos y
castigos eternos.
Como lo ha señalado Edna O’Shaughnessy, este superego cruel es lo que dificulta
tanto la reparación. Pero por otro lado se requiere la reparación para transformar el
superego arcaico en una estructura limitadora que permita al ego elaborar
sentimientos de duelo y de culpa (Klein 1958; O’Shaughnessy 1999)1.
1
En su ponencia presentada en 1958 titulada “Desarrollo del funcionamiento mental”, M.
Klein presentó el concepto del funcionamiento inicial del superego arcaico como una especie
de “banco malo”, que más tarde se convierte en un “recipiente” y por último en una entidad
que permite al ego hacer reparación. A criterio de ella la evolución simultánea de las
estructuras del ego y del superego en un intercambio con el entorno temprano es lo que
permite el crecimiento y desarrollo psíquicos (O’Shaughnessy 1999). Tal vez podría decirse
sencillamente que la reparación tiene cuatro requisitos fundamentales: (1) la integración del
odio y el amor hacia el mismo objeto, (2) el desarrollo de un superego que pueda contener
los sentimientos resultantes de duelo y culpa, (3) la aceptación del tiempo y la transitoriedad,
y (4) la aprobación por un tercer objeto que ayuda a reparar simbólicamente lo dañado y
perdido en la fantasía y la realidad.
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Clínicamente, esta situación paradójica puede llevar a un callejón sin salida, sobre
todo cuando los sentimientos de resentimiento y de cólera dominan los aspectos
más sanos del yo del paciente. En ese caso la reparación no puede desarrollarse y
los objetos internos dañados vuelven a experimentarse en la transferencia y la
contratransferencia. En el análisis que estoy por describir, ello me suscitó
sentimientos de irritación y resignación, socavando mi capacidad de reparación, y
me resultó difícil conservar una actitud de comprensión no prejuiciosa.
El material clínico
El Sr. B. es un empleado de 30 años de edad criado en una familia que se trasladó a
Alemania, proveniente de un entorno cultural completamente distinto. Por su origen
extranjero, con frecuencia fue objeto de acoso y burlas cuando era niño. Agudizada
por la presión ejercida por sus padres para que él se sometiera a su enfoque
tradicional de la educación infantil, esta situación le hizo sufrir humillación y
vergüenza repetidamente. Intentó superarlo destacándose en la escuela y
adquiriendo más tarde un conocimiento exhaustivo de los mercados financieros.
Gracias a diversas transacciones logradas, ya era poseedor de una fortuna de varios
millones de dólares a los 21 años de edad. Sintiéndose criticado injustamente por un
superior, renunció a su cargo en una empresa de seguros y decidió estudiar
economía a fin de convertirse en administrador de fondos de una bolsa de valores
internacional. A fin de dedicar todo su tiempo a sus estudios, encargó la
administración de su fortuna a su padre, pero cuando éste no actuó con rapidez
suficiente durante una crisis experimentada por los mercados financieros, se perdió
en escaso tiempo la mayor parte de la fortuna.
La depresión y el resentimiento que ello suscitó en el Sr. B. dificultaron sus estudios.
En varias ocasiones no superó sus exámenes, cambió de universidad y por fin se
dio por vencido al fallecer un profesor idealizado. Desde entonces se había retirado
del mundo, lleno de resentimiento y desprecio. Culpaba a la “estupidez” de su padre
por su fracaso y se negaba a comenzar una nueva vida, exigiendo que le fueran
reembolsadas sus pérdidas injustas.
Así, vivía en su casa y tiranizaba a sus padres, a quienes acusaba de vivir en una
pobreza abyecta porque no habían seguido sus “instrucciones”. Sólo una vez había
podido expresar lo que sentía por una joven y nunca pudo tolerar su rechazo. Ese
mismo año fue testigo del ataque terrorista en el Centro Mundial del Comercio en
Nueva York. A mi criterio el colapso de las torres gemelas parecía representar el
colapso de su yo omnipotente y la ira asesina que le suscitaban sus padres. Pasaba
por lo tanto la mayor parte de su tiempo realizando análisis financieros en la
pantalla, a veces se autolesionaba y hacía que sus padres sufrieran su
resentimiento. Después de diversos intentos de suicidio había comenzado un
tratamiento psicoanalítico, que él experimentó como una confirmación nueva y
humillante de su estado, así como un esfuerzo vano destinado a restituirle su
orgullo, éxito e independencia económica.
Ya durante una de nuestras primeras sesiones, el Sr. B. afirmó que no podía
imaginarse que un ser humano hubiera sido humillado tan injustamente como lo
había sido él y que estaba contemplando asestarse una puñalada en el corazón.
Quedé alarmado, aunque también encolerizado, por su agresión e interpreté que
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estaba acercando un puñal a mi corazón y responsabilizándome a mí si la situación
no se desarrollaba como él deseaba.
Durante su largo análisis, el Sr. B. estuvo preocupado casi exclusivamente por su
pasado, rechazando mis intentos de estudiar su estado actual. Por ejemplo describió
muy minuciosamente las variaciones en los precios de las acciones en 2011, los
fracasos de su padre, la crítica injustificada de la que le hizo objeto un antiguo
dirigente de curso, la falta de aceptación de un examen anterior, etc. Cuando hacía
tantas acusaciones monstruosas en las sesiones, parecía difícil establecer
comunicación con él. Con frecuencia yo me sentía cansado, desesperanzado o
irritado, y el paciente hizo caso omiso con negligencia benigna de mis vanos
esfuerzos por crear un vínculo afectivo. Era evidente que para el Sr. B. este
tratamiento se había iniciado “demasiado tarde” y que su desgracia no era culpa
mía.
Esta puja duró muchos meses. Mientras yo intentaba conseguir que le interesara el
“aquí y ahora”, él seguía haciendo caso omiso de mis interpretaciones y llevándome
de regreso al “allí y entonces” (O’Shaughnessy 2013). Yo experimentaba gran
resentimiento y cólera. La única “solución” o forma de “reparación” que él podía
imaginarse era regresar a la situación de la que disfrutaba antes de perder su
fortuna y fracasar en sus estudios. Como sabía bien que yo no podía recrear esa
situación, estimó que mis interpretaciones eran irrelevantes e incluso una burla, lo
cual me suscitó sentimientos de rechazo y cólera, y en particular cuando manifestó
que a su criterio su padre era tonto, perezoso e inútil, más de una vez me provocó a
señalar que él era insoportablemente arrogante. Ese “reproche” (el nombre que le
dio él) lo afectó, pero no quiso reconocerlo.
No obstante, su estado se estabilizó después de transcurridos aproximadamente
dos años e intentó recuperar su fortuna haciendo inversiones económicas juiciosas.
Siguió negándose a aceptar un empleo regular, y consideró que “el destino lo había
castigado al darle padres tan incompetentes”. Al parecer yo estaba excluido de esta
acusación, pero me sentí incapaz y que había fracasado con el paciente. El Sr B. me
reiteró que sus relaciones personales eran decepcionantes y me parecía claro que el
vínculo conmigo sólo podía representar una desilusión más.
En un momento en que se agudizaban los conflictos con sus padres, dijo
despectivamente que “no quería saber nada más de este mundo”.
Creó entonces la imagen de una isla desierta a la que se había retirado y de la que
excluía a todo el mundo mediante un letrero grande que rezaba: “Prohibida la
entrada a los intrusos”. Desde esta isla pensaba seguir el desarrollo de las bolsas de
valores mundiales con la esperanza de recuperar su caudal anterior mediante
inversiones juiciosas que le permitirían vivir una viva de independencia y
abundancia. Aunque no se permitía a nadie acercarse a la isla, a mí sí se me
permitía llegar a ella en una pequeña embarcación para traerle sus provisiones.
Pero ni tan siquiera a mí se permitía acceder a las “zonas más oscuras” del interior
de la isla.
A mi este cuadro me parecía tanto imaginativo como provocativo. Cuando yo
intentaba interpretar su ira y cólera santurronas, me hizo sentir que efectivamente yo
no tenía acceso a estas “zonas más profundas” de su mundo interior. Comencé a
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experimentar una sensación de desamparo, que incluso me llevó un día a estudiar
los precios de los valores con la vana esperanza de que si aumentaran, mi paciente
mejoraría…
Al parecer yo había perdido confianza en mi trabajo y me había identificado con sus
creencias. Pensé que las “provisiones” que se me permitía entregar en la isla
perpetuaban la situación imperante sin permitirme acceder a su mundo interno.
No obstante, a veces establecíamos un vínculo afectivo más estrecho. Cuando
comenzó otra vez a decir “En el año 2000…” y yo preví que continuaría quejándose
como siempre del fracaso de su Padre, siguió diciendo: “En el año 2000 yo no
hubiera comprendido sus interpretaciones”, y me sorprendió al seguir diciendo que si
él me había entendido correctamente, su problema más grave consistía en su
actitud de todo o nada, y así él mismo era su peor enemigo. Después de una breve
interrupción en el tratamiento, me hizo saber que había sido invitado a visitar amigos
en Suiza, que habían organizado giras de piragüismo dirigidas por guía expertos
neozelandeses.
Tuve la impresión de que con ello manifestaba un cierto entusiasmo vital. Dijo que
estaba contemplando confiar en mi orientación para abandonar su isla alejada y
meterse mar adentro.
Contestó que alguien que nunca había experimentado el fracaso, como yo,
probablemente nunca lo comprendería, y tuve la impresión inmediata de que estaba
impartiéndome otra lección sobre el fracaso y la falta de comprensión.
Claro que para el Sr. B. era difícil sentirse comprendido por mí. Él pensaba que mi
situación era ideal y que yo disfrutaba de todas las cosas ansiadas por él: dinero,
prestigio, logros académicos y familia. Esto le suscitó envidia, y aunque reconoció
que mis “análisis” eran “correctos”, insistía que yo nunca podría ponerme en su
lugar.
Aunque el Sr. B. “comprendía” mis interpretaciones, no podía aceptarlas. Su
problema consistía en no tener capacidad de reparación. En vez de reconocer el
daño que infligía a otros, estaba preocupado por la injusticia que se le había hecho
sufrir a él. Así, proyectaba su deseo de reparación y exigía la reparación de lo que
parecía serle negado injustamente, y concretamente dinero, éxito y respeto
personal, y así la reparación significaba una restitución concreta, más bien que una
compensación.
Así el Sr. B. experimentaba la vida y su análisis como una humillación constante.
Despreciaba la dependencia e intentaba recrear un estado ilusorio en que todo le
pertenecía. Toleraba el tratamiento desde su isla solitaria, siempre que alimentara
sus ilusiones y su afán de venganza. No obstante, al parecer rechazaba el análisis
cuandoquiera que pudiera hacerle acceder a la realidad del duelo y la pérdida.
Pasó el tiempo en esta situación sin esperanza y sin previsiones de cambio. Se hizo
cada vez más evidente la medida en que un superego cruel dominaba al Sr. B.,
obligándole a adoptar un enfoque de superioridad moral o de obediencia absoluta.
Se atribuyó los más altos valores morales, justificando así su alejamiento de otras
personas.
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Los sentimientos de humillación podían convertirse rápidamente en ira, cólera y
desprecio hacia la gente. Se quejó interminablemente de la “estupidez” de sus
padres y de sus numerosos defectos. Podía hablar durante sesiones enteras de su
desprecio por su madre, que había usado un tenedor en una sartén de tipo Teflón a
pesar de las “advertencias” de su hijo, y de su padre, que tenía “malos modales en
la mesa”, conducía como un idiota, no usaba sus prótesis auditivas y en general no
seguía el asesoramiento y las “instrucciones" de su hijo. Cuando trataba estos
temas, comenzaba a hablar más fuerte y se enfurecía, diciendo que sus padres eran
“casos perdidos” y se preguntaba durante cuánto tiempo seguiría siendo “paciente
con ellos”.
Al mismo tiempo fui yo quien sentía que él era un caso perdido, y a veces perdía la
paciencia con él. Hacía caso omiso de forma benigna de mis interpretaciones. Si a
su criterio eran críticas, las aceptaba o dejaba de hablarme, lo cual dio lugar a veces
a ruidosas confrontaciones durante las cuales yo no podía resistir reprocharle.
En cuanto a la sartén de Teflón dañada, había acusado a su madre de “envenenar”
la comida, mientras yo lo acusaba de no querer ver que él estaba envenenando la
comida de otras personas con sus acusaciones iracundas.
Siguió un largo silencio hasta que volvió a adoptar su actitud ofendida y de reproche
respecto a las faltas de su madre. Interpreté que él había recibido mi comentario
como un tenedor afilado que había penetrado su delgada capa protectora interna,
envenenando así su comida.
Aunque al parecer esta interpretación le resultó rebuscada, escuchó atentamente y
protestó de forma más vivaz y comunicativa contra mi opinión acerca de su
superioridad moral, diciendo que él tenía derecho a pensar de esa forma. Pero luego
su protesta se convirtió en indignación y dijo: “Debido a mis fracasos y humillaciones
injustas, he elaborado un código moral estricto. Y si usted cree que siento
superioridad moral o que sería mejor adoptar una actitud de “dejar estar” respecto a
mis padres, estoy categóricamente en desacuerdo”.
Esta indignación podía transformarse rápidamente en cólera, y su desprecio y odio
asumían dimensiones muy autodestructivas. En situaciones de cólera, la reparación
sólo puede ser conceptuada como misericordia, y precisamente por eso el concepto
de la reconciliación se hace casi imposible.
En la transferencia yo parecía estar identificado ya sea con los padres despreciados
o bien con un superego vengativo, y él imaginaba que era yo quien se preciaba de
tener patrones morales más estrictos, creyendo yo de forma omnipotente que podía
cambiarlo. Se hizo evidente que yo debía reconocer que había fracasado en mi
intento de comprenderlo para asumir parte de su aislamiento desesperado. Después
de su declaración moral santurrona se sintió solo y me hizo saber después de un fin
de semana largo que se sentía peor sin las sesiones. En esa ocasión se hicieron
evidentes una tristeza y una dependencia más desesperadas que no habían estado
presentes antes.
No obstante, el conflicto con los padres se agudizó cuando ellos aceptaron una
invitación a asistir a un casamiento en el extranjero. Él se había negado a
acompañarlos y los despreció por haber aceptado que los parientes pagaran el
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precio de su viaje. Con “obediencia absoluta” trasladó a sus padres al aeropuerto en
coche, pero no les dirigió la palabra ni los miró. De regreso en su casa, desconectó
el teléfono para que se sintieran inquietos por su bienestar, mientras diversas
fantasías de suicidio y proyecciones de culpa dominaban su ideación.
Esta situación se reflejó en el tratamiento por sus “instrucciones dadas a todos” de
no comunicarse con él. Dijo que estaba “en camino hacia la autodestrucción” y
podía infligirse lo que otros le habían infligido en el pasado.
Interpreté que en ese momento también él se había desconectado, me había dado
advertencias y me había hecho saber que nadie podía impedir que se hiciera daño
él mismo.
Reaccionaba con ataques de cólera, afirmando que le agradaba que sus padres
estuvieran ausentes y que él era la única persona que podía ayudarlo mediante la
recuperación de su fortuna. De otra forma la vida carecía de sentido para él.
Le señalé que a su criterio mis intentos eran inútiles, que se sentía terriblemente
solo y que dudaba que alguien pudiera comprender su desesperanza. Al hacerlo, yo
tenía muy pocas esperanzas de poder establecer una comunicación eficaz con él, y
estaba próximo a darme por vencido.
Fue en momentos como ése en que el Sr. B. se sumía en un estado de profunda
tristeza, pero entonces su superioridad y su cólera se desmoronaban y se mostraba
completamente desesperado y desamparado. Yo temía que se autolesionara al
deshacerse de sus defensas, y dijo que intentaba mantener la integridad de su
personalidad perpetuando su resentimiento a fin de que la tristeza, la dependencia y
la culpa no lo abrumaran. Dijo que estaba de acuerdo con mi “análisis”, pero que
sencillamente no podía perdonar.
Me sorprendió que me dijera durante la última sesión anterior a las vacaciones de
Navidad que había contestado las tarjetas de Navidad por primera vez en varios
años y que preveía visitar amigos. Después de despedirse y desearme una feliz
Navidad, se dio vuelta y dijo con lágrimas en los ojos: “¡Y muchas gracias por darme
siempre su apoyo este año!”.
Esos momentos podían resultar conmovedores, reflejando una capacidad de gratitud
oculta. El Sr. B. temía no tener medios suficientes para asistir a cuatro sesiones
semanales una vez que su seguro de salud dejara de pagarlas, aunque yo había
indicado que estaba dispuesto a facilitar la situación económica. Quería saber si se
le permitiría reanudar el análisis en una fecha ulterior y si yo estaba dispuesto a
atenderlo, manifestando que si ganaba dinero en la bolsa de valores, lo invertiría en
su análisis. Su madre le había dicho que no se preocupara tanto de su futuro, y
había comenzado a hablar más con su padre.
Esta evolución me suscitó esperanzas, que a veces se veían ensombrecidas cuando
predominaban la humillación y la vergüenza, sus acusaciones asumían proporciones
monstruosas y se escudaba detrás de su sistema defensivo impulsado por la cólera,
“dando órdenes” a sus padres como si fueran niños desobedientes y deseándoles la
muerte. En esos momentos hablaba de sus tres “condiciones fundamentales” para
que se produjera cualquier tipo de cambio. En primer lugar tenía que recuperar la
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fortuna que había perdido; en segundo lugar los demás eran los culpables y tenían
que cambiar primero, y en tercer lugar, había que volver en el tiempo y eliminar las
malas experiencias de la niñez.
Conclusiones
Las tres “condiciones fundamentales” antiterapéuticas del Sr. B. ilustran los
cimientos de sus defensas. Debido a su fracaso profesional y a las experiencias
humillantes de su niñez, se sentía humillado y exigía que otros se hicieran
responsables. Esta persistencia de su resentimiento y la omnipotencia de su cólera
imposibilitaron cualquier intento de reparación durante mucho tiempo. Su forma de
desenvolverse con un superego primitivo consistió en identificarse tanto con sus
aspectos ideales e omnipotentes como con sus aspectos crueles y paranoicos. De
esa forma se sentía superior a sus padres y parecía tener derecho a despreciar y
humillarlos.
Durante el análisis ambos aspectos me fueron proyectados, de forma que yo era ya
sea un objeto ideal que suscitaba su envidia o bien un objeto cruel que le exigía una
“obediencia absoluta”, lo insultaba incesantemente y lo reprochaba con “críticas
agudas”.
Durante mucho tiempo creí que no había una salida de esta situación, sobre todo
cuando me sentí incapaz de tolerar mis propias sensaciones de fracaso y decepción.
Entonces yo le echaba la culpa a él y exigía que él cambiara, y al parecer me había
identificado con mi paciente al proyectarle mi propio fracaso. Así creamos una
situación en que cada uno de nosotros exigía que el otro cambiara, creando un
callejón sin salida que fomentaba el resentimiento y los deseos de venganza, pero
dificultaba mucho la reparación.
No obstante, hubo algunos intentos de reparación. Se hicieron evidentes cuando el
estado de ánimo del Sr. B se hacía más doliente y se sentía desamparado. Pero
esos momentos le provocaban una desesperanza tan profunda que yo temía que
cualquier avance tal vez lo instara a matarse. Así, cuando la ansiedad y la culpa se
hacían intolerables, con frecuencia él se refugiaba otra vez en sus defensas.
Considero que el agravio es un estado en que las heridas permanecen sin curar y el
deseo de reparación se proyecta hacia un objeto, cada uno de cuyos deseos de
reparación será denegado (Weiss 2008). Por otro lado, al experimentar cólera el Sr.
B. parecía situarse en una posición moral superior, donde a veces se sentía como
un dios y que el mundo no merecía en medida suficiente su amor. Como lo ha
señalado Edna O’Shaughnessy, en ese estado la reparación sólo es posible en
forma de misericordia.
Ambos estados de ánimo, el resentimiento y la cólera, dificultan mucho la
elaboración de la culpa. En vez de permitir la reparación, provocan sensaciones de
humillación y venganza. El Sr. B. era capaz de reconocer este ciclo vicioso e incluso
decía que estaba de acuerdo con mis “análisis”, como él los llamaba, pero
sencillamente le resultaba imposible perdonar.
No obstante, creo que la comprensión auténtica está vinculada con la posibilidad de
reparación. Mientras que la humillación y la vergüenza exigen un desagravio
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inmediato (Steiner 2006), la reparación requiere tiempo. Cuando esto no se tolera y
fracasa la vía de reparación, sobreviene la compulsión de repetición, que puede
constituir el motivo no solamente del comportamiento individual, sino también de
diversos eventos históricos y sociales.
Quisiera concluir citando un pensamiento de R. Money-Kyrle (1956) en su ponencia
temprana relativa a la contratransferencia. Afirma que el paciente sustituye a los
objetos internos dañados propios del analista. A su criterio la comprensión auténtica
se corresponde con la capacidad de reparación del analista. En el análisis del Sr. B.
yo había llegado más de una vez a un punto en que había perdido toda esperanza
de desarrollo y cambio. Le proyecté entonces mi desamparo, considerándolo
responsable de mi fracaso.
Sólo en los momentos en que tuve que reconocer los límites de mi tolerancia y
comprensión el Sr. B. pudo reconocer su soledad y desesperación. Parecía ser que
tanto el analista como el paciente tenían que experimentar el colapso de su
omnipotencia para poder reconocer los límites de lo que puede lograrse y establecer
metas realistas (Steiner 2011).
En el caso del Sr. B. ello significaba, como lo dijo él una vez, que el tamaño de “las
rompientes” en su isla solitaria se estaba reduciendo y que podía preguntarme si
podía volver. Creo que esta pregunta expresaba su incertidumbre respecto a si yo
podía perdonarle. La posibilidad de perdonar se vincula a su vez con la posibilidad
de poder imaginar ser perdonado (Rey 1986). En este sentido, yo creía que el
análisis del Sr. B. no podía solucionar sus problemas, pero podría haberlo ayudado
a desenvolverse con ellos.
Referencias
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Klein, volumen 3, London: The Hogarth Press 1975, 236-246.
Money-Kyrle, R. (1956), “La contratransferencia normal y algunas de sus
desviaciones”. En: Meltzer, D., O’Shaughnessy, E. (eds.),”Recopilación de las
ponencias de Roger Money-Kyrle (páginas 330 a 342, Strath Tay, Perthshire: Clunie
Press 1978)
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Steiner, J. (1990), “Organizaciones patológicas como obstáculos al duelo: el papel
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Weiss, H. (2009), Das Labyrinth der Borderline-Kommunikation. Klinische Zugänge
zum Erleben von Raum und Zeit. Stuttgart: Klett-Cotta 2009.
Heinz Weiss
Abteilung für Psychosomatische Medizin, Robert-Bosch-Krankenaus,
Auerbachstrasse 110 D-70376 Stuttgart (email: [email protected])
Sigmund-Freud-Institut, Mertonstrasse, 17, D-60325 Frankfurt a.M.
(email: [email protected])
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