Umbilical

Anuncio
Umbilical
Iris Bell
Dicen que a mi madre la había parido la suya siendo aún una niña. Fue algo así:
un día tuvo un fortísimo dolor de vientre, y salió al corral —que hacía las veces de
porqueriza—, apretó y apretó, y nació mi madre. Su madre (mi abuela) alcanzó a
entender la relación que esto guardaba con su propio padre. Dicen que el miedo la
paralizó, o quizás no fuera el miedo, sino que creyó encontrar una solución rápida; lo
cierto es que dejó que los cerdos se acercaran demasiado a su cría antes de poder
reaccionar instintivamente ella misma como una fiera y, a mordiscos, protegerla, y
juntas —unidas aún por el cordón— rodar abrazadas envueltas en sangre y
excrementos. No obstante, de noche cubriría a su niñita con una manta, y marcharía por
la carretera empedrada de llanto hacia el pueblo vecino para dejar a su hija a la puerta
de la casa del doctor. Después echaría a correr dejando un reguero de leche; y se
ahorcaría en un olmo cualquiera. Dicen que delante de su casa. Pero no es verdad: allí
nunca hubo olmos.
El doctor y su esposa eran ya mayores, y recibieron como un regalo de Dios a mi
madre, quien desde luego fue bendecida con una infancia colmada de amor. El doctor
además no dudó en adaptar sus conocimientos en medicina a la mente tierna y rápida de
la niña, quien siempre prefirió jugar a “Vademecum” antes que a “Tula” convencida de
que el culmen de la felicidad era acompañar a su papá en su rutina de visitas. Dicen que
la primera vez que mi madre asistió un parto tenía once años; la edad con la que su
madre la tuvo a ella.
Mi cuento favorito, el que más y más he hecho repetir a mi madre, es uno que
seguramente se inventó: Se trata de la aventura de un futuro papá que deja a su esposa
acurrucada en un pajar sintiendo ya el frenético oleaje del parto, mientas él corre en
busca de una comadrona por todo un pueblo que no conoce, ya que los esposos están de
viaje. Viajan en una burra que va cantando “Rin-rin yo me remendaba yo me remendé”.
Diversos personajes —desde pastores a campesinas, pasando por otros animalitos que
hablan— hacen seguir la pista de la partera a José, que es como se llama el esposo,
hasta que finalmente da con ella. Cuando ambos llegan junto a la nueva mamá, ésta
tiene a su bebé en brazos mientras los ángeles cantan alabanzas. Aunque no fue precisa
la comadrona para dar la bienvenida al bebé, sí ayuda a cortar el cordón y a alumbrar a
María. “¿Te imaginas la hermosa placenta perfecta de Jesús?”, me pregunta siempre mi
madre. Y yo respondo “Sí. Igual que un árbol, el árbol de la vida”. Tras esto mamá y yo
nos quedaremos pensando en el olmo de la abuela.
1
Ahora mamá está preparando su maletín, para no olvidarse nada. Comprueba
tres veces si está todo el equipo, que es muy básico en realidad: una trompetilla para
escuchar el corazón del bebé; tijeras para cortar el cordón umbilical; hilo especial para
atarlo; hilo también por si tiene que coser algún desgarro de la mamá; aguja… Un
tónico que reconforta; hierbas para infusión; alcohol; vendas. Antaño las comadronas
eran también las brujas. Vivían marginadas e imprescindibles en las lindes del bosque y
de la sociedad. Llevo quince años observando su ritual previo a un parto. Papá lleva más
tiempo, y mi hermano menos. Pero a los tres nos fascina. Mientras se recoge el pelo en
un moño, me sonríe su imagen en el espejo. Sabe que voy a acompañarla. Por nada
dejaría de hacerlo; hoy menos que nunca. Pero a ella le gusta tardar en proponérmelo
para que mi dicha sea mayor. “¿No coges tus cosas?”. Ya está. Me levanto de un brinco
y corro a por mi bolsa y no olvido mi libreta. Veamos, la realidad es la siguiente: A
cuatro kilómetros, en el pueblo de L., pero internado en el Paraje del Castaño Hueco,
vive una mujer que tiene un embarazo múltiple (mamá asegura que son tres bebés). No
ha enviado a nadie a buscarnos, pero mi madre ha tenido una corazonada al despertar y
además esta noche la luna estará llena.
En el camino vamos calladas. Rompemos el silencio al llegara L. para saludar al
herrero, que nos pregunta si es el momento. Su hermana, sabedora de que una horita
corta es tan importante como un acompañamiento adecuado, se viene con nosotras. El
herrero tiene un buen carro. Mamá se preocupa por saber si permanecerá en el pueblo.
Me gusta el Paraje del Castaño Hueco. Todos los bosques tienen su puerta. La de éste
chirría con los grajos para dejar paso a un tintineo de arándanos negros en verano. Pero
ahora, desde el roquedal, podemos ver la bruma falsa de los brotes tiernos de los sauces,
y aún pisamos restos de hojas secas que sobrevivieron a la quema del invierno. Previo al
estallido de la primavera, el tránsito por el bosque debe hacerse con respeto para no
truncar su sueño. Y para no asustar a la grávida princesa que vive en una seta gigante.
Cuesta creer que la estructura de su casa se mantenga en pie con las tormentas, pero así
es. Además por dentro está ordenada y limpia. La construyó su marido, poco antes de
ser llevado preso por robar una gallina. Ella nos ve llegar a través del ventanuco y nos
saluda con la mano. Las seta gigante parece haber encogido cuando su dueña sale a
recibirnos, así de inmensa está. Mamá pone sus manos en el vientre de la redonda
princesa. El cuento empezaría así:
“La princesa de Érase que se Era tuvo tres hijas, las tres el mismo día. A la una
la llamó Luna; a las dos nació la segunda, blanca y bonita, la llamó Margarita; era
intensa la tercera, de nombre le puso Viento, negro tenía el cabello, y los ojos también
negros, y negro su pensamiento. Luna, Margarita y Viento, de doncellas tuvieron que
salir de su bosque para conocer mundo. Cuando las despedía su madre les dio: a Luna
un beso, un bizcocho a Margarita, y para Viento había escrito un poema. Llegado a
cierto punto el viaje, las tres hermanas tomaron diferentes caminos.”
2
Ha sido hermosísimo y agotador. Mientras se bebe las hierbas, la nueva mamá
llora y ríe, y yo también lloro y río porque es el último parto antes de mi viaje a la
ciudad. Mis padres han gastado todos sus ahorros para que yo estudie. La sola idea de
cortar el cordón que me une a nuestro castillo de princesas en estado de buena esperanza
me aterra y me hiere. Estamos de regreso. En silencio cerramos la puerta del bosque ,
mientras las ramas aún desnudas de los castaños golpean en el cristal de mi historia
porque aún no me he ido, y sin embargo siento la ausencia del olor vegetal de mi
riachuelo, y sé que en la ciudad nadie pone herraduras a los automóviles. En el
cobertizo sigue el carro del herrero, que no ha sido preciso utilizar, pues las tres bebés
de la princesa son tan fuertes come ella, le comentamos. Le decimos adiós. Vamos un
poco arrastrando los pies por el camino. Con el dedo índice dibujo la luna en el cielo
embarazada; no ha enviado a nadie a buscarnos, pero tengo un presentimiento. Escucho
los latidos de su vientre.
Dicen que un beso, un bizcocho y un poema no son armas adecuadas para
combatir en el campo de batalla que dicen es la vida fuera del seno de quienes te han
cuidado y protegido de niña. Pero puedo contar que Luna venció al Caballero de Hielo
lanzándole el beso, ayudándose de un soplido; él caería de su caballo irremisiblemente
enamorado y Luna aprovecharía para derretirlo con su resplandor, del que él no pudo ya
alejarse nunca. En cuanto a Margarita —de las hermanas la más bonita— tuvo que
enfrentarse a la voracidad del Lung, un dragón asiático que andaba de vacaciones,
escudándose tras el bizcocho; Margarita dejaría de temblar al fijarse en cómo salivaba el
dragón , y se le ocurriría entonces que lo que le había llevado hasta ella no era más que
el olor de la canela, con la que mamá siempre se excedía; acabarían merendando juntos
a la orilla de un lago, y a la postre el dragón la llevaría volando hasta China, donde
disfrutó siendo una afamada pastelera. Viento lo tuvo un poquito más difícil. Su pensar
funesto y su palidez mórbida atrajeron al peor de los enemigos, la Muerte, Caballero
Negro, le abrió un día la puerta de un lóbrego bosque. Y ella entró musitando versos.
Sentiría el gélido aliento del caballero negro en su nuca a través de cada sendero, a lo
largo de todo el poema de su vida, pero tendrá, sí, las palabras y su música, para cuando
el Negro Caballero precise ser aplacado.
Y el cuento acaba aquí, conmigo pegada al vientre de la luna. Con mamá
acercándose en silencio con un regalo para mí. No necesito comprobar tres veces que no
falta nada.
3
Descargar