X CULTO DIVINO, PASTORAL Y VIDA DE PIEDAD Por Karl Amon El ministerio salvífico de la Iglesia se realizaba principalmente en el marco de la parroquia, que, en las ciudades, encontró una fructífera competencia en las órdenes mendicantes. La burguesía no se limitó a crear sus monasterios, sino que se convirtió en motor de desarrollos modernos. Conquistó importantes derechos, algunas parroquias y otras iglesias de la ciudad se convirtieron en espacio de representación suntuaria (mausoleos, fundaciones de altares) y formó comunidades de cuño religioso (terceras órdenes, fraternidades, gremios). La eclesialidad burguesa determinó casi siempre también las escuelas de la ciudad y el hospital cívico (asilo de ancianos, casa de enfermos, inclusa) con su especial asistencia pastoral y una rica creatividad artística, desde la construcción de iglesias hasta el regalo de un cáliz o de una casulla. En ciudades bajo soberanía eclesiástica (ciudades episcopales) solían producirse litigios jurídicos con el obispo o el cabildo, pero la eclesialidad como tal no aminoraba. A diferencia de las parroquias de las ciudades, las de los pueblos seguían unas prácticas piadosas multisecularmente aclimatadas. Los campesinos de las parroquias rurales, así como el señor del patronato (generalmente de sangre noble), aceptaban en escasa medida la vida religiosa de la ciudad, siempre de matiz más abigarrado, pues la misma presupone también condiciones económicas como las de la ciudad. §98 El clero Hasta la era moderna, el clero bajo, principal titular de la pastoral, careció de una formación teológica y espiritual reglamentada. El extendido deseo de conventos de órdenes mendicantes, de puestos de celebrante y, finalmente, de capellanes o vicarios encargados de la predicación, trataban de compensar tales carencias. El aprendizaje experimental de lo más necesario para un párroco continuaba siendo el camino normal al sacerdocio. Los obispos no se preocupaban seriamente de la formación. Ni siquiera las universidades, que se extendieron por el imperio germánico e incluso llegaron hasta Polonia en los siglos XIV y XV, mejoraron sustancialmente la formación del clero; por el contrario, las universidades sirvieron a la ciencia teológica como tal. Como síntoma del amplio deterioro reinante entonces debemos considerar el denostado concubinato clerical, contra el que arremetieron primero algunos obispos y sínodos y, desde el siglo XI, también el movimiento para la reforma. Sin embargo, se dieron frecuentemente uniones fijas, de corte matrimonial. En general, el pueblo toleró este tipo de uniones, salvo en lo tocante a la disminución de los bienes eclesiásticos mediante la provisión de hijos de sacerdotes. Los tribunales eclesiásticos no siempre pusieron reparos, y en algunos lugares fueron incluso dadas por buenas mediante la contraprestación de determinadas cantidades de dinero (rédito del concubinato). Tenemos que considerar con prudencia como un lugar común la creciente crítica contra la Iglesia y contra el clero basada en la transgresión del celibato como algo constante (con frecuencia se cita el texto de la Vulgata para el Sal 52,4: «Non est qui faciat bonum, non est usque ad unum»). De poco sirvió que el movimiento para la reforma rechazara en el plano de la teología el matrimonio del sacerdote calificándolo de «nicolaitismo» (cf. Ap 2,6.12). A finales de la edad media se exigió en ocasiones que el matrimonio de los sacerdotes quedara a la libre elección de cada uno de los interesados. A pesar de todas sus deficiencias, el sacerdote gozaba de gran predicamento en virtud de su dignidad. Sin duda, se distinguía entre el oficio y sus titulares. La participación decreciente de los obispos en la pastoral hizo que el presbítero se convirtiera en el verdadero sacerdos y pastor al que estaba confiada la asistencia pastoral a los fieles. §99 La liturgia a) La misa En la misa, como centro evidente y cada vez más valorado de la liturgia, la presencia de Cristo y el carácter sacrificial estuvieron en primer plano, mientras que se descuidaba la parte de la proclamación de la palabra. Cuando en el siglo XIII se introdujo la elevación de la hostia y, en seguida, la del cáliz, esa elevación —pronto de uso general— se convirtió en un punto culminante. En consecuencia, se podía delimitar la participación en la misa al hecho de mirar hacia arriba en la consagración. En el terreno de la doctrina nació el dogma de la transubstanciación, posición intermedia entre la concepción simbólica y la crudamente realista, concepción que fue aceptada por el cuarto concilio de Letrán. Este mismo concilio exigió que se recibiera la eucaristía al menos una vez al año, por pascua. En la práctica, este precepto significaba la renuncia a la comunión, pues, aunque se oyeron casi siempre voces que llamaban a la comunión frecuente, las líneas de la evolución no siguieron a esas voces. Por el contrario, se tendió hacia el mayor número posible de misas, no sólo en los conventos, donde el gran número de altares, de capillas y de sacerdotes sugiere esto, sino también en las iglesias de las ciudades. Las litúrgica y jurídicamente variadísimas fundaciones de misas (misa semanal, misa diaria, misa temprana) no sólo trajeron consigo maravillosos altares laterales góticos, sino que alejaron de la celebración comunitaria y de una bien fundada teología de la misa. Y todo esto no sólo suscitó la crítica de los reformadores acerca de estas fundaciones, sino que llegó a producir el rechazo liso y llano de la misa. b) La predicación Durante toda la edad media, la predicación tuvo su lugar tradicional en el culto divino de los domingos y días de fiesta. Se recordaba encarecidamente a los ministros sagrados la obligación de predicar. Pero la evolución experimentada en los siglos XII y XIII también afectó profundamente a la predicación, sobre todo a través de las órdenes mendicantes con sus iglesias pensadas para grandes masas. Destacados predicadores fueron, entre otros, Bernardo de Claraval († 1153), Bertoldo de Ratisbona († 1272), y, a finales de la edad media, Geiler de Kaisersberg († 1510) y el fogoso predicador de penitencia Girolamo Savonarola († 1498). Las numerosas formas continuaron un fuerte desarrollo: predicación dominical, predicación de un día de fiesta, predicación vespertina, predicación cuaresmal, predicación de viernes santo, predicación de la indulgencia y predicación de la cruzada. La escasa formación de la inmensa mayoría de los ministros sagrados hacía inevitables las carencias de la predicación en cuanto a contenido y forma, no rehuyéndose en ocasiones el recurso a las chanzas y las leyendas de sabor popular. Y, puesto que con la predicación no coexistían la instrucción religiosa del pueblo o de los niños, las deficiencias de la predicación tenían graves consecuencias. Las ayudas para la predicación, de las que se dispuso en abundancia creciente a finales de la edad media (modelos, colecciones de materiales, libros de ejemplos), así como la aparición de directrices para la predicación, representaron mejoras considerables en este campo. Además, los humanistas introdujeron su retórica y saberes en la predicación. A partir del siglo XIV revistieron gran importancia las plazas de predicadores, fundadas generalmente por seglares y reservadas de manera preferente o exclusiva para ministros de la Iglesia con buena formación académica. Ponen de manifiesto el amplio interés de las capas dirigentes en una buena predicación. La predicación itinerante medieval tiene una de sus raíces en los representantes de la vita evangelica (por ejemplo, en los vallombrosanos). Esa predicación es perceptible a finales del siglo XI, y ejerció una fuerte influencia en las masas (Pedro de Amiens). En la tercera década del siglo XII reinaba un orden considerable. Los predicadores itinerantes actuaban frecuentemente por cuenta propia, sin encargo eclesial; tendían a criticar a la Iglesia, e incluso eran proclives a la herejía (Amoldo de Brescia). En tiempos posteriores, no sólo la predicación de los valdenses, sino también la de las órdenes mendicantes, puso en tela de juicio normas eclesiásticas tradicionales, de forma que los esfuerzos para lograr una predicación en el sentido del evangelio podían conducir tanto a la herejía como a nuevas órdenes. También aquí fue decisiva la figura de san Francisco de Asís. c) El año eclesiástico El año eclesiástico determinaba toda la vida con los tiempos definidos y con el creciente número de fiestas (un promedio que llegó a aproximarse a 50 días festivos); a partir del siglo XIV se idearon diversas medidas para limitar tal número de fiestas. Por otro lado, los papas introdujeron desde el siglo XIII nuevas fiestas: Corpus Christi, Santísima Trinidad, Visitación de María, Transfiguración de Cristo (victoria sobre los turcos en 1456). Se celebraban solemnemente las consagraciones de iglesias y los patrocinios como importantes fiestas locales, en diferentes días, según el lugar. Entre los numerosos días de ayuno destacan por su importancia los cuarenta días que preceden a la Pascua, pero también las témporas y las vigilias (de fiestas mayores), y todos los viernes (parcialmente también los sábados). La abstinencia (no comer determinados alimentos) afectaba no sólo a la carne, sino también a los huevos y productos derivados de la leche, lo que hizo que se debieran conceder dispensas pontificias incluso para los conventos («cartas de la mantequilla»). También la celebración de matrimonios, las relaciones sexuales intramatrimoniales, la actividad de los tribunales y las diversiones se veían afectadas por restricciones condicionadas por la liturgia. Durante el transcurso del año, pero especialmente en torno a Navidad, semana santa y Pascua, nació una dramaturgia litúrgica. Los autos [ FALTAN LAS PÁGINAS 387-390 EN LA OBRA DIGITALIZADA QUE INCLUYEN EL FINAL DEL PUNTO 99 Y EL INICIO DEL PUNTO 100] viendo con pujanza lo «periférico y la multiplicación» (J. Lortz) de las formas de devoción en la amplia corriente de la tradición medieval. En las postrimerías medievales, la piedad siguió ejerciendo una influencia configuradora en las literaturas nacionales, que se encontraban en plena evolución (el ejemplo más famoso es la Divina comedia, de Dante), y creó en el plano popular una variedad de escritos de edificación: Biblias historiadas, Biblias de los pobres, devocionarios, traducciones de libros litúrgicos y títulos como Jardincito de las almas o Puerta del cielo. Recaderos populares de la mística perdieron mucha profundidad a causa de la simplificación. Podemos afirmar que lo ganado en extensión se perdió en profundidad. Sin embargo dieron solidez a la eclesialidad e interceptaron tendencias críticas. Mediante este rico despliegue, la edad media ha regalado a la Iglesia occidental una piedad que ha permanecido vigente hasta el siglo XX, a pesar de algunas esporádicas sacudidas. No obstante el abuso casi comercial de los tesoros de la gracia y la depredación económica del pueblo devoto (mediante la curia, los príncipes regionales y los hábiles mercaderes de indulgencias), los esfuerzos creyentes fueron inmensamente grandes. Sólo cuando estalló en la reforma la crítica apuntalada en la Biblia, se marchitó rápidamente toda la pujanza del florecimiento. Y tuvieron que pasar muchas generaciones antes de que la Iglesia postridentina consiguiera poner freno, mediante la concentración religiosa (no sólo dogmática) a la guadaña. Pero al fin no llegó a realizarse lo que habían deseado los movimientos pauperistas, el humanismo y, en una forma más radical, la reforma protestante. De ahí que resulte esperanza-dora la importante coincidencia actual de la crítica evangélica (protestante) y de la autocrítica católica en el enjuiciamiento de la piedad del último período medieval. La piedad medieval no siempre gozó de buena salud. A partir del siglo XI, las nuevas corrientes siguieron casi siempre líneas acentuadamente sensibles, individualistas, que llegaron a adentrarse en lo visionario, extático e incluso en la excitación de las masas. Una avasalladora alegría de vivir pudo transformarse de repente en ascesis y profunda preocupación por la salvación de la propia alma y de las almas de los demás, en el esfuerzo por asegurarse un buen lugar en la vida eterna mediante las buenas obras. La «obra meritoria» podía hacer olvidar la gratuidad de la salvación. La brujería fue considerada como una de las peores desviaciones no sólo en el ámbito de la teología y de la fe popular, sino —al menos en igual medida— en la vida jurídica. Combatida originariamente como superstición, la actividad de las brujas fue objeto de profunda reflexión teológica desde Tomás de Aquino. La intervención de la Inquisición promocionó el error en vez de reducirlo. De la bula contra las brujas de Inocencio VIII (1484), nació el Martillo de brujas (Malleus maleficarum), como suma pseudoilustrada de la brujería. La locura de las brujas, que alcanzó su punto culminante en el siglo XVII, también se hizo presente en la vida de las Iglesias regionales protestantes y sólo pudo ser superado mediante la ilustración. §101 Formas concretas de piedad a) La Biblia y su difusión La espiritualidad mantenía connotaciones bíblicas no tanto mediante la propagación de la Biblia (no se incrementó hasta que comenzaron a imprimirse libros) cuanto mediante el contenido de la predicación (ésta partía de las perícopas del Evangelio), de la liturgia (especialmente en el año eclesiástico), arte (ciclos de imágenes) y «autos» o «misterios» de tema bíblico. A pesar de todos los cuidados y prohibiciones de las autoridades eclesiásticas, en las postrimerías de la edad media aumentaron constantemente las traducciones de la Biblia, que, sin embargo, tuvieron una influencia reducida, a causa del analfabetismo y de su elevado costo. Entre 1466 y 1521 fueron lanzadas al mercado alemán 18 Biblias alemanas. También como corrector de la espiritualidad práctica de la Iglesia estuvo la Biblia en la conciencia durante toda la edad media, tanto en el movimiento para la reforma, en el ideal franciscano, como en la crítica que se hizo de la Iglesia desde la ortodoxia y la herejía. b) La peregrinación Las peregrinaciones tuvieron un exuberante desarrollo. Junto a los lejanos objetivos de Jerusalén y Roma, nacieron otros nuevos y numerosos en las tumbas, en los lugares de nacimiento o de actuación de santos, de reliquias famosas, de imágenes que concedían gracias, o en el lugar de apariciones milagrosas. Estos viajes costaban tiempo y dinero, y aparecían rodeados de peligros (en consecuencia, se hacía testamento antes de emprender una gran peregrinación). Sin embargo, la esperanza de experimentar la proximidad de Dios y de los santos, la ilusión de obtener la curación y otros milagros, y especialmente las indulgencias, arrastraron a muchedumbres de peregrinos. De ahí que toda una red de pequeñas y grandes iglesias de peregrinación se extendieran paulatinamente por Europa. A lo largo de los caminos de los peregrinos nacieron hospicios. Los taberneros, los guías y los prestidigitadores procuraron obtener ganancias de las necesidades de los peregrinos. Formas de expresión culturales y religiosas se difundieron a lo largo de los caminos de peregrinación (arte románico en los caminos hacia Compostela). Algunas vinculaciones suprarregionales son debidas precisamente a las peregrinaciones. Como principales metas de las peregrinaciones podemos enumerar las siguientes: Jerusalén, Roma, Compostela, Aquisgrán, Colonia (tres reyes magos), Canterbury (Tomás Becket), Saint-Michel, Tours, SaintGilles, Tréveris (santa túnica; apóstol Matías), Monte Gargano (huellas de pisadas del arcángel Miguel), Lucca (crucifijo milagroso), Loreto (santa casa), Saukt Wolfgang, Mariazell, Einsiedeln, Vierzehnheiligen y Wilsnack (hostias sangrantes). Abigarrado es también el grupo de peregrinos mismo, como ponen de manifiesto los famosos Cuentos de Canterbury (Canterbury tales) de Geoffrey Chaucer (1387). Las peregrinaciones podían convertirse en experiencias inolvidables; a veces eran impuestas como penitencia o como castigo judicial. En ocasiones se pagaba a otra persona para que las realizara en nombre de la persona en cuestión, o aparecían entre las disposiciones testamentarias. Los peregrinos no se dejaron influir demasiado por las críticas de los predicadores y de la literatura religiosa. También la liturgia experimentó movimiento en la edad media. Muchas iglesias de conventos y de ciudades, los cada vez más numerosos altares y capillas, así como los vía crucis, fueron incluidos en las procesiones y en la liturgia de las diversas estaciones de culto. Cada lugar de culto se convirtió en una modesta meta de peregrinación. También en las tierras llanas había procesiones, al menos para la fiesta del santo patrono y para la fiesta de consagración de cada una de las iglesias. Una forma especial de romería religiosa son las marchas penitenciales de las fraternidades de flagelantes. Se dieron en torno a san Antonio de Padua († 1231), y de nuevo en 1260 entre franciscanos influidos por el movimiento joaquinista de Umbría, entre los «apostólicos» congregados alrededor de fra Dolcino de Novara († 1307), y finalmente a raíz de la gran epidemia europea de peste de 1348, como histeria colectiva, desde Hungría hasta Inglaterra. Clemente VI tomó medidas contra este uso, pero en vano (1349). Como consecuencia de la predicación penitencial de san Vicente Ferrer, hacia 1400 nacieron en los Pirineos, Francia y norte de Italia nuevas marchas de flagelantes como expresión de una fuerte excitación religiosa. Con estas marchas se unen diversas formas de la protesta contra la Iglesia y, en algunos casos, pogromos (matanzas) de judíos. c) Vida de piedad en torno a la pasión Si nos atenemos a los contenidos de la fe, tenemos que destacar la vida de piedad centrada en la pasión. A la venerable liturgia del viernes santo, se añadió un sermón sobre la pasión, de una hora de duración, y posteriormente, además, el drama de la pasión o una procesión. Las cruzadas multiplicaron los patrocinios eclesiales de la Santa Cruz. El espacio interior de los templos estaba dominado por poderosas representaciones de la crucifixión, tal como vemos desde el románico, sobre todo, desde la implantación del coro en alto con el altar de la cruz. También se erigían representaciones de la crucifixión al aire libre; se convirtieron en una especie de escalón previo de los calvarios. Y había una cierta inclinación a imitar la capilla jerosolimitana del Santo Sepulcro. Fueron muy veneradas las partículas de la cruz y otras reliquias de la pasión (sábana santa de Turín, santa túnica en Tréveris, colección de reliquias de Santa Croce en Roma, tesoro imperial de Viena). Famosas devociones de la pasión son las «siete caídas» (de Jesús con la cruz a cuestas), y sobre todo el vía crucis, que deriva de la Via dolorosa de Jerusalén y de sus imitaciones. Al principio, esta devoción revistió formas muy diversas, pero simplificada ya en el siglo XVI tuvo ya la forma actual (14 estaciones). A finales de la edad media, uno de los puntos culminantes de la semana santa fue el Oficio de tinieblas como recuerdo de la muerte de Jesús (todavía hoy, en muchos sitios toque de campanas), preparado en el atardecer del jueves santo mediante una contemplación de la angustia de muerte sufrida por Jesús en el monte de los Olivos. d) Contemplación y adoración del santísimo sacramento La devoción de contemplar y adorar la eucaristía no nació como consecuencia de la doctrina de la transubstanciación, sino que creció en una notable tensión con la comunión poco frecuente. Sin duda constituyó una especie de recambio de la extendida renuncia a la comunión, renuncia que la unilateral acentuación de esta devoción pudo fomentar aún más. La forma de expresión de la adoración, practicada ya antes en diversas ocasiones, fue ampliada en conexión sobre todo con la elevación después de la consagración (arrodillarse, toque de campanillas, incensación). La nueva creación más significativa en este campo es la fiesta de Corpus Christi, introducida para Lieja (1246) en virtud de una revelación privada de santa Juliana, e impuesta en 1264 para toda la Iglesia por Urbano IV, antiguo archidiácono de Lieja. Celebrada al principio sólo con la misa y la oración de las horas, posteriormente (la práctica se generalizó en el siglo XIV) se introdujo la procesión con el santísimo (de forma similar, en otras circunstancias se portaban reliquias). La procesión dio a la fiesta un carácter especial, muy dramático y popular. Diversas vinculaciones se establecieron entre la procesión y las rogativas; al final de la edad media, se repetía la procesión, en muchos lugares, todos los días de la octava de Corpus, e incluso todos los jueves. Hornacinas y sagrarios para el santísimo, adornados con riqueza artística y plástica, fueron colocados en la parte del Evangelio en las iglesias, y se convirtieron en la más destacada expresión artística de esta veneración del santísmo (por ejemplo, San Lorenzo, en Nuremberg). e) Devoción mariana La veneración de María se manifestó no sólo en las cuatro fiestas marianas antiguas (Purificación, Anunciación, Dormición, Natividad), sino que confirió una impronta mariana al sábado (por lo demás, día de ayuno); además, dio origen al Oficio parvo en el marco de la liturgia. Nuevas oleadas de vida religiosa, especialmente los cistercienses, desarrollaron y robustecieron la veneración de María. Cuando ésta se hizo aún más popular, a partir del siglo XIV, nacieron nuevas y más sencillas formas de devoción. El Avemaria, compuesta con las salutaciones del ángel y de Isabel, experimentó diversas ampliaciones (la forma actual proviene del siglo XVI). Mediante repeticiones del Avemaria nació el Ángelus (toques de campaña en conexión con la oración de las horas por la mañana y por la noche, completada mediante el toque al mediodía, toque atestiguado en Praga en 1386 y ordenado por Calixto III en 1456 a causa del peligro de los turcos) y el Rosario, que —con la añadidura de los «misterios»— adquirió gran fuerza meditativa. Iglesias dedicadas a María las hay de todos los siglos. Algunas de ellas se convirtieron en apreciados lugares de peregrinación. De entre las fiestas marianas más recientes —como son la Visitación, la Presentación y la Inmaculada—, esta última revistió una importancia especial para la evolución de los dogmas. De la Iglesia oriental pasó al sur de Italia y a Inglaterra. Los escotistas, el concilio de Basilea y Sixto IV promovieron la doctrina de la concepción sin pecado. Una especie de ampliación de la devoción mariana es la veneración de toda la estirpe sagrada (José, Ana, Joaquín, y otros). En el terreno del arte, las hieráticas representaciones de María, conocidas sobre todo en la Iglesia oriental y en el románico, dieron paso a un tipo de madonna cortesano y, finalmente, a obras plásticas de la clase de las «bellas madonnas», tan frecuente en el sur de Alemania. Gran atractivo artístico, teológico y espiritual ejerció la Pietà, nacida del descendimiento de la cruz (se relacionó el descendimiento con la hora de Vísperas). Señalaremos también la representación de Ana con María y Cristo en sus brazos, tan difundida y apreciada en la última fase del gótico. El altar de Nuestra Señora ocupaba un lugar destacado (artística y litúrgicamente) entre los muchos altares de las iglesias de los monasterios y de las ciudades. De esta manera, se robusteció y desarrolló el culto mariano durante toda la edad media, pero también ofreció puntos flacos a la futura crítica teológica. f) Veneración de los santos y de sus reliquias En la veneración de los santos nos encontramos con figuras de mártires, obispos, vírgenes y ascetas de la antigüedad. En los primeros tiempos de la edad media, se sumaron los «santos nobles», a los que el rango social y su correspondiente actuación en la Iglesia o en el mundo reportaron reconocimiento. El avance de la veneración de los santos se pone de manifiesto en el predominio casi completo de la vida de los santos en la literatura biográfica, pero también en el creciente número de fiestas de santos, en el traslado de reliquias, y en las «elevaciones» como introducción de un culto realizada por la autoridad eclesiástica competente. De la fe en los santos como abogados nació la idea de determinadas competencias en diversos menesteres. En las respectivas asignaciones de competencias influyeron a veces circunstancias puramente externas, como en el caso de los santos protectores contra la peste, Sebastián y Roque (respectivamente, flechas y herida) a finales del medioevo, o del paciente Job como auxilio contra la sífilis. El conocido grupo de los más de 14 santos abogados gozó de gran predicamento a partir del siglo XIV. Un número creciente de santos puebla el calendario, las paredes y los altares. Las leyendas, material de lectura preferido, pasan a engrosar grandes colecciones (por ejemplo, la Legenda aurea de Jacobo de Vorágine, † 1298). Precisamente, el papel de los santos como abogados y ayuda podía oscurecer al único mediador, Jesucristo, y relegarlo a la tarea de juez severo, aunque la doctrina se mantuviera correcta. La familiaridad con que las gentes medievales miraban a los santos es, sin embargo, un rasgo luminoso, una enriquecedora vinculación entre el cielo y la tierra. La elevación a la categoría de santo se llevaba a cabo, en los primeros tiempos, por el pueblo, mediante el simple hecho de la veneración. Ya a principios de la edad media, los obispos pretendieron el derecho de la aprobación y, finalmente, de la «elevación» (entendiendo esto frecuentemente en sentido literal como elevatio o translatio de los restos); tras múltiples casos de intervención voluntaria del papa (por ejemplo para Ulrico de Augsburgo, 993), Gregorio IX reservó la canonización a la Sede Apostólica, en 1234. De la antigüedad cristiana se había recibido también la veneración de las reliquias, que creció juntamente con el culto de los santos. Como consecuencia de la gran demanda y de la inhumación de las reliquias en las consagraciones de altares, se siguió el ejemplo de la Iglesia oriental y se dividieron las reliquias en trozos cada vez más pequeños. De esa manera se consiguió aumentar su número. La afanosa recogida practicada por monasterios, iglesias y personas privadas podía desembocar en grandes tesoros de reliquias. Muchas iglesias contaban con un modesto fondo. Con frecuencia, contenían también otras cosas raras y curiosas que nada tenían en común con las reliquias. Las colecciones más importantes (como por ejemplo, iglesia del castillo en Wittenberg, tesoro imperial en Nuremberg) se mostraban con regularidad en las «instrucciones» solemnes, en las que se podía conseguir todo el tesoro de las indulgencias en una proporción equivalente a la magnitud de la colección. Todo esto llevaba a la cosificación de los santos, al engaño, al robo y a la rapiña de reliquias, e incluía el peligro de entender las reliquias en clave mágica. Las normas restrictivas de las autoridades eclesiásticas, el humor burdo y, finalmente, la crítica de los humanistas nos hacen ver los lados sombríos de la veneración de las reliquias. g) Preocupación por los difuntos y por la hora de la propia muerte La propia muerte y la memoria de los que habían partido ya para la patria definitiva despertaron un tipo de prácticas piadosas relacionadas con la muerte. No se pretendió nunca poner sordina a este tipo de espiritualidad. Por el contrario, se la convirtió en un pilar importantísimo de la vida religiosa. Las representaciones románicas del juicio final (sobre todo en los pórticos) perduraron hasta el renacimiento. De las oraciones por los difuntos en las que se utilizaban los salmos salió el Oficio de difuntos, que, como el Requiem, no sólo se recitaba con ocasión del entierro sino también los días 3.°, 7.°, 30.°, 40.°, y en el aniversario. El Día de todos los fieles difuntos o de las ánimas, nació, tras algunos brotes esporádicos desde el siglo VII, de la mano del abad Odilón de Cluny, en el año 998, y se fijó el 2 de noviembre como fecha de esa celebración (al día siguiente de Todos los santos). Llegó incluso a tener una especie de repetición todos los lunes. Los cementerios que rodean las iglesias muestran la proximidad que existe entre los muertos y la vida de la Iglesia: los fieles rezaban por los difuntos y al mismo tiempo querían asegurarse oraciones y sacrificios para ellos mismos; de ahí las tumbas (a poder ser en la iglesia) cada vez más costosas y artísticas. En las procesiones se visitaban las tumbas ricamente adornadas y las sencillas, y naturalmente los osarios en el cementerio. De esta forma las tumbas entraron en la liturgia. A finales de la edad media, la preocupación por los difuntos adquiere con frecuencia rasgos macabros, como en las representaciones de cadáveres en vías de putrefacción, en la personificación de la muerte como hombre de la guadaña, en las danzas de la muerte representadas en el arte o descritas en textos literarios o en obras como Der Ackermann aus Böhmen (El granjero de Bohemia, hacia 1400). Libritos que giran alrededor de la muerte (Ars moriendi) presentan la vida cristiana bajo el pensamiento en la muerte inminente; se vivía de cara a la muerte; se preparaba la muerte y el entierro a lo largo de toda la vida.