INSTITUTO INMACULADA CONCEPCION DE VALDIVIA

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INSTITUTO INMACULADA CONCEPCION DE VALDIVIA
DEPARTAMENTO DE HISTORIA Y FILOSOFÍA
Apunte complementario Quintos Básicos
(Extractos)
AMÉRICA EN ESPAÑA, ESPAÑA EN AMÉRICA
LA CARRERA DE INDIAS
Si España no hubiera contado con un ejército profesional, una Iglesia reformada y un
Estado nacional, no habría podido controlar una América pasmosamente vasta y plural.
Pero no sólo los territorios eran inmensos. Lo eran todavía más los mares. El dispositivo
imperial para defender las costas indianas y las rutas marítimas fue formidable.
Desde 1535, no hubo paz. Los corsarios y los piratas husmeaban el Mar del Sur, como
llamó Balboa al Pacífico, y el mar Océano, como se conocía al Atlántico. En la primera
mitad del siglo XVI, las guerras franco – españolas se dirimían también mediante
corsarios que, con patente de corso(o carta de marca) concedida por uno de los
contendientes, se dedicaban a capturar los barcos mercantes del otro. Y, si les caía
bien, del mismo modo atacaban alguna ciudad costera en la que suponían habían
tesoros.
En la centuria que va desde 1550 hasta 1650, los intrusos fueron principalmente los
perros del mar, los corsarios de Su Majestad británica. En historia, muchas veces se
comete el pecado de mirar los hechos con la lente del presente. Pero conviene
evaluarlos a la luz del momento en que se desarrollaron. Entonces los hechos tienen otra
dimensión. Veamos:
“A principios del siglo XVI Inglaterra pesa en el mundo lo que un palo de tabaco. Para
que los europeos tengan una idea de lo que es la isla de Santo Domingo en el Caribe,
comparan ésta con Inglaterra, llegando a la conclusión de que santo Domingo, vale
más.”
Era lógico que la por entonces esmirriada Inglaterra le hiciera la guerra a España en
la enormidad oceánica, dificilísima de defender. Como decía Arciniegas, el principio de
los Grandes de la Gran Bretaña era ser piratas. Aún así, la empresa corsaria apenas daba
para los costos. Eran inigualablemente más restables el contrabando y el comercio de
Sevilla.
Hacia fines el siglo XVI, España perdía entre treinta y cuarenta barcos al año. Hubo
que levantar fortalezas, emplazar cañones, disponer patrullas sobre las costas, mandar
custodias a los barcos que cruzaban el Atlántico. La necesidad hizo que apareciese lo
que sería el modo del comercio indiano durante un largo tiempo: la Flota de las Indias,
convoyes navales protegidos por naves de guerra que organizaba la Casa de
Contratación.
Desde 1564, todos los barcos que zarpasen de la Península hacia las Indias debían
navegar en convoyes de al menos diez buques escoltados, salvo los avisos (naves ligeras
de enlace en el intervalo entre las flotas anuales). Se formaban dos flotas anuales que
navegaban una hacia Tierra Firme y otra hacia Nueva España.
La primera se hacía a la mar en el otoño boreal desde Cádiz o Sanlúcar de
Barrameda rumbo a Cartagena y Portobelo, lo que llevaba unos dos meses. La segunda
zarpaba en la primavera boreal hacia la Española, La Habana y el puerto novohispano de
Veracruz, adonde llegaban después de nueve semanas.
Las flotas permanecían ancladas en sus destinos americanos mientras se realizaban
las ferias para cambiar los artículos que traían de Castilla por los efectos de la tierra,
especialmente la plata mexicana y altoperuana. Los mercados que quedaban alejados de
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las rutas comerciales eran abastecidos por barcos de permiso, que se separaban de la
flota sin custodia. Para regresar había que sortear los huracanes de las Bahamas y poner
proa a las Azores y Sanlúcar.
Las flotas no estaban protegidas solamente por sus escoltas. Durante la travesía,
diversas formaciones controlaban las aguas que navegaban: la Armada del Mar Océano
operaba sobre las costas peninsulares del Atlántico y del Cantábrico, la Armada de la
Guarda de la Carrera de Indias defendía a los convoyes de Tierra Firme y de Nueva
España, y la Armada de Borlovento patrullaba las aguas tibias del Caribe. La
coordinación de las armadas se hacía con los navíos de aviso.
Este sistema de comunicaciones con las Indias era, desde luego, sumamente
oneroso. Para sostenerlo se echó mano de la avería, un gravamen por el cual el
comercio subvenía a su propia defensa. En lo inmediato, el mecanismo no estaba mal,
pero sus efectos eran perversos. Los ataques corsarios se hicieron más frecuentes y, lo
que es peor, las amenazas, más repetidas. Fue necesario, entonces, aumentar las
escoltas con el costo consiguiente, justo cuando el intercambio transatlántico declinó. El
pago creciente de la avería empezó a engullirse las ganancias del comercio que decía
defender. De tal manera que, los comerciantes comenzaron a evitar registrar sus
mercaderías para eludir el impuesto que, desde luego, no pagaban los contrabandistas.
Cada vez se percibía menos en concepto de avería. La caída en la recaudación no se
compensó con los sucesivos incrementos del impuesto. La falta de recursos obligó a
reducir las armadas de escolta haciendo más vulnerable la navegación. Probadas sus
consecuencias negativas, la avería finalmente se eliminó en 1660.
La lógica del dispositivo montado sobre el atlántico se basaba en la idea del istmo de
panamá como válvula reguladora del Pacífico. El Istmo era una pieza vital del sistema, al
punto que Carlos V mandó que se hicieran estudios topográficos para construir una canal
que uniera ambos océanos.
El circuito empezaba en las minas del Cerro Rico del Potosí. La plata se embarcaba
en El Callao (el puerto de Lima, en Perú) o en san Marcos de Arica (por entonces, puerto
peruano, ahora chileno) rumbo a Panamá, con la custodia de la Flota del Sur, una
modesta armada de dos galeones o dos fragatas. No era mucho, pero el Pacífico
resultaba un mar relativamente cerrado porque el paso por el cabo de Hornos era
extremadamente difícil.
A todo esto, la flota de Tierra Firme esperaba la plata altopeuana para emprender el
regreso a Europa. Ya había desembarcado su carga en Portobelo y las mercaderías
provenientes de la Península habían sido transportadas a lomo de mula por el istmo de
Panamá. Desde allí se distribuirían hacia Perú y Chile, sobre el Pacífico, y al Alto Perú e
el Río de la Plata.
¿Por qué dar semejante vuelta por Panamá? ¿Por qué no aprovechar el puerto de Buenos
Aires que, aunque malo, era la puerta natural del Atlántico austral? Había dos razones:
las minas argentíferas estaban más cerca del Pacífico, la distribución de las mercaderías
al Perú a través del desierto y la puna habría sido por lo menos penosa y, sobre todo, la
navegación por aquellos mares australes estaba permanentemente amenazada por la
proyección portuguesa hacia el Río d la Plata.
Al contrario, la Corona cerró el río de la Plata a cal y canto para impedir que la
plata potosina drenara a otros países. No pudo evitar, sin embargo, que los portugueses
usasen la ruta de la pampa para hacerse del metal precioso colocando en el Potosí
mercaderías introducidas de contrabando. Desde la segunda mitad del siglo XVII, hubo
un activo comercio desde Europa hacia el muy fuertemente demandante mercado
potosino a través de Buenos Aires. Los excedentes derivados de esa circulación
permitieron que los porteños financiaran la infraestructura urbana y de transporte
necesaria para esa intermediación.
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De todos modos, entre 1570 y 1620, la carrera de Indias funcionó más o menos
regularmente con algunas pérdidas razonables. Pero desde ese momento empezó una
declinación que llevaría el volumen comercial, a principios del siglo XVIII, a una décima
parte de lo que había sido. Para entonces, las flotas ya no eran bianuales, sino más
esporádicas. En 1720, se procuró establecer un proyecto de Flotas y galeones. Pero hubo
que esperar las reformas borbónicas para que se dieran novedades de peso.
Fuente Bibliográfica: “La América española”.
Autor: Ricardo Lesser.
Editorial Longseller. Año 2006. Buenos Aires.
Argentina.
Páginas 69 - 75
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