NAPOLEÓN III SOBRE MÉXICO

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NAPOLEÓN III
SOBRE MÉXICO
Jean-Baptíste Boussingault
3e dijo en aquel entonces que la intervención francesa en México era "la grande
pensée du regne", la gran idea del reinado.
En este caso, como en muchos otros, el
emperador tuvo una influencia personal
decisiva, acompañada de incoherencias y
contradicciones; en Oriente defendía la integridad del imperio otomano y las aspiraciones de las naciones cristianas; en Italia
puso el ejército al servicio de los patriotas
liberales, derrotó al austríaco y luego protegió militarmente a los Estados Pontificiales contra sus queridos italianos; su apoyo
a la unidad alemana provocó el triunfo de
Prusia y la derrota de Francia.
El texto que presentamos ilustra esa inconciencia característica de un emperador a
quien le sobraba inteligencia e imaginación;
el lector verá al testigo sorprenderse de la
ignorancia de Napoleón III sobre México;
pero el emperador había confiado al embajador británico que ignoraba cómo iban las
cosas en los ducados italianos, justo cuando firmaba los Preliminares de Villafranca
que sellaban la suerte de dichos Estados.
Jean Baptiste Boussingault (1802-1887),
antes de ser un famoso químico y agrónomo,
había vivido años de aventuras en América,
como minero en Nueva Granada y luego
en el estado mayor de Bolívar cuando la
guerra de independencia. Desde 1837 ocupó la cátedra de Química en la Sorbona. Su
fama de "americano" le valió ser llamado
desde Londres por Achule Fould, el ministro de Hacienda, donde se encontraba
organizando como "chairman" la Exposición Internacional, Fould (1800-1867), hijo
de banquero y banquero él mismo, fundador con los hermanos Pereire del Crédit
Mobilier, senador y miembro del consejo
privado del emperador, se desesperaba de
ver a Francia embarcada en la aventura
mexicana que él consideraba como una locura condenada al fracaso;* compartía con
Michel Chevalier, uno de los inspiradores
de dicha empresa, y con el emperador, las
ideas de Saint Simón, y era un partidario
decidido del liberalismo económico. El 26
de mayo de 1862 había escrito a Boussingault para que fuera a hablar con él de la
expedición mexicana. Boussingault, republicano convencido, acababa de tener un
• No había llegada aún la noticia de la derrota sufrida por los franceses el 5 de mayo en Puebla.
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lado: Docunient sur l'Rxpédition du Mexique.
Conversation deJ. B. Boussingault avec l'Ernpereur Napoleón III. óJuin 1862. Note rédigée
aussitot apres l'entretien et complétée par la
suite. Existe un ejemplar en la Bibliotheque Nationale de Paris, y otro en los Archives de rinstitut de France.
El texto menciona a Francois Arago,
astrónomo, físico, ministro de la II República (abolió la esclavitud en las colonias) y
cuyo hermano Jean fue general mexicano;
a Michael Faraday (1791-1867), químico y
físico británico conocido por sus trabajos
sobre la electricidad (la jaula de Faraday);
a Antoine Becquerel (1788-1878), físico famoso por sus trabajos sobre la electricidad;
su hijo Edmond (1820-1891) le sucedió en
la cátedra de física. Haussmann es el "barón Haussmann", prefecto de París, famoso
por sus gigantescas obras de urbanismo. (^
serio roce con las autoridades universitarias imperiales, pero como patriota accedió
inmediatamente a la invitación de Fould,
de modo que el 5 de junio a las 10 de la
mañana empezaba a conversar con el ministro en la rué du Faubourg Saint Honoré.
No publicamos las siete primeras páginas
del documento dedicadas a esa conversación, basta con decir que Achule Fould le
hace varias preguntas sobre México y le da
su opinión personal en cuanto a las posibilidades de éxito; los dos hombres coinciden
en que son nulas; Fould le pide a Boussingault convencer al emperador de que la intervención es ima locura. Al día siguiente,
Boussingault fue recibido por Napoleón
III y, al salir de la entrevista, anotó en seguida lo que se había dicho. En 1927 fue
publicado en Antibes, (imp. F. Genre et
C°), un folleto de dieciséis páginas intitu-
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JEAN-BAPTISTE
BOUSSINGAULT
DOCUMENTO SOBRE LA EXPEDICIÓN DE MÉXICO
CONVERSACIÓN DE J.B. BOUSSINGAULT CON EL
EMPERADOR NAPOLEÓN III EL 6 DE JUNIO DE 1862
(Nota redactada justo después de la conversación
y completada después)
[...] Al día siguiente, el 6 de junio, a las 14:30 horas, el señor Fould me envió
una carta del chambelán en la que me informaba que el emperador rae recibiría a las 15 horas. Me fui de inmediato a las Tullerías. Fui recibido por un edecán de servicio que me pidió que esperara durante unos minutos, dado que el
señor Haussmann se encontraba en ese momento con el emperador.
Conversé con el edecán, un artillero; me mostró un encantador modelo de
cañón, una e.spec¡e de juguete que le habían regalado al príncipe imperial.
El prefecto del Sena pasó a la antecámara; ese hombre tenía el aspecto de
un mayordomo de iglesia. Intercambiamos un saludo.
El emperador llegó frente a mí y, tomándome de la mano, me hizo entrar
en su despacho; se sentó al escritorio y me señaló una silla junto a él.
El despacho donde me encontraba estaba (porque se quemó durante los
sucesos de la Comuna) en la planta baja, en la parte del palacio que iba de la
puerta de entrada que abría sobre el Carrusel al ala que daba a la calle Rivoli;
desde las ventanas se veía, creo, la parte reservada del Jardín Inglés.
Traducción del francés: Mónica Mansour.
Las palabras en cursivas aparecen en espailol en el original. [N del t.]
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El emperador fumaba un papelito; su acogida fue, como de costumbre, de
las más agraciadas.
Entonces se inició la conversación:
—¿Usted fue agregado del estado mayor del general Bolívar?
—Sí, Majestad, en calidad de ingeniero, pero hace muchos años. A los ojos
del gobierno francés y de los monarquistas yo era un filibustero; además, su
majestad no ignora que, en política, de jóvenes todos hemos sido más o menos
filibusteros.
—Sin duda —dijo el Emperador—, haciendo una señal de asentimiento;
luego añadió que deseaba consultarme sobre lo que yo pensaba de México y
de la importancia de las minas.
Repetí, casi en los mismos términos, lo que había respondido al señor
Fould cuando éste me había hablado de los mismos asuntos. Mientras hablaba, el emperador mordisqueaba las extremidades de su largo mostacho; parecía
muy cansado, sus ojos se veían más apagados que de costumbre. Por lo demás,
no era la primera vez que yo advertía la diferencia que había entre su fisonomía cuando estaba con ropa de casa y su fisonomía oficial los días en que se
mostraba en público durante las recepciones en las Tullerías o cuando pasaba
revista. Me informó que nuestras tropas estaban en Puebla, que estaban sitiando el lugar. "¡Puebla, un lugar sin importancia -añadió-, unas mil almas!"
—Majestad, Puebla es una de las grandes ciudades de México —le dije—.
Y acudiendo a mis recuerdos le aseguré que su población debía aproximarse a
los 80 000 habitantes. Para mis adentros, me sorprendí de ver al emperador tan
ignorante de la geografía del país que mandaba invadir.
—Tomaremos Puebla —continuó—, pero ¿cree usted que lleguemos a la
ciudad de México.''
—Llegará usted a la ciudad de México, Majestad; estoy convencido de ello.
Sus tropas la ocuparán, ¿por cuánto tiempo.'' No lo sé. Los norteamericanos tomaron esa región y no la conservaron. Es que no entraba en su política de
anexarla a la Unión; se conformaron con apropiarse de las minas de plata más
ricas de la región. Puede decirse que, en lo que a eso se refiere, se llevaron la
crema de México.
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Le dije al emperador que no conocía de la Nueva España más que una parce del litoral; que bajo las órdenes de! corone! José María Lanz me habían encargado explorar para buscar allí un punto de desembarco. Esta fue la ocasión.
Iturbide acababa de ser proclamado emperador de México por su ejército. Fue,
creo, en 1824. Bolívar se proponía derrociu a la nueva monarquía. Mediante los
emisarios que mantenía en Cuba se debía llevar a cabo una revolución en esa
isla, después de lo cual una flotilla de corsarios, bajo las órdenes de un francés,
el comandante Courtois, conduciría a las tropas colombianas a Tampico, de
donde debían marchar hasta la ciudad de México y ocuparla. Todo estaba dispuesto con esta intención cuando se enteraron de que el desafortunado Iturbide había sido fusilado por los mismos que lo habían puesto en el trono. La expedición cubana ya no tenía objeto, la flotilla del comandante Courtois fue
desarmada, y Bolívar acogió al hijo de Iturbide. Yo lo conocí como teniente en
el ejército colombiano. Un día, cuando recibía su sueldo mensual de cuarenta
piastras, me lo mostró diciendo: "Es muy poco para un príncipe imperial".
El emperador dijo:
—No cabe duda de que México es una de las regiones más hermosas que
uno pueda imaginar, y que, bien administrada, daría ingresos considerables.
Después, al abordar la cuestión de las minas, repetí las razones que había
presentado al señor Fould para establecer que se hacían, al respecto, muchas
ilusiones, si no en lo que se refiere a la importancia real de los yacimientos de
plata, por lo menos sobre los beneficios que el Estado obtendría al mandarlas
explotar a su propia costa.
—Las finanzas han sido despilfarradas constantemente —dijo el emperador—. ¿No cree usted que una vez que el país esté en nuestra posesión se les
podrá mandar organizar por uno de nuestros inspectores de finanzas.''
Confieso que esta pregunta me desconcertó. Imaginar que un empleado del
ministerio creara un sistema financiero me pareció increíble. Guardé silencio.
El emperador se dio cuenta de mi asombro. Entonces, mirándome a la cara, lo
que no hacía con frecuencia, repitió lentamente la pregunta, con aire serio:
—Le he preguntado si no piensa que uno de mis inspectores de finanzas
podría sacar a flote y organizar las finanzas mexicanas.
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Me vi obligado a responder. Dije entonces que no existían finanzas en la
América española en el sentido que en Europa se vincula con esa parte de la administración; que la percepción de impuestos difería notablemente de la que
se practica en una gran parte de nuestro continente; que los indios pagaban la
capitación, un impuesto anual por cabeza; todo el mundo pagaba el alcavalo
\síc. la alcabala], un derecho sobre las transacciones comerciales realizadas en
un mercado público; el clero cobraba el diezmo, una renta en especie, a los
campesinos {los labradores); los mineros pagaban el quinto, un derecho del cinco por ciento sobre el oro y la plata que mandaban acuñar; mientras yo estuve
en América no existían impuestos sobre la propiedad inmobiliaria; el Estado
mantenía, por lo general, el monopolio de la producción del tabaco y de la venta de bebidas alcohólicas. Terminé esta enumeración afirmando que, a pesar
de lo que sostenían algunos economistas, los elevados derechos percibidos sobre la mercancía extranjera, la aduana, conformaba el ingreso más productivo.
El emperador me escuchó con atención; no obstante, regresó una vez más
a su inspector de finanzas. Yo cedí y la conversación tomó otro curso.
—¿Cree usted —me dijo— que sea posible establecer una monarquía en
México.''
—No, Majestad.
—¿Por qué.'
—Por la razón de que la monarquía nunca ha existido en la América española; que en todas las épocas el poder monárquico ha sido delegado en virreyes
o en capitanes generales; que los pueblos, así administrados por agentes que
los explotaban por su propia cuenta, nunca habían conocido más que el lado
malo de la monarquía; que a esa circunstancia atribuía el general Bolívar la facilidad con que las instituciones monárquicas habían sido derrocadas en todas
las posesiones de América española, en Chile y en Perú por San Martín, en Venezuela y en Nueva Granada por el mismo Bolívar, en México por Mina \sic\.
El emperador me dijo, con una vivacidad que no era habitual en él:
—Es cierto; sin embargo, no puede negar que Brasil sea una monarquía.
—Majestad —respondí—, la monarquía brasileña explica por qué esta forma de gobierno no existe en las otras partes de América. Es porque los príncipes
de la Casa de Braganza, al establecerse en Brasil, estuvieron en contacto conti101
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nuo con el pueblo. Mientras que después de la conquista no entró en la cabeza
de ningún rey de España enviar a un hermano o a un sobrino a sus posesiones
de ultramar.
Enseguida me preguntó el emperador:
—¿Cuál fue la duración de los poderes extraordinarios con que fue investido el libertador Bolívar.''
—Quince años, Majestad.
—¿Tanto así.''
—Sí, Majestad, con altibajos, es decir, con insurrecciones y represiones
enérgicas. Bajo la dictadura, la república fue próspera: inspiró suficiente confianza para ser reconocida como Estado independiente por Inglaterra, Francia
y, al fin, por España; pudo contratar en el extranjero préstamos importantes,
garantizados por los ingresos de la aduana.
Hice notar también que sucedió lo mismo con las repúblicas de Perú y de
México bajo las dictaduras de San Martín y de Santa Anna.
Habiéndome preguntado el emperador sobre el ejército colombiano, sobre
los lanceros, los llaneros de Venezuela, sobre la bravura de las tropas, respondí
que los ejércitos de América española no se parecían en nada a los ejércitos europeos; que las clases inferiores: indios, mestizos, mulatos, negros, servían por
obligación; que, con muy pocas excepciones, sólo había patriotismo en las clases altas pero que, una vez en las fíla.s, dirigidos por jefes audaces, los hombres
de las clases inferiores luchaban bien. Formaban excelentes tropas ligeras en
las cordilleras, asombrosos jinetes en las estepas, soportando privaciones, fatigas, apenas vestidos, marchando descalzos. Los lanceros del general Páez,
cuando embestían a los brillantes húsares de Fernando, desnudos, agachados
sobre sus caballos, parecían centauros; a corta distancia, el hombre se confundía con el animal que lo llevaba. Si los militares extranjeros se budaron del gran
número de oficiales en los ejércitos sudamericanos, fue porque ignoraban que
esos oficiales en realidad eran simples .soldados; constituían una reserva que rodeaba a su comandante. El general Flores decidió la victoria de Tarqui en una
batalla librada contra el ejército peruano, cargando a la cabeza de su estado mayor. Estas promociones a grados superiores se explicaban por el hecho de que
sólo había una recompensa para los actos de valor: la charretera.
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Después de haberme hablado de la exposición internacional de Londres, el
emperador se informó de la situación de las cosechas en Inglaterra; era un tema
que siempre le preocupaba mucho. Me tomé entonces la libertad de preguntarle lo que pensaba del desenlace de la Guerra de Secesión iniciada en Estados Unidos.
—Esa guerra se prolongará aún por mucho tiempo —respondió el emperador—. ¡Los estados esclavistas están decididos a llevar la resistencia hasta sus
últimos límites!
Por la manera en que hablaba el emperador era fácil comprender que sus
simpatías estaban con el Sur, que había contado con el éxito de esos estados
cuando se había comprometido con la malhadada expedición contra México,
comprendiendo perfectamente que los Estados Unidos, si lograban hacer que
los sureños volvieran a incorporarse a la Unión, serían hostiles a la ocupación
de México por los franceses, y más hostiles todavía si se establecía allí una monarquía.
El programa que el señor Fould me había trazado estaba cumplido. Había
dicho lo que yo pensaba de la guerra emprendida en la Nueva España. El emperador me despidió con su benevolencia acostumbrada, me acompañó hasta
la antecámara de su despacho exigiendo que yo pasase frente a él. Obedecí, recordando que la invitación de un soberano es una orden.
Una vez en el coche para regresar a la calle de Vosges, no pude evitar hacer
algunas reflexiones sobre el carácter de Napoleón III.
Era un soñador que procedía más por intuición que por reflexión, sin conocer lo suficiente los temas de los que tenía que ocuparse.
Así, por ejemplo, había decidido que mandaría -y mandó, desafortunadamente para él- un ejército a México, sin tener ningún dato sobre la geografía
ni las costumbres del país que mandaba invadir. Ignoraba que Puebla era una
ciudad muy poblada y tenía fe en la intervención de un agente del tesoro francés para organizar las finanzas, es decir, para hacer nacer la probidad en un país
donde ésta nunca había existido.
No tenía la menor idea de las dificultades que asaltarían a nuestros valientes soldados al penetrar con la artillería y los pertrechos en el centro de una región donde las vías de comunicación eran casi impracticables, no había víveres
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asegurados, la población se retira y se disimula trente al invasor sin sufrir un
perjuicio notable.
México era para él, el país con grandes riquezas minerales, con metales preciosos, que mandaría explotar por un ingeniero del Estado; el oro que se extrajera de la tierra permitiría amortizar nuestra deuda pública, cerrar el gran libro
[de la deuda pública]. ¡Un ingeniero de minas había comprobado en un informe que el hecho era posible!
El emperador fingía creer en las cosas más inverosímiles; parecía no querer
admitir que la piedra filosofal era una quimera. Si se le comunicaba el secreto
de la transmutación de los metales, enseguida mandaba realizar experimentos
para verificarlo. "Hay que intentarlo todo" era su lema.
Un día que entré al laboratorio del comité de artillería vi a un eclesiástico
con la sotana arremangada y haciendo experimentos. También había otra persona, un tal Campana, el anterior propietario del Museo Campana [en Aviñón].
Charpentier, el guardia de artillería, auxiliar de laboratorio, me sopló al oído
que este cura estaba transmutando la plata en oro. Mi amigo, el comandante
Carón, encargado del servicio de análisis, me hizo una señal y me retiré.
Esto fue lo que sucedió: el emperador había mandado llamar al comandante para anunciarle que el señor Campana le había presentado a un sacerdote
italiano que conocía un procedimiento para convertir la plata en oro, que no se
podía dudar del resultado, que por consiguiente él deseaba que los experimentos se ensayaran en el laboratorio del comité, por más que Carón le explicara
que no era raro encontrar oro mezclado con la plata en los países donde la refinación no era común. El emperador insistió. Carón respondió que entonces se
debería poner un lingote de plata pura a su disposición y se retiró. Recibió de
la Moneda un kilogramo de plata acendrada, y sobre este metal trabajaba el
cura. La plata fue atormentada por todos los medios posibles, pero no se le
sacó ni la menor partícula de oro.
No acabaría uno nunca de contar todas las obse.siones que sufría el emperador por parte de los inventores. El coronel Favé era el intermediario entre su
majestad y los inoportunos. Durante algunos años formé parte de una ccjmisión
permanente instituida en la panadería comunal Scipion para examinar los procedimientos de panificación que provenían de todos los cerebros enfermos.
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Tuvimos que tratar con altas personalidades, esperando obtener una prerrogativa para confeccionar el pan con salvado, con papas. Vi a grandes damas, de
porte elegante, meter la mano en la masa para confeccionar frente a nosotros
recetas que nunca se lograban cuando uno observaba a los singulares operadores que las ejecutaban; se intentaba engañar la buena fe de la comisión Scipion
por medios poco delicados.
Fui perseguido, durante mucho tiempo, por un senador que pertenecía a la
vieja nobleza, esperando obtener la prerrogativa de fabricar abono con chanclas viejas, del cual siempre traía una muestra en el bolsillo.
Cuando hubo malas cosechas de los viñedos, el emperador fue asediado por
los inventores de vinos artificiales; eran bebidas imposibles: se hacían con aserrín de madera de caoba, con maíz; sin embargo, hubo una que tuvo el auge de
un momento; salía del laboratorio de la e.scuela normal y era patrocinada por el
señor Dumas (no el novelista). Tenía verdaderamente sabor a medicamento.
Cuando el emperador la probó, la rechazó diciendo:
—¡Uj! ¡Si el señor Dumas bebe este vino, entiendo por qué tiene tan mal
aspecto!
Se ve con cuánta facilidad el emperador acogía los proyectos que se le presentaban. Procedía, como he dicho, por intuición, sin examinar a fondo; le bastaba que las ideas presentasen una oportunidad de aplicación lucrativa.
Sin embargo, había hecho estudios científicos sólidos. Arago apreciaba su
obra .sobre la artillería y no cabe duda de que fue por su firme voluntad que se
procedió a estriar los cañones, a pesar de la opinión desfavorable emitida por
la comisión de oficiales generales.
Durante una velada en las Tullerías, el emperador, en medio de un grupo
donde yo me encontraba con Becquerel y otros físicos, nos informó que era
suya la idea de hacer llevar sobre postes de madera encima del suelo los cables
del telégrafo eléctrico que se ocultaban bajo la tierra, y que esta idea le había
llegado al asistir a una cla,se de Faraday sobre ese tema.
Desafortunadamente, el emperador llevó esta ligereza a la apreciación de
los proyectos cuando se trató de la expedición a México.
Rechazaba toda objeción cuando ésta no acariciaba su sueño, porque así era
su carácter; todos sus escritos dan fe de ello. Sólo vislumbraba en esta expedi105
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ción las riquezas metálicas. Para él, las dificultades de su realización desaparecían. No obstante, no era avaro, lejos de ello, era generoso y con gusto daba
estímulos a los estudiosos, a los artistas, se dejaba explotar fácilmente por los
charlatanes; podría relatar muchos ejemplos. No se podría explicar de otra manera, sino por una tendencia a la ensoñación, la naturaleza de su carácter, el entusiasmo con el cual concibió la conquista de la Nueva España; escuchaba con
atención, con paciencia -pero sin tomadas en cuenta-, las objeciones hechas
por los hombres competentes que podían iluminarlo sobre los peligros de tal
empresa.
Veamos ahora cuáles fueron los acontecimientos algunos años después de
la conversación que tuve con el emperador el 6 de junio de 1862.
Sea lo que fuere que haya dicho el ministro de Finanzas, el señor Fould, el
archiduque Maximiliano aceptó el trono de México. A su paso por París, en el
momento en que dejaría Europa para ir a tomar posesión de su imperio, fui invitado a un concierto en las Tullerías: la Patti cantaba con la compañía italiana.
Esa fue la primera y la última vez que vi a Maximiliano, alto, delgado, que
recordaba las perchas de nuestros lúpulos; no vi a su mujer, que había permanecido sentada, conversando con el emperador Napoleón III en el parque reservado, donde los reyes, los príncipes y las altezas estaban separados de la
multitud de cortesanos.
El tiempo pasó. Maximiliano hizo su entrada a la capital de México. Es recibido con el entusiasmo de los inicios. El pueblo lo aclama, le echa polvo de oro;
llueve la devcx:ión; la gente se inclina, ;qué digo.^ se postra frente a él; el clero
lo incieasa, los oficiales y generales mexicanos le juran fidelidad. A unos meses de esto, el Tesoro estaba vacío, los fondos franceses ya no afluían, Maximiliano ,se encontraba aislado y su valiente compañera venía a solicitar un auxilio
que Napoleón III tuvo que rehusar después de haber oído duras verdades.
A cada instante las noticias de México se volvían más desastrosas: las tropas
francesas habían comenzado su movimiento de retirada hacia Veracruz; teníamos una viva inquietud.
Un día que cenaba en las Tullerías, estaba sentado a la izquierda de la emperatriz, que me preguntó, en español, lo que pensaba de la .situación de Maximiliano. Le respondí, en la misma lengua y en voz baja:
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—¡La situación es desesperada: ya lo fusilaron, o lo van a fusilar!
La emperatriz aparentó no haberme oído.
Mi lúgubre predicción se cumpliría. Se sabe cómo terminó Maximiliano en
los llanos de Querétaro (1867). Abandonado por sus tropas, apresado, fue fusilado junto a Almonte, su ministro de Guerra \úc\. Q
P.CC. (certifico que la copia es de conformidad)
Edmond Boussingault
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