Sherlock Holmes - Nordica Libros

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Arthur Conan Doyle
El perro de
Baskerville
los
Ilustraciones de
Javier Olivares
Traducción de
Esther Tusquets
Nørdicalibros
2011
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Título original: The Hound of the Baskervilles
© De las ilustraciones: Javier Olivares
© De la traducción: Esther Tusquets
© De esta edición: Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B
28044 Madrid
Tlf: (+34) 91 509 25 35
[email protected]
Primera edición en Ilustrados: noviembre de 2011
ISBN: 978-84-92683-58-1
BIC: FX
Depósito Legal:
Impreso en España / Printed in Spain
Gráficas EFCA
P.I. Las Monjas
Torrejón de Ardoz (Madrid)
Encuadernado por Ramos
Diseño de colección
y maquetación: Diego Moreno
Corrección ortotipográfica: Juan Marqués y Ana Patrón
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser
realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español
de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita
fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES
El señor Sherlock Holmes, que por lo general se levantaba muy tarde, excepto en las
frecuen­tes ocasiones en que pasaba en vela toda la noche, estaba sentado a la mesa del
desayuno.Yo me hallaba de pie junto a la chimenea y recogí el bastón que nuestro visitante había olvidado la noche anterior. Era sólido, de madera de buena calidad, con
la cabeza en forma de bulbo, del tipo conocido como «bastón de Penang». Justo debajo del puño había una ancha placa de plata, de casi una pulgada, con la inscripción «A
James Mortimer, M.R.C.S., de sus amigos del C.C.H.», y con la fecha «1884». Era el
clásico bastón que solían llevar los médicos de cabecera cha­pados a la antigua: digno,
sólido y tranquili­zador.
—Bien, Watson, ¿qué me dice usted de él?
Holmes estaba sentado de espaldas a mí, y yo no había dado indicios de lo que me
ocu­paba.
—¿Cómo sabe lo que estoy haciendo? A veces parece que tenga usted ojos en la
nuca.
—Lo que tengo es una cafetera plateada y bien bruñida delante de mí —dijo—.
Pero dígame, Watson, ¿qué deduce usted del bastón de nuestro visitante? Ya que tuvimos la mala suerte de no estar aquí cuando él vino e igno­ramos el motivo de su visita,
este objeto que nos dejó como recuerdo adquiere cierta importan­cia. Veamos cómo
reconstruye usted el persona­je a través del examen de su bastón.
—Me parece —empecé, siguiendo en la medida de lo posible los métodos de mi
com­pañero— que el doctor Mortimer es un prós­pero médico entrado en años, muy
apreciado por quienes le conocen, ya que le han dado esta muestra de su estima.
—¡Bien! —exclamó Holmes—. ¡Excelente!
—También me parece probable que se trate de un médico rural, que realiza gran
parte de sus visitas a pie.
—¿Por qué?
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—Porque este bastón, que de nuevo debía de ser muy bonito, está ahora tan usado
que me cuesta imaginar a un médico de ciudad uti­lizándolo. La gruesa contera de hierro se ha des­gastado y eso prueba que se ha caminado mu­cho con él.
—¡Buen razonamiento! —dijo Holmes.
—Tenemos además la inscripción «amigos del C.C.H.». Juraría que se trata de una
asocia­ción de caza local, a cuyos miembros prestaba seguramente asistencia médica y
que le han co­r respondido con un pequeño obsequio.
—Watson, de veras se está usted superando a sí mismo —dijo Holmes, mientras
empujaba su silla hacia atrás y encendía un cigarrillo—. De­bo confesar que, en todas las
ocasiones en las que ha reseñado usted mis pequeños éxitos, subesti­ma su propia habilidad. Tal vez no sea particu­larmente brillante, pero abre camino a la bri­llantez de los
demás. Hay personas que, sin ser ellas mismas geniales, poseen un extraordinario poder
para estimular la genialidad. Confieso, querido amigo, que estoy en deuda con usted.
Nunca antes me había dicho nada pareci­do, y debo admitir que sus palabras me
compla­cieron mucho, porque a menudo me había ofendido la indiferencia que Holmes
mostraba ante la admiración que yo sentía por él y ante mis intentos de dar publicidad
a sus métodos.También me enorgullecía pensar que yo había aprendido su sistema hasta el punto de poder aplicarlo de modo que mereciera su aprobación. Ahora Holmes
me cogió el bastón de las manos y lo examinó unos instantes a simple vista. Después,
con una expresión que reflejaba su interés, dejó el cigarrillo, se aproximó a la ven­tana
y observó de nuevo el bastón con una lente convexa.
—Interesante, aunque elemental —dijo, mientras regresaba a su rincón favorito
del so­fá—. Desde luego hay una o dos indicaciones en el bastón que nos ofrecen base
suficiente para extraer algunas deducciones.
—¿Se me ha escapado algo? —pregunté con cierta petulancia—. Espero no haber
omi­tido nada importante.
—Me temo, querido Watson, que la mayor parte de sus conclusiones son equivocadas. Con franqueza, cuando le dije que usted me estimu­la, lo que quise expresar
es que a veces sus erro­res me han guiado hacia la verdad. No es que en este caso esté
usted por entero equivocado. El hombre es, en efecto, médico rural y cami­na mucho.
—Entonces tenía yo razón.
—En eso, sí.
—Pero... eso es todo.
—No, no, querido Watson, eso no es todo.Yo apuntaría, por ejemplo, que es más
probable que el obsequio a un médico proceda de un hospital que de una asociación
de caza, y que si colocamos las iniciales «C.C.» antes de la «H» (que significa «hospital»
y no «caza»), las pala­bras «Charing Cross» surgen por sí solas.
—Tal vez lleve usted razón.
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—Todas las probabilidades apuntan en esta dirección y, si tomamos esto como una
hipóte­sis de trabajo, disponemos de una nueva base sobre la que iniciar la reconstrucción de nues­tro visitante desconocido.
—Bien. Suponiendo que «C.C.H.» corres­ponda a «Charing Cross Hospital», ¿a
qué otras conclusiones podemos llegar?
—¿A usted no se le ocurre ninguna? Co­noce mis métodos. ¡Aplíquelos!
—Solo puedo llegar a la obvia conclusión de que este hombre ejerció en la ciudad
antes de irse al campo.
—Creo que podemos llegar bastante más lejos. Mírelo desde este punto de vista.
¿En qué ocasión sería más probable que se hiciera ese tipo de obsequio? ¿En qué ocasión se reunirían sus amigos para ofrecerle esta muestra de afec­to? Obviamente, en el
momento en que el doc­tor Mortimer abandonó el hospital para esta­blecer su propia
consulta. Sabemos que hubo un obsequio. Creemos que hubo un traslado desde un
hospital de ciudad hacia una consulta rural; ¿sería, por tanto, muy aventurado suponer
que el regalo se hizo con ocasión de dicho tras­lado?
—Parece, desde luego, probable.
—Observará que no pudo pertenecer a la plantilla del hospital, ya que solo un
hombre con un largo historial en la ciudad de Londres tendría acceso a esa categoría,
y un hombre así no se iría a trabajar al campo. ¿Qué era, pues? Si estaba en el hospital
y no formaba parte de la plantilla, solo podía tratarse de un practicante o de un vulgar
médico de cabecera, poco más que un estudiante de los últimos cursos.Y, según la fecha que aparece en el bastón, abandonó el hospital hace cinco años. Por tanto, la imagen de un respetable y maduro médico de familia se desvanece, mi querido Watson, y
surge un hom­bre de menos de treinta años, amable, sin ambi­ciones, distraído, y dueño
de un perro que yo describiría someramente como más grande que un terrier y menos
que un mastín.
Reí con incredulidad, mientras Sherlock Holmes se recostaba en su sofá y lanzaba
contra el techo pequeñas espirales de humo.
—En cuanto a la última parte, no dispongo de medios para ponerla a prueba —dije
yo—. Pero, en cambio, no es difícil averiguar algunos detalles acerca de su edad y su carrera.
Extraje de mi pequeño estante de temas médicos el Directorio Médico y busqué
el nom­bre. Había varios Mortimer, pero solo uno po­día ser nuestro visitante. Leí en
voz alta la refe­rencia.
«Mortimer, James, M.R.C.S., 1882, Grim­pen, Dartmoor, Devon. Médico interno del Charing Cross Hospital de 1882 a 1884. Ganó el premio Jackson de Patología
Comparada por un ensayo titulado ¿Es la enfermedad una re­gresión? Miembro correspon12
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diente de la So­ciedad Sueca de Patología. Autor de «Algunas anomalías del atavismo»
(Lancet, 1882) y de «¿Existe, en realidad, el progreso?»,( Journal of Psychology, marzo de
1883). Médico titular de los distritos de Grimpen, Thorsley y High Barrow.»
—Aquí no habla en absoluto de una aso­ciación de caza, Watson —dijo Holmes
con una malévola sonrisa—, pero sí de un médico rural, como usted observó con tanta
perspicacia. Creo que mis deducciones quedan demostradas. En cuanto a las calificaciones, recuerdo haber dicho que era un joven amable, distraído y sin ambi­ciones. Según mi experiencia, solo los hombres amables reciben homenajes, solo un hombre sin
ambición ninguna abandona una carrera en Londres para irse al campo, y solo alguien
muy distraído dejaría su bastón y no su tarjeta de visita después de esperar una hora en
nuestra sala.
—¿Y el perro?
—El perro tiene la costumbre de seguir a su amo con el bastón en la boca. Como
se trata de un bastón pesado, el perro lo sujeta fuerte­mente por el centro, y las marcas
de los dientes son bien visibles. La mandíbula del animal, según se aprecia por la distancia entre estas mar­cas, es en mi opinión demasiado ancha para un terrier pero no
lo suficiente para un mastín. Podría tratarse de..., ¡por Júpiter!, se trata de un spaniel de
pelo rizado.
Mientras hablaba, se había levantado y de­ambulaba por la habitación. Ahora se detuvo ante el vano de la ventana. Había tal convicción en su voz que levanté la mirada
sorprendido.
—¿Cómo puede estar tan seguro, amigo mío?
—Por la sencilla razón de que estoy vien­do al perro con mis propios ojos en el
portal de nuestra casa.Y aquí tenemos el ruido de la cam­panilla que ha hecho sonar el
propietario del perro. Por favor,Watson, no se mueva. Es su colega, y la presencia de usted puede serme útil. Ha llegado uno de esos momentos teatrales del destino, en que se
oyen unos pasos en la escale­ra que van a introducirse en nuestra vida, y no sabemos si
será para bien o para mal. ¿Qué pre­tende el doctor James Mortimer, hombre de ciencia,
del especialista en crímenes Sherlock Holmes?
El aspecto de nuestro visitante me sorpren­dió, porque esperaba ver al típico médico rural. Era un hombre muy alto y delgado, con una nariz aguileña que recordaba el
pico de un ave, situada entre dos atentos ojos grises, muy juntos y brillantes tras un par
de gafas con montura de oro.Vestía de forma adecuada a su profesión, pero desaliñada,
ya que su levita estaba ajada y los bajos de los pantalones raídos. A pesar de ser muy joven, estaba cargado de hombros y cami­naba con la cabeza hacia delante y con el aire de
quien pide general benevolencia. En cuanto entró en la sala, sus ojos cayeron sobre el
bastón que Holmes sostenía en la mano y se precipitó hacia él con un grito de júbilo.
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—¡Cuantísimo me alegro! —gritó—. No estaba seguro de si lo había dejado
aquí o en la Oficina de Navegación. No quisiera perder este bastón por nada del
mundo.
—Veo que se trata de un regalo que le hicieron con motivo de un homenaje —dijo
Holmes.
—Sí, señor.
—¿Del Charing Cross Hospital?
—De unos amigos de allí, con ocasión de mi boda.
—¡Vaya! ¡Esto no está nada bien! —ex­clamó Holmes sacudiendo la cabeza.
El doctor Mortimer, ligeramente sorpren­dido, parpadeó detrás de los cristales de
sus gafas.
—¿Nada bien? ¿Por qué?
—Solo porque ha desbaratado nuestras pequeñas deducciones. Dice que con motivo de su boda, ¿no?
—Así es. Me casé, y en consecuencia aban­doné el hospital y todas mis esperanzas
de abrir una consulta de especialista. Fue necesario crear mi propio hogar.
—Bien, bien... A fin de cuentas, no andá­bamos tan desencaminados —dijo Holmes—.Y ahora, doctor James Mortimer…
—«Señor.» Solo «señor»… Un humilde miembro del Colegio de Médicos.
—Y, evidentemente, un hombre de mente precisa.
—Un mero aficionado de la ciencia, señor Holmes, un recolector de conchas en
las playas del inmenso océano de lo desconocido. Su­pongo que estoy hablando con el
señor Sher­lock Holmes y con...
—Este es mi amigo el doctor Watson.
—Encantado de conocerle, señor Watson. He oído su nombre asociado al de su
amigo. Estoy muy interesado en usted, señor Holmes. No esperaba un cráneo tan dolicocéfalo ni un desarrollo tan marcado de los supraorbitales. ¿Le importaría que pasara
el dedo por su fisura pa­r ietal? Un molde de su cráneo, hasta que esté disponible el original, supondría una gran apor­tación para cualquier museo antropológico. No quiero
excederme, pero confieso que codicio su cráneo.
Sherlock Holmes indicó a nuestro extraño visitante que tomara asiento.
—Veo que es usted tan entusiasta dentro de su línea de estudios como yo dentro
de la mía —dijo—. Su dedo índice me indica que suele liar cigarrillos. Por favor, no
vacile en encen­der uno.
El hombre sacó papel y tabaco y lio un ci­garrillo con sorprendente destreza.Tenía
unos dedos largos y vibrátiles, ágiles e inquietos co­mo las antenas de un insecto.
Holmes permaneció en silencio, pero sus miradas breves e incisivas denunciaban a
las cla­ras el interés que nuestro curioso visitante des­pertaba en él.
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—Imagino —dijo por fin— que el honor de sus visitas de ayer y de hoy no obedece so­lamente al examen de mi cráneo.
—No, señor, no. Aunque me alegra haber tenido oportunidad de llevarlo a cabo.
He veni­do a verle, señor Holmes, porque reconozco que soy un hombre poco práctico
y porque de repente me veo enfrentado a un problema de lo más serio y extraordinario.Y reconociendo, co­mo reconozco, que es usted el segundo exper­to en Europa...
—¡Vaya! ¿Puedo preguntarle quién tiene el honor de ser el primero? —preguntó
Holmes con cierta aspereza.
—A un hombre de mente estrictamente científica debe atraerle con fuerza el trabajo de monsieur Bertillon.
—En tal caso, ¿no sería mejor consultarle a él?
—He hablado de la mente estrictamen­te científica. Pero es por todos sabido que,
como hombre práctico, usted es único. Espero, se­ñor, no haberle involuntariamente...
—Solo un poco —reconoció Holmes—. Creo, doctor Mortimer, que lo mejor
que puede hacer es tener la amabilidad de exponer­me sin rodeos la índole del problema sobre el cual desea pedirme ayuda.
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2
LA MALDICIÓN DE LOS BASKERVILLE
—Tengo un manuscrito en el bolsillo —di­jo el doctor James Mortimer.
—Lo he notado al entrar usted en la habitación —dijo Holmes.
—Es un manuscrito antiguo.
—Principios del siglo xviii, a menos que se trate de una falsificación.
—¿Cómo lo sabe?
—Mientras usted hablaba, me ha estado mostrando un par de pulgadas del mismo. Si yo no pudiera, década más o menos, señalar la fe­cha de un documento, sería un
experto bastan­te deficiente. Tal vez haya leído usted mi pe­queña monografía sobre el
tema. Diría que su manuscrito data de 1730.
—La fecha exacta es 1742 —el doctor Mortimer lo extrajo del bolsillo de su levita—. Este documento de familia me fue confiado por sir Charles Baskerville, cuya repentina y trágica muerte hace tres meses originó tanto revuelo en Devonshire. Puedo
afirmar que yo era un amigo personal además de su médico de cabecera. Se trataba de
un hombre enérgico, perspi­caz, práctico y tan poco imaginativo como yo. No obstante, se tomaba este documento muy en serio, y su mente estaba preparada para el final
que, en efecto, tuvo.
Holmes alargó la mano para coger el ma­nuscrito y lo alisó sobre su rodilla.
—Observará, Watson, que la «s» larga alter­na con la corta. Es uno de los indicios
que me ha permitido fechar el documento.
Atisbé, por encima de su hombro, el papel amarillento y la escritura borrosa. En
el encabe­zamiento se leía: «Mansión Baskerville», y deba­jo, en grandes números historiados: «1742».
—Parece una especie de documento.
—Sí, trata de una antigua leyenda relacionada con la familia Baskerville.
—Pero imagino que usted quiere consul­tarme sobre algo más reciente y más real.
—De suma actualidad. Una cuestión extre­madamente real y apremiante, que debe
deci­dirse en veinticuatro horas. Pero el manuscrito es breve y está íntimamente ligado
con el pro­blema. Si me lo permiten, voy a leérselo.
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Holmes se recostó en su asiento, unió las yemas de los dedos y cerró los ojos con
aire resignado. El doctor Mortimer acercó el docu­mento a la luz y leyó, con voz aguda
y a trechos entrecortada, la siguiente narración extraña y remota.
«Se han dado muchas interpretaciones acerca del origen del perro de los Baskerville, pero en mi calidad de descendiente en línea directa de Hugo Baskerville, y por
haber es­cuchado esta historia de labios de mi padre, quien a su vez la escuchó del suyo,
la escribo con el pleno convencimiento de que todo ocu­r rió exactamente como paso
a relatarlo.Y me gustaría que creyerais, hijos míos, que la misma justicia que castiga el
pecado puede también graciosamente perdonarlo, y que no existe mal­dición tan grave
que no pueda ser elimina­da mediante la oración y el arrepentimiento. Aprended, por
tanto, de esta historia, no a temer los frutos del pasado, sino a ser más circunspec­tos en
el futuro, para que las locas pasiones que han azotado tan atroz y cruelmente a nuestra
familia no vuelvan a ser una vez más nuestra per­dición.
»Sabed, pues, que en tiempos de la Gran Rebelión (cuya historia, escrita por el docto lord Clarendon, os recomiendo encarecida­mente) era dueño de esta propiedad Hugo
Bas­kerville, y no puede ocultarse que se trataba del hombre más desenfrenado, soez e
impío que quepa imaginar. Todo esto, a decir verdad, po­drían habérselo perdonado los
habitantes del lugar, dado que no abundaban precisamente por allí los santos. Pero había
además en él cierto gusto gratuito por la crueldad que hizo su nombre paradigmático en
toda la parte occi­dental de la comarca. Un buen día Hugo se enamoró (si cabe aplicar a
una pasión tan oscu­ra como la suya una palabra tan radiante) de la hija de un pequeño
terrateniente, cuyas tierras lindaban con las propiedades de los Baskerville. Pero la doncella, que era discreta y gozaba de buena reputación, le evitaba siempre, asustada por su
terrible fama. Ocurrió que, un día de San Miguel, el tal Hugo, con cinco o seis de sus
compañeros ociosos y desalmados, se dirigieron secretamente a la granja y secuestraron a
la mu­chacha, estando, como ellos bien sabían, ausen­tes su padre y sus hermanos. Una vez
llegados a la mansión, la encerraron en una estancia del primer piso, mientras Hugo y
sus amigos inicia­ban una larga francachela, como solían hacer todas las noches. La pobre
joven estaba a punto de enloquecer al oír las canciones, gritos y te­r ribles blasfemias que
llegaban desde la planta baja, pues se dice que las palabras que utilizaba Hugo Baskerville
cuando estaba borracho hu­bieran debido fulminar a quien las pronunciaba. Finalmente,
impulsada por el pánico, ella hizo algo a lo que tal vez no se hubiera atrevido el más valiente y ágil de los hombres, pues, con la ayuda de la hiedra que cubría, y todavía cubre,
el muro sur, se descolgó hasta el suelo y se puso en camino hacia la granja de su padre, a
través de las tres leguas de páramo que median entre ésta y la mansión.
»Sucedió que un poco más tarde Hugo dejó a sus invitados con el propósito —y
tal vez con otros propósitos peores— de llevarle comida y bebida a su prisionera, y se
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encontró con que la jaula estaba vacía y el pájaro había volado. Parece que entonces se
apoderó de él el mismí­simo diablo, porque bajó corriendo las escaleras hasta el comedor, saltó encima de la mesa, ha­ciendo volar por el aire jarros y fuentes, y juró a gritos
delante de todos que aquella misma noche entregaría cuerpo y alma a las Fuerzas del
Mal si conseguía dar alcance a la muchacha y, aunque aquellos tipos disolutos quedaron
espantados ante la furia de Hugo, uno de ellos, más malvado o acaso más borracho que
los demás, propuso lanzar a los perros de caza tras ella. Entonces Hugo se precipitó fuera de la casa, ordenó gritando a sus criados que ensilla­ran su yegua y soltaran la jauría,
y arrojó a los perros un pañuelo de la muchacha, que los puso sobre su pista e hizo que
los animales se lanza­ran aullando al páramo inundado por la luz de la luna.
»Durante unos instantes, los depravados juerguistas quedaron petrificados, sin acabar de entender lo que a tanta velocidad había aconte­cido ante sus ojos. Pero luego
sus embotadas mentes previeron lo que con toda probabilidad iba a tener lugar en el
páramo. Se armó un albo­roto general; unos pedían sus armas, otros sus caballos, y algunos una jarra de vino. Finalmen­te, no obstante, sus enloquecidas mentes reco­braron un
ápice de sensatez, y todos ellos, trece en total, montaron en sus caballos e iniciaron la
persecución. La luna brillaba radiante sobre sus cabezas y cabalgaron a galope tendido,
siguien­do la ruta que la doncella tenía que haber to­mado forzosamente para regresar
a su casa.
»Habían recorrido un par de millas, cuando pasaron junto a uno de los pastores que guardan el ganado durante la noche, y le preguntaron a gritos si había visto la
presa a la que daban caza. Cuenta la historia que el hombre estaba tan paralizado por
el miedo que apenas podía ha­blar, pero acabó diciendo que sí había visto a la infeliz
doncella y a los perros que seguían su rastro. “Pero he visto algo más” agregó, “porque
Hugo Baskerville cruzó junto a mí, montado en su yegua negra, y tras él corría en silencio un perro infernal, que no quiera Dios vea yo nunca pisándome los talones”. Al
oír estas palabras, los caballeros maldijeron al pastor y siguieron su camino. Pero muy
pronto se les heló la sangre en las venas, porque oyeron los cascos de un caballo al galope e inmediatamente después pa­só junto a ellos, cubierta de blanca espuma, la yegua
negra de Hugo, con las riendas arrastran­do por el suelo y la silla vacía. Los juerguistas,
invadidos por el espanto, arrimaron unas a otras sus monturas, pero, sin embargo, siguieron ca­balgando por el páramo, a pesar de que cual­quiera de ellos, de haber estado solo,
hubiera vuelto grupas encantado. Avanzando de esta guisa, y más despacio, llegaron por
fin al lugar donde estaba la jauría. Los perros, famosos por su valor y por la pureza de
su raza, se apelo­tonaban ahora gimoteantes al inicio de una hondonada. Unos trataban
de escabullirse y re­troceder; otros miraban con el pelaje erizado y los ojos desorbitados
el estrecho valle que se abría ante ellos. Los jinetes —menos borrachos, como es fácil
entender, que al comienzo de la cacería— se detuvieron. La mayor parte de ellos se
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negó a seguir adelante, pero tres, los más au­daces, o tal vez los más ebrios, lanzaron sus
caballos pendiente abajo, hasta desembocar en un espacio amplio, donde se alzaban dos
de esas grandes piedras —que aún perduran hoy en día— erguidas en la Antigüedad
por pueblos olvidados.
»La luna iluminaba el paraje, y en el centro yacía la infeliz doncella, allí donde había caído, muerta de miedo y de fatiga. Pero no fue ver su cuerpo, ni siquiera ver el
cuerpo de Hugo Baskerville yaciendo cerca de ella, lo que hizo que a los tres depravados bravucones se les erizaran los cabellos; fue que encima de Hugo y desgarrándole
la garganta había una espantosa criatura, una enorme bestia negra en forma de perro,
pero más grande que ningún perro que ojos mortales hubieran visto jamás.Y, mientras
estaban allí mirando, aquel ser espantoso arran­có la garganta de Hugo Baskerville y,
cuando volvió sus ojos llameantes y sus mandíbulas en­sangrentadas hacia ellos, los tres
gritaron despa­voridos y huyeron a galope por el páramo sin dejar de lanzar alaridos. Se
cuenta que uno de ellos murió aquella misma noche a consecuen­cia de lo que había
visto, y que los otros dos no fueron sino desechos humanos durante el resto de sus vidas.
»Esta es la historia, hijos míos, de la apari­ción del perro que desde entonces ha acosado tan cruelmente a nuestra familia. La he escrito porque aquello que conocemos con
claridad nos aterroriza menos que aquello que intuimos o fantaseamos. No cabe negar
que muchos miembros de nuestra familia han sufrido muer­tes desdichadas, unas muertes
repentinas, san­grientas y misteriosas. Tal vez podamos confiar, sin embargo, en la infinita bondad de la Providencia, que, según consta en las Sagradas Es­crituras, no castigará a
seres inocentes más allá de la tercera o cuarta generación. A esta Provi­dencia, hijos míos,
os encomiendo ahora, y os aconsejo que, como medida de precaución, os abstengáis de
cruzar el páramo durante las horas oscuras en que triunfan las Fuerzas del Mal.
(De Hugo Baskerville a sus hijos Rodger y John, con la recomendación de que no
trans­mitan nada de su contenido a su hermana Elizabeth.)»
Cuando el doctor Mortimer terminó de leer aquella extraña historia, se levantó
las gafas hasta la frente y clavó la mirada en Sherlock Holmes, que bostezó y arrojó al
fuego la colilla de su cigarrillo.
—¿Y bien? —dijo.
—¿No lo encuentra usted interesante?
—Para un coleccionista de cuentos de hadas, sí lo es.
El doctor Mortimer se sacó del bolsillo un periódico doblado.
—Ahora, señor Holmes, le proporcionaré algo un poco más reciente. Aquí tenemos el De­von County Chronicle del 14 de mayo del presen­te año. Contiene un breve resumen de los datos conocidos acerca de la muerte de sir Charles Baskerville, que había
tenido lugar unos días antes.
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Mi amigo se inclinó hacia delante y la ex­presión de su rostro se hizo más atenta.
Nuestro visitante se colocó bien las gafas y comenzó a leer.
«El reciente y repentino fallecimiento de sir Charles Baskerville, cuyo nombre había sido mencionado como probable candidato liberal de Mid-Devon para las próximas
elecciones, ha consternado a todo el condado. A pesar de que sir Charles ha residido en
la Mansión de los Baskerville un periodo de tiempo relativamen­te breve, su simpatía y
su extremada generosidad le habían granjeado la estima y el respeto de cuantos le conocían. En esta época de nouveaux riches, es reconfortante encontrar un caso en que el
vástago de una antigua familia del con­dado que ha sufrido reveses de fortuna es capaz
de enriquecerse por sí mismo fuera de aquí y de regresar a la tierra de sus antepasados
para resta­blecer el perdido esplendor de su linaje. Sir Charles, como es bien sabido, ganó
grandes su­mas de dinero especulando en Sudáfrica, pero, más prudente que aquellos
que siguen el juego hasta que gira la rueda de la fortuna y se pone contra ellos, recogió
sus ganancias y regresó con ellas a Inglaterra. Han transcurrido solo dos años desde que
estableció su residencia en la Mansión de los Baskerville, y son por todos conocidos los
proyectos y mejoras que se han visto truncados por su muerte. Dado que no tenía hijos,
Sir Charles había expresado públicamen­te sus deseos de que la comarca entera se bene­
ficiara, estando él todavía con vida, de su buena suerte, y son muchas las personas que
tendrán motivos personales para lamentar su prematuro fallecimiento. Estas columnas
se han hecho eco con frecuencia de sus generosos donativos a obras benéficas locales
o del condado.
»No puede decirse que las circunstancias re­lacionadas con el fallecimiento de sir
Charles hayan quedado completamente aclaradas en la investigación judicial, pero, al
menos, lo han sido lo suficiente para acallar los rumores que había suscitado una superstición local. No hay razones para sospechar la existencia de un deli­to, ni para suponer que la muerte no se debiera a causas naturales. Sir Charles era viudo, y en algunos
aspectos era tal vez un poco excéntri­co. A pesar de su considerable fortuna, tenía unos
gustos sencillos y la servidumbre de la Mansión de los Baskerville consistía en un ma­
trimonio llamado Barrymore: el marido en ca­lidad de mayordomo, y la esposa en calidad de ama de llaves. Su testimonio, corroborado por el de varios amigos, ponía de
manifiesto que la salud de sir Charles no era muy buena desde hacía algún tiempo, y
hacía especial hincapié en una dolencia cardiaca, que se manifestaba en cambios de color, dificultades respiratorias y agudas crisis depresivas. El doctor James Mor­timer, amigo y médico de cabecera del difun­to, ha testificado en el mismo sentido.
»Los hechos del caso son sencillos. Sir Char­les Baskerville solía, antes de acostarse,
dar todas las noches un paseo por el famoso Sendero de los Tejos de la Mansión de los
Baskerville. El testimonio de los Barrymore confirma esta cos­tumbre. El 4 de mayo, sir
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Charles manifestó su intención de viajar a Londres al día siguiente, y ordenó a Barrymore que le preparara el equi­paje. Aquella noche salió a dar su habitual paseo nocturno, durante el cual solía fumarse un ciga­r ro. Nunca regresó. A las doce, Barrymore, al
encontrar la puerta del vestíbulo aún abierta, se alarmó y, tras encender una linterna,
salió en busca de su señor. El día había sido lluvioso y fue fácil seguir las huellas de sir
Charles por el Sendero de los Tejos. A la mitad de este recorri­do hay un portillo que da
al páramo. Había indicios de que sir Charles se había detenido allí un rato. El mayordomo siguió adelante y en el extremo más alejado de la mansión encontró el cadáver.
Uno de los hechos que quedan todavía sin explicar es que, según la declaración de Barrymore, las huellas de su señor cambiaban de aspecto al rebasar el portillo que daba al
páramo, y que a partir de allí parecía que hubie­ra andado de puntillas. Un tal Murphy,
un gita­no tratante de caballos, se encontraba en esos momentos en el páramo, a poca
distancia, aun­que, según su propia confesión, estaba borracho. Murphy declara que oyó
unos gritos, pero no logra determinar de qué dirección procedían. No se encontraron
señales de violencia en el cuerpo de sir Charles, y, a pesar de que el informe del médico
indica que el rostro presentaba una distorsión inverosímil —tan grande que el doctor
Mortimer se resistió a creer en un pri­mer momento que el cuerpo que se hallaba ante
él fuera el de su amigo y paciente—, se dijo que este síntoma no es inhabitual en cier­
tos casos de disnea y de muerte por agotamiento cardiaco. Esta explicación fue confirmada por la autopsia, que reveló la presencia de una enfermedad crónica, y, en la vista
del juez de instrucción, el jurado coincidió con los médi­cos. Nos complace que haya
sido así, porque es, evidentemente, de suma importancia que el he­redero de sir Charles
se instale en la mansión y prosiga la encomiable tarea que ha sido de for­ma tan cruel
interrumpida. Si las prosaicas con­clusiones del juez de instrucción no hubieran puesto
fin a las románticas historias que corrían en relación a estos sucesos, podría haber resul­
tado difícil encontrar un nuevo inquilino para la Mansión de los Baskerville. Tenemos
noticia de que el pariente más próximo de sir Charles es el señor Henry Baskerville,
hijo de su her­mano menor, en caso de que todavía siga con vida. La última vez que
se supo de él, se encon­traba en Estados Unidos, y se están iniciando las averiguaciones
pertinentes para informarle de su cambio de fortuna.»
El doctor Mortimer volvió a doblar el pe­r iódico y se lo guardó en el bolsillo.
—Estos son, señor Holmes —dijo—, los hechos relacionados con la muerte de sir
Charles Baskerville publicados por la prensa.
—Tengo que agradecerle —dijo Sherlock Holmes— que haya llamado mi atención sobre un caso que presenta ciertamente rasgos intere­santes. Recuerdo haber leído,
en su momento, alguna referencia en los periódicos, pero estaba enfrascado en el asunto de los camafeos del Vaticano y, arrastrado por mi deseo de compla­cer a Su Santidad,
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perdí contacto con algunos casos muy interesantes de nuestro país. ¿Dice usted que este
artículo contiene todos los datos que son de dominio público?
—Así es.
—En tal caso, infórmeme acerca de los privados.
Sherlock Holmes se recostó en el sofá, unió las puntas de los dedos y adoptó su
expresión más impasible y justiciera.
—Al hacerlo —dijo el doctor Mortimer, que había empezado a mostrar síntomas de in­tensa emoción—, les contaré algo que no he revelado a nadie. Mis razones
para ocultarlo durante la investigación al juez de instrucción son que un hombre de
ciencia no quiere apo­yar públicamente algo que, en apariencia, po­dría fomentar una
superstición popular. Además hay otro motivo. La Mansión de los Baskerville quedaría, tal como el periódico sugiere, cierta­mente sin inquilino si contribuyéramos de al­
gún modo a empeorar su ya de por sí pésima y siniestra reputación. Por ambas razones,
me ha parecido justificado declarar bastante menos de lo que sabía, dado que no iba a
obtener al hacerlo ningún beneficio práctico. Pero no veo motivo alguno para no ser
completamente fran­co con usted.
»El páramo está escasamente habitado, y los pocos vecinos con que cuenta mantienen un trato muy estrecho. Por esta razón, yo veía a menudo a sir Charles Baskerville. Si exceptua­mos al señor Frankland, de la Mansión Lafter, y al señor Stapleton, el
naturalista, no hay en muchas millas a la redonda otras personas cul­tas. Sir Charles era
un hombre reservado, pero su enfermedad dio ocasión a que nos tratára­mos, y nuestro
común interés por la ciencia nos mantuvo unidos. Sir Charles había traído mu­cha información científica de Sudáfrica y pasa­mos juntos muchas veladas agradables conver­
sando sobre la anatomía comparada de los bos­quimanos y los hotentotes.
»En el transcurso de los últimos meses ad­vertí, cada vez con mayor claridad, que el
siste­ma nervioso de sir Charles alcanzaba una ten­sión próxima al punto de ruptura. Se
había to­mado enormemente en serio la leyenda que acabo de leerles... Hasta el punto
de que, aun­que paseaba por los terrenos de su propiedad, nada en el mundo le habría
impulsado a aso­marse al páramo durante la noche. Por increíble que a usted le parezca,
señor Holmes, estaba sinceramente convencido de que pesaba sobre su familia un destino terrible, y, a decir verdad, la información que él tenía de sus antecesores no invitaba al
optimismo. Le perseguía constan­temente una aparición terrible, y me preguntó en más
de una ocasión si, en el transcurso de mis idas y venidas como médico, no había visto por
las noches algún animal extraño, o si no había oído los ladridos de un perro. Esta última
pregunta me la hizo varias veces, y siempre con una voz vibrante de excitación.
»Recuerdo muy bien una visita en coche a su casa al anochecer, tres semanas antes
del fatal desenlace. Sir Charles se hallaba casualmente junto a la puerta principal.Yo me
había apeado de mi calesa y estaba delante de él, cuando advertí que su mirada se cla24
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vaba en algo por encima de mis hombros, y que sus ojos se dila­taban en una expresión
de horror. Di media vuelta y tuve el tiempo justo para vislumbrar algo que me pareció
una gran ternera negra que cruzaba por el extremo de la avenida. Sir Charles estaba tan
excitado y alarmado que tuve que trasladarme al lugar exacto donde ha­bía visto al animal y buscarlo por los alrededo­res. Pero había desaparecido, y este incidente dejó una
impresión desastrosa en la mente de sir Charles.Yo permanecí a su lado toda la velada,
y fue entonces, para explicarme la emoción que había sentido, cuando me confió para
su custo­dia el relato que les he leído al comienzo de mi visita. Menciono este episodio
porque adquiere cierta importancia en vista de la tragedia que siguió, pero en aquel
momento estaba conven­cido de que se trataba de un asunto por com­pleto trivial y de
que no existían razones que justificaran la excitación de sir Charles.
»Sir Charles iba a viajar a Londres por consejo mío. Yo sabía que él padecía una
dolencia cardiaca, y la permanente ansiedad en la que vivía, aunque obedeciera a causas imaginarias, le estaba afectando seriamente la salud. Pensé que unos meses inmerso
en las distracciones de la gran ciudad harían que regresara como un hom­bre nuevo. El
señor Stapleton, un amigo común que estaba también muy preocupado por el estado
de su salud, era de la misma opinión. Pero en el último instante se produjo aquella terrible catástrofe.
»La noche de la muerte de sir Charles, Barrymore, el mayordomo, que fue quien
des­cubrió el cadáver, mandó a Perkins, el mozo de establo, a buscarme a caballo y, como
yo estaba todavía levantado, pude llegar a la Mansión de los Baskerville antes de que
hubiese transcurri­do una hora desde el suceso. Comprobé y con­firmé todos los hechos
que se mencionan en la investigación. Seguí las huellas de los pies a lo largo del Sendero de los Tejos, vi el lugar, junto al portillo lindante con el páramo, donde él parecía
haber estado esperando, observé el cam­bio que experimentaba a partir de allí la forma
de las pisadas y comprobé que sobre la blanca arenilla no había otras huellas, excepto
las de Barrymore. Por último, examiné el cadáver, que nadie había tocado hasta mi llegada. Sir Charles yacía boca abajo, los brazos extendidos, los de­dos clavados en el suelo
y las facciones de su cara convulsionadas por una fuerte emoción, hasta tal punto que
difícilmente hubiera podido declarar yo bajo juramento que se trataba de él. No había,
desde luego, ningún tipo de lesión. Pero Barrymore hizo en el curso de la investi­gación
una afirmación falsa. Aseguró que no había ninguna huella alrededor del cadáver. El
mayordomo no había observado ninguna. Yo sí... Estaban a cierta distancia, pero eran
recien­tes y claras.»
—¿Huellas de pisadas?
—Huellas de pisadas.
—¿De un hombre o de una mujer?
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El doctor Mortimer nos miró de un modo extraño durante un instante, y su voz
se convir­tió casi en un susurro al responder.
—Señor Holmes, ¡eran las huellas de un perro gigantesco! —dijo.
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