Foto. 1. El recordado Profesor Carrillo, en el momento de descubrir a un alumno del Goyena copiándose en el examen público. Carrillo, vestía siempre de saco Blanco y los estudiantes de corbata. Foto. 2. Alumnos y familiares presenciando un examen público en las afueras del aula donde se llevaba a efecto este examen. Foto 3. Promoción 1972 dedicada a dos grandes maestros goyenistas, Rafael Carrillo (matemáticas) de traje blanco a la derecha y Edgardo Fuentes Montoya "El Pucho" (Literatura/Español), primero de izquierda a derecha. De cuando bachillerarse era una tarea de titanes --- Repasamos los viejos tiempos en que los profesores de matemáticas eran más temidos que los padres --- “Ni que vengás con el Batallón Somoza vas a pasar mi clase”, tronaba el inolvidable Carrillo --- El examen final ante un tribunal de siete profesores vestidos de traje blanco Por Bosco León Báez LA CALLE “¡Ni vos ni Alfaro, aunque me traigan al batallón Somoza, van a pasar mi clase!”, frase lapidaria del siempre recordado y querido Profesor Rafael Carrillo. El maestro tronaba contra nuestros buenos amigos, René Alfaro y Óscar Corrales, cuando cursaban en 1971 el cuarto año de bachillerato en el respetado Instituto Miguel Ramírez Goyena. En un encuentro con varios amigos, celebrado hace unos días, incluyendo a este par de perlas que viven desde hace 30 años en La Florida y mientras se daban una pequeña resbalada por el país aprovechamos para recordar los viejos tiempos. Según Oscar, los famosos profesores Carrillo y David Andino fueron los mejores maestros de matemáticas que haya tenido Nicaragua en su historia. Verdaderos sabios de la materia. “Nosotros no éramos malos en matemáticas, nos dice René, pero jodíamos demasiado, nuestro grupo era de cinco chavalos pero solo a mí y a Oscar el profesor Carrillo nos tenía en la mira”. Hay que recordarles a nuestros amigos lectores, sobre todo a los más jóvenes, que hasta 1979 las clases se calificaban del 0 a 10. Para aprobar una materia se necesitaba un mínimo de 7.51, eso era pasar de panza, de arrastradas. Luego vino la modernización de la educación, y hoy la globalización, con la tecnología triturando a nuestros estudiantes en aras de la ciencia. Los que tuvimos la suerte de bachillerarnos en la época de oro de nuestra educación siempre estamos criticando al sistema actual, con o sin razón, y puedo afirmar, sin un ápice de duda que hoy no podemos comparar a un bachiller de los años 70 con uno de los “cibernéticos y globalizados” estudiantes de hoy. Dicho con todo respeto pero con las pruebas a la mano. Alfredo, uno de los amigos participantes en el encuentro de viejos hippies, comentó que tiene un nieto de 15 años que cursa el tercer año de secundaria y que aún no entiende cómo va a pasar el ciclo básico si este año no ha recibido clases casi por dos meses. Primero fueron los famosos temblores, luego las lluvias torrenciales, los fines de semana largos, y ahora teme que les digan que van aprobar el año por caridad del ministerio de Educación. “¿Qué pasó con esas clases que no vieron durante esta ausencia?”, se pregunta Alfredo. Plática de “viejos” Luis reacciona y con su sarcasmo característico dice: “Los chavalos de estos tiempos no necesitan saber nada, al sistema le gusta que sean obedientes y con eso tienen asegurado su futuro. Les dan un “chip”, para que se lo coloquen en el cerebrito y a repetir lo que el mencionado juguete dice. En nuestros tiempos, cuando caían verdaderos palos de agua, nosotros nos poníamos felices de la vida sabíamos que al salir del colegio armábamos tremendas carreras sobre las cunetas repletas de agua y lodo. Era felicidad total, aunque al llegar a casa nos esperaba tremenda apaleada de parte de nuestros padres, pero lo más alegre ya lo habíamos vivido. Ahora, si vas a barrer un parque de inmediato pasás la clase de matemáticas, si pintás las cunetas ahí mismo te dan un 100 en la clase de español, y así sucesivamente barriendo y pintando pasás el año”. “Me acuerdo como si fuera hoy, agrega René, de un profesor del Goyena que impartía la clase de literatura, su nombre era Lorenzo Jaime a quien cariñosamente le decíamos “el Apache”. Este profesor era terrible, a nosotros nos parecía que se había graduado de maestro en algún campo de concentración nazi. No perdonaba nada, un acento, una coma, un signo de interrogación que no poníamos eso era fatal”. Y luego nos deja caer la “prueba”. “Recuerdo que un día nos dejó de examen del mes leer y resumir El Quijote de la Mancha. Tremendo susto me llevé al ver el libro que tenía más de 500 páginas, pesaba más de 15 libras y lo peor es que no tenía figuritas, solo letras y en papel tipo periódico. A mi primo hermano Agustín Alfaro, quien ya lo había leído por estar un año adelante que yo, le pedí prestado su resumen. Lo escribí igualito al de Agustín, porque creí que respetando el texto estaba pasado. Llegó el día de la entrega del trabajo, el Apache recibió cada uno de ellos y de inmediato dijo: “Voy a sacar cinco trabajos para hacerle preguntas del libro”. “Como si estuviera jugando naipes los barajó, y luego de en medio sacó el primero, ¡Lotería!, era el mío. -Pase adelante, me dice el Apache, cuéntele por favor a sus compañeros que es lo que más le gustó de la historia, ¿quién era Rocinante?, ¿dónde escribió el libro el Manco de Lepanto, Don Quijote de la Mancha? -Yo inicié contestando que Rocinante era su caballo, pero que el Manco de Lepanto no había escrito ese libro, sino don Miguel de Cervantes. El Apache me quedó viendo con una cara que me quería matar, tomó aire y me dijo, por favor siéntese, ya sabe que su nota es cero. Usted, me dice de nuevo, ni siquiera se tomó la molestia de leerlo, lo que hizo fue copiarlo de alguien o de algún lado, ya sabe que va a repetir mi clase”. Y así fue, en enero del año siguiente tuve que hacer examen de reparación de literatura. La piedra y la copia Pero lo más peludo de la enseñanza de los colegios de antes eran los famosos exámenes públicos de bachillerato. “Era una cosa tétrica, vos comparecías -nos dice Óscar- ante siete profesores que nunca habías visto, todos vestidos de saco blanco y en las afueras del aula, el montón de “mirandas” que más bien te daba más nervio sabiendo que estaban viéndote. Cuando me tocó el momento de pasar al pizarrón en el examen de matemáticas me dice el profesor Carrillo, lo noto nervioso, tranquilícese”. -No, le contesté, solo estoy sudando helado. “El día que me tocó mi examen el jefe del Tribunal de Examinadores era el Dr. Ulises Fonseca, un señor muy preparado al que no se le escapaba nada. Me envió a la pizarra a resolver tres problemas, y como estaría de tembloroso que el borrador se me cayó como cinco veces de las manos, hasta que el Dr. Fonseca me dijo, por favor ponga el borrador en esa mesa. Gracias a Dios lo pasé con 8.70, nota que para ese tipo examen era de lo mejor”, agrega Óscar. La conversación animada con unos tragos duró más de tres horas, casi el mismo tiempo que duraban los famosos exámenes públicos de bachillerato. Aunque, me comentaba hace un par de días mi amigo y compañero de labores don Luis Caldera Barreto, que para aprobar el sexto grado de primaria, también había que realizar un examen parecido. Él tuvo que hacerlo hace mil años en el Colegio Calasanz, lo que demuestra una vez más que la educación que recibimos los que hoy acariciamos los 60 años no puede ni siquiera compararse una milésima con la que desgraciadamente reciben miles de jóvenes hoy día.