Leer - Duomo Ediciones

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1. Al calor de una pantufla peluda
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Era la noche de Navidad y en la carretera que llevaba al pueblo había un camión que iba muy deprisa.
Ese camión iba muy deprisa porque lo conducía Jack,
el Camionero, que esa mañana le había jurado a su mujer:
«Está bien, querida, llegaré a las ocho en punto».
Se lo había jurado porque ésa era la noche de Navidad, y
la noche de Navidad de todos los años, Jack tenía que ir al
cenorro de su suegra, y cuidado si llegaban más tarde de las
ocho, porque todos los años por Navidad su suegra hacía cappelletti rellenos y, si los cappelletti cuecen demasiado, todo
el relleno se deshace en el caldo y mala cosa.
He aquí por qué ese camión iba tan deprisa: porque era
Navidad y los cappelletti de la suegra de Jack no se tenían
que estropear dentro del caldo.
Y así fue como el camión dio un bandazo. Estaba en la
última curva, y estaba a punto de llegar a la hora, a las ocho
y, en cambio, precisamente en la última curva dio un bandazo.
Todo lo que transportaba salió despedido: bolas de Navidad, paquetes, latas de higos, pimientos en aceite, champán… Y como la carretera por añadidura hacía bajada, las
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paola mastrocola
cosas se escapaban a toda velocidad y parecía que no iban
a detenerse nunca.
Ella también se cayó. Se cayó del camión y empezó a
rodar.
No se sabe por qué estaba en ese camión, dado que no formaba parte de ningún regalo de Navidad. Pero estaba precisamente en ese camión, y así pues, cuando dio un bandazo,
ella se cayó como todas las demás cosas que estaban en ese
camión. Y empezó a rodar como una pelota empujada por
el viento, pues no sólo esa carretera hacía bajada, sino que
aquella noche era también una noche de viento.
Lo grave es que ella acababa de nacer.
Ninguna de las cosas que estaban en ese camión acababa
de nacer, pero ella sí.
Probablemente había nacido en el momento exacto en
que el camión cogió mal la curva; o bien fue la propia caída
la que la hizo nacer. Y nacer en una curva, es decir, dando un
bandazo en una curva la noche de Navidad, no es lo mejor
que a uno le puede pasar.
Pero algo la detuvo en un momento dado: era un cubo
de basura.
Menos mal, porque corría el riesgo de romperse los huesos aun antes de empezar a vivir. El cubo estaba sucio y maloliente, pero ella no se dio cuenta; ni siquiera sabía, porque
acababa de nacer, que aquello era precisamente un cubo.
Hacía mucho frío. Pero tuvo suerte por segunda vez:
acabó exactamente dentro de una pantufla peluda que estaba en el suelo por casualidad, junto al cubo. Era gris y tenía
forma de ratón, pero ella no sabía dentro de qué había acabado. Ni siquiera sabía que existían las pantuflas, ni para
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dime qué soy (y te diré qué eres)
qué servían. Sólo sabía que allí se estaba caliente y bien, y
se acurrucó.
No nos sucede a todos, al nacer, que acabemos dentro de
una pantufla, pero a ella le sucedió.
Y durmió mucho tiempo dentro de esa pantufla, soñando
con que todavía no había nacido.
Cuando se despertó, ya no era la noche de Navidad, pero aún
hacía mucho frío. Del cubo chorreaban ciertos jugos algo
pegajosos, que acababan, mira por dónde, precisamente en
su boca. Así se alimentó durante días y días, sin que nadie
la alimentara.
Cuando hubo crecido un poco, salió de la pantufla. Se
puso frente a ella y la miró por primera vez; vio las grandes orejas de ratón, los bigotes largos y los relucientes ojos
de cristal. Al ser la primera cosa que veía, esa pantufla se
convirtió en su madre. La abrazó, le soltó un gran beso en
el hocico y le dijo:
–Te quiero mucho, mamá.
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