LOCKE Y HUME: “LA SUSTANCIA” El empirismo de Hume gira en torno al principio de la copia: sabemos que una idea es verdad si podemos decir de qué impresión proviene. En consecuencia, como no tenemos ninguna impresión de entidades metafísicas como sustancia, Dios, almas, debemos concluir que estas entidades no-perceptibles simplemente no pueden ser objeto del conocimiento humano. En este punto, Hume está totalmente en desacuerdo con Locke que defendía la existencia de Dios, de la sustancia y del alma, a pesar de no tener ninguna sensación Del mismo modo, Locke asumió la existencia de la sustancia, a pesar de no tener experiencia, para que las cosas tengan algún tipo de sustrato que dé orden a las percepciones sensibles. Para Locke, la sustancia es un no sé que, substrato, sujeto ultimo, real, que se debe suponer y que unifica la diversidad de las percepciones que tenemos de los objetos. En lo concerniente a la idea de sustancia, no hay, según Hume, impresión alguna que se corresponda con esta idea compleja. La idea de sustancia es real, pero sólo en nuestra mente. Lo que llamamos “sustancia” es una colección de ideas simples ligadas por semejanza, relaciones de espacio y tiempo, contigüidad, etc. Es un mero nombre, una invención necesaria para justificar la permanencia de las cosas que se nos presentan bajo impresiones cambiantes. En lo relativo a la sustancia, del “no sé qué” de Locke pasamos al “sé que no” de Hume. Hume rechazó la existencia de los conceptos de 'yo' (cogito, mente), 'Dios' y 'mundo externo', llevando a su consecuencia lógica el principio de la copia: si no tengo una impresión de la que derivarlos, son ficciones. Para él, la mente está constituida por un conjunto de percepciones diferentes, sin ninguna unidad sustancial, más allá de la unidad suministrada por la memoria. La metáfora más conocida de Hume para hablar sobre la mente es la del teatro, donde las percepciones aparecen sucesivamente. La crítica a la sustancia la extiende también Hume a la “sustancia espiritual” (el yo o res cogitans de Descartes). La continuidad de las cosas, incluso aunque éstas no estén presentes, la proyectamos también a la existencia de la res cogitans. De esta forma, nos pensamos como una identidad personal, como un yo permanente que pasa por diferentes estados de ánimo y vivencias. Tanto en Descartes como en Locke esa sustancia espiritual era conocida por intuición intelectual, de un modo directo y evidente. Pues bien, según Hume, la existencia del yo como sustancia no puede justificarse por una intuición porque sólo hay intuiciones de impresiones e ideas. La idea del yo sustancial exigiría una impresión constante e invariable, y esto no existe porque las impresiones se suceden la unas a las otras ininterrumpidamente y tiene una existencia discontinua. Nuestro yo consiste únicamente en las percepciones, es decir, en la atropellada sucesión de impresiones e ideas. Tenemos conciencia de nuestra identidad gracias a la memoria, que nos permite recordar la sucesión de impresiones referidas a nosotros mismos. Pero nos equivocamos cuando identificamos estas conexiones de la memoria con la idea de un yo independiente y permanente. De hecho, si perdiéramos la memoria, perderíamos también nuestra noción de una sustancia permanente y estable Pero donde es más clara la distancia entre Locke y Hume es en el concepto de Dios. El argumento de Locke para afirmar la existencia de Dios es una variante del argumento cosmológico tradicional (proveniente de las vías tomistas). En síntesis, dice que sólo una cosa existente puede hacer otra existente. Además, el creador debe tener poderes como mínimo iguales a su creación. Por lo tanto, si existe el mundo Dios debe existir. Pero hay otro argumento que ha tenido más importancia posterior, tanto en filosofía de la mente como en la metafísica contemporánea. Locke consideraba que la materia no puede explicar la existencia del pensamiento porque, a pesar de no ser inerte, es irreflexiva. En otras palabras, los humanos son cuerpo material, pero no son sólo cuerpo. No basta con la solidez, la masa y la pesadez materiales para crear pensamiento. Por tanto, debe haber un Ser eterno que esté pensando siempre el universo y que sería Dios. La entidad divina es de tipo cognoscente. Según Locke este ser eterno debería ser inmaterial, lo que la materia no puede ser. La respuesta de Hume a Locke es que no se puede saber que hay Dios si no hay experiencia-impresión- de Dios y, en la medida que no la tenemos, esta afirmación de la existencia divina carece de fundamento. El debate Locke-Hume sobre Dios es todavía una de las bases de la reflexión contemporánea en filosofía de la mente y en filosofía de las creencias. En todo caso, para Locke, el entusiasmo (vale decir, la fe que se fundamenta sólo en sentimientos) no ofrece ninguna argumentación valiosa en pro de la existencia de Dios; la fe sólo es adecuado para cuestiones que se encuentran más allá del alcance de la razón y no se debe permitir que por razones de tipo religioso se propaguen especulaciones no empíricamente fundamentadas. Finalmente, Hume criticará también la idea de Dios (o res infinita de Descartes), a la que considera algo imaginario. Si las ideas provienen de las impresiones y no hay impresión alguna de Dios, tampoco hay idea legítima de Dios. En otro autores la existencia de Dios se justificaba, o bien mediante un razonamiento causal (Dios como causa de la existencia de mis ideas, según Descartes, o de mi ser, en el caso de Locke), o bien, como hace Descartes, mediante la actualización del argumento ontológico de San Anselmo (la idea de un ser perfecto debe incluir necesariamente su existencia pues, de lo contrario, no sería perfecto). Ya hemos visto que, para Hume, la causalidad no se puede aplicar más allá de ámbito de la costumbre, con lo cual su valor probatorio de realidades objetivas quedaba descartado. Con respecto al argumento ontológico que usa Descartes, Hume afirma que es absurdo Comparación Descartes-Hume definir a Dios como un ser necesario, pues la necesidad es sólo una propiedad de nuestros juicios, en la realidad no hay nada necesario. Además, no podemos pensar que la existencia sea una perfección añadida a la esencia de algo, pues, al concebir una cosa como existente, ni le sumamos nada ni cambiamos la idea primera en nada. En conclusión, frente a la certeza “dogmática” de la razón cartesiana, Hume nos ofrece un modelo de razón en el que es el hábito el que marca nuestro modo de concebir la naturaleza y, por tanto, es la probabilidad de que los hechos ocurran de modo similar lo que determina nuestra “creencia” a suponer que la naturaleza se comporta de modo uniforme y constante. Pero, por otro lado, sería erróneo no reparar también en las coincidencias entre los planteamientos de Descartes y Hume. A pesar de sus claras diferencias, racionalistas y empiristas comparten su preocupación por analizar el problema del conocimiento, y ambos lo hacen desde la perspectiva del sujeto, desde las ideas que éste posee o va elaborando. Finalmente, si Locke, afirmaba, que la causa de nuestras sensaciones e impresiones, no puede ser otra que las cosas del mundo exterior, por lo que, gracias al conocimiento sensitivo, tenemos conocimiento de la realidad corpórea. Hume, sin hacer ninguna concesión a otros factores que no fueran los puramente subjetivos, declara que sólo conocemos las impresiones y las ideas, pero su probable origen en una realidad exterior nos es totalmente desconocido. Así, la metafísica racionalista iniciada por Descartes, y seguida en cierta medida por Locke, culmina en el escepticismo y fenomenismo de Hume, que la señala como una explicación que desborda los límites de nuestro conocimiento. Solo tenemos conocimiento cierto de las matemáticas. En relación a la religión, Hume se muestra agnóstico, aunque debería haberle llevado al ateísmo sus tesis.