cuatro cuentos naturalistas

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CUATRO CUENTOS
NATURALISTAS
(S. XIX)
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
EMILIA PARDO BAZÁN
LEOPOLDO ALAS CLARÍN
Vicente Blasco Ibáñez.
SANCHA
Emilia Pardo Bazán.
LAS MEDIAS ROJAS
LELIÑA
Leopoldo Alas Clarín.
ADIÓS, CORDERA.
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Sancha
El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre él y la Albufera una extensa llanura baja
cubierta de vegetación bravía, rasgada a trechos por la tersa lámina de pequeñas lagunas.
Era el llano de Sancha. Un rebaño de cabras guardado por un muchacho pastaba entre las malezas, y
a su vista surgió en la memoria de los hijos de la Albufera la tradición que daba su nombre al llano.
Los de tierra adentro que volvían a sus casas después de ganar los grandes jornales de la siega
preguntaban quién era la tal Sancha que las mujeres nombraban con cierto terror, y los del lago contaban al
forastero más próximo la sencilla leyenda que todos aprendían desde pequeños.
Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla apacentaba en otros tiempos sus cabras en el
mismo llano. Pero esto era muchos años antes, ¡muchos...!, tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían
en la Albufera conoció al pastor: ni el mismo tío Paloma.
El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros que pescaban en el lago le oían
gritar desde muy lejos, en las mañanas de calma:
—¡Sancha! ¡Sancha...!
Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba.
El mal bicho acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, la ofrecía un cuenco de
leche. Después, en las horas de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo1 cortando cañas en los carrizales2
y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil, que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si
quisiera danzar al compás de los suaves silbidos. Otras veces, el pastor se entretenía deshaciendo los anillos
de Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué nervioso impulso volvía
a enroscarse. Cuando, cansado de estos juegos, llevaba su rebaño al otro extremo de la gran llanura,
seguíale la serpiente como un gozquecillo 3 , o enroscándose a sus piernas le llegaba hasta el cuello,
permaneciendo allí caída y como muerta, con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello
de la cara con el silbido de su boca triangular.
Las gentes de la Albufera le tenían por brujo, y más de una mujer de las que robaban leña en la
Dehesa4, al verle llegar con la Sancha en el cuello hacía la señal de la cruz como si se presentase el demonio.
Así comprendían todos cómo el pastor podía dormir en la selva sin miedo a los grandes reptiles que
pululaban5 en la maleza6. Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro.
La serpiente crecía y el pastor era ya un hombre, cuando los habitantes de la Albufera no le vieron
más. Se supo que era soldado y andaba peleando en las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió a pastar
en la salvaje llanura. Los pescadores, al bajar a tierra, no gustaban de aventurarse entre los altos juncales7
que cubrían las pestíferas8 lagunas.
Sancha, falta de la leche con que la regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de
la Dehesa.
Transcurrieron ocho o diez años, y un día los habitantes del Saler vieron llegar por el camino de
Valencia apoyado en un palo y con la mochila a la espalda, un soldado, un granadero9 enjuto10 y cetrino11,
con las negras polainas12 hasta encima de las rodillas, casaca13 blanca con bombas14 de paño rojo y una gorra
en forma de mitra15 sobre el peinado en trenza.
Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor, que volvía deseoso de ver la tierra
de su infancia. Emprendió el camino de la selva costeando el lago, y llegó a la llanura pantanosa donde en
otros tiempos guardaba sus reses16. Nadie. Las libélulas movían sus alas sobre los altos juncos con suave
zumbido, y en las charcas ocultas bajo los matorrales chapoteaban los sapos, asustados por la proximidad del
granadero.
—¡Sancha! ¡Sancha! —llamó suavemente el antiguo pastor.
Silencio absoluto. Hasta él llegaba la soñolienta canción de un barquero invisible que pescaba en el
centro del lago.
1
flautilla de caña que produce un sonido muy agudo.
Sitio lleno de carrizos (plantas largas que se crían cerca del agua y sus hojas sirven para forraje).
3
Perrillo.
4
Zona de la Albufera de Valencia. Se refiere a un terreno amplio, generalmente acotado y por lo común destinado a pastos.
5
Abundaban, se multiplicaban rápidamente.
6
Espesura que forma la multitud de arbustos, como zarzales, jarales, etc.
7
Sitio lleno de juncos altos, al lado del agua.
8
Apestosas.
9
Soldado de artillería que lanza las granadas.
10
Seco.
11
De color amarillo verdoso, enfermizo.
12
Botas altas.
13
Chaqueta larga (propia de soldados antiguos).
14
Como distintivos de la casaca militar puesto que era artillero.
15
En forma alargada y en punta.
16
Animales de ganado, vacas, ovejas, etc.
2
—¡Sancha! ¡Sancha! —volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.
Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio que las altas hierbas se agitaban y oyó un
estrépito de cañas tronchadas, como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos brillaron dos ojos a
la altura de los suyos y avanzó una cabeza achatada moviendo la lengua de horquilla, con un bufido tétrico
que pareció helarle la sangre, paralizar su vida. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose a la altura
de un hombre, arrastrando su cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo
grueso como el tronco de un pino.
—¡Sancha! —gritó el soldado, retrocediendo a impulsos del miedo—. ¡Cómo has crecido...! ¡Qué
grande eres!
E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció reconocerle y se enroscó en
torno de sus hombros, estrechándolo con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos
estremecimientos. El soldado forcejeó.
—¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande para estos juegos.
Otro anillo oprimió sus brazos, agarrotándolos. La boca del reptil le acariciaba como en otros
tiempos; su aliento le agitaba el bigote, causándole un escalofrío angustioso, y mientras tanto los anillos se
contraían, se estrechaban, hasta que el soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en
el rollo de pintados anillos.
A los pocos días, unos pescadores encontraron su cadáver: una masa informe, con los huesos
quebrantados y la carne amoratada por el irresistible apretón de Sancha. Así murió el pastor, víctima de un
abrazo de su antigua amiga.
(Fragmento perteneciente al primer capítulo
de la novela Cañas y barro, 1902).
EMILIA PARDO BAZÁN
Las medias rojas
Cuando la rapaza17 entró, cargada con el haz18 de leña que acababa de merodear19 en el monte del
señor amo20, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro21, sirviéndose,
en vez de navaja, de una uña córnea22, color de ámbar23 oscuro, porque la había tostado el fuego de las
apuradas colillas.
Ildara soltó el peso en tierra y se atusó24 el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto
por los enganchones de las ramillas 25 que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas 26
aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas27, las echó en el pote28 negro, en compañía de
unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz29 secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de
estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente30, haciendo en los
carrillos dos hoyos como sumideros31, grises, entre el azuloso de la descuidada barba.
Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una
humareda acre32; pero el labriego no reparaba33: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como
Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita34: algo de color vivo, que
emergía35 de las remendadas y encharcadas sayas36 de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una
media roja, de algodón...
—¡Ey! ¡Ildara!
—¡Señor padre!
—¿Qué novidá37 es esa?
—¿Cuál novidá?
—¿Ahora me gastas medias, como la hirmán38 del abade39?
Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza
del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras,
golosas40 de vivir.
—Gasto medias, gasto medias —repitió sin amilanarse41—. Y si las gasto, no se las debo a ninguén42.
—Luego43 nacen los cuartos44 en el monte —insistió el tío Clodio con amenazadora sorna45.
17
Muchacha adolescente. Término familiar y coloquial muy utilizado en Galicia. Al presentar al personaje femenino con esta
denominación el lector ya sabe que no se trata de una señora o señorita de clase alta, a las que jamás se la denominaría así.
18
Montón atado de hierbas, leña, etc.
19
Coger o robar lo que ve por el campo cuando se vaga por él.
20
Resulta fácil deducir que este “señor amo”, propietario de montes y bosques, es un terrateniente cerca de cuyas tierras se
encuentra la vivienda de la rapaza. Se le denomina “amo” para subrayar que la rapaza (y su familia) son gente humilde, pobre, en
comparación con aquel. Efectivamente, los terratenientes gallegos del s. XIX pertenecían casi siempre a la nobleza y, por supuesto,
eran personas ricas y poderosas.
21
Cortar un trozo de tabaco prensado (venía envuelto en paquetes de papel) y deshacerlo para convertirlo en picadura con la que se
lía el cigarrillo.
22
Se refiere a una uña del propio tío Clodio: una uña córnea, o sea, con forma de cuerno (alargada, curva, puntiaguda).
23
Resina fósil, de color amarillo más o menos oscuro, opaca o semitransparente, muy ligera, dura y quebradiza, que arde fácilmente,
con buen olor, y se emplea para fabricar cuentas de collares, boquillas para fumar etc. (En este caso se está describiendo el color y el
aspecto de la uña del tío Clodio)
24
Se arregló, ordenó.
25
O sea, después de su excursión por el bosque para recoger leña, lleva el pelo lleno de trozos de “ramillas” de árboles y arbustos con
los que se ha rozado.
26
Tareas.
27
Coles.
28
Vasija redonda, generalmente de hierro, con barriga y boca ancha y con tres pies, que suele tener dos asas pequeñas, una a cada
lado, y otra grande en forma de semicírculo. Servía, como se ve aquí, para guisar en fuego grande de leña.
29
Muy, bastante.
30
Sin gracia ni elegancia ninguna, es decir, descuidadamente.
31
Conducto o agujero por donde se escapan o sumen las aguas.
32
Áspera, desagradable.
33
No le hacía caso a la humareda
34
Una cosa o detalle, antes nunca visto
35
Salía, se destacaba
36
Encharcadas sayas: mojadas faldas
37
Novedad. Evidentemente es un vulgarismo. Los personajes hablan mal porque no tienen educación.
38
(vulgarismo), hermana.
39
Sacerdote con cierto poder dentro de una parroquia.
40
Con apetencia, con deseos.
41
Sin miedo, sin alarma ante las palabras del padre.
42
A nadie o a ninguno. Nuevo vulgarismo.
43
Entonces es que…
44
Las monedas, el dinero.
—¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él46... Y con eso merqué47 las medias.
Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados48 en duros párpados, bajo cejas hirsutas49, del
labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado 50 , y agarrando a su hija por los hombros, la
zarandeó51 brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba52:
—¡Engañosa! ¡engañosa! ¡Cluecas53 andan las gallinas que no ponen!
Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre
su temor de mociña54 guapa y requebrada55, que el padre la marcase56, como le había sucedido a la Mariola,
su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba57, que le desgarró los tejidos58. Y
tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar59 en ella un sueño de porvenir60.
Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas61 tantos de
su parroquia y de las parroquias circunvecinas62 se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los
lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería
emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente de la esperanza tardía63: pues que se quedase él... Ella
iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho64, que le adelantaba los pesos65 para el viaje, y hasta le
había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias... Y el tío Clodio, ladino66, sagaz67,
adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía:
—Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada?
¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de
espejo? Toma, para que te acuerdes...
Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas68 manecitas,
de forma no alterada aún por el trabajo69, con que se escudaba Ildara, trémula70. El cachete más violento
cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una
radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso 71 . Luego, el labrador aporreó la nariz, los
carrillos. Fue un instante de furor72, en que sin escrúpulo73 la hubiese matado, antes que verla marchar,
dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo74, que fecundó75
con sudores tantos años, a la cual profesaba76 un cariño maquinal77, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara,
aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.
Salió fuera, silenciosa, y en el regato78 próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó
en la mano. Del ojo lastimado, no veía.
45
Ironía, tono burlón con que se dice algo con mala intención.
Que no dirá otra cosa él (es decir, como te dirá él mismo).
47
Compré.
48
Encajados, embutidos.
49
Tiesas, duras (como púas o pinchos).
50
Despatarrado.
51
Mover, agitar con violencia y fuerza.
52
Mascullar, hablar fuerte pero confusamente.
53
Se dice de la gallina y de otras aves cuando se echan sobre los huevos para empollarlos (el padre dice que las gallinas llevan días sin
poner huevos, es decir, que no se cree lo que acaba de contarle la hija).
54
Chica joven.
55
piropeada, elogiada por los hombres que alaban sus atractivos.
56
La hiriera dejándole alguna marca en la cara o el cuerpo para siempre.
57
Aro con tejido metálico entrelazado y tupido por donde pasa una semilla, un mineral u otra materia con el fin de separar las partes
menudas de las gruesas.
58
La piel.
59
Comenzar, crear algo nuevo.
60
De futuro.
61
Vientre, interior.
62
Tantas personas de su pueblo y de los de otros pueblos vecinos.
63
Indiferente hacia una esperanza (de mejorar su vida) que le llegaba ya tarde (porque se había hecho viejo).
64
Compinche.
65
El dinero, las monedas.
66
Astuto.
67
Agudo, inteligente.
68
Llenas de miedo, aterrorizadas.
69
Manecitas todavía no deformadas por el duro trabajo.
70
Temblorosa.
71
Parecido al terciopelo.
72
Ira, rabia, descontrol animal.
73
Sin pensárselo, sin distinguir el bien del mal.
74
Alquiler para mucho tiempo (se sobreentiendo que lleva tierras del “señor amo”, mencionado antes).
75
Cultivó, hizo brotar cosechas.
76
Por la cual sentía.
77
Sin emociones ni sentimientos pero constante, permanente.
78
Arroyo pequeño.
46
Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un
desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse tuerta.
Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de
holganza79 y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos80, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su
dentadura completa...
79
80
Descanso, placer, diversión.
Capaces de trabajar.
EMILIA PARDO BAZÁN
“Leliña”
Siempre que salían los esposos en su cesta81, tirada por jacas del
país, a entretener un poco las largas tardes de primavera en el
campo, encontraban, junto al mismo matorral formado por una
maraña de saúcos82 en flor, a la misma mujer de ridículo aspecto.
Era un accidente del camino, cepo83 o piedra, el hito84 que señala
una demarcación, o el crucero85 cubierto de líquenes86 y menudas
parasitarias87. Manolo sonreía y pegaba suave codazo a Fanny.
—Ya pareció tu Leliña... ¡Qué fea, qué avechucho 88 ! En este
momento, el sol la hiere de frente... Fíjate.
La mayordoma les había referido la historia de aquella mujer. ¿La
historia? En realidad, no cabe tener menos historia que Leliña.
Sin familia, como los hongos, dormía en cobertizos y pajares —¡a
veces en los cubiles 89 y cuadras del ganado!— y comía..., si le
daban «un bien de caridad».
Sin embargo, no mendigaba. Para mendigar se requiere
conciencia de la necesidad, nociones de previsión, maña o arte
en pedir..., y Leliña ni sospechaba todo eso. ¿Cómo había de
sospecharlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba, lela,
«leliña»? ¡Ella pedir!
Un can pide meneando la cola; un pájaro ronda las migajas a
saltitos... Leliña ni aun eso; como no le pusiesen delante la
escudilla de bazofia90, allí se moriría de hambre.
Inútil socorrerla con dinero; a la manera que su abierta boca de imbécil
dejaba fluir la saliva por los dos cantos91, de sus manazas gordas, color de
ocre92, se escapaban las monedas, yendo a rodar al polvo, a perderse entre
la espesa hierba trigal 93 . Manolo y Fanny lo sabían, porque, al principio,
acostumbraban lanzar al regazo94 de la tonta pesetas relucientes... Ahora
preferían atenderla de otro modo: con ropa y alimento. El pañuelo de
percal 95 amarillo, el pañolón 96 anaranjado de lana, el zagalejo 97 azul de
Leliña, se lo habían regalado los esposos. ¡Cosa curiosa! Leliña, indiferente
a la comida, gruñó de satisfacción viéndose trajeada de nuevo. Una sonrisa
iluminó su faz inexpresiva, al ponerse, en vez de sus andrajos, las prendas
de esos matices98 vivos, chillones, por los cuales se pirran las aldeanas de
las Mariñas de Betanzos99, el más pintoresco rincón del mundo...
—¡Hembra al fin!100... —fue el comentario de Manolo.
81
Carruaje de cuatro asientos con caja de mimbre cubierta por un toldo y provista de cortinas plegables.
Saúco en flor: un arbusto típico de España (ver imagen).
83
Con el sentido de rama de árbol (se sobreentiende, caída en el camino).
84
Mojón o poste de piedra, por lo común labrada, que sirve para indicar la dirección o la distancia en los caminos o para delimitar
terrenos.
85
Cruz de piedra que se coloca en los cruces de caminos o en los atrios.
86
Liquen: costra gris, parda, amarilla o rojiza de naturaleza vegetal que cubre piedras y troncos de árboles en lugares húmedos.
87
Plantitas o florecillas que crecen alrededor de piedra y árboles y que obtienen desde otra planta alguna o todas las sustancias
nutritivas para su desarrollo.
88
Pájaro de aspecto desagradable y, por extensión, persona de desagradable o despreciable por su aspecto o costumbres.
89
Sitios donde los animales, principalmente las fieras, se recogen para dormir (ver imagen).
90
Vasija ancha de media esfera con sobras o desechos de comida.
91
Comisuras.
92
Amarillo oscuro.
93
Hierba trigal: heno blanco, hierba común que crece en los bordes de caminos y carreteras.
94
Cavidad que forma, entre la cintura y las rodillas, la falda de una persona sentada.
95
Tipo de tela de algodón.
96
Pañuelo grande que sirve para abrigarse.
97
O refajo. Falda con vuelo, de tela humilde, que usaban las mujeres de pueblo encima de las enaguas (ver imagen)
98
Variaciones de un mismo color sin que pierda el nombre que lo distingue de los demás.
99
pueblecito de Galicia en la provincia de La Coruña.
100
¡Mujer a fin de cuentas!
82
—¡Pobrecilla! —exclamó Fanny—. ¡Me alegro de que le gusten sus galas101!...
Fanny ansiaba hacer algo bueno; tenía el alma impregnada de una compasión morbosa102, originada por la
íntima tristeza de su esterilidad. Diez años de matrimonio sin sucesión, el dictamen pesimista de los
ginecólogos más afamados de Madrid y París, pesaban sobre sus tenaces ilusiones maternales. «Ensayen
ustedes una vida muy higiénica, aire libre, comida sana...», les ordenó, por ordenarles algo, el último doctor
a quien acudieron en consulta. Y se agarraron al clavo ardiendo de la rusticación103, método que si no les
traía el heredero suspirado, al menos debía proporcionarles calma y paz. Pero en medio de la naturaleza
remozada, germinadora, florida, despierta ya bajo las caricias solares104, la nostalgia de los esposos revistió
caracteres agudos; se convirtió en honda pena. Fanny no contenía las lágrimas cuando encontraba a una
criatura. ¡Y en la aldea mariñana cuidado si pululaban 105 los chiquillos! A la puerta de las casucas,
remangada la camisa sobre el barrigón, revolcándose entre el estiércol del curro106, llevando a pastar la
vaca, tirando peladillas 107 a los cerezos o agarrándose al juego 108 trasero del coche y voceando: «¡Tralla
atrás...!»109; en el atrio de la iglesia, a la salida de misa, con un dedo en la boca, en la romería comiendo
galletas duras, en la playa del vecino pueblecito de Areal escarabajeando110 al través de las redes tendidas a
manera de cangrejillos vivaces... no se hallaba otra cosa: cabezas rubias, ensortijadas, que serían ideales si
conociesen el peine; cabezas pelinegras, carnes sucias y rosadas, chiquillería, chiquillería.
—Los pobres, señorita, cargamos de hijos111... Es como la sardina, que cuanta más apañamos112, más cría el
mar de Nuestro Señor... —decía a Fanny una pescadora de Areal, la Camarona, madre de ocho rapaces, ocho
manzanas por lo frescos113...
La dama torcía el rostro para ocultar al esposo la humedad que vidriaba sus pupilas, y allá dentro, dentro del
corazón, elevaba al cielo una oferta 114. Quería realizar algo que fuese agradable al poder 115 que reparte
niños, que fertiliza o seca las entrañas de las mujeres. No permitiría ella aquel invierno que la idiota, la
mísera Leliña, tiritase en la cuneta encharcada y helada; apenas soplase una ráfaga de cierzo116, recogería a
la inocente, dándole sustento y abrigo, y la Providencia, en premio, cuajaría en carne y sangre117 su honesto
amor conyugal... Por eso —al divisar a Leliña cuando cruzaban al pie del enredijo118 de saúcos en flor—,
Manolo, confidencialmente, empujaba el codo de Fanny, y una esperanza loca, mística, ensoñadora,
animaba un instante a los dos esposos. La idiota no les hacía caso. Ellos, en cambio, la contemplaban, se
volvían para mirarla otra vez desde la revuelta. Les pertenecía; por aquel hilo tirarían de la misericordia de
Dios.
Fue Manolo el primero que advirtió que los cocheros se reían y se hacían un guiño al pasar ante la idiota, y
les reprendió, con enojo:
—¿Qué es eso? ¡Bonita diversión, mofarse de una pobre! ¡Cuidadito! ¡No lo toleraré!
—Señorito... —barbotó119 el cochero, que era antiguo en la casa y tenía fueros120 de confianza—. Si es que...
¿No sabe el señorito?... —y puso las jacas al paso, casi las paró.
—¿Qué tengo de saber? Porque sea lela esa desdichada, no debéis vosotros...
—Pero, señorito.... ¡si es que ya corre por toda la aldea!...
101
Ropas elegantes.
Enfermiza
103
Rusticación (de verbo rusticar): salir al campo, habitar en él, sea por distracción o recreo, sea por recobrar o fortalecer la salud.
104
remozada, germinadora, florida, despierta ya bajo las caricias solares: renovada, revitalizadora, llenas de flores y despierta bajo el
calor del sol (se refiere a la naturaleza en primavera)
105
Abundaban
106
En Galicia lugar cercado adonde se conducen los caballos criados en libertad para enlazarlos y marcarlos con hierro.
107
Piedras pequeñas
108
En un vehículo de cuatro ruedas, conjunto formado por cada par de ruedas, el eje que las une y las demás piezas que le
corresponden.
109
Exclamación coloquial en gallego con el significado de “¡Niño atrás!”. El “tralla” era el niño que, para jugar o divertirse, se subía a la
parte trasera de un coche de caballos y se daba un paseo breve. Con el grito “¡Tralla atrás!” se avisaba al conductor de que un niño se
había montado atrás, irregularmente, en el vehículo.
110
Moviéndose como escarabajos.
111
cargamos de hijos: nos cargamos, llenamos.
112
Pescamos.
113
Reticencia y elisión, es decir: por lo frescos que son.
114
Ofrecimiento.
115
Se refiere evidentemente al poder de Dios.
116
Viento frío del Norte.
117
cuajaría en carne y sangre: convertiría en un hijo… (sinécdoque)
118
Maraña.
119
balbució, dijo entre dientes, atropelladamente y sin pronunciar bien.
120
Derecho, permiso.
102
—¿Qué diantres es lo que corre?
—Que, perdone la señorita, Leliña está...
Un ademán completó la frase; Fanny y Manolo se quedaron fríos, paralizados, igual que si hubiesen sufrido
inmensa decepción. La señora, después de palidecer de sorpresa, sintió que la vergüenza de la idiota le
encendía las mejillas a ella, que había proyectado redimirla y salvarla. Bajó la frente, cruzó las manos, hizo
un gesto de amargura.
—Eso debe de ser mentira —exclamaba Manolo, furioso—. ¡Si no se comprende! ¡Si no cabe en cabeza
humana!... ¡La idiota! ¡La lela! Digo que no y que no...
Marido y mujer, entre el ruido de las ruedas y el tilinteo de los cascabeles de las jacas, que volvían a trotar,
examinaron probabilidades, dieron vueltas al extraño caso... ¡Vamos, Leliña ni aun tenía figura humana! ¿Y
su edad? ¿Qué años habían pasado sobre su testa greñosa, vacía, sin luz ni pensamiento? ¿Treinta?
¿Cincuenta? Su cara era una pella 121 de barro; su cuerpo, un saco; sus piernas, dos troncos de pino,
negruzcos, con resquebrajaduras... ¡Leliña!... ¡Qué asco! Y al volver de paseo, envueltos ya en la dulce luz
crepuscular de una tarde radiosa122, viendo a derecha e izquierda cubiertos de vegetación y florecillas los
linderos123, respirando el olor fecundo, penetrante, que derraman los blancos ramilletes del vieiteiro124, y a
Leliña ni triste ni alegre, indiferente, inmóvil en su sitio acostumbrado, Manolo murmuró, con mezcla
indefinible de ironía y cólera:
—¡Como la tierra!...
Fanny, súbitamente deprimida, llena de melancolía, repitió:
—¡Como la tierra!...
No hablaron más del proyecto de recoger a la idiota. Ya era distinto... ¿Quién pensaba en eso? Preguntaron a
derecha e izquierda, poseídos de curiosidad malsana, sin lograr satisfacerla. ¿El culpable del desaguisado125?
¡Asús, asús! Nadie lo sabía, y Leliña de seguro era quien menos. No sería hombre de la parroquia, no sería
cristiano; algún licenciado de presidio 126 que va de paso, algún húngaro de esos que vienen remendando
calderos y sartenes... ¡Qué pecado tan grande! ¡Hacer burla de la inocente! El que fuese, ¡asús!, había
ganado el infierno...
El verano transcurrió lento, aburrido; comenzaron a rojear las hojas, y Fanny y Manolo, al acercarse a los
saúcos, donde ahora el fruto, los granitos, verdosos, se oscurecían con la madurez, volvían el rostro por no
mirar a Leliña.
De reojo la adivinaban, quieta, en su lugar. Un día, Fanny, girando el cuerpo de repente, apretó el brazo de
su marido, emocionada.
—¡Leliña no está! ¡No está, Manolo!
Cruzaron una ojeada, entendiéndose. No añadieron palabra y permanecieron silenciosos todo el tiempo que
el paseo duró. Durmieron con agitado sueño. Tampoco estaba Leliña a la tarde siguiente. Más de ocho días
tardó la idiota en reaparecer. Antes aún de llegar al grupo de saúcos, Fanny se estremeció.
—Tiene el niño —murmuró, oprimida por una aflicción127 aguda, violenta.
—Sí que lo tiene... —balbució Manolo—. Y le da el pecho. ¿No es increíble?
Abierto el ya haraposo pañolón de lana, recostada sobre el ribazo128, colgantes los descalzos pies deformes,
la idiota amamantaba a su hijo, agasajándole con la falda del zagalejo, sin cuidarse de la humedad que le
entumecía los muslos.
—¡Si hoy parece una mujer como las demás! —observó Manolo, admirando.
Fanny no contestó; de pronto sacó el pañuelo y ahogó con él sollozos histéricos, entrecortados, que acabaron
en estremecedora risa.
—Calla..., calla... Déjame... No me consueles... ¡No hay consuelo para mí! Ella con su niño... ¡Yo, nunca,
nunca! —repetía, mordiendo el pañuelo, desgarrándolo con los dientes, a carcajadas.
El esposo se alzó en el asiento, y gritó:
121
masa muy junta y apretada.
Que despide rayos de luz.
123
Márgenes de las propiedades.
124
Saúco en gallego.
125
Destrozo, desastre, maldad.
126
licenciado de presidio: hombre que ya ha cumplido condena y acaba de abandonar la prisión.
127
Tristeza, dolor.
128
montón de tierra con elevación y declive.
122
—Den la vuelta... A casa, a escape129... ¡Se ha puesto enferma la señora!
129
a escape: de inmediato, aprisa.
LEOPOLDO ALAS “CLARÍN”
Adiós, Cordera
Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.
El prao130 Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo
por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro131 de Oviedo a Gijón. Un palo
del telégrafo, plantado allí como pendón 132 de conquista, con sus jícaras 133
blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y
Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado.
Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste
tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la
aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó
la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres.
Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras
que había visto en la rectoral 134 de Puao 135 . Al verse tan cerca del misterio
sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta
tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con
arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba
escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las
fibras del pino seco 136 en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del
diapasón137, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que
pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo
ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo
del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho
más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del
telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para
rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía
aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y
tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos 138 ; y si no fuera
profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona139, llena de experiencia, debían de
parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio140.
Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla141, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al
pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no
se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de
meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar
la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el
cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo
que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la
mosca.
130
Prado (en expresión popular asturiana)
Vía del tren (galicismo adaptado al español)
132
Bandera o estandarte militar o religioso (más largo que ancho) que se utilizaba en las batallas antiguas y que se sigue utilizando en
la procesiones actuales.
133
Una jícara es un aislante eléctrico fabricado habitualmente en porcelana o en cristal. Las jícaras se encontraban en postes de
tendido eléctrico y de telégrafo. Soportaban los cables, para evitar que éstos los tocaran, reduciendo el riesgo de descarga (ver foto)
134
Casa rectoral o parroquial, aquella en la que vive el párroco de un pueblo o aldea.
135
Aldea junto a Gijón donde viven los hermanos.
136
El “pino seco” es el palo o poste del telégrafo.
137
herramienta sonora que sirve para regular y afinar instrumentos musicales. Ver este vídeo:
http://www.youtube.com/watch?v=stxtqkZzJ-U. O sea, se compara el sonido del diapasón con los sonidos del viento cuando golpea el
palo del telégrafo y su tendido de hilos.
138
los animales, en general
139
Matrona, con el sentido de madre de familia (da leche), noble y bondadosa.
140
Poeta latino en cuya obra son frecuentes los cantos elogiosos a la naturaleza y a la vida humana sencilla, equilibrada con aquella.
141
llindarla: (asturianismo) pastorearla, sacarla al campo a comer pasto, hierba.
131
“El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan lejos!”
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez
que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe142 de lo más alto del Somonte, corrió por prados
ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba
por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a
convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus
precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más
adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren
siquiera.
En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio
era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía
prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado
varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa,
acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas143
de gentes desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de
soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del
mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los
insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes
eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino144 por
testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la
loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del
cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce
serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca
muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto145 silencio de tarde en tarde con
un blando son146 de perezosa esquila147.
En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un
fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los
separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz148 parecía una
cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana149, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus
formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo 150
destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La
Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos
encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada,
de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente
el afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud151 y cuidado. No
siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años
atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de
los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común152, que tanto tenían de vía pública como
de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos153, a los parajes más
tranquilos y menos esquilmados154, y la libraban de las mil injurias155 a que están expuestas las pobres reses
que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.
142
Cerca o cercado para ganado hecho de estacas altas entretejidas con ramas largas.
Especies o tipos
144
Se trata del planeta Venus.
145
Majestuoso, que merece respeto.
146
sonido
147
Cencerro pequeño, en forma de campana.
148
frente
149
Poema épico hindú, escrito en sánscrito, del s. III a. C., atribuido al poeta Valmiki.
150
Imagen de un dios o diosa.
151
Dedicación con interés o afecto
152
las rapadas y escasas praderías del común: los prados, escasos y casi sin hierba, de las tierras comunales, propiedad de todos los
vecinos.
153
cerro o monte de poca altura en terreno llano.
154
Agotados, empobrecidos
143
En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso 156 para estrar 157 el lecho
caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias158 que le hacían más
suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha
necesaria entre el alimento y regalo de la nación159 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las
ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero
subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había
ocasión, a escondidas, soltaban el recental160, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a
buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita,
diciendo, a su manera:
—Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.
Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida 161 del mundo. Cuando se veía
emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella162, sabía someter su voluntad a la ajena,
y horas y horas se la veía con la cerviz163 inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie
mientras la pareja dormía en tierra.
***
Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel
sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas164 por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que
eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí;
antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que
llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos.
Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban
pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa165 de
la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado
tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.
“Cuidadla, es vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de
hambre y de trabajo.
El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo166, que tiene su cariño especial, que el
padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.
Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir
palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón,
llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días
había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera.
“Sin duda, mio pá167 la había llevado al xatu168.” No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca
iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber
cómo ni cuándo.
Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada169 mohínos170, cansados y cubiertos de polvo. El
padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
155
Perjuicios, daños
caña de maíz con su follaje, que después de separada de la mazorca se guarda en haces para alimento de vacas, toros y bueyes.
157
(asturianismo) cubrir o alfombrar el suelo
158
Ocurrencias, soluciones
159
la cría recién nacida (significado habitual en asturiano)
160
Ternero recién nacido
161
pasta de vaca sufrida: la mejor naturaleza de vaca sufridora
162
arco que se forma al extremo del yugo que se pone a los bueyes, mulas. etc.
163
Parte trasera del cuello
164
Par de vacas que sirven en la labor del campo o en los acarreos. O sea, Antón se da cuenta de que jamás tendrá cuatro vacas.
165
Inspiración, solución, arreglo.
166
Regazo (cavidad que forma, entre la cintura y las rodillas, la falda de una persona sentada) significa aquí, por sinécdoque, ternura,
mimo, afecto maternal.
167
(asturianismo) mi padre o mi papá.
168
(asturianismo) toro.
169
corral o cercado delantero de una casa campesina.
156
No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era
excesivo: un sofisma171 del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que
se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba
con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba172.
Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal 173 , dando plazo a la
fatalidad174. “No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que
vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la
carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los
aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo
las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo 175 , en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la
Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que
pedía, le dio el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca.
Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin,
la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual
tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le
condujo hasta su casa.
***
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el
mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los
caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil 176 precio, por una merienda. Había que pagar o
quedarse en la calle.
Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de
carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante177 de
Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente
la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la
venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
“¡Se iba la vieja!” —pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
“Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.”
Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su
suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis178, como descansaría y comería un minuto
antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la
hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel
mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.
El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó;
bebieron un trago Antón y el comisionado179, y se sacó a la quintana180 la Cordera. Antón había apurado la
botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba
mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran
170
Tristes, mustios, sombríos.
Razón o argumento falso con apariencia de verdad.
172
Resguardarse, protegerse.
173
Plaza tradicional de Gijón donde se hacía feria de ganado.
174
dando plazo a la fatalidad: esperando a que ocurriera lo fatal, lo no deseado, o sea, que alguien le diera lo que pedía por la vaca.
175
Barrio de las afueras de Gijón.
176
Bajo, indigno.
177
Persona que gana una cosa subastada.
178
Expresión latina: “desde el punto de vista de la eternidad”. El sentido aquí es que el tiempo no existía para ella.
179
El comisionado es el encargado del rematante, del que se ha hablado antes.
180
quinta, parcela de campo.
171
impertinentes181. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la
carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón
no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus
hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho182, recuerdo para ellos sentimental
de la Cordera y de los propios afanes183, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en
el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella.
Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo184; cruzó los brazos, y entró en el
corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente
comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que
separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:
—Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes185. —Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el
bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la
esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
—¡Adiós, Cordera! —gritaba Rosa deshecha en llanto—. ¡Adiós, Cordera de mío alma!
—¡Adiós, Cordera! —repetía Pinín, no más sereno.
—Adiós —contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los
demás sonidos de la noche de julio en la aldea.
***
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad
no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas
ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban
por aquellos tragaluces.
—¡Adiós, Cordera! —gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
—¡Adiós, Cordera! —vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de
Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:
—La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los indianos.
—¡Adiós, Cordera!
—¡Adiós, Cordera!
Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les
arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus
apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...
—¡Adiós, Cordera!...
—¡Adiós, Cordera!...
***
181
Inoportunas, no venían a cuento.
(asturianismo) estiércol o excremento del animal.
183
Esfuerzos, trabajos.
184
paralización, inmovilidad corporal, atontamiento del ánimo.
185
acá vos digo; basta de “pamemes”: ¡aquí os digo!, ¡basta de pegos! (pamemes (asturianismo): tonterías, cosas sin importancia,
pegos)
182
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía186 la guerra carlista. Antón de Chinta era
casero187 de un cacique188 de los vencidos189; no hubo influencia para declarar inútil190 a Pinín, que, por ser,
era como un roble.
Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que
le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera191,
pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche192 de tercera
multitud de cabezas de pobres quintos193 que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los
campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas194 de la
patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.
Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa
pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que
sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:
—¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!
—¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma!...
“Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para
los indianos; carne de su alma, carne de cañón195 para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.”
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos,
silbando triste, con silbido que repercutían196 los castaños, las vegas y los peñascos...
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.
—¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo.
¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y
sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento
cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de
lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:
—¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!
1893
186
Estaba en pleno desarrollo. Es decir, Pinín tiene que ir a hacer el servicio militar, que entonces era teóricamente obligatorio para
todos los jóvenes españoles. Como había guerra contra los carlistas, hacer el servicio militar significaba ir a la guerra.
187
El campesino que cuida de una casa o propiedad rural de un rico cuando este no vive en ella.
188
En la España del s. XIX, persona que en un pueblo o comarca controlaba casi todo el poder político.
189
Los vencidos de las llamadas “guerras carlistas” fueron precisamente los carlistas, que luchaban contra los realistas, es decir, contra
el ejército del joven rey de España Alfonso XII. Clarín se refiere aquí sin duda a la llamada 3ª Guerra Carlista (1872-1876), que tuvo un
cierto impacto en las cuencas mineras de Asturias (Gijón, Langreo, etc).
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no hubo influencia para declarar inútil… No fue posible buscar influencias (o sea, “enchufes” o recomendaciones) para evitar que
Pinín fuera a la guerra. Tengamos en cuenta que durante la segunda mitad del s. XIX los hijos de nobles y clases pudientes quedaban
exentos de hacer el servicio militar si pagaban al Estado por no ir o si pagaban a jóvenes pobres para que les sustituyeran. La única
forma en que un chico pobre se librara de la guerra era que él o su familia fuera “protegido” por algún personaje con mucho poder
político. A finales del s. XIX, la tercera guerra carlista, y luego las de Marruecos, Cuba y Filipinas fueron auténticos mataderos de
trabajadores y campesinos jóvenes.
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Abertura (desmonte) hecha en el terreno (dejando taludes a ambos lados) para que pase por ella una vía de tren, camino,
carretera, etc,
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vagón
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Jóvenes que, por edad cumplida, estaban obligados a hacer el servicio militar.
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Entre hermanos (tanto realistas como carlistas eran españoles)
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Carne de cañón: soldados a los que se expone, sin consideración ninguna, a peligro de muerte.
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Rebotaba como eco en…
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