7 -1- El desgastado edificio se alzaba entre dos

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-1El desgastado edificio se alzaba entre dos abandonados
bloques nacientes del centro de Valencia, en sus barrios más
íntimos. Su piel de ladrillo descubierto y escarchada pintura
exaltaba su decaído estado. Rejas de negra forja se extendían por
todo el edificio creando así postizas pestañas en cada ventanal.
El visible cableado permanecía colgante cual corroída
gargantilla y el portón de madera entrecortaba el acceso hacia la
calle del Moro Zeid.
Sonó el despertador con gran violencia sobre toda la
habitación destruyendo mi más puro y placentero sueño. El
comienzo de un nuevo día se hacia vigente y mi rutina no podía
esperar más su irremediable comienzo.
Me destapé y el ambiente húmedo de la habitación hizo que me
invadiera un tímido tembleque mientras comenzaba a
desnudarme. Me vestí y comencé a recoger mi pequeño
habitáculo, decorado de viejos libros, revistas pasadas y ropa
tendida.
Atravesé el halo de mi modesto pero trabajado mundo y me
dirigí hacia la cocina para desayunar algo antes de salir hacia la
calle. Era bastante pequeña, así que cualquier pieza o utensilio
mal colocados hacia más pronunciado, si cabe, el desorden que
la invadía. Sartenes usadas yacían en el fregadero, la basura
esperaba su urgente salida y los fogones requerían con ansiedad
las caricias de un paño húmedo.
Por el ventanal de la misma todavía no entraba ni el más
mínimo rastro de sol, así que para remediar tal asedio de
oscuridad di la luz que tras un leve parpadeo se hizo cierta.
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Me encaminé hacia el frutero del cual extraje una naranja, mi
abuela siempre me recordaba que una buena dosis de vitamina c
por las mañanas es comenzar el día con muy buen pie.
El baño quedaba al otro lado del pasillo, tampoco era gran cosa.
Un pequeño plato de ducha, un lavabo y un retrete. Modesto,
pero me bastaba con él.
Tras peinarme y rociarme con algo de colonia me dispuse a
buscar mi mochila, gran compañera durante estos últimos años
de universidad.
La preparé con todos los libros de las copiosas asignaturas del
día y el poco espacio sobrante lo inflé con mi enorme carpeta de
apuntes y poemas.
Sé que periodismo no es de ese tipo de carreras que te asegura
un puesto de trabajo fijo y poco sufrido en un futuro, pero
escribir era mi vida y ocupaba la mayor parte de mí tiempo libre.
Daba igual si se trataba de un artículo o un relato, lo importante
era expresar.
Ya dispuesto para la intelectual batalla de no dormirme en clase
recogí mi abrigo del perchero próximo a la puerta. Con mi
mítica chaqueta vaquera ya equipada, algo desgastada por los
años pero de la cual no me puedo desprender, salí de mi estrecho
hogar y cerré la puerta con llave.
Bajé por las escaleras a la velocidad habitual, el trote. Esto
conllevaba que la señora Sabina se percatase de mi salida ya que
un tercer piso da para muchos pasos.
Aunque ella no supiera de mi conocimiento en su tan “noble”
afición de investigar cualquier movimiento en la escalera, yo la
respetaba ya que rozaba casi los setenta. Me hacía el despistado
cada vez que su descarado ojo se hincaba desde la cobriza
mirilla en cada paso que daba violando mi tan acosada intimidad
en un edificio con paredes de papel. Tras superar con éxito todos
y cada uno de los pisos de mi estrecha comunidad de vecinos,
rompí la timidez de mi rellano a la fuerza abriendo con ánimo el
portal de rayada madera de roble.
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Valencia me recibía bañada en un día de nubes grises,
charcos y gotas de lluvia puras y cristalinas. El asfalto daba
notas plateadas y carmesí por los reflejos de coches en
circulación y letreros luminosos de algún olvidado Púb.
Me adentré en un crucigrama de calles antiguas, casas de piedra,
viejos farolillos y alguna que otra pintada reivindicativa. Mi
paseo por el barrio del Carmen se me hacia cansino, siempre la
misma rutina. La misma gente comprando el pan, el mismo
repartidor publicitario con su mismo y poco imaginativo
recorrido y el vago pero existente número de transeúntes en un
estado deplorable era el pan de cada día. Como de costumbre me
dispuse a esperar a Raquel en la esquina de la calle Conquista,
frente a la plaza del Tossal.
Raquel es una de esas chicas que nunca podré olvidar.
Fiel amiga desde la infancia y eterna compañera de secretos,
confesiones, aventuras y peripecias.
La conocí en el colegio, a la edad de cinco años. Estábamos en
preescolar y todavía recuerdo con nítidas imágenes su lustrosa
llegada. Su melena castaña y rizada le acompañaba danzante al
caminar, al juego de un cuerpo tímido y delgado cubierto de piel
dorada y tibia. Sus ojos verdes cubrieron el aula de un brillo tan
especial que jamás en mi vida pude observar un día tan soleado,
abierto y puro como para eclipsar la melodía de esa verde
cortina de luz. Ella no reparó en mí, pero yo no pude dejar de
mirarla con esa expresión de adulación propia para tan hermosa
imagen.Ese recuerdo hacía estremecerme, la piel se me erizaba y
una tonta sonrisa me poseía trayéndome al recuerdo tiempos
mejores, despreocupados, de juegos y misterios en un patio de
colegio invadido por la curiosidad, las ganas de aprender y la
inocencia.
Las imágenes de mi infancia parecían hacerme renacer y aliviar
cualquier herida, reciente o secada, maquillándola con los
recuerdos de la sensible atención de una madre cariñosa y el
protector abrazo de un padre guardián.
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Un fuerte trueno me despertó de mi fantasioso viaje a un
pasado perfecto. Las nubes se cerraban por momentos y la
mañana prometía ser especial. Una especial, temprana y perfecta
mañana de tempestades.
Las tormentas me tienen enamorado desde niño. Calman mi
ánimo y sosiegan las preocupaciones como un eterno canto de
nana apto para todas las edades.
Es la barata y natural droga que he extrañado en más de una
ocasión.
Con esta filosofía en mente y con la mirada perdida en los
ligeros chasquidos que producen las diminutas caricias de agua
caída del cielo, me sorprendió Raquel con un enérgico y
optimista saludo.
-
Buenos días Raquel.- Respondí perezoso con aires de
sueño y sorpresa
Buenos días Nico, ¿Llevas aquí mucho tiempo,
verdad? Siento mi tardanza pero me ha costado mi
trabajo encontrar todos los apuntes. Ya sabes que el
orden no es mi fuerte.
No puedo remediarlo, cuando se dirige a mi con esa tierna
sonrisa, capaz de hipnotizar al más astuto ser, me es imposible
enfadarme con ella. Por muy empapado y destemplado que esté.
-
¿Qué te parece si antes de ir a la uni tomamos un café
caliente y cogemos algo de temperatura?- Propuse entre
algún que otro tiriteo.
Me parece bien. Venga, vamos, que te invito.- Sugirió
con esa malévola sonrisa disfrazada de tenue carmín.
Siempre tomábamos café en un discreto bar situado en la
desatendida calle de San Miguel, a unos cien metros de la
inundada plaza del Tossal.
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Al entrar, rociados por aquel brebaje propio de cielos llorosos, el
calor del interior del lugar nos besó el rostro y una sensación de
apacibilidad y comodidad nos empezó a recorrer por el pecho.
-
¿Lo de siempre chicos? – comentó Miguel, nada más
vernos aparecer tras la puerta vieja y marcada por
lengüetazos de agua llovida.
Miguel es una de esas personas que desde siempre había
sabido lo que iba a ser de mayor, camarero. Regentaba el bar
familiar como ya lo habían hecho otras generaciones. Si no
recuerdo mal, ya era la tercera en dedicarse a sustentar el bar “El
Carmen”.
-
Sí Miguel, gracias. –Dije a la vez que asentía con la
cabeza.
Lo de siempre eran dos cafés bien cargados cortos de azúcar,
para dar una buena bocanada de fuerte y rocoso sabor. La mejor
manera de enfrentarse a un mundo cada vez más complicado y
hostil que parece que solo desea vernos cabizbajos y obedientes
a nuestra propia rutina.
Mientras el ruido de la cafetera se hacia cierto con dos tazas
bajo el chorro de oscuro líquido procedimos a sentarnos en la
mesa de siempre, la más vieja de todas. Una mesa en el fondo
del local que quedaba justo al lado del ventanal, donde poder
contemplar el paso de transeúntes varios bajo el espectacular día
de otoño que había nacido hoy.
-
-
Aquí tenéis chavales. Uno por aquí y este otro por
aquí también.- Dijo Miguel como intentando relatar las
virtuosas piruetas que describía con los brazos.
Gracias. – contesté.
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