PRÓLOGO POR SIR HAROLD EVANS Fue tarde que llegué a tomar

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PRÓLOGO
POR SIR HAROLD EVANS
Fue tarde que llegué a tomar conciencia del antisemitismo. Crecí en tiempos de guerra en
una familia de clase trabajadora no religiosa, pero protestante, en Manchester,
Gran Bretaña. Nos incomodaban un poco los vecinos que eran católicos. Casi no nos
percatábamos de los judíos; estaban concentrados al otro lado de la ciudad en Cheetham
Hill. Yo jugaba en una liga de tenis de mesa para la Asociación Cristiana de Jóvenes (Young
Men's Christian Asociation, YMCA) de Manchester contra clubes de jóvenes judíos, pero ni en
los partidos más tensos escuché jamás los términos peyorativos en inglés yid y kike. De
hecho, nunca escuché ni vi nada relacionado con el odio hacia los judíos de parte de ningún
miembro de mi familia o mi entorno, que estaba compuesto por un creciente círculo de
amigos y compañeros de trabajo. Supongo que nuestras reservas afectivas que incluían al
odio se habían agotado mientras pensábamos en los bombarderos alemanes que nos
sobrevolaban.
La primera vez que supe acerca del antisemitismo fue más adelante, cuando mi padre
me contó cómo Oswald Mosley había fomentado disturbios a finales de la década de 1930
haciendo marchar a sus secuaces fascistas paramilitares, llamados “los Camisas negras”, a
través de los distritos judíos en el barrio East End de Londres. Le causaba repulsión. Mosley
siempre decía que solo odiaba a los “grandes judíos”, no a los “pequeños judíos”. Los
“grandes judíos” conspiraban para que Gran Bretaña entrara en guerra con Alemania,
mientras que los “pequeños judíos” eran inofensivos. Sin embargo, Mosley no hizo nada
para detener a sus secuaces que arrojaban ladrillos a través de las ventanas de las humildes
viviendas que dejaban ver las velas encendidas de sabbat.
Mi primera experiencia personal vinculada con lo que el antisemitismo podía provocar
se dio en 1946-47. Gran Bretaña entró en conflicto con los sionistas radicales porque, en
ejercicio de su mandato, esta intentó restringir la inmigración hacia Palestina. El Irgún
ahorcó a dos soldados británicos y bombardeó el Hotel King David. Un patriotismo natural
dio paso a disturbios antisemitas en mi Manchester natal y en varias otras ciudades.
Mis primeros encuentros con el estereotipo de los judíos fueron literarios: el malvado
Fagin en Oliver Twist y, luego, el más sutil Shylock en El mercader de Venecia. Gracias al libro
Un Odio Conveniente, entiendo mejor por qué los judíos generaban, tan a menudo, odio en su
función de acreedores usureros. Aprendí que no tenían posibilidades de hacer mucho más
que eso. En gran parte de Europa, los judíos no podían poseer tierras ni propiedades, no
podían unirse a gremios de artesanos y otras cosas por el estilo; en realidad, se los incitaba
a prestar dinero, algo que estaba prohibido por las escrituras para los cristianos.
Si Shylock y Fagin dejaron grabada una imagen caricaturesca en mi subconsciente, esta
fue erradicada cuando me adentré a leer historias de la década de 1930 y la
Segunda Guerra Mundial, de la decadencia alemana que fue desde la elaboración de
caricaturas grotescas de judíos hasta la conducción del genocidio. Empecé a interesarme
por los estereotipos. Mientras reportaba desde el área en el extremo sur de los
Estados Unidos en la década de 1950 para lo que, entonces era el Manchester Guardian, vi
cómo los “judíos astutos”, según se les estereotipaba, eran a su vez representados como los
responsables de las protestas de la comunidad negra, es decir, por incitar a los negros a
luchar por los derechos que la Constitución de los EE. UU. garantizaba. Los negros también
eran estereotipados como ignorantes por las mismas personas que les negaban una
educación justa e igualitaria. Aquellas personas que les negaban el derecho a votar los
estereotipaban como comunistas subversivos que socavaban la libertad, y como ilegales por
los grupos de linchamiento quienes volvían impunes a sus hogares para la cena.
Para cuando volví al Reino Unido para convertirme en editor de un periódico en
Gran Bretaña, el nuevo estado de Israel era ampliamente admirado por hacer florecer el
desierto. Indudablemente, no pensé mucho en los palestinos que habían sido desalojados,
pero ciertamente traté de ser justo con todos cuando editaba The Sunday Times y The Times
(1967-82). Decidí que los periódicos debían tratar a Israel como lo harían con cualquier
otro país, ni con más ni con menos severidad. El gobierno del primer ministro israelí
Menájem Beguin se puso furioso conmigo en 1977 por haber publicado en
The Sunday Times los resultados fundamentales de una investigación de cinco meses sobre
el maltrato de los prisioneros palestinos (que el Departamento de Estado, posteriormente,
confirmó). El gobierno israelí no podía estar más furioso que yo con el hecho de que el
ejército israelí había facilitado la masacre de 1982 de cientos de personas en los
campamentos de refugiados de Sabra y Shatila, la cual había sido perpetrada por falangistas
cristianos durante la guerra civil libanesa. La subsiguiente protesta de la población de Israel
y la investigación realizada por el gobierno israelí pudieron solo en parte recuperar la
reputación del estado, una reputación que las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) habían
dañado gravemente, traicionando los ideales fundacionales del estado.
Al mismo tiempo, no dudé en condenar la histeria con la que cubrieron los medios de
comunicación británicos las represalias que tomó Israel por los ataques no provocados con
misiles de parte de Yenín, el campamento de refugiados palestinos en Cisjordania. En abril
de 2002, las FDI cercaron la ciudad, en la cual los palestinos habían puesto cientos de
trampas explosivas. Debido a que la prensa no pudo entrar de inmediato, escucharon
historias de atrocidades por los portavoces de la Autoridad Palestina. Se desató un frenesí
de acusaciones contra Israel. Se dijo que las FDI habían asesinado a 3000 palestinos
indefensos y que, luego, habían enterrado a las víctimas en fosas comunes secretas.
El periódico donde trabajé anteriormente, The Guardian, decidió publicar una editorial
sobre el hecho de que el ataque de Israel fue tan repulsivo como el ataque de Osama Bin
Laden en Nueva York el 11 de septiembre de 2001.1 ¿Cómo? De hecho, una prensa ingenua
publicó un torrente de mentiras. Tom Gross2 de Mideast Media Analysis elaboró un duro
análisis y fue reivindicado cuando más tarde tanto una investigación de las Naciones Unidas
como Human Rights Watch concluyeron que no había habido ninguna masacre ni fosas
comunes secretas. Fue una confrontación militar en la que hubo un total de 54 muertos, de
los cuales la mitad eran combatientes palestinos y casi el mismo número fueron muertos
israelíes.
En junio de 2002, me invitaron a impartir una conferencia con motivo de la celebración
del quincuagésimo aniversario de Index on Censorship. Desde 1972, cuando por primera vez
condujo una campaña a favor de los escritores reprimidos en la Unión Soviética y los países
del Pacto de Varsovia, Index se volvió la organización líder de Gran Bretaña en la promoción
de la libertad de expresión. Por ser el editor de periódicos que había defendido un número
importante de juicios de espionaje, los editores de Index me dieron la oportunidad de
comparar mis experiencias de edición en Londres con las experiencias de más de 20 años en
los Estados Unidos y, especialmente, de medir los avances en los retrocesos en la libertad de
prensa británica durante los 28 años que habían pasado desde que había dado una
conferencia titulada “The Half Free Press” (La Mitad de la Prensa es Libre). La invitación
llegó solo algunos meses después de los sucesos de Yenín y nueve meses después de que
secuestradores árabes estrellaran aviones en el World Trade Center y el Pentágono.
Sin embargo, en vez de abordar de nuevo el tema de las libertades de prensa, me hallé
obsesionado con la paradoja de que una nueva libertad había traído consigo nuevos tipos de
corrupción. El Internet ha conectado al mundo como nunca antes, pero gran parte de lo que
viaja a la velocidad de la luz ahora es una media verdad disfrazada de sabiduría y grandes
cantidades de desinformación e información errónea. Me intrigaba, en particular, un
informe que se hizo viral en el Internet inmediatamente después del 11 de septiembre:
4000 judíos que trabajaban en el World Trade Center no habían concurrido a sus trabajos
esa mañana porque el Mosad, la agencia de inteligencia de Israel, les había enviado una
advertencia. Todo era un brillante complot judío para difamar a los musulmanes y allanar el
camino para una operación militar conjunta de Israel y los EE. UU. no solo contra Osama Bin
Laden, sino también contra los militantes en Palestina. En el Centro de Estudios Islámicos
de El Cairo en la Universidad de al-Azhar, el jeque Mohammed Gemeaha explicó el tema de
manera que cualquier persona ingenua pudiera entenderlo: “solo los judíos” podían
derribar el World Trade Center. Si los estadounidenses se enterasen de la conspiración, “le
habrían hecho a los judíos lo que les hizo Hitler”.3
Por supuesto que los judíos y los israelíes (400 de ellos), y los musulmanes y los
católicos, y los budistas y los presbiterianos que trabajaban en el World Trade Center
hicieron lo mismo que los demás empleados el 11 de septiembre: concurrieron a sus
trabajos y murieron debido a su puntualidad. Entre las 2752 víctimas, había personas de
77 nacionalidades y de todas las religiones (entre los cuales, había aproximadamente
60 musulmanes) que se ganaban la vida como empleados administrativos, camareros,
corredores de bolsa, cocineros, contadores, gerentes, secretarios y técnicos. Parecía que el
intento de deshacerse de la culpa del crimen había surtido efecto. Gallup hizo un muestreo
de opinión en nueve países predominantemente islámicos: Pakistán, Irán, Indonesia,
Turquía, Líbano, Marruecos, Kuwait, Jordania y Arabia Saudita. El resultado fue que,
aproximadamente, dos tercios de los encuestados creían que el ataque del 11 de septiembre
era moralmente injustificable. Solo en Turquía, entre el 43 % y el 46 %, creían que grupos
de árabes habían llevado a cabo los ataques. En Pakistán, solo el 4 % aceptó que los
secuestradores eran árabes.
¿Quién podría ser lo suficientemente loco o ser lo suficientemente malvado como para
inventar y difundir, como si fuera verdad, la abominable ficción de una conspiración judía?
Y, ¿cómo convenció a tantas personas tan rápido? Siguiendo la pista que dejó Bryan Curtis periodista investigador-, y luego en Slate, rastreé a la persona que inicialmente difundió la
conspiración, Syed Adeeb, un paquistaní que vivía en Alexandria, Virginia, y que edita un
sitio web llamado Information Times (ahora Information Press). Le pregunté qué pruebas
tenía y cómo había verificado su historia. Me dijo que tenía una fuente confiable: la estación
de televisión Al-Manar en el Líbano. No se desconcertó cuando le señalé que Al-Manar
proclama que su razón de existir consiste en “montar una guerra psicológica efectiva con el
enemigo sionista”.
En otros tiempos, Adeeb y los suyos habrían enviado unas cuantas hojas de papel
entintadas con el clisé a un puñado de personas (“ciclostilo” o “mimeográfo” es un
procedimiento de impresión que se utilizaba mediante una máquina que atraviesa la hoja de
papel). Pero la historia de Al-Manar sobre una conspiración del Mosad y sus distintas
expresiones, las cuales han sido continuamente recicladas, cumplieron un gran papel en el
mundo islámico a través de la Web y de su transmisión de boca en boca, y lograron así llegar
a la prensa. El periódico Ad-Dustour de Jordania informó que el ataque de las
Torres Gemelas era “el acto de la mente maestra judío-sionista que controla la economía, los
medios de comunicación y la política del mundo”.
El respetado periodista Syed Talat Hussain señaló con franqueza sobre la proliferación
de la historia en Pakistán: “En un país que carece de información, los periódicos recurren a
los rumores. Además, existe una tradición constante en los medios impresos pakistaníes de
demostrar, deliberadamente, que cualquier cosa que sale mal es obra de los judíos y los
hindúes”. Tom Friedman, el columnista de New York Times, mostró una entrevista con un
indonesio de Yakarta que estaba preocupado por el hecho de que la hostilidad contra los
cristianos y los judíos se debía a lo que él llamada una insidiosa brecha digital. El artículo
decía: “Los usuarios de Internet representan solo el 5% de la población, pero este 5% es el
que difunde los rumores al resto. Dicen: ‘Lo sacó de Internet’. Creen que es la Biblia”.4
El avance tecnológico del Internet, su velocidad, alcance y espacio infinito pueden
conferir, ciertamente, una autenticidad ficticia a cualquier locura. Sin embargo, también nos
permite acceder a un nivel sin precedentes de conocimiento sobre qué es lo que se
promueve, qué se les dice a las personas y qué es lo que estas pueden creer, especialmente,
cuando son presas del analfabetismo. Hace pensar en la alegoría de Sócrates de un pueblo
que pasa toda su vida encadenado a la pared vacía de una caverna. Todo lo que ven en la
oscuridad es el juego de las sombras. Solo el filósofo de Sócrates, liberado en un día soleado,
puede ver que las sombras no representan la realidad.
Mientras realizaba la investigación para la conferencia de Index, noté varias sombras
que se movían en la pared que eran alarmantes cuando se veían en la luz. Estaba viendo
nada menos que la globalización del odio. Había miles de historias antisemitas expresadas
con una vehemencia tan sorprendente tal como el desprecio por la historia y la erudición,
en el sentido de que el Holocausto era una invención sionista, una “farsa”, una “mentira”,
una “operación de marketing” judía (Hiri Manzour en el periódico oficial de la Autoridad
Palentina al-Hayat al Jadida) y un “enorme complot israelí orquestado para extorsionar al
gobierno alemán... Si solo usted [Hitler] lo hubiese hecho, hermano, si solo esto hubiera
pasado realmente para que el mundo pudiera suspirar de alivio sin su mal y su pecado” (un
columnista del diario oficial egipcio Al-Akhbar).
Gran parte de las aguas negras evidentemente emanaban de los Protocolos de los sabios
de Sion, la falsificación elaborada en secreto por la policía secreta zarista en 1903 que trama
representar cada desastre como un complot judío. La credulidad ignorante de los
campesinos en Rusia puede excusarlos por creer que sus problemas eran el resultado de un
complot realizado por los sabios judíos, que fue oído por dos cristianos escondidos en un
cementerio judío a la medianoche. Pero, ¿cómo debemos comprender que egipcios
educados hayan realizado una serie dramática de millones de dólares compuesta por
30 episodios sobre la base de este fraude? O, ¿cómo equiparamos nuestra alegría al ver a los
miles de egipcios defendiendo la libertad en la plaza en El Cairo en 2011 con el hecho de que
en cada esquina en El Cairo una librería venda como parte de “la historia” copias de este
fraude en árabe, francés e inglés?
Esperaba que el evento de Index fuera un escape de lo efluente hacia lo afluente. Una
conferencia para un público educado de clase media que normalmente asiste al festival
literario Hay-on-Wye patrocinado por The Guardian representaba una oportunidad para
examinar mi ansiedad y analizar lo que se podría hacer. Denominé la charla “The View from
Ground Zero” (La perspectiva desde la Zona Cero) y fui claro en que yo era tan crítico de la
islamofobia como lo era del antisemitismo.
En la sala de recepción verde, la noche anterior a la conferencia, me dio gusto
encontrarme con tres amigos que eran intelectuales distinguidos, dos mujeres y un hombre
que conocía desde mis días en Londres (digamos que eran una crítica literaria, una
innovadora cultural y un novelista). “¿Sobre qué vas a hablar mañana?”, preguntó la crítica
literaria. Les conté sobre mi conferencia.
“No vas a criticar a los terroristas suicidas, ¿no?”. Creí que la pregunta era satírica. Pero
no lo era. Cuando admití que, en realidad, pensaba hacerlo, con contundencia, se
horrorizaron. Apelé, entonces, a su profundo respeto por el idioma inglés. Sostuve que un
titular de The Guardian en el que se refería a los terroristas suicidas como “mártires” era,
ciertamente, una sorprendente corrupción de la palabra. ¿No era un mártir alguien que
renuncia a su vida para salvar a otros, no para matar, al azar, bebés en brazos, ancianos en
sillas de ruedas, madres y padres viviendo sus inofensivas vidas (19 fueron víctimas en una
Cena de Pascua)? Describir a los asesinos como mártires implicaba emocionalmente ser un
cómplice de lo que el mismo islam considera como una doble transgresión: el suicidio y el
asesinato.
No hice más que enardecer sus emociones. A manera de dueto, la crítica literaria y la
innovadora cultural se unieron en sus denuncias. Los bombardeos suicidas era todo lo que
los pobres palestinos podían hacer para protestar contra las crueldades de los israelíes.
¿Qué le había pasado a mi consciencia?
Objeté. Yo sí simpatizaba con los refugiados. Empecé a decir que los bombardeos
suicidas eran solo pura maldad, como la decapitación de Daniel Pearl de Wall Street Journal
(acontecida en ese febrero) solo por ser judío. Cometí otro error. No me encontraba en
alguna especie de seminario académico. Estaba siendo arrastrado por una ola de emociones
sobre los palestinos.
“Deberías sentirte avergonzado de ti mismo, Harry. ¡Has vivido demasiado tiempo en los
Estados Unidos! ¡Deberías regresarte a Estados Unidos!”.
Miré al novelista para que frenara este flujo de intercambios. Se mantuvo en silencio
durante toda la conversación. Más tarde esa noche, le mencioné el arrebato a James (Jamie)
Rubin, el ex subsecretario de Estado para Asuntos Públicos de los EE. UU., que, en ese
momento, vivía en Londres. “Es mejor que estés preparado para recibir más de lo mismo en
tu conferencia”, dijo.
Al día siguiente, creo que había 500 personas en la carpa. Hablé durante la hora que
tenía asignada sin interrupciones y, luego, hubo silencio. Y silencio. En mi estado de
ansiedad, parecía que el silencio duraba para siempre. Probablemente, no hayan sido más
de siete u ocho segundos. Luego, la gente se paró y aplaudió, y siguió aplaudiendo. Me sentía
aliviado y satisfecho, pero no tengo dudas de que la reacción fue una genuina empatía por
las víctimas (67 de los cuales eran británicos) y de disgusto por la explotación política de la
tragedia que yo había descrito. La tolerancia es una característica muy arraigada en la
cultura británica; por eso, el apoyo de los intelectuales a los terroristas suicidas me
preocupaba. Mis atacantes nunca mencionaron la palabra “judío”, solo “israelíes”. ¿Eran
antisemitas? Quizás no lo eran, pero una investigación del Parlamento de Gran Bretaña
informó, en 2006, que el antisemitismo ya no se limitaba a la extrema derecha, sino que se
manifestaba en una variedad de formas en la izquierda (en los medios de comunicación, en
Internet, entre los islamistas marginales y extremistas [pocos en cantidad, pero radicales], y
en los espacios universitarios donde algunos académicos y estudiantes difaman a Israel
como un estado de segregación o apartheid).5 Marie Brenner reportó una tendencia similar
en Francia.6
El antisemitismo es una patología muy peculiar que no reconoce fronteras nacionales.
Es un estado mental que conduce a la paranoia y es inmune a la verdad. Su léxico no
contiene ninguna palabra que haga referencia a la ‘individualidad’. Su obsesión es la
identidad de grupo. Es necesariamente deshumanizador que las personas se conviertan en
abstracciones. Una vez que se crea un estereotipo de los judíos, católicos, musulmanes y de
los negros, se absorbe rápidamente en los huesos como si fuera estroncio 90, un veneno
resistente que distorsiona las percepciones de las víctimas. Todos los grupos minoritarios
han sufrido, pero ninguno ha sido estereotipado de forma más cruel y permanente que los
judíos.
Una de las razones por las cuales Un Odio Conveniente es una publicación tan importante
y oportuna es que hemos visto cómo prolifera el veneno en las mentes receptivas, donde
este se solidifica convirtiéndose en una convicción inflexible. Como escribió el autor del
siglo XVIII Jonathan Swift, no puedes convencer mediante argumentos lógicos a alguien a
que abandone una convicción no racional. Un horror tras otro es narrado en muchos niveles
en este libro. Llegué a pensar que leer cada capítulo desde el año 586 a. C. hasta nuestra
época era como si estuviera entrando en un entramado de cuevas y salas contiguas, cada
una con su propio Minotauro que exige sacrificios humanos. No podemos convocar al mítico
Teseo para que nos libere completamente del Minotauro que, de una forma u otra, ha
sobrevivido durante siglos, este monstruo del antisemitismo que continuamente se nutre a
borbotones de infusiones de odio. Sin embargo, podemos discernir las vueltas en uno y otro
sentido, oscuras y peligrosas, del laberinto mental de los seres humanos que mutan del
miedo a la diferencia (una diferencia de fe, de situación económica, de costumbres, de
idioma, de rituales, de cultura) a un sentido ético atrofiado y al abismo que conlleva el odio
irracional.
Incluso los resúmenes sobre un torrente de crueldades que documenta Phyllis Goldstein
a través de los siglos hacen que a uno se le hiele la sangre. Independientemente de que uno
sea judío o no judío, ¿qué ser sensible no se horroriza tan solo con algunos de los crímenes
que se cometieron contra los judíos inocentes? En la ciudad de Worms en la región de
Renania (1096), mataron ochocientas personas; algunas madres y algunos padres optaron
por el suicidio para ellos mismos y sus hijos en vez de tener que enfrentar la carnicería. Más
de treinta hombres y mujeres fueron quemados vivos en Blois (1171). Cientos de personas
fueron asesinadas en sus hogares en Sevilla, quemadas vivas en Toledo y ahogadas en el
Tajo (1391–1420). Doscientas mil personas fueron expulsadas de sus hogares en España
(1492), de las cuales decenas de miles murieron durante la expulsión. Bebés fueron
descuartizados por grupos enloquecidos en Kishinev en lo que ahora es Moldavia (1903) y
600.000 personas fueron desplazadas por el ejército zarista en 1915. Ancianos, mujeres,
niños y bebés en brazos fueron masacrados en Proskúrov (1919). Un grupo de
33.771 hombres, mujeres y niños fueron fusilados y enterrados en el barranco conocido
como Babi Yar cerca de Kiev (29 y 30 de septiembre de 1941). Y, luego, vino la pesadilla de
los años de los otros programas nazis de aniquilación, y Auschwitz y mucho más.
Además de estas bien conocidas atrocidades, una de las cosas que más me conmocionó
fue el antisemitismo activo de la iglesia cristiana, tanto católica como protestante, incluido
Martín Lutero. Me siento avergonzado por haber sabido tan poco sobre este tema y por
nunca haber pensado en cómo las historias y los valores que me habían inculcado en la
iglesia episcopal debían reconciliarse con una historia tan bárbara. Cuando iba a la escuela,
me deleitaba con las aventuras de los caballeros con sus armaduras y los estandartes que
enarbolando la cruz de San Jorge cabalgaban para liberar a Jerusalén de los turcos. No sabía
(¿cuántas personas lo saben?) que los guerreros de las cruzadas, a medida que cabalgaban
hacia el sur a través de Europa para llegar a Jerusalén, estaban igualmente ansiosos por
cazar tantos judíos como pudieran encontrar.
Un destino común de las minorías es la opresión. Los judíos no son los únicos en este
aspecto: la mayoría, a menudo, ha tenido una buena causa para temer la insurgencia. De
hecho, los judíos, al no ser visiblemente diferentes del resto de la población, están
expuestos, por lo general, a menos prejuicios que los miembros de minorías más distintivas.
Lo que no había apreciado, sin embargo, hasta que leí Un Odio Conveniente, es el periodo
prolongado en el que los judíos han estado, exclusivamente, sometidos a campañas de
intimidación y discriminación, desde mucho antes de la creación de Israel, desde mucho
antes del Holocausto, desde mucho antes de la Inquisición española, incluso desde antes de
que los romanos crucificaran a Jesús. Tan impresionante ha sido la persistencia de la
patología como la forma en la que los judíos han mantenido su identidad, y muchos de ellos
su fe, ante una difamación y un ataque sin igual. También hay héroes en esta historia y se
debería conocer más sobre sus historias.
Harold Evans es editor independiente de Thomson Reuters, el proveedor internacional de
noticias multimedia más grande del mundo. También es el autor de dos aclamados libros sobre
la historia de los Estados Unidos: The American Century (El siglo americano) y They Made
America (Ellos hicieron América). Su libro más reciente son sus memorias, My Paper Chase
(Mi caza del papel), que cubre sus primeros años y su época como editor de The Sunday Times
y The Times de Londres. En el aniversario número 50 de la fundación del International Press
Institute, Evans fue honrado como uno de los 50 Héroes de la Prensa Mundial.
1 “The
Battle for Truth: What Really Happened in Jenin Camp?” (La batalla por la verdad:
¿qué sucedió realmente en el campamento de Yenín?) The Guardian, 17 de abril de 2002.
2 Tom Gross, “Jeningrad” (Yeníngrado) en Those Who Forget the Past: The Question of AntiSemitism (Aquellos que olvidan el pasado: la cuestión del antisemitismo), editado por Ron
Rosenbaum (Nueva York: Random House, 2004), 135–144.
3 Jonathan Rosen, “The Uncomfortable Question of Antisemitism” (La incómoda cuestión del
antisemitismo), The New York Times, 4 de noviembre de 2001. 4 Thomas L. Friedman,
“Global Village Idiocy” (La idiotez de la aldea global), The New York Times, 12 de mayo de
2002.
5 “Report of the All-Party Parliamentary Inquiry into Antisemitism” (Informe de la
investigación parlamentaria multipartidista sobre el antisemitismo), (Londres: The
Stationery Office, 2006), 63.
6 Marie Brenner, “France’s Scarlet Letter” (La carta escarlata de Francia) en Those Who
Forget the Past: The Question of Anti-Semitism (Aquellos que olvidan el pasado: la cuestión
del antisemitismo), editado por Ron Rosenbaum (Nueva York: Random House, 2004), 220.
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