LA MARQUESA, EL NEGRO Y EL PIRATA El Caribe fue el culpable, él trajo esta plaga hasta las Américas. Antes de ella no había problemas: se podía ir al mercado a comprar un par de negros por el mismo precio que una mula, las damas podían lucir con tranquilidad las joyas que habían sido arrebatadas a las indias, se podía arañar de la tierra todo el oro que se quisiera para la gloria de su majestad el rey de Castilla, se podía ver a plenitud la llanura azul desde los balcones de San Diego, pero todo ha cambiado. Después de la aparición de esta plaga nada es como antes. Ahora entre el mar y los balcones se alza un montón de piedras pegadas con sangre de negro, las damas deben enterrar sus joyas en el jardín, el oro ya no es sólo para la gloria de un rey, y lo peor es que los negros empiezan a soñar con libertad. Los piratas, esos malditos, han venido a dañar la paz del Nuevo Mundo, a robar la tranquilidad de los nobles colonos, de esta aristocracia que no recuerda que ha surgido de lo profundo de las mazmorras y se sonroja al ver a estos forajidos. Se reciben con temor las noticias, han caído Santa Marta y Riohacha. De nada servirá ahora alistar los cañones en el Fuerte del Pastelillo, Cartagena está condenada. Los agustinos recoletos, desde su convento en el cerro, ven venir a los barcos de bandera negra. Se preparan para recibirlos y antes de las laudes ellos mismos despojan a la Virgen de su corona y de su cetro. Un monje llora al ver a María sin su ajuar, otro menos pio, ríe y le susurra – esos piratas no se llevarán el oro de Nuestra Señora –. La corona es enterrada en la huerta junto con los vasos sagrados, el cetro debajo del árbol de mango junto con la custodia. Han actuado así porque saben que los piratas cometerían actos sacrílegos con estas joyas, ¡beberían ron de las Antillas en el cáliz! Ahora ya hay tiempo para las laudes, las vísperas y las completas. Se dice el último amén del día pero los piratas no llegan. El monje que antes lloraba, ahora grita jubiloso: – ¡milagro, milagro! – y el que antes reía le vuelve a susurrar – el Caribe los ha entretenido con una tormenta, llegarán mañana–. Amanece. Un sol ardiente se posa sobre el horizonte, haciendo hervir los temores de la ciudad. No hay nueves, el mar parece calmado, como si quisiera colaborar con los piratas. La nieta de Catalina, la india, huye hacia donde los cañones no puedan alcanzarla, no le importa lo que le suceda a su ciudad, lleva en la sangre la cobardía y la traición. En el mercado no hay nadie, las damas no se atreven a salir de sus casas, las frutas, las verduras y los negros se pudren en los mostradores. Al medio día toca botar las frutas podridas para que no corrompan a las demás. Las hormigas son las primeras en llegar al banquete. De igual forma se procede con los negros, al que se queja demasiado toca sacarlo del mostrador para que no corrompa al resto. Se le corta la lengua, se le unta miel y se deja al lado de las frutas podridas para que las hormigas pasen al plato fuerte. Cesan las quejas. El sol empieza a descender, pero los piratas no aparecen, las murallas siguen intactas, todavía no les ha llegado el primer cañonazo – ¿Qué esperan para atacar? ¿Qué se hizo el barco que vieron los monjes desde la Popa? ¿Se los habrá tragado el Caribe? – se preguntan todos. En la casa del Marqués de Valdehoyos, desde que se supo la proximidad de los piratas, el trabajo no ha cesado. Se debe esconder todo lo de valor, hasta los cubiertos de plata han sido enterrados, así que los amos comen con la mano. El negro Tomás ha removido toda la tierra del patio para enterrar las joyas de su señora. Quisiera enterrarla a ella también, pero sabe que debe esperar con paciencia la hora de la venganza. Quiere cobrar las lágrimas de su negra, pero lo hará con inteligencia, porque a pesar de que se crea lo contrario, los negros también piensan, más aun, sienten. La semana pasada su mujer dejó quemar el pan y como castigo la marquesa ordenó que le quemaran las manos para que nunca más cometiera tal bestialidad. Si la señora alcanzara a imaginar cuánto le ha de costar haber impuesto ese castigo, ella misma hubiera sacado los carbones del horno para comérselos uno a uno, pero no podía adivinar lo que vendría, sólo actuó como creía correcto. – A los negros hay que castigarlos porque si no se vuelven indomables – decía. Cuando la marquesa ha enterrado su última joya, cuando el negro Tomás piensa que podrá descansar, se ordena que lo azoten. La sentencia: treinta latigazos, la causa: haber estropeado el rosal de su señora. Su negra también debe pagar por esta falta de delicadeza, a ella se le darán quince. Se cumple la orden: treinta golpes en su espalda, treinta razones más para odiar a la marquesa, quince golpes en la espalda de su negra, mil razones más para odiar a la marquesa. Fue entonces cuando se escuchó aquel famoso grito – no le pegue a la negra – que seguirá retumbando por siempre en las murallas. Llega la noche, los negros van a llorar, la marquesa a dormir y los piratas a atacar. La ciudad duerme con un ojo abierto, sabe que el peligro la asecha. En cada garita se ha puesto a un borracho para que vigile el horizonte, es lo mejor que ha podido hacer el gobernador, pero Cartagena está condenada. La astucia de los piratas los llevará a cruzar las murallas sin dar un solo cañonazo y una vez adentro no habrá quien los detenga. Desde el día anterior, habían llegado a Tierra Bomba, la isla despoblada que se encuentra frente a la ciudad, la fuerza del Caribe los arrastró hasta allí como si quisiera conducirlos a una victoria segura. Llegaron al lado de la isla que no puede ser visto desde las murallas, el que mira hacia mar abierto. Allí planearon una estrategia infalible: parte de la tripulación, los más fuertes y valientes, se acercarán a la ciudad de noche, en pequeñas embarcaciones que construirán con el material que la isla les preste. Llegarán de sorpresa a doblegar al ejecito que custodia a la ciudad, el siguiente paso es apoderarse de los baluartes para que la embarcación principal, la misma que habían visto los agustinos, pueda entrar a la bahía con absoluta tranquilidad para ser llenada con oro y plata. Todo resultó como se había planeado, todo menos el enfrentamiento con el ejército que custodiaba la ciudad. Los piratas esperaban mayor resistencia, esperaban encontrar a hombres sobrios. Daban por hecho que algunos de ellos debían morir, incluso dejaron indicaciones para que se entregara a sus viudas la parte del botín que les correspondería, pero no, no corrió ni una gota de sangre pirata. Los borrachos entregaron sus vidas y la ciudad sin oponer resistencia. El barco de bandera negra entró con señorío por la bahía, mientras los negros lloraban, mientras los marqueses dormían, mientras los mojes rezaban. Y empezó el saqueo, como es lógico, por la catedral. El obispo no tuvo las mismas precauciones que los monjes, así que los piratas pudieron beber ron de las Antillas en el cáliz y despojar a la Señora de sus esmeraldas, esmeraldas que irían a parar en las manos de alguna madame de París. Por su parte, los marqueses fueron sorprendidos, durmiendo, ventilados por la brisa del mar. El grito de horror de la señora al ver a esos sujetos frente a su cama, se alcanzó a oír hasta el arrabal de Getsemaní, pero a ningún negro le interesó, sólo imaginaron que el vudú estaba surtiendo efecto. Los piratas revolvieron toda la casa en búsqueda de joyas y de dinero, pero no encontraron nada, lo único de valor que hallaron fue una cuchara de plata que el negro Tomás olvidó enterrar. El marqués de Valdehoyos intentó jugar con los piratas, se atrevió a decirles que era un pobre hombre. Lo único que consiguió fue encender su furia y, para demostrarles que no habían cruzado el Atlántico para venir a escuchar tonterías, los abofetearon. Pobre marquesa, su piel blanca, manchada de sangre. Lo que no pudo la viruela lo han podido estos piratas, han dejado una marca en tan hermoso rostro. Este fue un mensaje claro: con los piratas no se puede negociar. La señora no pudo resistir más la presión, rompió a llorar, pronunciado las palabras que pensó serían su salvación – en el jardín, en el jardín está enterrado todo – gritó entre sollozos. Pero, por más que buscaron, acabando con lo que el negro Tomás había dejado del rosal, no encontraron más que tierra. – Nada, aquí no hay nada – gritó uno desde el jardín, los marqueses aturdidos seguían afirmando que allí estaban las joyas. Lo que no sabían es que el negro Tomás, luego de consolar a su negra por los quince latigazos, había vuelto al jardín y con el cuidado requerido sacó lo que antes había enterrado. Con la ayuda de dos negros, cargó todo, luego lo escondió en su choza, donde los piratas nunca hubiesen pensado ir. Así que los marqueses quedaron sin nada más para dar que sus vidas y una cuchara de plata. Los piratas sólo tomaron las vidas, dejaron la cuchara. El saqueo de la ciudad acabó al día siguiente cuando el sol quemaba con toda su fuerza. La marquesa lloraba, sangraba, – ¡agonizaba! – los piratas partían y el negro, el negro Tomás, ahora reía. FIN Mariano José Labrador Concurso de Cuento Categoría: Empleados, graduados, estudiantes de posgrados y maestrías. Título: La marquesa, el negro y el pirata Seudónimo: Mariano José Labrador Nombre del concursante: Augusto Rafael Garrido Arévalo Cédula: 11102813011 Celular. 315 6667759 Programa: Maestría en diseño y gestión de procesos Correo: [email protected] Código: 201111514 Semestre: III