EL SOL DE INVIERNO

Anuncio
Concurso STADT: historias de la gran ciudad 2014
EL SOL DE INVIERNO
MARTIN PESCADOR
−No –le había dicho Matilde mientras unos niños gordos rebotaban en el parque.
***
Ernesto mira el sol de invierno reflejado en los ojos verde oliva de Matilde, que
mira las jacarandas otoñales a través de la ventan trasera del taxi. Vuelven a su
pequeño apartamento en Ciudad de México, tras dos años de haber salido de
Colombia y haber convivido solos el uno con el otro. Y es que la mayoría del
tiempo estaban juntos y solos, con excepción de los brumosos compañeros de
trabajo de cada uno, de una que otra salida con amigos de amigos y de los
infrecuentes contactos con sus respectivas familias en Bogotá. Ernesto mira el sol
de invierno reflejado en los ojos verde oliva de Matilde y se da cuenta de que el
brillo de la tarde los vuelve un poco más jade que oliva. El sol también ilumina
parte de su cara demasiado aniñada, de su pelo castaño y de su expresión de
cansancio. La mira ver pasar las jacarandas que sabe que le gustan y no puede
evitar sentir también él un profundo cansancio. Las jacarandas se repiten
incesantemente a lo largo de la alameda. El taxi da un brinco y Matilde cambia por
un momento su expresión de cansancio por una de dolor. Ernesto le pide
secamente al conductor que tenga más cuidado.
Lo primero que siente al entrar en el diminuto apartamento es el olor a
trementina de los cuadros a medio terminar de Matilde, y todo el desorden de
pinceles, tubos de pintura y trapos sucios de colores. Al otro lado de la sala está la
pequeña mesa donde él hace sus traducciones y los artículos para la revista en la
que trabaja. Es un espacio más pequeño que el de ella pero a cambio da a la
ventana que tiene una vista generosa del barrio La Condesa. Ernesto le pregunta a
Matilde si quiere tomar un té. Ella le sonríe suavemente y le dice que no, que va a
recostarse un rato, que no se preocupe. Le aprieta la mano en señal de
agradecimiento y entra en el cuarto.
1
Ernesto se sienta en su escritorio y mira crujir la tarde afuera. Juega a
adivinar a las personitas que caminan en la calle entre el ajetreado tráfico de la
ciudad.
***
−Estoy preocupada –le había dicho Matilde una noche.
Ernesto alzó la vista de una traducción que le estaba costando particular
trabajo.
−No te preocupes –le respondió−. No tenemos ninguna razón para
preocuparnos. Matilde insistió:
−Sí, pero ya ha pasado tiempo, y me siento rara.
Ernesto dejó la traducción y la miró. La encontró desamparada. ¿Cómo se
les había ocurrido esa aventura mal planeada de ir a dar a aquel sitio, sin un plan,
sin nada? ¿Lo había arrastrado ella a él o él a ella a ese océano de gente y de
cosas, tan a la deriva, tan más allá de las costas conocidas? Ernesto le acarició el
mentón y se lo sacudió cariñosamente, como solía hacer, y le sonrió y le dijo:
−No te preocupes, Tilde, que todo al final siempre sale bien. Recuerda que
todo al final siempre sale bien. Relájate y esperemos unos días. Si para entonces
todavía estás preocupada entonces salimos de dudas, ¿te parece?
Matilde lo abrazó.
−Está bien –le dijo al oído.
Esa noche hicieron un amor suave y cariñoso, con la luz apagada y las
cortinas abiertas, para que entrara toda la noche de Ciudad de México. Afuera la
noche bullía y crepitaba, y se estrellaba contra su ventana en oleadas violentas e
irresistibles.
***
−No –había dicho Matilde, simplemente.
Matilde y Ernesto miraban en silencio a los niños jugando a ser adultos y a
los adultos jugando a ser adultos. Lo hacían desde una banca en el parque con las
narices rojas por el viento otoñal. Él tenía en la mano el palito blanco aplanado
que ella le había entregado hacía un momento, pero se empeñaba en no mirarlo,
sino en dirigir la vista hacia un grupo de niños gordos que rebotaban como pelotas
en una de las pequeñas colinas del parque.
2
Ernesto buscaba las palabras precisas para empezar. Sin embargo ella
habló primero:
−No –dijo simplemente.
Ernesto se quedó en silencio. En ese instante pensó en la materia de
algunos silencios, que son como vidrios rotos. Después de un rato se había
ensimismado con el panorama del parque y los niños gordos, así que se sobresaltó
cuando ella continuó:
−No puedo hacerlo… Lo siento mucho –Matilde se miraba los pies mientras
hablaba–. Esto es algo que no estaba en los planes.
En realidad nunca habían tenido un plan, se dijo Ernesto mientras veía a
los niños gordos rodar colina abajo. Matilde siguió:
−Es algo que no puedo hacer, ¿sabes? Al menos no ahora. Tal vez en diez
años, no sé; pero no ahora. Hay muchas cosas por hacer.
Ernesto la miró. De nuevo eran ambos como unos niños, igual que los
niños y los adultos que miraban pasar desde su banca.
−Tienes razón –le respondió Ernesto después de un tiempo. Quiso estirar la
mano para acariciarle el mentón, pero no lo hizo−. Tienes razón –repitió.
Se quedaron un rato mirando cómo se desinflaba la tarde. Los niños
gordos debían de haber rodado hasta sus casas porque ya no se escuchaban sus
gritos colesterólicos detrás de la colina. Desde hacía unos minutos tenían las
manos entrelazadas.
Ernesto habló:
–Matilde, ¿hubo alguien más?
Antes de acabar la frase ya le habían dolido sus propias palabras y quiso
decir algo para borrarlas, pero no había acabado de arrepentirse cuando Matilde
alzó la cara y le respondió mirándolo a los ojos:
–No. Yo no conozco a nadie más.
Un golpe no menos violento. Apenas terminaba la frase ya ella se había
arrepentido de decirla, pero Ernesto la había recibido completa y ahora ambos
estaban adoloridos por el intercambio de golpes en el que ambos habían resultado
perdedores. Se soltaron las manos. En ese instante se instaló entre ellos un silencio
viscoso que les palpitaba en la orejas, una distancia que sintieron que ya nunca se
iría del todo. La barquita en la que navegaban se estaba hundiendo: tenía en el
piso una grieta silenciosa que los separaba.
–¿Y bien? –preguntó ella.
3
–Pues lo hacemos juntos, como siempre –respondió Ernesto, y sonrió.
–Lo hacemos juntos –repitió Matilde, sonriendo también y limpiándose los
mocos con el dorso de la mano.
Entonces le pusieron una cinta a la grieta en su barquita y renunciaron a
verla hundirse, por lo menos por ahora. Su acuerdo tácito fue remendar la grieta
conforme se fuera abriendo, y navegar en su soledad juntos, como lo habían ido
haciendo hasta el momento. La ventaja de no ver costas cerca era que no había
manera de saber si se estaban acercando a tierra o se estaban alejando. En ese
momento todas las costas sobraban para ellos.
Esa noche durmieron en cuchara: él abrazándola a ella por la espalda.
Matilde esperó a que a Ernesto se le acompasara la respiración para quitarse la
mano que él le había dejado posada en el estómago y moverla hacia sus senos.
Ernesto se la dejó llevar, sin dejar de fingir estar dormido.
***
Cada cierto tiempo, Matilde y Ernesto iban a la Colonia Roma a bailar en el sitio de
un caleño viejo que había llegado a D.F persiguiendo un amor. Cuando el amor se
le fue tras unos años, decidió quedarse porque, según decía, no había razón para
seguir, como tampoco había razón para volver. Cuando entraban, el caleño les
invitaba tragos de aguardiente y les contaba historias de su pasado en Colombia y
México, a veces intercambiando los personajes o los lugares sin darse cuenta. Y
Matilde y Ernesto lo escuchaban hablar entre canciones de Salsa o de Mambo o de
Son cubano; y de vez en vez le contaban a él una historia de su propio pasado, de
las tardes frías en Bogotá y de las granizadas; de sus familias incluso, y de una
gata llamada Panza y apodada Pancita a la que habían tenido que dejar atrás.
Sin haberlo hecho explícito, esa actividad esporádica era lo único que
Matilde y Ernesto anudaban voluntariamente a un pasado del que, en todo lo
demás, habían escogido soltar amarras. Después de varias rondas de aguardiente,
Ernesto le pedía un permiso al caleño con la cabeza y le tomaba la mano a Matilde,
y ella lo jalaba con fuerza hasta el centro de la pista. El caleño les alzaba la copa
desde la mesa y se iba a atender a sus demás clientes. Para él, los tres eran
exiliados de las tristezas del pasado. Tal vez ellos le recordaban algún remoto
antes, o le hacían pensar en la vaga posibilidad de un después.
Ernesto apretaba con fuerza a Matilde contra su cuerpo, y la llevaba
adelante y atrás conforme la música les tronaba en los oídos. ¡Oye sonar las
4
trompetas, ooye los cueros sonar! Una vuelta, dos vueltas, un giro y de vuelta.
Matilde se movía en las puntas de los pies, velozmente, con gracia. ¡Ahí viene
Richie, viene virao, como bestia, tocando un tumbao! Al principio se movían
jugando, pero conforme fluía la música los cuerpos se les volvían de goma, y
ambos se ponían serios y se mostraban los dientes, cada vez girando más y más
rápido. Los brazos por encima de las cabezas, un giro y el cuerpo se alejaba; luego
volvía como un resorte, y volvían a encontrarse las manos para buscar otro giro
consecutivo por detrás de la espalda. Media vuelta a la izquierda y una completa a
la derecha. ¡Tócame, Richie, tócame ya, como bestia, toca el tumbao! Se miraban
mutuamente como fieras, clavándose las uñas en el cuerpo y en las manos del
otro. En un momento, Matilde lo soltaba y se le ponía en frente, y bailaba para él
sin tocarlo, y luego lo tomaba de vuelta pero para llevar la marcha ahora ella, para
liderar los pasos y las vueltas y los saltos. Lo hacía girar y le daba tres, cuatro
vueltas consecutivas. Y luego lo jalaba con las manos hacia ella para volverlo a
empujar. Ernesto la miraba con los dientes apretados. Gotas de sudor resbalaban
por el cuello de Matilde y bajaban por su pecho, para meterse entre el canal que
inauguraba la curva incipiente de sus senos. ¡Vamos tocando como bestias! Ernesto
apretaba las manos sobre las de ella y retomaba el control, y después de unos
giros ella se resistía y hacía lo mismo. ¡Vamos tocando como bestias! Era una
batalla sincronizada, sin una sola falla en el ritmo y en los movimientos, y era una
batalla a muerte, luchada sólo con los cuerpos y con la mirada. ¡Vamos tocando
como bestias! No necesitaban palabras, ni nada más; sólo la proximidad del cuerpo
del otro, y la batalla, la batalla constante, y en ésa sí ganaban ambos; al final se
ganaban el uno al otro. Suénale, suénale, que suénale, ¡Ay, qué Cheveré!.
Al final de la canción tampoco había algo que decir. Estaban los dos frente
a frente, sudando y con los cuerpos agitados, y el mundo iba volviendo a aparecer
poco a poco a su alrededor.
***
Ernesto esperaba sentado en una sala blanca adornada por cuadros blancos. Los
cuadros mostraban imágenes de parejas de piel blanca mirándose con las manos
entrelazadas. A su alrededor había mujeres solas de piel morena con las manos
entrelazadas nerviosamente. Habían llegado con Matilde a primera hora de la
mañana, luchando contra las mareas de gente que los golpeaban salvajemente en
su camino de la estación de metro a la clínica. Se habían sentado en silencio y a
5
los diez minutos una mujer de mediana edad se había asomado por una puerta y
había llamado el nombre de Matilde. Ernesto se paró con ella en dirección a la
puerta, pero la señora asomada lo detuvo con una mano. Él la miró desconcertado
e intentó avanzar, pero ella negó con la cabeza:
–Sólo la mujer –dijo apenas moviendo los labios.
Ernesto quiso darle aunque fuera una mirada de apoyo a Matilde, pero ella
ya estaba entrando y cerrando la puerta tras de sí.
Así que ahí estaba, sentado y contrariado. Sentía que las mujeres de las
otras sillas lo miraban con desconfianza, así que se enfocó en las mujeres de los
cuadros, que miraban hacia algún horizonte mejor en la distancia. La sala estaba
en completo silencio, roto ocasionalmente por el frufrú de alguna bata que pasaba
o por el taconeo de las enfermeras contra el piso de baldosa blanca. ¿Cuánto más
podría tardarse aquello? Un cosquilleo en los pies lo obligaba a cambiar de
posición en la silla cada tantos minutos. Le parecía que Matilde y esa señora
llevaban años ahí adentro, y ni siquiera había un tic-tac de algún reloj de pared
para marcar el tiempo, así fuera ilusoriamente.
Finalmente salió Matilde con una hoja de receta en la mano. Tenía los ojos
rojos y con ellos buscó rápidamente a Ernesto. Él saltó de su silla a tomarla de la
mano libre y la llevó caminando a la salida, donde se encontraron de nuevo entre
las marejadas de gente. Antes de salir quiso lanzarle una mirada desafiante a la
señora de mediana edad que había atendido a Matilde, pero ya se había internado
nuevamente en el consultorio con otra paciente.
La hoja había terminado siendo una receta con una dieta específica y
recomendaciones para la preparación del siguiente día. Matilde le dijo que tenían
que estar allí antes de las 8:00 a.m. porque tendrían que hacerle unos exámenes
antes. Ernesto le respondió que no había problema, y quiso cambiar de tema
preguntándole con ánimos qué quería hacer durante el resto del día, aprovechando
que había pedido tres días de licencia en la galería y que él tampoco trabajaría en
sus traducciones.
–Me dijeron que lo mejor era guardar reposo –respondió ella, tratando de
no ofender los buenos ánimos de Ernesto.
El metro inundado de gente volaba por las calles de la ciudad, y los
cardúmenes de personitas afuera eran apenas instantes diminutos que pasaban
fugazmente por las ventanas.
–Muy bien –dijo él mirando hacia afuera–, entonces ya sé qué haremos.
6
Ernesto sonrió y decidió no preguntarle qué se había hablado dentro de la
sala entre ella y la señora de mediana edad. Eso le pertenecía sólo a Matilde, que
ya se había distraído con un hilo suelto en el codo de su polar. Ahora sentía que le
correspondía a él darle sosiego en medio de la borrasca que suponía que estaba
viviendo, y tal vez no habría costa al final de todo, como había estado pensando,
sino una lenta navegación hacia la nada, para finalmente desaparecer en la línea
del horizonte. Era un pensamiento que le producía dolor y añoranza al mismo
tiempo.
Esa tarde vieron dibujos animados viejos, en silencio.
***
Años después, ya sin Matilde y parado en alguna costa, Ernesto recordaría cómo
habían reído en la sala de observación el día siguiente, después de haber volado
en el metro y de haber visto dibujos animados; después de haber pasado la noche
en vela. Porque al día siguiente él se había escabullido dentro del cuarto de
Matilde en la clínica, y había acercado una silla a su cama. Y habían hablado de lo
que siempre hablaban: de su lento navegar. ¡Qué viaje que habían tenido!
–Que estamos teniendo –lo corrigió ella.
–Que estamos teniendo –repitió él.
Él le había leído fragmentos de sus escritos, que había llevado consigo, y
ella le había dado sugerencias, y ya no parecía nerviosa sino feliz. Después de
todo estaban ambos y tenían una silla cerca de la cama, y una vida juntos, con
todo y a pesar de todo. Ernesto no lo dijo, pero sintió felicidad, y tal vez no lo dijo
porque de pequeño le habían enseñado que la felicidad era un sentimiento
impropio para los momentos de separación, que las partidas requerían una tristeza
solemne. Sin embargo la felicidad era más grande que la culpa por la felicidad. Allí,
en ese momento que nunca se habían imaginado vivir, la unión era para ellos más
grande que la despedida; aunque, como pensaría Ernesto cuando lo sacaron del
cuarto unas enfermeras entre divertidas y escandalizadas: una idea extraña, la
unión había sido en parte hija de la separación.
Después había venido de nuevo la sala de espera, pero otra sala más fría y
más blanca que nunca. Ernesto se revolvía incómodo en su silla. Se paraba y se
volvía a sentar. Ahora lo dominaban la angustia y todos los qué tal si que hasta el
momento había logrado dominar. Al final lo venció el desamparo, que se posó
7
sobre él en la forma de una mariposa increíblemente pesada que cada tanto
aleteaba encima suyo. Y entonces, sí, esperó.
Pasaron algunos siglos antes de que una señora se asomara por la puerta
para llamar a “un familiar” de Matilde. Ernesto corrió y la encontró muy pálida en
la cama, con un caldo y un paquete de galletas de sal enfrente. Ella le sonrió
débilmente y le dijo:
–Quiero que volvamos por el camino de las jacarandas.
***
Como Matilde duerme apaciblemente, Ernesto sale a la calle a ver los últimos
destellos del día. Camina hacia ninguna parte y siente una cierta ligereza. Remos,
costuras, barquitas, Méxicos. No hay que guardarlos aún, porque el viaje todavía
no se acaba, y aun sin tormenta no hay razón para no remar. Ojalá no hubiera
destino; ojalá todo fuera remar y seguir remando. Sus pasos lo llevan al parque y
puede ver de nuevo las jacarandas, cuyas hojas otoñales caídas llenan de colores
el prado. Hay historias que no necesariamente tienen que existir, y no porque no
se pueda escribirlas sino porque tal vez no querrían leerse. Eso piensa Ernesto
mientras pisa las flores de jacaranda en busca de un último rayo de sol. Lo suyo
con Matilde no era algo que ambos se pusieran de acuerdo para escribir; más bien
era algo que ambos buscaban a tientas para leer. Tal vez no le correspondía a él
escribirlo. Tal vez era mejor así. Tal vez la lectura, tal vez los años, tal vez el
tiempo. Por fin encontró un último parche de parque brillante por el sol, por el sol
de invierno. Ernesto se sentó con la cara al sol. Se sintió cómodo así.
El sol de invierno era helado, pero calentaba.
8
Descargar