Discurso de María Teresa Andruetto al recibir el Premio Hans

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Discurso de María Teresa Andruetto al recibir el
Premio Hans Christian Andersen 2012
25 de agosto, Science Museum, London
Al Presidente y equipo directivo de IBBY, a su sede central y al espíritu y
sentido de su fundadora Jella Lepman,
al Honorable Jurado de este premio y a su presidente, María Jesús Gil
a la embajadora de mi país ante el Reino Unido,
a los miembros de IBBY Reino Unido, responsables de este congreso,
a los representantes de las delegaciones de IBBY aquí presentes,
a la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina, a quien
agradezco la postulación para representar a mi país,
a mi compañero de premiación, el ilustrador Peter Sis,
a las delegaciones latinoamericanas y a sus esfuerzos por difundir
nuestras literaturas,
a las instituciones que en el mundo difunden la literatura infantil de
calidad, particularmente a CEDILIJ, mi casa madre,
y a los escritores, ilustradores, especialistas y editores latinoamericanos,
por las convicciones de trabajo, la alegría compartida, el afectuoso
acompañamiento.
Me crié en un pueblo de provincia, en un país de un continente que
comparte casi en su totalidad una lengua. Pese a su abrumadora masividad, ya
que se trata de la voz de más de 450 millones de personas, su literatura ocupa
un lugar en cierto modo periférico en la traducción a otras lenguas. Este
castellano mío, cuna del barroco y el conceptismo, no es sin embargo una sola
única lengua sino un abanico de variantes desarrolladas en España y
Latinoamérica, formas de habla y escritura mestizadas por los pueblos
originarios y los aportes de africanos, europeos y asiáticos que –esclavizados,
sometidos, aceptados o bienvenidos - impregnaron nuestros modos de decir y
de pensar.
La frase de mi casa fue: este país generoso recibió a tu padre.
Desciendo de emigrantes, es decir de pobres y desterrados. Desde que
recuerdo y seguramente también desde antes, escuché historias de personas
que habían llegado hacía muchos años a América, hombres y mujeres cuyos
modestos episodios adquirían relevancia en el relato. Fui criada por una madre
a la que le gustaba contar historias y por un padre que había dejado a su
familia en Italia y reconstruía al infinito el largo viaje a Argentina, el encuentro
con mi madre. Me crié en la llanura argentina, entre personas a la vez
melancólicas y pragmáticas, en una familia con mucha apetencia de saber, una
casa en la que siempre hubo libros y donde se contaba con muchos detalles el
pasado de los que habían estado antes. Tal vez por eso me apasiona lo
extraordinario en la vida de cada uno de nosotros, lo extraordinario de la vida
en sí misma.
Dentro de esa familiaridad con los relatos y los libros, en la idea de que
había que saber un poco de todo para poder habitar en el mundo, recuerdo el
momento en que descubrí, en la cocina de casa, en un libro muy de la época,
que esos dibujos llamados letras podían unirse y formar palabras y que esas
palabras eran los nombres de las cosas. No se trataba de literatura, era la vida
misma que –suponía yo- se presentaba de ese modo para todos, en todas las
casas y en todas las familias. Años más tarde comprendí que no todos los
niños tenían acceso a los libros y eso hizo que mi vida tomara cierto rumbo, el
de trabajar en la construcción de lectores.
Dar sentido a la experiencia; en esa conciencia reside la belleza de la
vida. Vivir conscientes es al mismo tiempo defender nuestra particularidad
como individuos y como pueblos. Es muy fuerte la demanda para que los libros
unifiquen sus asuntos y sus usos del idioma, se vuelvan un poco neutros, pero
la literatura busca lo particular, el palpitar de la lengua, su permanente
escurridizo movimiento. En más de una ocasión, editores de otros países o de
otras lenguas me han dicho que mi escritura era “demasiado argentina”, pero
creo que es justamente ahí, en las palabras de la sociedad que nos contiene,
donde reside el desafío de un escritor, su campo de batalla. A la vez, mientras
más ahondamos en lo particular, mientras menos estándar es nuestra escritura,
más difícil se vuelve su exportación. En mi caso esto se complejiza, porque he
escrito desde las diferencias del castellano argentino en las diversas regiones
de mi país, no porque quiera hacer un paneo por los modos de hablar de mi
tierra sino porque el narrador elegido me lo pedía. Es que imagino un narrador
e intento escuchar cómo habla, y él me abre la puerta, me enseña el camino a
seguir. Así he vivido el acto de escribir como una defensa de lo más
propiamente mío, como el intento de capturar un animal hecho de palabras, en
el deseo de encontrar allí algo para ofrecer a otros. El camino hacia la propia
cosa y el propio modo de decir, ya que la máxima aspiración de un escritor es
construir con la lengua de todos, una lengua nunca escuchada todavía.
En qué tradición debe insertarse una escritora descendiente de
europeos que se crió en un pueblo de un país latinoamericano, una mujer cuya
madre jamás hubiera soñado que sus hijos fueran a la universidad, alguien que
accedió a estudios superiores porque en su país existe la educación gratuita, la
universidad pública. ¿En qué fuente beben los escritores para niños en
nuestros países? Lo universal y lo local, lo latinoamericano y lo europeo, lo
central y lo periférico, lo clásico y lo contemporáneo, lo destinado a niños y lo
publicado para adultos nos agitan y azuzan en una red de tensiones donde la
mayor riqueza es el desacato, el desacomodo y el cuestionamiento, todos ellos
propicios para la creación. Por eso la necesidad de liberar de ataduras y corsés
a la Literatura Infantil, la importancia de centrarla en el trabajo con el lenguaje,
como intenté decir en mi libro Hacia una literatura sin adjetivos. A comienzos
de la recuperación democrática en mi país, mi generación comenzó a llevar a
las aulas una frase, una convicción: “la literatura infantil es también literatura”.
Pero para que eso que decimos sea verdad, debemos sortear
sobreactuaciones, estereotipos y retóricas que pueblan tantos libros para los
niños, escrituras serviles disfrazadas con ropajes nuevos.
Escribo para comprender, o tal vez buscando ser comprendida. Camino
de conocimiento para mí y también tal vez para quien me lee, palabras que
pueden despertarnos como a la durmiente princesa de uno de mis cuentos. Lo
que escribo es fruto de mi tiempo, de mi sociedad, de mi experiencia, no tanto
por las peripecias que narro, sino sobre todo por el uso del lenguaje, porque en
el lenguaje de todo escritor se reflejan sus convicciones y contradicciones, su
conocimiento y su confusión. Es en las palabras donde se libra el combate, y
es de palabras la grieta por donde acceder a una lengua privada en el inmenso
mar de la lengua social. Una grieta que haga balbucear a la lengua oficial, una
suerte de contrapoder frente a lo uniforme y lo hegemónico.
He buscado a lo largo de estos años quién sabe qué en distintos
géneros, he lanzado botellas al mar de lectores diversos, siempre pensando
que no hay espacios cerrados entre lo que interesa a niños o jóvenes y lo que
le puede interesar a un adulto. No hay para mí muchas diferencias entre
escribir para unos u otros, de hecho no pienso en los niños cuando escribo. Se
trata más bien del deseo de mirar “desde los ojos de otro” ciertas imágenes que
me interpelan, que se resisten al olvido. Al escribir me enfrento sobre todo a
mis prejuicios, me pongo en cuestión, y desearía que mi lector – por niño o
grande que sea- se pusiera también en cuestión, se viera llevado a tomar
posición. La escritura proviene de un intenso mirar y de una intensa escucha.
Con la emoción como brújula, dependo de eso, pero intento mantenerme alerta
porque muy a menudo algo me distrae o se empaña y pierdo el rumbo.
La historia del arte es también la historia de la subjetividad humana,
necesidad de compartir dolores, alegrías o asombros con otros individuos
contemporáneos o futuros; intentos de agregar algunas palabras al gran relato
del mundo. En cuanto a mí, me gustaría llegar al corazón de quien me lee,
llevarlo a sentir y a pensar, porque contra el adormecimiento de la conciencia,
la literatura nos propone una de las inmersiones más profundas en nosotros y
en la sociedad de la que formamos parte. La literatura se construye con un bien
social –el lenguaje- , un bien que es de todos, y se alimenta de los relatos que
esa sociedad genera. Es bueno recordar cada tanto que los escritores nos
apropiamos de ese patrimonio común y que ese patrimonio regresa para
pedirnos que volvamos la cabeza hacia los otros. Para pedirnos que miremos
y escuchemos con atención, con persistencia, con imprudencia, con
desobediencia, no para dar respuestas sino para generar preguntas. Hay algo
sagrado entre un escritor, su lengua y su sociedad. La ligazón entre las
condiciones de una cultura y las formas estéticas que un individuo encuentra
marcan el camino de regreso a dolores personales o sociales que, en la
alquimia del trabajo, lograron mutar en hondura, armonía o belleza, tal como
nuestro admirado Andersen transformó la soledad, la miseria o el desprecio en
La sirenita, La vendedora de cerillas o El patito feo.
Se trata entonces del camino de una mujer hacia lo propio de sí y de su
sociedad. Lo propio, eso que es también lo desconocido de nosotros, una voz
alimentada y sostenida por las voces de muchos otros. Así, buscando mi propia
identidad en la historia de un muchacho que atraviesa el océano, en la de niños
cartoneros en una villa de emergencia, en la de una niña que ansía vivir con su
madre o en la de una joven un poco extraviada -personajes adormecidos,
íntegros o necesitados de amor- creo que estaba buscando de algún modo
misterioso la identidad de mi pueblo. En los últimos años, he tomado
conciencia de eso, pero que ese camino me haya traído desde aquella periferia
nuestra hasta esta institución, este contexto y este congreso, para recibir este
premio mayor, cuyas consecuencias apenas dimensiono, es algo que me
conmueve y me sorprende, algo que todavía no alcanzo a comprender.
Muchas gracias a todos,
María Teresa Andruetto
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