Tulio HALPERÍN DONGHI. Tradición política española e ideología

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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO
Tulio HALPERÍN DONGHI.
Tradición política española e ideología revolucionaria de
Mayo.
Buenos Aires, Eudeba, 1961, pp. 7-24.
Prólogo
En 1810 se inaugura en el Río de la plata un nuevo estilo político, destinado a
satisfacer exigencias ideológicas también nuevas. He aquí una caracterización
extremadamente esquemática del hecho de Mayo, cuya misma simplicidad parece
hacerla tan irrecusable como obvia. Y que sin embargo es recusada, y cada vez
con mayor frecuencia. Si esa recusación se apoyase tan sólo en el también obvio
descubrimiento de que sectores enteros de la realidad rioplatense no sufrieron
cambios decisivos en 1810, su alcance sería excesivamente limitado para que
pudiera interesarnos. El hecho mismo es, por otra parte, conocido desde antiguo;
los primeros argentinos que se sintieron a distancia bastante de la Revolución
como para integrarla en la historia los hombres de 1837 la caracterizaron como
un cambio absoluto; al subrayar lo que en ese cambio había de incompleto no
creyeron contradecir la imagen que de la Revolución habían elaborado, sino
señalar lo que en la Revolución quedaba aún vivo como tarea irrealizada, urgente
en el presente argentino.
Y, por cierto, es preciso admitir que no había contradicción entre ambas
actitudes. Ello no implica que fuesen ambas acertadas: era en primer término
discutible que la Revolución fuese, aun en los sectores a los que más
intensamente había afectado, un cambio absoluto, que significase la ruptura total
can un pasado del que el movimiento revolucionario nada heredaba, que solo
sobrevivía como su enemigo irreconciliable. Esta imagen de la Revolución es, en
efecto, muy insuficiente. Admitamos el esquema sobre el cual gustaban de
completarse así mismas las revoluciones del ochocientos; prohibámonos
vincularlas con lentas ó rápidas rupturas de equilibrio dentro de la realidad prerevolucionaria; veamos en ellas tan sólo el brazo armado de un sistema de ideas
que debe su fuerza a la verdad intemporal de sus contenidos.
Aun así esas ideas, que no se justifican por su historia, tienen sin embargo una
historia: los principios en cuyo nombre se condena a la realidad prerevolucionaria han surgido dentro de esa realidad misma. Aún Taine, que acepta
sin revisión esa imagen clásica del hecho revolucionario para mejor condenar a la
revolución misma, podrá denunciar como cosa perversa la sistemática enemiga
del esprit classique contra toda verdad que pretendiese fundar su imperio en su
vigencia tradicional; no querrá siquiera negar que ese esprit classique era la más
prestigiosa, la más respetada de las tradiciones ideológicas de la Francia prerevolucionaria.
Pero, admitido esto, no habremos tampoco renovado en lo esencial la imagen de
la Revolución. La generación de 1837 había renunciado a ver la revolución de
1810 como un hecho ubicable en un instante del pasado; comenzada en el oscuro
instante en que la idea revolucionada se encamaba, proseguía aún en el presente.
Pero también puede admitirse que esa misteriosa encarnación no se da en el
momento mismo en que la revolución triunfante se revela a la faz del mundo;
toda una oscura prehistoria precede entonces al hecho que la descubre a los ojos
de los hombres.
Admitir esta extensión hacia el pasado del hecho revolucionario no obliga a
renunciar a la imagen catastrófica de la revolución como cambio absoluto, como
nuevo comienzo, así como no obligaba a renunciar a ella el prolongarla hacia el
futuro.
Es precisamente esa imagen catastrófica de la Revolución la que se trata de
superar. Sólo que no es fácil hacerlo: al recogerla, recogemos a la vez un dato
excesivamente importante como para que nos sea lícito luego dejarlo perder: la
imagen que la Revolución se hace, sí misma. En la experiencia de quienes la
viven, en efecto, toda revolución es absoluta, en cualquier plano que ella se
realice. El letrado que le formó en la delicada y a veces desesperante sabiduría
de Atenas, cuando renuncia a ella para buscar una nueva patria del alma en
Jerusalén, cree que esa reorientación ha hecho morir en él al viejo Adán para que
de él naciese el hombre nuevo.
El lector de los párrafos sabiamente balanceados donde se proclama esa
encendida convicción, descubre a través de un arte retórico que es legado de
Atenas hasta qué punto esa pesada herencia sigue gravitando sobre quien
proclama haberse liberado de ella. Pero si, partiendo de ese descubrimiento,
proclamara a su vez que la ruptura es falsa, vendría a negar la experiencia
renovadora que el letrado vive con intensidad nada disminuida por el hecho de
que encuentre del todo natural expresaría con formas maduradas antes de que se
diera en él esa renovación. La continuidad entre pasado pre-revolucionario y
revolución puede y acaso debe ignorarla quien hace la revolución; no puede
escapar a quien la estudia históricamente, como un momento entre otros del
pasado. Pero al mismo tiempo éste no puede ignorar que esa continuidad se da a
través de lo que llegue a ser lo que sea se propone constituir una ruptura total.
Esa extraña continuidad fue advertida también ella desde antiguo por los
historiadores del Río de la Plata, que no comenzaron por ver en ella propiamente
hablando una continuidad histórica: más que en la concreta historia colonial, el
manantial de la energía revolucionaria era buscado en cualquier mandato extra
histórico de la estirpe o de la tierra, en la vocación de libertad traída en la
sangre o bebida en el horizonte ilimitado de la llanura.
Sin duda el pasado colonial ofrecía ya testimonios de esa vocación; pero tampoco
esos testimonios eran colocados en un plano propiamente histórico: eran la
manifestación, en ese plano, de fuerzas, de tendencias previas a toda historia.
Irala, Hernandarias, los mancebos de la tierra, los precursores de la Revolución 
más o menos arbitrariamente elegidos no, establecían lazo alguno entre su
época, y la revolucionaria, porque no eran considerados hijos de su tiempo, eran
imágenes míticas que aludían a realidades esenciales y por lo tanto intemporales,
y sólo en cuanto lo eran anticipaban en el siglo XVI la revolución republicana del
XIX.
He aquí una imagen cuya insuficiencia es de nuevo innecesario señalar. Fruto
tardío del romanticismo historiográfico, sobrevivió cuando en otros campos las
inspiradas en el mismo espíritu habían caído en un justo descrédito, Esta imagen
de la Revolución de Mayo, como revelación y directa consecuencia de una
realidad esencial previa a toda historia, es en efecto hermana de las que el
romanticismo utilizó para explicar la evolución del derecho, de las literaturas
nacionales, de las nacionalidades mismas. Para poder subsistir, semejante imagen
requería que los hechos por ella agrupados no fuesen examinados demasiado de
cerca. Vico en tantos aspectos precursor podía ver en Homero la voz casi
anónima de una siempre renaciente edad heroica; la imagen demasiado precisa
de la cultura cortesana en que florece la poesía homérica nos impide hoy
descubrir, tras del artista de un lugar y un momento, al representante de un
instante idealmente eterno en la vida de la humanidad, al equivalente griego de
los sólo postulados rapsodas de Roma y de Galia.
Análoga dificultad en el escenario rioplatense: cuanto más sepamos acerca de
Hernandarias, más difícil nos resultará adivinar tras de esa figura demasiado
precisa los rasgos del argentino esencial que en él columbró V. F. López.
Relevados de su exorbitante misión de comunicar la historia contingente con la
realidad esencial que ella oculta, Hernandarias, Irala, los mancebos de Santa Fe
siguen apareciéndonos sin embargo unidos al proceso revolucionario; pero el nexo
que los une es buenamente el que liga dos momentos fe la historia rioplatense.
Los hechos históricos no serán ya explicados por una realidad esencial, sea ella
natural o metafísica, sino más modesta pero también más seguramente por la
historia misma. He aquí un cambio de punto de mira que parece del todo normal
y que se impone en cuanto a la interpretación de la Revolución de Mayo cuando
ha triunfado ya con exceso en otros campos. Y aquí tal vez debiera concluir esta
relación: tan natural, tan definitivo y poco problemático viene a resultar el
desenlace. Sin embargo, la aplicación de ese nuevo enfoque a la historia de la
Revolución de Mayo no resuelve adecuadamente los problemas que pretendía
enfrentar; crea otros nuevos, acaso aún más graves. Ello se debe a las
condiciones particularmente desfavorables en que se ha producido esa renovación
de enfoque, en cuanto a nuestra revolución.
En primer término, buscar la continuidad entre la revolución y el pasado
revolucionario suele significar dejar a un lado por un instante el problema de la
ideología revolucionaria, estudiar el papel que en la concreta historia de la
comunidad que la elabora cumple el movimiento revolucionario mismo, buscar si
de la política que la revolución hace suya no hay antecedentes justificados
quizá por ideologías distintas y aún opuestas en el pasado, Así, comenzó a verse
de modo nuevo la Revolución Francesa cuando Tocqueville descubrió en ella no la
destrucción sino el coronamiento de la obra emprendida por la monarquía
centralizadora y niveladora. De las concretas conclusiones excesivamente
simplistas de Tocqueville puede no quedar nada en pie; queda de su obra la
enseñanza de un modo nuevo de estudiar la revolución, hecho posible porque
Tocqueville quiso pasar del estudio de discursos, proclamas y constituciones a la
densa realidad francesa de 1789.
Sólo que en cuanto a la Revolución de Mayo esta reorientación del interés de los
investigadores es apenas posible: para llevarla a cabo deberíamos conocer mucho
mejor de lo que efectivamente la conocemos la realidad en que la revolución va a
incidir. Sin contar con los frutos de esta tarea indispensable, los historiadores no
han renunciado sin embargo a elaborar una imagen nueva de la Revolución, a
rastrear lo que en ella continúa el pasado colonial. Y estando así las cosas, han
ido a buscar esa continuidad en el plano de las ideas. Mas con ello corren peligro
de subrayar la afinidad entre el mundo de ideas revolucionarias y el vigente antes
de la revolución, olvidando un hecho más esencial que esa afinidad misma: que –
como se ha señalado ya– con esas ideas se estructura una ideología
revolucionaria, instrumento ideológico para negar y condenar todo un pasado...
Esta dificultad puede salvarse con alguna cautela y sentido de la perspectiva; no
nace por otra parte de un enriquecimiento sino de una limitación del panorama
de la Revolución, que aquí se encierra en términos demasiado estrictamente
ideológicos. Al vencerla habremos salvado sin duda un escollo, no habremos sin
embargo ganado una imagen más rica y compleja que la propuesta por nuestra
historiografía tradicional para el hecho revolucionario. Otras dificultades traídas
por el nuevo enfoque de la Revolución deben ser, en cambio, bienvenidas: ellas sí
provienen de un enriquecimiento real de la imagen de la Revolución.
Al buscarse su clave en un pasado histórico y no mítico viene a vinculársela con
una realidad mucho más rica y compleja que la del Río de la Plata en sus siglos
coloniales: es ahora un episodio en la crisis de la unidad monárquica de España,
crisis a la vez de creencias y de realidades, que sólo podría ser entendida en el
marco de preferencias y aspiraciones de la España que construyó, administró y
perdió sus reinos indianos. Pero si lo esencial de esa transformación
enriquecedora debe ser celosamente preservado, los frutos que ella ha rendido
hasta ahora son decepcionantes. Ello no se debe tan sólo a que esta revaloración
del pasado hispánico no nace únicamente de un interés por la verdad histórica,
despegado de los problemas de la vida; es uno de los frutos de la compleja crisis
que el mundo hispánico debe enfrentar en el presente.
Esta relación entre problemática viva e indagación del pasado es del todo normal,
y no tendría nada de alarmante si los que bajo el aguijón de la crisis renuevan la
imagen del pasado hispánico tuviesen una conciencia menos confusa de las
motivaciones que los dirigen y supiesen por lo tanto distinguir mejor entre las
realidades del pasado y las aspiraciones actuales. Y todavía, si esas mismas
aspiraciones fuesen menos vagas y contradictorias, de modo que la realidad
española de los siglos modernos no fuese demasiado constantemente interpretada
sobre claves que unen el anacronismo a la incoherencia.
Es, en efecto, esa misma complejidad de la crisis actual la que, proyectada sobre
el pasado, multiplica las interpretaciones entre sí incompatibles. Tienen todas
ellas, sin embargo, algo de común: explican la crisis final de la ¡monarquía
católica española, crisis desencadenada por la presión de una Europa envuelta en
un largo ciclo de guerras revolucionarias, desentendiéndose por lo menos en el
plano ideológico de todo aspecto no vinculado con el legado español tradicional.
Es la variedad, por otra parte muy real, de ese legado insospechadamente rico;
son las orientaciones divergentes de los historiadores que a él se aproximan para
buscar allí la clave de la crisis española en la que se inserta la revolución
americana, las que, motivan la multiplicidad de soluciones al problema de los
orígenes revolucionarios.
No se van a examinar aquí todas esas soluciones: sería imposible y acaso también
escasamente interesante hacerlo. Se verán tan sólo dos, escogidas por su
intrínseco valor y por el eco que han encontrado, gracias al cual constituyen el
punto de partida necesario para muchas otras, que sólo vienen a diferenciarse de
ellas en puntos menores. Me refiero a las de Ricardo Levene y Manuel Giménez
Fernández.
En la obra de Ricardo Leven cabe entera la trayectoria desde los orígenes míticos
hasta los históricos de la Revolución. Desde los Orígenes de la democracia
argentina, donde domina aún la imagen mítica, hasta el Ensayo sobre la
Revolución de Mayo y Mariano Moreno se va dando ese tránsito: el punto de
llegada está constituido por el descubrimiento de una tradición jurídica, rica en
elementos humanísticos, que ya en la colonia hace triunfar criterios que se creía
surgidos con la Revolución. Desde Solórzano y Pinelo, a través de Villava, hasta
Moreno, la jurisprudencia barroca deja así un legado que harán suyo los
teorizadores de la monarquía ilustrada y los representantes de la Revolución, que
triunfará aun en el más avanzado de los revolucionarios, en Moreno.
Pero estas caracterizaciones según épocas históricas significan ya una abusiva
ampliación de los enfoques de Levene; él no ve esta tradición jurídica sumergida
en la viva corriente de la historia cultural española; es creación autónoma,
dotada de una legalidad propia, situada al margen de las peripecias históricoculturales a través de las cuales se desenvuelve. Sin duda Pinelo, Solórzano,
Villava no serán ya tan sólo figuras míticas, y Levene llevará adelante, en el
último caso, un abnegado esfuerzo para reconstruir la biografía del semi olvidado
personaje, pero a esta riqueza de datos biográficos no acompaña un marco
histórico igualmente rico y nítido. Dicho marco es en la obra de Manuel Giménez
Fernández (1) mucho más preciso. Para él la revolución hispanoamericana como,
es de suponer, su contemporánea peninsular; es ante todo una resurrección de
concepciones políticas vigentes en la Castilla medieval, arrumbadas no sin lucha
por la Corona a partir de Fernando el Católico.
Esas tradiciones mueven aún la brava lucha de las Comunidades, persisten en
América cuando han sido ya derrotadas en España: la revolución comunera que en
México dirige Cortés constituye, para Giménez Fernández, un eco lejano de la
heroica agonía de las libertades castellanas. Pero si éstas caen derrotadas por un
arte político declarada o clandestinamente maquiavélico que la Corona tiene
ocasión de ejercer también contra la demasiado afortunada y no siempre dócil
primera generación de conquistadores de Indias el espíritu de , la tradición
prestigiosa que las anima logra obtener triunfos, sin duda efímeros, y
constantemente amenazados, en el nuevo clima cortesano que es el de la España
moderna: los triunfos de Las Casas en la corte imperial son en este sentido un
episodio particularmente revelador, a cuyo lado no sería imposible alinear otros.
Pero la victoria de esta tradición es sobre todo ideal: a partir de ella se construye
la filosofía jurídico-política de la época de oro, desde su primera sistematización
en la obra de Vitoria hasta su tardía y grandiosa culminación en la de Suárez. En
este nombre ilustre resume Giménez Fernández un esfuerzo secular que no podría
por lo tanto ser estrictamente individual. Lo que nace de él no es tampoco
entonces una doctrina personal, y Giménez Fernández la reconstruye eligiendo de
una vasta bibliografía semi olvidada principios que luego agrupará para que
formen un todo coherente. (2) No objetemos el procedimiento que pone bajo el
nombre de Suárez nociones que no siempre le pertenecen, que se deben a las
veces a autores por él ásperamente combatidos. No objetemos tampoco al
margen de la denominación que a la doctrina se dé que esta misma no existió
nunca entera y ordenada, tal como se nos la presenta, en la mente de pensador
alguno del siglo XVI; es el fruto del sabio arte combinatorio de un eminente
estudioso y jurista del siglo XX.
Veamos más bien cuáles son los contenidos de ese legado que, desde el pasado
castellano medieval, viene a poner límites a las pretensiones del absolutismo
moderno. Se trata de una concepción que fija límites al poder político teniendo
en cuanta a la vez su origen y su fin. En cuanto al origen: el poder, que viene de
Dios, proviene a la vez directamente del pueblo. Este otorgamiento del poder por
parte de su primer depositario, el pueblo, no es revocable, a voluntad: existen,
sin embargo, circunstancias de hecho coyunturas existenciales, prefiere decir
Giménez Fernández que hacen lícita y aun obligada esa revocación. Y así la
limitación de origen se vincula a la finalidad: el poder se ejerce para perfeccionar
un orden político que es parte de un orden general de la realidad concebido en el
marco de la tradición escolástica. Ese fin es a la vez su justificación: si el poder
deja de ejercerse con vistas a él, deja de ser legítimo.
Ya veremos en el cuerpo de esta obra qué matices es preciso agregar a este
esquema. En todo caso Giménez Fernández subraya con especial insistencia la
limitación por el origen (hasta tal punto que caracterizará esta corriente de ideas
como populista), dejando en segundo plano la limitación por el fin. He aquí sin
duda un muy grave error de perspectiva. Grave, pero indispensable para que se
mantenga en pie la tesis central de Giménez Fernández: es ese populismo,
excesivamente subrayado, el rasgo común entre una tradición política de
raigambre medieval y el pactismo liberal moderno. Ese rasgo común posibilita una
continuidad que según Giménez Fernández se da también históricamente:
tolerada, pero desprovista de su eficacia por los Austrias, más abiertamente
combatida por los Borbones, esa tradición logra sobrevivir e inspirar a través,
por ejemplo, de la Carta a los españoles americanos de Viscardo y Guzmán el
esfuerzo emancipador de Hispanoamérica, cuya revolución comenzada en 1810
encuentra, según Giménez Fernández, su justificación jurídica en la teoría de
Suárez acerca del origen pactado del poder político.
Así, con toda su sensibilidad para capta la continuidad histórica, no alcanza en
rigor un auténtico sentido histórico: para él las luchas del pasado se identifican
con las del presente en cuanto ambas constituyen, como quería nuestro
Echeverría, capítulos de una sola “guerra fatal y necesaria entre la causa del
Bien y su contraria”.
Para esa lucha del bien contra el mal está Giménez Fernández siempre pronto; no
tiene entonces nada de extraño que las tendencias absolutistas sean tratadas por
él sin indulgencia, que los halagos prodigados por Erasmo a los príncipes
temporales, las aceradas convicciones de Sepúlveda, el celo de los servidores de
la monarquía ilustrada, sean atribuidos uniformemente a un espíritu mercenario e
hipócritamente servil, y colocados por el austero portavoz de las libertades
castellanas en el mismo plano moral, sometidos al mismo duro desprecio que las
alternativas de prepotencia y abyecta pasividad que caracterizaron la acción
política de Fernando VII. No digamos hasta qué punto esta nobilísima firmeza de
convicciones empobrece la imagen que de la historia espiritual de España propone
Giménez Fernández.
Sin duda frente a quien, no sin valor, ha emprendido la buena obra de demostrar
así sea de modo alusivo lo que hay de absurdo en la tentativa de construir una
España digna de la tradición cristiana de la época de oro sobre el modelo
excesivamente profano de las potencias fascistas, parecería una acción baja
objetar que ése no era tal como llega a veces a deducirse de sus páginas
animadas por un entusiasmo con el cual no se puede no simpatizar el sentido de
la obra política de Fernando el Católico. Y a quien frente a la audaz falsificación
del pensamiento político de la España clásica, que pretende hacer de él el aval
teórico de un moderno Estado totalitario subraya todo lo que en ese pensamiento
recoge exigencias incompatibles con el totalitarismo moderno, parecería de
nuevo un exceso de frialdad de corazón objetarle que no es tampoco muy clara la
continuidad entre tales exigencias y las que aunque Giménez Fernández no guste
de recordarlo son las del liberalismo moderno.
Pero la admiración que pueda sentirse por la obra tan rica e incitante de Giménez
Fernández, la simpatía por la riesgosa misión que ha asumido no podría impedir
que se busque una imagen de esa quebrada continuidad entre tradición española
y revolución hispanoamericana, que sepa respetar mejor la complejidad, la
ambigüedad también, de los hechos.
Eso es lo que se propone la obra presente. La lección que puede deducirse de los
que antes de ella han intentado lo mismo es que no basta para lograrlo examinar
las coincidencias entre algunos aspectos del pensamiento político de la
Revolución y algunos tópicos tocados por tratadistas españoles antes de 1810; es
preciso colocar a la Revolución de Mayo en el lugar que le corresponde dentro de
una extensa historia ideológica: la del ascenso, estagnación, renovación y caída
de la fe monárquica que está en el núcleo de la historia moderna de España. Para
lograrlo se hace necesario también volver a trazar, en sus puntos esenciales, esa
historia secular: aquí se ha buscado hacerlo a través de algunos autores que han
parecido especialmente representativos. Si casi todos ellos han sido presentados
como precursores directos de la Revolución, no tan sólo por esa razón su
pensamiento ha sido evocado aquí.
Pero sí se ha buscado, cada vez que era posible, ejemplificar con esos supuestos
precursores del credo revolucionario posiciones políticas cuyo escaso valor en
cuanto profecías de la revolución moderna no les resta sin embargo validez
dentro del contexto histórico para el cual fueron pensadas. Esta decisión ha
permitido ahorrar extensos recursos polémicos contra interpretaciones que ven
de manera excesivamente simple la relación entre tradición española y
pensamiento revolucionario; de este modo, sin necesidad de introducirse en un
clima de controversia que quienes han participado ya en ella, han contribuido a
hacer poco cordial, y aun poco civil el lector podrá, comparando el cuadro de
desarrollo ideológico aquí propuesto y las otras construcciones históricas
realizadas sobre el examen de textos coincidentes en su mayor parte con los aquí
estudiados, hacerse una opinión propia...
Pero, se dirá, no es éste el único camino para dilucidar la relación que corre
entre pensamiento español tradicional e ideología revolucionaria. Aun aceptando
que, como sistema de ideas sobre política cada uno de los aquí estudiados ocupe
efectivamente el lugar que se le asigna en un complejo proceso ideológico; sin
embargo su influencia puede no ejercerla como tal sistema, sino a través de sus
elementos integrantes tomados aisladamente. Para poner un ejemplo, aún
admitiendo que el sistema de ideas de Suárez no haya guiado las creaciones
políticas revolucionarias, puede admitirse que algunas de las ideas utilizadas por
Suárez (así la de orden consensual del poder político), hayan sido redescubiertas
en un marco ideológico a la vez que histórico del todo distinto del originario.
La objeción es justa, pero habría que formular a ella dos observaciones. En
primer lugar, así considerada, la búsqueda de influencias ideológicas se hace
singularmente difícil. Acaso en ninguna historia de las ideas se entretejen tan
tupidamente tradición y originalidad como en la del pensamiento político.
Examinemos cualquier gran sistema de pensamiento político moderno: el de
Suárez, de Locke, el de Rousseau, ¿hay en todo él muchas ideas que son
efectivamente de Suárez, de Locke, de Rousseau? Sin embargo, la originalidad del
conjunto es indudable: está dada por el modo de utilizar esas ideas, por la
estructura que con ellas se erige, por las consecuencias que de ellas se deducen,
por las tendencias que expresan en lenguaje pulidamente racional.
Todo eso, naturalmente, se pierde cuando de un autor se toma tan sólo conceptos
aislados de su contexto histórico e ideológico. Y para saber que efectivamente
tales conceptos han sido tomados de ese autor no basta entonces con haberlos
hallado en él: es necesario demostrar que eran conocidos por quien
supuestamente los ha tomado a través de ese antecedente preciso y no de otro.
Tanta cautela no ha sido por cierto la característica más notable de los estudiosos
en busca de antecedentes españoles para la ideología revolucionaria: para uno de
ellos, aun la reminiscencia romana de algún orador del 22 de mayo, que recuerda
que la salud del pueblo es la ley suprema, no deriva de la clase de retórica, sino
de la lectura de las obras del Doctor Eximio. (3) Y acaso estas imprudencias sean
necesarias, si el estudioso no quiere quedarse sin tema.
Frente a la rápida alusión contenida en un discurso del cual un acta nos da un
escueto resumen poco atento a matices ideológicos, ¿cómo emprender indagación
tan estricta? Al cabo, si con métodos más laxos se obtienen resultados menos
firmes, siempre sería difícil probar más allá de toda duda la falsedad de estos
últimos: aun en el ejemplo extremo antes citado, cuyo carácter absurdo parece
evidente a todo lector dotado de buen sentido, no es del todo seguro que el
orador en cuestión no hubiese llegado a conocer el milenario lugar común sobre
la salud del pueblo que es la ley suprema, a través de las obras de Suárez...
He aquí entonces la austera reconstrucción de una genealogía de ideas reducida
al papel de la más inexacta de las tareas científicas. Conclusión algo
desesperada: pero ¿esta tarea que se revela como de casi imposible realización es
realmente útil? Si, tal como se ha visto, la originalidad de un pensamiento
político reside sólo excepcionalmente en cada una de las ideas que en él se
coordinan, buscar la fuente de cada una de ellas parece el camino menos
fructífero (a la vez, que el menos seguro) para reconstruir la historia de ese
pensamiento.
Esa historia se ha buscado aquí; entonces, en la de las construcciones ideológicas
en que se ha expresado la fe española en la monarquía católica, desde los
comienzos de la modernidad. Comienza, entonces, esta historia en la Castilla del
siglo XV, en medio del más extremo desamparo, de la ya secular, devastadora
anarquía señorial.
Comienza como esperanza sagrada y profana a la vez en el soberano que, fiel
auxilio divino, reinará con paz en sus regiones y podrá conquistar Cítara et
Ultramar a las bárbaras naciones. Entre esa esperanza aún imprecisa y el
derrumbe gigantesco de 1808 cabe toda una historia cuya infinita riqueza sólo
muy esquemáticamente podría reflejarse aquí. Cuando la curva de la monarquía
moderna se cierra para España en una nueva crisis más honda que la de la Baja
Edad Media, se ofrecerá para esa crisis una multiplicidad de soluciones.
La adopción del mito de la revolución, de la instauración de una nueva
fraternidad y una nueva justicia negadas por toda la historia pasada, de ese mito
del que sería inútil buscar precedentes en la tradición política española, es la
solución preferida en el Río de la Plata y a plazo más largo en toda
Hispanoamérica. Esta preferencia no es difícil de comprender; a través del mito
revolucionario venía a justificarse teóricamente un proceso por otra parte
inevitable: la ruptura de la unidad hispánica y la incorporación de cada uno de sus
fragmentos a la órbita de las potencias occidentales europeas, cuyo predominio
se acrece gracias a las transformaciones técnicas y económicas. Ese proceso,
comenzado mucho antes de 1810, deja de ser, gracias la Revolución, un destino
pasivamente sufrido; se trasforma en la línea de acción de un conjunto de
naciones nuevas, una línea fijada por una libertad de opción que no ve abrirse
ante ella un número Infinito de posibilidades, pero que puede ya determinarse
frente a las que concretamente la historia le ofrece.
Esa instauración de la fraternidad y la justicia coincide así en los hechos con la
incorporación también ideológica del Río de la Plata a la nueva órbita en que la
historia la introduce. Este curso de hechos puede ser lamentado, puede
deplorarse el repudio de una herencia que sin duda no encerraba tan sólo
elementos negativos; pero no podría negarse que las cosas han ocurrido, para
bien o para mal, de esta manera. Como ha recordado excelentemente Borges,
nuestra historia comienza por ser toda ella una tentativa de diferenciación a
partir del tronco hispánico. Ese distanciamiento, ese punto de partida, deben ser
tomados en cuenta para entender que significa y no sólo en el plano ideológico
la revolución de
1810.
El pueblo de la revolución
(...) Adviértase que 600 revolucionarios se reúnen en la plaza el 21 de mayo y que
por ese mismo número de revolucionarios asumen la representación French y
Berutti, el 25 de mayo. Dos testimonios coincidentes que nos hablan del primero y
último día de los sucesos populares y que destruyen definitivamente la
innominada invocación al pueblo que parece surgir de las voces de los
revolucionarios en el cabildo abierto y en la plaza, como han interpretado los
historiadores.
Para tener una mayor exactitud del valor que representa ese número conforme al
principio democrático de la mayoría, es necesario saber que la población total de
la ciudad de Buenos Aires con sus suburbios, alcanzaba a reunir 60.000 almas,
según el padrón o censo que se levantó por disposición del virrey Cisneros en
marzo de 1810, y de 65.000 que arrojó el que se verificó en agosto del mismo año
por orden de la Junta. Esta situación comparativa entre el número de habitantes
y el pueblo revolucionario, obligó a las reservas de Azcuénaga en las
circunstancias de tomar posesión del cargo de vocal, a que hemos hecho
referencia anteriormente.
El impulso que congregó a esa concurrencia en el momento preciso, es otro punto
que debe ser aclarado. Un testigo de origen peninsular escribió desde Buenos
Aires una carta a un amigo el 26 de mayo de 1810, describiéndole el desarrollo de
los sucesos. Su explicación es como sigue:
“Día 21 de mañana se comenzaron algunos patricios a juntar en la Plaza,
sabedores y hablados de lo que iba a suceder; todos en corrillos muy alegres, y se
apareció uno de ellos repartiendo cintas blancas para divisa de la unión y el
infeliz retrato de Fernando VII para que les sirviese de apoyo a sus intenciones, y
ninguno les decía nada motivado en que ellos tenían la fuerza, y para dar este
golpe habían tenido muchas juntas secretas en una casa donde se juntaban y
trataban el plan para ello. A eso de las 9 de la mañana se juntó el cabildo que
como según se dice eran sabedores algunos de ellos de la revolución. 3 sujetos de
poco carácter de los que estaban en la Plaza (que a propósito los habían hablado,
según se dice), gritaron ¡salga el procurador! Salió a los balcones del cabildo el
procurador y le dijeron que les dijese categóricamente porque no entregaba el
mando el señor Virrey y respondió el procurador que el cabildo estaba hecho
cargo de poner remedio y que se retirasen a sus casas. Inmediatamente
determinó el cabildo convocar a los vecinos a junta para el otro día y esta noche
se comenzaron a repartir las esquelas y no ocurrió ninguna novedad en todo el
día”.
El diálogo producido entre la muchedumbre agolpada frente a las casas
consistoriales y el procurador, tiene amplia confirmación en el acta labrada por el
ayuntamiento el día 21 de mayo, con lo que queda probada la veracidad del
testigo en este punto. Corresponde analizar las otras afirmaciones, por ejemplo,
la de que fueron tres personas las que exigieron la presencia del procurador. Es
probable que esos tres iniciaran la declaración y luego se convirtió en un coro
general, obligando al funcionario capitular a presentarse a los balcones.
Así parece demostrarlo los términos de la respectiva acta municipal. Dice al
respecto:
“Habiendo salido el señor diputado (se refiere al regidor Domínguez que va al
cuartel de Patricios), se oyeron nuevas voces del pueblo, reducidas a que se
presentase en los balcones el caballero síndico; quien, después de haberse
repetido aquellas voces por varias ocasiones, se presentó en efecto”.
Notas
1) Manuel Giménez Fernández, “Las ideas populistas en la independencia de
Hispanoamérica”, en Anuario de estudios americanos. Sevilla, 1946, 3, pp. 517 y
ss.
2) Ibidem, p. 531 y ss.
3) Guillermo Furlong, S. I., Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la
Plata, Buenos Aires, 1952, p. 606.
4) Ver sobre este punto Américo Castro, Lo hispánico y el eramismo”, en Revista
de Filosofía Hispánica, Buenos Aires.
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