diomedes diaz: el espantapajaros que conquisto un

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DIOMEDES DIAZ:
EL ESPANTAPAJAROS QUE CONQUISTO UN ANAQUEL EN LA
HISTORIA DE COLOMBIA
Por: Enoïn Humanez Blanquicett
Diomedes Dionisio Días Maestre en un acto que parece ser la firma de autógrafos para
seguidores, en el momento de los inicios de su carrera. Imagen tomada de Google
Los individuos de alma dionisiaca y perdularia que habitan el Caribe colombiano y sus
alrededores, sin importar su género, su estrato social o nivel cultural, pasaron de duelo la
navidad de 2013. El domingo 22 de diciembre, a una hora indeterminada, murió Diomedes
Dionisio Díaz Maestre, sumo sacerdote de la bacanal, el goce mundano y la juerga. El señor
de ‘‘la eterna parranda’’, de acuerdo a los tropos con que se refirió a él Alberto Salcedo
Ramos.
Ese título lo ganó gracias a sus extraordinarias dotes de juglar y a los matices de una voz,
cuyos influjos tenían el poder de convertir al público en una congregación de “feligreses que
se [postraba sumisa] ante su Mesías”. El ascendiente que el desaparecido cantante tenía
sobre el público fue documentado detalladamente por Salcedo Ramos, a quien se ha
proclamado como el mejor cronista colombiano de los últimos tiempos.
Según el cronista, cuando Diomedes comenzaba a cantar la gente entraba en una suerte de
trance colectivo, que la llevaba a hacer cosas que no son entendibles desde la perspectiva
racional. Analizando el fenómeno Diomedes, Salcedo Ramos advierte que ‘‘en los conciertos
de los otros cantantes vallenatos el público quiere divertirse, básicamente. Los asistentes
cantan, tocan las palmas, brincan, bailotean. Pueden pasarse la noche entera sin mirar hacia
la tarima donde se encuentra el conjunto, porque para ellos lo que cuenta es su propia
alegría’’.
En los conciertos de Diomedes Días no pasaba así. A él, en cambio, el público necesitaba
‘‘admirarlo’’. Cuenta Salcedo Ramos y todos aquellos que fueron testigos de esos
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espectáculos, que en los bailes que animaba Diomedes, las parejas que asistían allí para
bailar, cuando él comenzaba a cantar abandonaban ese deseo, porque su canto, como si
‘‘fuera un conjuro’’, les arrebataba ‘‘el movimiento’’. Hechizados por su voz se dedicaban ‘‘a
observarlo nada más […] maravillados, sometidos’’. De ese modo lo que se iniciaba como
una fiesta, que buscaba el ‘‘puro disturbio de los sentidos’’, el ‘‘gozo en su estado más
primitivo’’ terminaba convirtiéndose en un ‘‘culto pagano’’, en el que los feligreses se
postraban ante su pontífice.
En esas ceremonias báquicas a menudo los fanáticos pasaban ‘‘de la adoración sosegada,
contemplativa, a las expresiones de idolatría más delirantes’’. En medio del paroxismo
colectivo, una que otra mujer se arrancaba el sostén y lo lanzaba con fuerza hacia la tarima;
otra se quitaba el calzón y lo hacía girar, ‘‘desafiante, en su dedo índice levantado como el
asta de una bandera’’; alguien levantaba un cartel con la frase: "eres lo máximo,
DIOSmedes".
La idolatría a Diomedes Días por parte de su fanaticada se manifestaba en actos como el que
registra esta foto: un hombre que se hizo tatuar en la espalda la efigie de Diomedes Días.
Imagen tomada de Google
De la aceptación social que alcanzó su música –y del rechazo que algunos sectores de la
sociedad colombiana (particularmente bogotanos) manifestaron frente a las tropelías de ese
sujeto, que llevó una vida indiscutiblemente disoluta– dejó constancia para la posteridad un
editorial del centenario y cachaco diario El Espectador, que nunca le dedicó en vida un
editorial. En la nota póstuma del diario capitalino, donde raras veces se exalta con la opinión
oficial de sus editores las gestas de los provincianos, se dijo que el inmensamente celebrado
y nunca bien ponderado Cacique de la Junta fue «un cantante superdotado, probablemente
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único en su clase (por la potencia, por el timbre prodigioso de su voz), que volcó el legado
del vallenato a toda la sociedad colombiana». Resalta el editorial que hoy nadie puede
negar, sin importar la clase social o el estrato, que la música de Diomedes Díaz suena en
“casas y en carreteras”, en “todas las fiestas de todos los meses del año”.
Sobre la popularidad de la música de Diomedes el cronista sincelejano Alfonso Hamburger
afirmó que ‘‘en Colombia, en tiempos normales, cada 30 segundos suena una canción suya’’,
lo cual explica porque Diomedes Díaz, como lo resaltó Liliana Martínez Polo, ‘‘se convirtió
en el mayor vendedor de discos en la historia de Colombia’’. Sobre la cifra de discos
vendidos por Diomedes, entre los analistas del mercado musical hay quienes dicen que a lo
largo de su carrera vendió 40 millones de copias. El bloguero Nelson Armesto Echavez,
experto en mercadotecnia y conocedor consumado de la obra del artista, sostiene que desde
el punto de vista comercial ‘‘Diomedes Díaz en Colombia no tiene punto de comparación’’,
pues ‘‘hasta en sus malos momentos, sin publicidad y sin respaldo de los medios’’, Diomedes
fue uno de los artistas más solicitados y vendedores del país. En conclusión y haciendo
nuestras las palabras de la bloguera Nani Mosquera, Diomedes ‘‘vendió más discos que
muchos artistas no tan corronchos”, que han salido más que él en la televisión y la prensa
de farándula, sin tener la mitad del genio que él tuvo.
Sobre la aceptación de su música a lo largo y ancho del territorio nacional, ‘‘si miramos en la
cabeza de todos los colombianos –asegura Mosquera–, encontraremos la letra de una de sus
canciones en algún rincón’’. Respecto al mismo tema el investigador Cesar Rodríguez
Garavito sostiene que ‘‘en un país fragmentado por regiones, sus canciones se convirtieron
en la música de fondo que daba la impresión de algo coherente detrás de los fragmentos.
Uno se montaba en un taxi bogotano oyendo una de sus tonadas, hacía trasbordo a un bus
intermunicipal que tocaba todo su repertorio y era recibido por su voz en la terminal de
Santa Marta, Villavicencio o Cali. Sus letras poéticas les hablaban, sus melodías ponían a
bailar a colombianos de todo tipo’’.
El éxito musical de Diomedes Díaz fue tan monumental que, según un productor de Sony
Music Colombia, él era ‘‘el único artista vallenato que podría pasar diez horas seguidas
cantando solo éxitos, sin repetir ni una canción’’. Fue tan sólido su éxito comercial, que
expertos en mercadeo musical han considerado que, en Colombia, Diomedes es uno de los
pocos artistas a los que la piratería no ha podido doblegar. Él mismo dejó por sentado que la
copia –sin permiso- de su obra no le quitaba el sueño. En entrevista con Daniel Vivas
Barandica, publicada en la revista Boca, sobre el tema dijo: la piratería ‘‘a mí no me ha
afectado mucho, yo he seguido vendiendo y parece que a todos, incluyendo a Sony Music,
nos ha ido bien. […] La piratería vende más barato, llega a lo más recóndito y nos hace
propaganda para llenar escenarios. Es un arma de doble filo’’.
El hecho de sentirse idolatrado sin contraprestaciones por un público que estaba ‘‘dispuesto
(así lo advierte Salcedo Ramos) a perdonarle cualquier barbaridad con tal de que [siguiera]
cantando’’, fue lo que lo llevó a componer el tema Para mi fanaticada, un himno que
enardece el corazón de sus verdaderos fieles. En esa canción, acompañado por los acordes
magistrales de Colacho Mendoza, en manifiesto gesto de humildad canta con vehemencia:
Toditas mis canciones siempre se refieren al amor
Pero esta vez me inspiro pa' cantarle a mi fanaticada
Porque un artista solo no puede conservar su valor
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Y hay que reconocer que ninguno nace con fama
Por eso yo con mi fanaticada
Siempre vivo contento cada día
Cantándoles bonitas melodías
De esas que yo compongo con el alma
Una muerte como en el paseo «Sueño Triste»
Diomedes cuando aún no era celebre y comenzaba su carrera.
Imagen tomada de Google
Mi primer contacto con la música de Diomedes Días sucedió en la escuela rural del caserío
de San Francisco, cabecera urbana de la vereda donde nací. Allí, a pocos pasos de la
escuela, había una Cantina. Su dueño había traído de Venezuela, a donde había ido a
trabajar en una matera, un tocadiscos que funcionaba con baterías y dos bocinas, que se
podían escuchar a varios kilómetros de distancia. Esa festiva posesión hacía de él la única
persona, en varias leguas a la redonda, capas de animar de manera moderna las parrandas
de los adultos perdularios de la comarca de mi infancia.
El artefacto había convertido al tipo en un empresario próspero y apreciado por los
tarambanas del villorrio. Para celebrar la vida o para ahogar las penas, los hombres de la
región: pocas veces las mujeres vale la pena aclararlo, llegaban a cualquier hora del día o de
la noche y solicitaban que se hiciera sonar en la radiola, por un peso la hora, su música
favorita. Entre los temas que los emparrandados hacían repetir hasta el cansancio estaba
el paseo Sueño triste, compuesto por Calixto Ochoa. La canción encierra un mensaje
agorero, que sólo Diomedes Días y Colacho Mendoza pudieron transmutar en aire alegre. A
veces estábamos tratando de aprender a sumar, cuando la voz de Diomedes nos llegaba con
todo su esplendor, pregonando desde la copa del mango del patio vecino, donde estaba
amarrada una de las bocinas:
En la revelación de un sueño yo presenciaba mi cadáver
Pero esto tenía un misterio porque yo amanecí grave
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El día que muera este negro quedará de luto el valle
Reconstruyendo los hechos que rodearon su deceso, la agencia Colprensa reportó que
después de haber oficiado como pontífice principal de una parranda celebrada en una
discoteca de Barranquilla, a donde fue a lanzar su última grabación, que solo cinco días
antes había salido al mercado, ‘‘El Cacique voló como el cóndor herido’’, cuando hacia una
siesta. Según dicho reporte, como presagiando la llegada de la hora final, en medio de su
última farra le dijo a uno de sus acompañantes: ‘‘compadre estoy cansado, me les voy a
morir en la tarima’’. Al día siguiente, al llegar a su casa en Valledupar volvió a vaticinar el
presagio fatídico. ‘‘No me dejes solo porque me voy a morir”, le dijo a su manager. Sin
embargo el hombre partió y el hecho aciago se produjo. El cantante murió en la soledad de
su alcoba.
La conmoción social generada por la noticia se manifestó de inmediato en las redes sociales
y en las ventanas de comentarios de los portales de los medios nacionales e internacionales.
De ello dejó constancia el corresponsal de BBC Mundo en Colombia, Arturo Wallace. En su
reportaje se dio cuenta de la manera como sus seguidores lamentaron su muerte, valiéndose
de todos los medios que encontraron a su alcance. El rastreo de ese dolor en el universo
electrónico confirma lo que de él decían los titulares de prensa: ‘‘Diomedes como artista fue
grande y para el folclor vallenato’’ él es una figura ‘‘irreemplazable’’.
En Sincelejo –afirma un testigo de excepción-, cuando se supo la noticia, las parrandas del
moribundo domingo se volvieron ambiguas, porque en el caribe colombiano, como lo canta
un verso sin dueño, cuando la gente está en la parranda no se acuerda de la muerte.
Siguiendo esa lógica, con el propósito de rendirle tributo y para que el duelo no dañara el
espíritu de la navidad, se armó una parranda colectiva, en la que entre la música, el licor y
los chistes ‘‘todos expresaban algo sobre el Cacique’’.
Caricatura de Diomedes Díaz, reproducida por las redes sociales.
Imagen tomada de Facebook
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En la maraña de comentarios de los medios virtuales, la congoja que inundó el corazón de
sus devotos se evidenció en frases como las de Constaza, que escribió en el espacio
destinado por la BBC a sus lectores: ‘‘hooo Dios que tristeza [por] esta gran perdida’’. Por su
parte Hugo Polanco Bohórquez sentenció para consolarse por la ‘‘irreparable pérdida’’ en la
ventana de comentarios de El Espectador: ‘‘se marchó Diomedes dejando muchas canciones
que en nuestro corazón perduraran. Se fue Diomedes Díaz, el mejor cantante y compositor,
dejando junto a sus hijos y sus canciones [un pueblo que] en silencio lo llorara’’.
Por su lado Hollando (también comentarista de El Espectador) sostiene que el Cacique de la
Junta fue ‘‘aquel hombre que le cantó a su tierra, a sus costumbres, a sus gentes, a su
familia, a sus amigos, a sus tristezas, a sus desengaños, a sus alegrías; aquel cuya música
ya es casi que obligatoria desde hace casi 40 años’’. Resignado frente a la fatalidad Alex
Ramírez, un feligrés devoto de la religión de la parranda, escribió debajo de una de sus
canciones en Youtube: ‘‘aquí no hay más que hacer sino beber, escuchar sus canciones, y
despedirlo con alegría’’.
En realidad los parajes virtuales, más que las propias notas de prensa, resultaron ser el
mejor lugar para recabar los testimonios sobre la saudade que embargó el espíritu de la
fanaticada, por la muerte de ese, a quien el cronista Salcedo Ramos llamó ‘‘el
espantapájaros más gracioso de nuestra historia’’. Fue allí donde los observadores
especializados en fenómenos sociales de masa debieron haberle tomado el verdadero pulso
al estado de postración emocional, en que se sumergió el alma de la cofradía parrandera,
que hizo de ese campesino sin abolengos su gurú, su guía espiritual.
En mi caso, mi primera zambullida en ese luto colectivo sucedió en el muro de Facebook de
William Fortich. De manera sucinta y emotiva, quien fuera mi profesor de filosofía de la
historia en la licenciatura de Ciencias Sociales registró compungido el hecho. ‘‘Colombia
entera llora a Diomedes Díaz’’, escribió sin rodeos el profesor.
Su palabras encontraron de inmediato eco en el sentimiento de Roger Pereira Espinosa, uno
de sus contactos, que reaccionó a su comentario en tono grandilocuente: ‘‘Diomedes de por
si era, es y será siempre un homenaje a la música, al folclor y al amor. Ya está muerto pero
será siempre eterno su legado y jamás dejará de ser ese gran músico, eximio cantor y
compositor. Perdemos a un gran artista. El mejor homenaje será seguir escuchándolo con
alegría’’. La reflexión fue complementada por Clito Self Mogollón, quien minutos más tarde
agregó: ‘‘Se fue el más grande entre los vallenatos’’.
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El caricaturista Guillermo Angulo hace eco de la grandeza de
Diomedes en el contexto de la música popular colombiana.
Imagen tomada de Google
Los contactos del profesor siguieron su dialogo dolorido, en el que intervención tras
intervención se iba dejando constancia que la obra musical de Diomedes Dionisio Díaz
Maestre, como lo sostuvo Oliden Pérez Mora ‘‘es un legado cultural, de filosofía popular y de
la expresión de los pueblos, en su diario vivir’’. Ese aspecto fue reforzado por Marly Luz
Nieves Díaz, quien afirmó que ‘‘sus canciones son historias de la vida real’’. Para orientar la
catarsis colectiva el profesor volvió sobre el tema anotando: ‘‘Las canciones de Diomedes son
una fuente para conocer el alma colombiana. Diomedes Díaz [fue] un monumento a la
cultura popular’’.
Sobre sus minutos finales, la BBC Mundo, que cita como fuente a su manager, José
Sequeda, informó que ‘‘el músico falleció poco después del mediodía’’, cuando dormía en su
casa de Valledupar. Como lo evocamos anteriormente, la manera como murió Diomedes es
sin duda un guiño a los versos de Sueño triste. Ésta es una de las canciones que lo
convirtieron en reverendo de la secta de tarambanas, que ya, rendida a sus pies, cantaba
cuando sus canciones no se escuchaban más allá de los lugares, a donde llegan las ondas
hercianas de las emisoras de la frecuencia AM del caribe Colombiano:
He tenido un sueño raro y triste donde la muerte me ha llamado
Yo recuerdo que le dije: “déjeme vivi' otros años”
Desafortunadamente en esta ocasión la muerte no aceptó ningún pacto con el cantor. Éste,
al contrario de aquella ocasión, no despertó llorando como en el sueño raro y triste que
narra el paseo. En secreto el misterio de la muerte se consumó. Su vuelo al más allá, en
medio de los festejos de fin de año, dejó en la orfandad a una “tribu de fanáticos”, que no
se cansó de lamentarlo y de gritarle ‘‘al mundo’’ durante su funeral ‘‘lo mucho que
extrañarán al artista’’. Abatido por la congoja varios de sus seguidores escribieron en las
colillas de comentarios de los periódicos virtuales y en las redes sociales: ‘‘¡Diomedes te
tiraste la navidad viejo man! Por tu muerte la fiesta de fin de año será un velorio’’.
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La muerte de Diomedes Días cambió el curso de las festividades navideñas
y su entierro paralizó la vida de Valledupar, ciudad donde residía.
Imagen tomada de Google
Sobre la coincidencia azarosa y funesta de su funeral con la fiesta de Nochebuena, Alfonso
Hamburger sostuvo que de todas las bromas de Diomedes, a quien le gustaba jugarle bromas
a la gente, ‘‘la última’’: morirse en navidad, fue la ‘‘más dolorosa”. Por ese chasco, durante las
festividades decembrinas el Valle y la música de acordeón estuvieron de luto. Su fanaticada
y su morena lo lloraron de manera desconsolada mientras era sepultado el 25 de diciembre.
En la radio y en las fiestas no sonaba del mismo modo Mensaje de Navidad, canción que en
los barrios populares, los caseríos y los villorrios del Caribe colombiano es más popular que
cualquier villancico centenario. Por causa de la partida inesperada del Cacique de la Junta
fueron pocos los que cantaron colmados de la alegría:
Unos dicen: “Que buena las navidades
Es la época más linda de los años”
Como Badiño, el personaje central de la novela de Jorge Amado Doña Flor y sus dos
maridos, Diomedes ha muerto en pleno festejo. Para despedirlo el país entero ha parado por
un instante la parranda. A su sepelio han concurrido por igual –con evidente rictus
compungido- los buenos y malos hijos de la patria. Sin saludarse, se han detenido en silencio
un minuto delante de su féretro para encomendarle su alma a Dios. Parafraseando un
párrafo de la novela de Amado podría decirse que durante el festejo, en el Cesar y la
Guajira, en señal de duelo, en los edificios públicos, en los clubes de la gente bien y en los
burdeles de buena y mala muerte, la bandera nacional se izó a media asta.
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El fusilamiento moral de Diomedes Díaz:
La vida privada del artista tema de debate público en los medios
Diomedes Díaz reseñado por las autoridades carcelarias colombianas.
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En Colombia culturalmente hablando han cohabitado históricamente dos países bien
definidos: el país Andino y el país Caribe. El país Andino es un mundo apegado a los valores
eurocéntricos y devoto de los principios judeocristianos y las tradiciones morales católicas.
De la mano de esos elementos las élites sociales e intelectuales han construido una
concepción apolínea del mundo, que se esfuerza por resaltar las virtudes y esconder los
defectos.
El país Caribe, al contrario, se rige por una visión filosófica de la vida gobernada por una
moral epicúrea, hedonista y dionisiaca, cuyos postulados podrían resumirse bien en ese
verso vallenato, que canta Ricardo Maestre y ameniza el acordeón de Julio Rojas: ‘‘yo
parrandeo y tomo ron y mujereo sin condición’’. Sin embargo, cuando el tema se analiza en
detalle, se puede constatar que los costeños no son más borrachos, ni más perezosos, ni
más machistas o mujeriegos que los interioranos. Pero a diferencia de ellos están dispuestos
a ventilar estos temas en público; y cuando lo hacen: para bien y para mal, se refieren a
ellos mismos de manera hiperbólica y absurda, resignificando, como lo sugiere Armando
Martínez Gutiérrez, ‘‘con ribetes de humor’’ aquello que, por su naturaleza, debería ser
solemne. En síntesis: el absurdo, la hipérbole y la banalización de lo trascendental son los
elementos básicos del imaginario de la gente del caribe colombiano, que según Gabriel
García Márquez, es gente mamadora de gallo, tiene mucho humor y viven en una continua
alegría.
Como la cosmovisión de los pueblos sale a relucir en la mitología, en el arte, en la literatura,
los dichos, los chistes y el cancionero popular, el vallenato se ha convertido en uno de los
vectores que más han explotado los habitantes de la costa norte colombiana, para
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transmitirle al mundo la visión que tienen de la sociedad, de la vida del amor y del disfrute.
Respecto a éste último aspecto, el vallenato parrandero ha sido la mejor vía que ha tomado
el temperamento báquica o dionisiaco del habitante de la región Caribe, sin ser este un ser
que dedica la vida entera a la bacanal, para manifestarse sin que nadie lo ponga en duda.
Ese temperamento báquico emerge de manera vigorosa en el merengue ‘‘Viernes cultural’’,
compuesto por Julio Rojas e interpretado por los Embajadores Vallenatos, que de manera
desvergonzada Canta:
Te dije que ya me iba y pues ya me voy
Así que deja la rabia y no friegues más
Es que no te has dado cuenta que el viernes es hoy
Y los viernes no los pelos
Con ansia yo los espero pa’salir a vagabundear
Hoy viernes salgo parrandear
Sábado yo vuelvo a beber
Domingo es pa’descansar
Y el lunes trabajo otra vez
Y no debes preocuparte cuando yo llegue de madruga
Yo si te quiero bastante así que déjame parrandear
La relación con Dios, que en el país Caribe es ambigua e informal, se resume en los versos
sacrílegos de la canción Alicia adorada de Juancho Polo Valencia, en la que se recita de
manera irreverente:
Como Dios en la tierra no tiene amigos
No tiene amigos y vive en el aire
Tanto le pido y le pido y siempre me manda mis males
En el fondo el individuo del Caribe colombiano, si nos atenemos al cancionero popular, no
está muy convencido de que exista un más allá: una vida eterna. Y –en todo caso– si ésta
existe no es mejor que la que llevamos aquí en la tierra. ¿Sino que es lo que dice este
merengue de Camilo Namen Rapalino, interpretado por los hermanos Zuleta (versión
vallenata) y por Johnny Ventura, en la versión de merengue dominicano?:
Me dicen que el 3 de noviembre
La radio una noticia dio
Y así lo gritaba la gente
Un parrandero bueno se murió
Y San Pedro conmigo fue indiferente
Y llegando a la puerta me rechazó
Parece usted muy mala gente
Déjeme consultar esto con Dios
Me quedé esperando la respuesta
Me sentía bastante preocupado
Y me dijo Dios aquí no lo acepta
Porque usted ha cometido mucho pecado
Me mandaron derecho pa’onde el diablo
Y tampoco me quiso abrir la puerta
Cuando iba saliendo me dijo un diablito
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El diablo que se vaya pa’la tierra
Que todavía usted está muy jovencito
Y que siga su vida parrandera […]
Después del sustazo que me llevé
Por todo lo que estuve pasando
En el San Juan de Dios desperté
Con gana de beber y seguir bailando
Pero yo no sé cómo van a hacer
Esa gente que el diablo está esperando
Que si no se corrigen van a ver
El vainazo que les va mandar ese diablo
Porque yo mi problema ya lo arreglé
Y le juro que de la tierra más nuca salgo
Esa percepción escéptica sobre la vida, la muerte y lo que viene después sale a relucir en
una entrevista concedida por el propio Diomedes Díaz a Ernesto McCausland, en la que
afirma que no quiere morirse porque no está seguro que los muertos pasen a un mundo
mejor. Según Diomedes, si fuera verdad que la gente tuviera una vida mejor en el más allá,
mucha gente estaría dispuesta a morirse en el momento mismo, pero como no se sabe que
hay después de la muerte, nadie quiere morirse de ninguna forma, ni siquiera de viejo.
El caricaturista Ronny recoge opiniones de Diomedes en entrevista con Ernesto McCausland,
sobre la muerte en una caricatura que hace eco de su fallecimiento.
Imagen tomada de Google
Es esa visión filosófica del mundo, la que explica porque las celebraciones de los actos
litúrgicos del santoral católico han sido –desde los tiempos coloniales – secundadas siempre
por parrandas monumentales, que se organizan bajo el leitmotiv de ‘‘esta noche
amanecemos/ amanecemos parrandeando’’. Nada raro –por eso- que una de las canciones
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emblemáticas en la discografía del desaparecido Diomedes Díaz haya sido un merengue,
compuesto por Calixto Ochoa, que canta de manera libertina
Si la vida fuera estable todo el tiempo
Yo no bebería ni malgastaría la plata
Pero me doy cuenta que la vida es un sueño
Y antes de morir es mejor aprovecharla
Por eso la plata que caiga en mis manos
La gasto en mujeres bebida y bailando
En otras palabras, para los hijos del Caribe colombiano, como reza un viejo son cubano, el
eslogan es: ‘‘hay que gozar la vida/ porque la vida es corta/ gózala como es debido/ no
hagas otra cosa’’. O como lo canta el Gran Combo de Puerto Rico:
Vamos a seguir bailando,
Vamos a seguir contentos
Y sigamos vacilando
Vamos a seguir en esto
Porque un día de éstos
Que tú veras que va llegar un demonio atómico
Atracatan, acanganas, y nos va limpiar
Y después de muerto no se puede gozar
Volviendo al tema de fondo: el debate que se desató con ocasión de la muerte de Diomedes
entre algunos sectores costeños y cachacos. A través de la historia, a partir de sus
respectivas visiones ontológicas, esos dos países: el país Caribe y el País Andino, han
mantenido un debate larvado, que se agita de tiempo en tiempo. En el cruce de opiniones se
ventilan los respectivos estilos de vida y concepción del mundo. Partiendo de su bagaje
socio-histórico, los dos pueblos han estructurado sus relaciones e intercambios en el plano
social y cultural. Sus interacciones, tomadas a la ligera –y vistas desde lo alto–, podrían
considerarse como conflictivas y antagónicas.
Sin embargo, cuando uno se adentra en la realidad colombiana a partir de la manera como
los sectores populares y las élites viven su vida y festejan los momentos placenteros de ésta,
se da cuenta que estos dos países, si bien son antagónicos también son complementarios.
Esto fue lo que llevó a los políticos Alfonso López Michelsen y Ernesto Samper Pizano a
Celebrar sus ancestros vallenatos. Es eso mismo lo que ha llevado a ciertos sectores de la
elite bogotana, después de la década de 1990, a peregrinar al festival vallenato y al Carnaval
de Barranquilla, y a dejarse tomar fotos en sus parrandas y festejos. Es el deseo de
impregnarse del desparpajo caribe lo que llevó a los herederos: los delfines, de varias de las
más importantes figuras del poder político y económico interioranas a casarse con mujeres
costeñas, luego del ascenso de ‘‘un boom de personalidades’’, que han tenido éxito en la
música, la moda y el deporte.
A través de esa relación conflictiva y de complementación, es como a lo largo de la historia
reciente las gentes de las dos regiones se han influido mutuamente y han participado en la
construcción de la identidad cultural colombiana. Al mismo tiempo, sin querer queriendo, se
han ido mesclando, mientras se mofan y ridiculizan mutuamente, como lo hicieron Tatiana
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Bernal, ‘‘Contra las costeñas’’, y Margarita García, ‘‘Contra las cachacas’’, en la revista
Soho.
La muerte de Diomedes Días volvió a agitar en los medios tradicionales y alternativos,
además de las redes sociales la confrontación entre esos dos países sobre sus hábitos y
mores respectivos. El debate que se desató por los excesos que caracterizaron la vida de
Diomedes, hace parte de un debate que remontó a la superficie en los albores del siglo XX y
se profundizó a partir de la década de 1930, marcando de manera contundente la dinámica
de la vida cultural colombiana. Desde entonces los dos países compiten entre sí por
imponerse el uno sobre el otro y por influenciar a los colombianos residentes en las regiones
periféricas y menos dinámicas del territorio nacional.
Sobre la incomunicación de esos dos mundos, que vivieron de espaldas el uno del otro hasta
la violenta década de 1950, los mejores testimonios los encontramos en la obra literaria y
periodística de Gabriel García Marqués. Este escritor, al lado de Lucho Bermúdez, Rafael
Escalona y Pambelé, de un lado, y de Daniel Samper Pizano y Alfonzo López Michelsen del
otro, se encuentran entre aquellos que provocaron –consiente o inconscientemente- el
acercamiento y la exploración mutua entre la gente de esos dos mundos. Retomando a
García Márquez podría decirse que hasta el comienzo de la década de 1960, muchas
regiones del Caribe Colombiano eran zonas “que tenían una vida propia” y “sus contactos
eran mucho más frecuentes con Venezuela”, con Curacao y Panamá, “que con el interior del
país”. En una ocasión el propio Gabo sostuvo que a raíz de la construcción de la
infraestructura carreteril y a las diferentes oleadas de violencia que lo han sacudido desde la
década de 1950, llevando gente de una región a otra por la fuerza, Colombia se abrió y “se
volvió esta cosa compleja que hoy es”.
Mal educada en temas de cultura nacional: la historia regional y local está aún por
reconstruir, la geografía nacional aguarda por ser descubierta, catalogada y documentada y
la lectura antropológica y sociológica de la sociedad está en su fase inicial, la gente comenzó
a reconocerse –y definirse– a través de los prejuicios que existían sobre el otro. Por eso
para el país Andino el país Caribe es un país de indios, negros, zambos y mulatos perezosos,
de modales inciviles, de vocación idolatra, de gusto ramplón, de instinto vicioso, de vida
perdularia y espíritu parrandero, de cultura machista, de talante botarate, de alma bullosa,
de ademanes descomedidos, de gusto ordinario, de costumbres indecorosas. De eso han
dejado constancia los opinadores andinocentristas en todos los periódicos del país, dan
testimonios los chascarrillos que se cuentan en las plazas de mercado sobre los costeños y
dejan constancia los comentarios de los lectores de periódicos electrónicos y las centenas de
mensajes, que sobre el asunto circulan en las redes sociales. El que quiera comprobarlo –en
página y media– puede leer el artículo de Tatiana Bernal ‘‘Contra las costeñas’’
A la sazón, uno de los chistes que más circula en el universo cibernético de los medios
andinos cuenta que una vez apareció entre los anuncios de prensa, uno que decía: ‘‘Costeño
trabajador y sin vicios busca pereirana virgen para fines serios’’. A continuación se cierra el
chiste diciendo: ‘‘¡Ni lo uno ni lo otro existe, pues de eso no hay!’’. Otro apunte, que sirve de
muestra para ilustrar el mismo asunto, lo recuperamos entre los comentarios de El
Espectador. Allí un lector apodado SCK sostiene que ‘‘los corronchos son tan apocados y
carentes de poder cognitivo que ni siquiera [sirven] para ser líderes de los bandidos’’. Eso
explica según él porque ‘‘los corronchos con su pereza y valores ambivalentes han dado [el
mayor] aporte en el atraso de esta república bananera’’.
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Por su parte el país Caribe se esmera en presentar al país Andino como un territorio habitado
por un pueblo de mestizos tristes, violentos y rezanderos; una comarca poblada por gente
solapada, que mientras peca, para empatar, reza. En otros términos: una sociedad
gobernada por un moralismo pacato, que lleva a la gente a esconder la mugre debajo de la
alfombra, aparentando que tiene la casa limpia, para así poder dar lecciones de moral a los
demás, mientras practica la inmoralidad. Según los críticos de los cachacos, éstos se van a
otras tierras a hacer aquello, que siempre han deseado hacer en su tierra y no son capaces
de hacer por el temor al qué dirán. Una buena síntesis de ese discurso se encuentra en la
página y media, que Margarita García escribió ‘‘Contra las cachacas’’.
En el plano político también hay diferencias que se advierten sin mucho esfuerzo. Mientras el
país Caribe se ha caracterizado por ser un pueblo de tradición liberal, el país Andino se
alinea más con las ideas conservadoras.
Diomedes y Doris Adriana Niño, una mujer que resultó muerta en una de sus parrandas.
Imagen tomada de Google
Con la muerte de Diomedes Díaz, un cantor popular extraordinario, que nunca escondió su
estilo de vida disipado, que muchas veces habló sin tapujo de sus vicios y defectos con los
periodistas, se alborotaron los adeptos –y detractores – de cada campo, porque para bien o
para mal, Diomedes condensó en él solo lo que enorgullece al país Caribe y lo que
escandaliza al país Andino. Por un lado fue, como lo resaltó un comentarista de periódicos
electrónicos, apodado EGD: ‘‘un hombre con una sensibilidad poética excepcional’’, que
‘‘interpretó como pocos, los sentimientos y la cotidianidad de todo un pueblo’’. Por el otro,
fue un ‘‘mujeriego, periquero, ostentoso, despilfarrador’’, que cuando se le preguntaba por
sus vicios decía en tono jocoso : ‘‘yo he probado de todo, he tenido fiestas que pa’qué te
cuento’’.
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Para aquellos que detestan al país caribe, como es el caso de un comentarista de El
Espectador apodado Darioiv, ‘‘este individuo como artista dejó un legado musical para las
personas que gustan de esa música de prostíbulos, de cantinas, de sirvientas, de
emboladores, de albañiles y de la chusma de costeños’’. En fin, como acota Ali Cates (otro
comentarista del mismo diario), Diomedes fue más bien un representante del ‘‘antiarte’’ o un
‘‘artista como sea para la corronchería y, en el interior, para los choferes de buseta’’. En
síntesis, y en palabras de Germanwide, Diomedes fue la expresión natural de ‘‘la incultura, la
ordinariez, el ídolo de la plebe y el lumpen’’.
De lado de los líderes de opinión reconocidos, que hicieron pública su aversión frente a lo
que encarnó Diomedes Díaz y condenaron su legado cultural, por haber vivido una vida
privada poco ejemplar, se contaron Salud Hernández Mora, Cecilia Orozco Tascón, María
Elvira Bonilla y Eduardo Escobar. Luego de la muerte de Diomedes, estos formadores de
opinión publica dedicaron toda su capacidad intelectual a resaltar al ‘‘Diomedes que hay que
olvidar’’, abrigando la esperanza de que el país olvide del todo a Diomedes, porque los tipos
como él reflejan, según Orozco Toscón, ‘‘a una nación sin cultura política y sin valores
ciudadanos, apenas con unas cuantas identidades regionales’’.
En fin, entre los formadores de opinión no faltan aquellos que piensan como Decartonpiedra
(comentarista de El Espectador), que odia a Diomedes porque fue uno de los artífices de la popularización del
vallenato en todo el país y con el vallenato ‘‘Colombia se vulgarizó’’. Eso es lo que, palabras más
palabras menos, traduce la columna de María Elvira Bonilla, cuando resalta que el despliegue
que le dieron los medios a la muerte de Diomedes Díaz induce al país a la ‘‘confusión’’ y la
‘‘desmemoria’’, porque de ese modo se olvida ‘‘el repugnante machismo que [Diomedes
Díaz] desplegaba con vulgaridad en la tarima y por fuera de ésta, rodeado de jovencitas que
envolvía con la seducción de sus canciones’’.
Del otro lado se encuentra un numero amplio de personas, que nos recuerdan que Diomedes
fue, como lo destaca Liliana Martínez Polo, en un reportaje póstumo publicado en El Tiempo,
‘‘alguien cuya infancia fue dura, pero se dio las mañas’’ suficientes para convertirse en ‘‘el
ídolo más grande que ha existido en el vallenato en toda su historia”. Esta proeza resulta
más asombrosa si se tiene en cuenta que Diomedes solo fue; en palabras de Ahero93, un
campesino con sensibilidad poética, pues aparte de los temas que abordó en sus canciones,
en el fondo él nunca fue ‘‘un tipo culto y profundo en opiniones’’.
La percepción de Cecilia Orozco Toscón sobre el muerto –y de contera sobre la
manifestación cultural que representaba Diomedes- concitó entre sus lectores el afloramiento
de la visión que el país Andino tiene del país Caribe. De todos aquellos que comentaron su
nota en El Espectador, quien mejor condensó el discurso que retrata a los habitantes del
caribe colombiano como personas de modales inciviles es un lector, que comenta bajo el
apodo de Fantomas. Según Fantomas, ‘‘la ramplonería’’ es ‘‘algo inherente a la idiosincrasia
propia de los pobladores de la región Atlántica’’. Por eso no se puede esperar ‘‘algo diferente
de los pobladores de esa parte del país’’ sino el culto a tipos como Diomedes Díaz y Rafael
Orozco, los dos cantantes más importantes del "vallejarto".
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Diomedes Díaz y Rafael Orozco, los dos cantantes más célebres del vallenato.
Imagen tomada de Google
En su columna en el influyente diario El Tiempo, Salud Hernández Mora, en el obituario que
dedica al difunto, más que resaltar ‘‘al artista, el genio, que lo fue’’; se centra en recordarnos
‘‘el pésimo ejemplo vital que daba’’. Según ella el legado cultural de Diomedes Días ‘‘debería
enterrarse con él’’, porque representa una ‘‘idiosincrasia que solo genera rencores, tragedias,
frustraciones y lágrimas’’.
La reacción frente a los tropos de Hernández, que es de origen español, provino del lado del
periodista samario Víctor Sánchez Rincones. Desde España, donde reside, Sánchez Rincones,
le reclama a Hernández Mora por los conceptos contenidos en su columna. Según él, si bien
es sabido que ‘‘Diomedes no fue un santo’’ pues ‘‘eso todo el mundo lo sabe’’, su vida
personal no debe ser usada como racero ‘‘moral’’, para ofender a la sociedad costeña.
Sánchez Rincones aprovechó la controversia con Salud Hernández para recordarle al público
que la vida privada de Diomedes no fue diferente a la de ‘‘Elvis Presley, John Lennon o el
propio Michael Jackson, genios de la música que no vinieron a este mundo para dar cátedras
de moral’’.
Una posición similar a la de Sánchez Rincones esboza Franchi1979, un comentarista de El
Espectador, que se detiene sobre la columna de Cecilia Orozco Tascón. Según este
comentarista, la despedida apoteósica que los seguidores de Diomedes le hicieron fue para
rendirle un homenaje póstumo al gran genio ‘‘de la música que fue’’, lo cual no quiere decir
que la gente haya olvidado que él había ‘‘cometido errores en su vida’’. Destaca el
comentarista que, ‘‘al igual que admira a grandes como Sinatra, Winehouse y Morrison, entre
otros que tuvieron una vida de excesos’’, la gente admira a Diomedes, porque como ellos él
también fue un grande de la música. En tal sentido, cuando la gente desfiló ante su ataúd y
asistió masivamente a su entierro, no lo hizo para celebrar sus pecados. Lo hizo porque
‘‘recuerda su talento’’, que es lo que al final quiere honrar.
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Caricatura de Safady en el diario El Pilón de Valledupar evoca algunas de las canciones
célebres de Diomedes, que según el caricaturista hicieron de él un inmortal.
Imagen tomada de Google
La bloguera Nani Mosquera tratando de poner las cosas en perspectiva llama la atención
sobre un punto: Diomedes fue un ‘‘ícono, ídolo, pero no modelo a seguir’’. Para ella, la vida
de este artista repite ‘‘una fórmula que se repite en muchas estrellas de la canción mundial’’.
Sobre los motivos de fondo de la controversia, Mosquera sostiene que éstos retratan, de
cuerpo entero, la idiosincrasia verdadera del colombiano, que está atravesada por la
intolerancia frente a la diferencia, el clasismo o arribismo social y el regionalismo.
Eso es lo que explica, según ella, porque en los medios capitalinos una tropa de
comentaristas –bastante activos- se dio –ordenadamente– a la tarea de descalificar al artista
vallenato, llamándolo ‘‘corroncho, por su forma de vestir y de actuar’’ y a denigrarlo por su
origen y por los lunares morales, que marcaron su vida privada. En efecto, queremos traer a
colación uno de esos comentarios, que representan el lado más pesado de la controversia: el
comentario de Jaimeur, en El Espectador. Según este lector de periódicos en línea "ni el
ñame es comida, ni el vallenato es música’’, y la mejor forma de hacer patria es ‘‘matar
costeños".
En general Nani Mosquera resalta que hay un alto grado de hipocresía detrás del discurso
moralista de aquellos que tratan de descalificar la música y el legado cultural de Diomedes,
resaltando su vida desordenada y el escándalo judicial en el que se vio involucrado por la
muerte de una de sus amantes, sin detenerse a reparar sobre la calidad de las
contribuciones que hizo este cantante en la construcción de la identidad cultural de
Colombia. Sobre el particular, la bloguera destaca que Diomedes hizo parte de una oleada de
personajes costeños, que llevaron a los bogotanos a adoptar como iconos representativos de
la colombianidad la música vallenata, el sombrero vueltiao y la mochila aruaca.
Dentro del fusilamiento moral –como lo llamó Charles8110- que se desató por el cubrimiento
mediático, los honores oficiales que se le tributaron a nivel local y el entierro multitudinario
del que fue objeto Diomedes, una de las voces más centradas fue la de Catalina RuizNavarro. En una columna, en la que separaba al hombre del artista, llamó la atención sobre
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un hecho: ‘‘una cosa es celebrar al músico y otra defender a un hombre, por demás
indefendible’’, porque no es comprensible ‘‘que les hagamos exigencias éticas a nuestros
ídolos’’ del espectáculo, porque ‘‘los artistas no tienen por qué ser líderes morales’’, ya que
‘‘el objetivo del arte y el entretenimiento no es educar éticamente’’.
En el fondo el debate ha resultado tirante porque –en general– en Colombia las figuras
públicas, que están llamadas a ser referentes éticos se han devaluado. Esa devaluación ha
llevado a la gente a buscar esos modelos en los individuos que no cumplen esa función,
olvidando que los artistas no vienen a este mundo para ser referentes en el campo de la
ética sino en el de la estética.
Sobre la manera positiva como se ha evaluado la obra de Diomedes Días luego de su
muerte, Sebastian Grijalba, lector de Noticias Montreal, sugiere –con cierta frustración- que
‘‘definitivamente no hay muerto malo’’. Para él, Diomedes fue un ‘‘maestro del vallenato pero
un asco de ser humano’’. Su juicio podría ser enteramente correcto, pero como lo sentencia
Yosoyunica, una comentarista de la columna de Catalina Ruiz-Navarro, ‘‘a Diomedes se
quiere como artista, no como persona’’, porque como artista, Diomedes Dionisio Díaz
Maestre nos brindó (de eso deja constancia Juan Mesa otro comentarista de la nota de la
misma autora) ‘‘felicidad y armonía’’.
El poeta Eduardo Escobar, una de las plumas más aquilatadas del país andino, afirma
‘‘nunca [haber entendido] que el país lo convirtiera en ídolo’’. Para él, ‘‘Diomedes nunca pasó
de ser más que un formidable aullador, en los escenarios, y por fuera de los escenarios un
canalla, indigno de servir de modelo a las generaciones del futuro’’. Sin embargo, haber
llegado a ser quien fue, a pesar de haber sido, como lo advierte Frank Molano Camargo, un
niño colombiano, que ‘‘tuvo una escolaridad de baja intensidad’’, que ‘‘escasamente aprendió
a leer y escribir’’ y de haber perdido un ojo en la infancia, es lo que hace a Diomedes
Dionisio Díaz Maestre uno de los diez personajes históricos más importantes del siglo XX en
Caribe Colombiano.
Entre sus logros se encuentra el de haber sido capaz de cultivar en el corazón de la gente
una alegría genuina, una esperanza romántica y la consolación frente a la adversidad, en
medio de la tragedia humanitaria en que se debatió Colombia durante la época en que él
hizo carrera. Es por eso que se llora y se lamenta su muerte, a pesar de que un número
considerable de personas, como Ampuloso, un comentarista de El Espectador, se lamenten
‘‘que no se haya muerto antes’’.
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Un espantapájaros entre los personaje de la historia nacional
Diomedes Díaz y Joe Arroyo, dos de la figures más importantes de la música popular en Colombia en el último
cuarto del siglo XX. Los dos no escondieron su adicción a las drogas y los dos desaparecieron en la cúspide de la
celebridad a pesar de las dificultades de todo tipo que vivieron en su niñez.
Imagen tomada de Vanguardia.com
La vida de Diomedes Díaz no deja persona indiferente. Quienes se detengan sobre la figura
del artista podrán constatar que éste ‘‘cantaba y componía con el alma, sentía lo que hacía,
era auténtico’’, como bien lo advirtió el abogado Abelardo de la Espriella. Quienes miren al
ser humano encontrarán a un hombre que vivió una vida ‘‘desmesurada y desordenada’’,
como lo resaltó Alberto Salcedo Ramos. Mirada desde la óptica del puritanismo su vida
privada puede ser catalogada de inmoral. Quienes la miren desde la perspectiva del éxito
social descubrirán en él un individuo con talentos superlativos, que habiendo salido de la
nada alcanzó el pináculo de la fama. La condición dual del personaje: esas dos caras que se
pueden apreciar al mismo tiempo desde cualquier perfil, hacen que su recorrido vital no sea
un tema fácil de abordada desde la perspectiva de la simple biografía.
Para poder mostrar todos los matices que se esconden detrás del hombre de manera justa,
aquellos que quieran ocuparse de su paso por el mundo de los mortales deben sentirse
tentados a abordar sus vivencias más desde el ámbito de la crónica literaria, la novela social
o el ensayo socio-filosófico. Escribir sobre Diomedes, desde la biografía, es correr el riesgo
de amputar su historia personal de los pasajes, que nos podrían ayudar a entender porque
fue quien fue a pesar de todo. Resaltar una sola cara de la moneda pude desembocar en su
demonización o en su idealización. Enfocarse en la vida controvertida y escandalosa del
artista sería un acto de simple populismo moralista, que llevaría a la reducción de su legado
artístico a la mínima expresión. Concentrarse en la genialidad artística que lo caracterizó y
pasar por alto sus tropelías, es una actitud permisiva y sobreprotectora, que le impediría a
las nuevas generaciones aprender de los errores de quienes las precedieron. En tal sentido,
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quién escriba sobre Diomedes debe tener clara una cosa: fue un hombre de su tiempo y un
producto de su medio. Por eso es uno de los iconos más excelsos de la sociedad en la que
nació, se reprodujo y murió.
Sobre lo anterior vale retomar los conceptos de Cesar Rodríguez Garavito, para quien
Diomedes es una metáfora que resume correctamente la cultura nacional. Según Rodríguez
Garavito, Diomedes sintetizó de manera correcta ‘‘la colombianidad’’, que consiste en un
‘‘mezcla de gozo y violencia, de celebración y maquinación’’, –y porque no decir– de
propensión al vicio y a la pacatería santurrona. Esa mezcla explosiva ha hecho de Colombia
‘‘al tiempo una de las sociedades más felices y una de las más violentas del mundo’’. En ese
orden de ideas Diomedes Díaz fue, paradójicamente, uno de los pocos colombianos de su
tiempo, que tuvo la capacidad de ‘‘soldar esa amalgama idiosincrática, esa perplejidad
sociológica’’, que es Colombia, en un solo concepto. La letra de sus canciones y su voz le
hablaban a los colombianos de todas las regiones y ‘‘sus melodías ponían a bailar a
colombianos de todo tipo’’. Eso lo convirtió en el tenor mayor del coro, que consolidó al
‘‘vallenato como la banda sonora nacional’’.
En lo que concierne a su lugar en la historia del vallenato, Diomedes fue y será por mucho
tiempo, al lado de Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Rafael Orozco y Alberto Sabaleta, una de las
seis figuras iconográficas de esa música. En ese grupo comparte con Rafael Orozco Maestre
el reinado de la popularidad en las preferencias del público. Cuando Diomedes llegó a la
escena musical vallenata a finales de la década de 1970, Oñate, Orozco y Zuleta ya habían
consolidado un nombre y un público a lo largo y ancho del mundo rural y semiurbano de la
costa atlántica, así como en las ciudades secundarias de esa región colombiana.
Jorge Oñate, Alberto Villa, Poncho Zuleta y Diomedes Días, cuatro de las figuras que
contribuyeron a expandir el vallenato por todo el territorio colombiano.
Imagen tomada de Google
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En materia de público, Rafael Orozco: “la voz más pura del vallenato” en opinión del
sociólogo y cronista Alfredo Molano Bravo, se convirtió a lo largo y ancho del país en el
preferido de la población femenina y de la clase media urbana educada, que comenzó a
declararse discretamente amante del vallenato. En cuanto a Diomedes, este se volvió el ídolo
de todos los parranderos y juerguistas, al igual que de aquellos místicos, que amaban su
entrega a la hora de cantar. La popularidad de Diomedes: así lo destaca Erminio Mestra
Osorio, creció gracias a que él fue de los pocos que comprendió la verdadera forma
como “debe cantarse el vallenato, cómo debe sentirse el vallenato”.
En cuestión de estilos, mientras Orosco se consagró como el cantante que le proporcionaba
a las canciones, que portaban mensajes amorosos una aureola de romanticismo, que le daba
credibilidad al idilio; Diomedes se consagró a su turno cantando canciones que le rendían
culto a la vida perdularia, que exaltaban la altivez masculina en los momentos de crisis
amorosas, que llevaban declaraciones de amor a través de discursos festivos, que siempre
compuso para su esposa, o relatos que exaltaban la vida de uno que otro personaje del
malevaje.
Ese es el caso de la canción “Lluvia de Verano. Según el cronista Fredy González Zubiría
esta canción fue compuesta por Armando Marín en honor de Lisímaco Antonio Peralta
Pinedo, un campesino guajiro, que “gracias a la marihuana había” hecho fortuna. En su
discografía, de todas las canciones de esa orientación, la más celebrada y reconocida es el
paseo el Gavilán Mayor, compuesto también por Armando Marín. La canción rinde homenaje
a Raúl Gómez Castrillón, un hombre cuya fama se labró en medio de los negocios ilícitos,
pues la mariguana lo sacó de la miseria, lo subió al trono y lo coronó como uno de los
caporales del malevaje en la frontera entre Colombia y Venezuela.
Proveniente de un campesinado, que había usado al vallenato, desde tiempos inmemoriales,
como instrumento de catarsis social, que le permitía rumear sus cuitas, burlarse del poder
estatal, insultarse y decirse sus cuatro verdades sin matarse, o reclamarle a Dios por la
manera desproporcionada como repartió la riqueza en el mundo, el mafioso guajiro y
vallenato encontró en la música de sus ancestros el medio ideal para contarle al mundo su
epopeya. En un país donde las incipientes casas disqueras estaban más interesadas en
encontrar la estrella, que hiciera brillar el rock y la balada nacional en el contexto
iberoamericano, o el cantante de salsa que se equiparara con las figuras de Puerto Rico y
Nueva York, el mafioso se convirtió en el mecenas de un género musical sin padrinos en la
industria fonográfica.
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El Gavilán Mayor, personaje reconocido en el mundo del malevaje en la frontera colombo-venezolana,
que se convirtió en gran mecenas de los nacientes conjuntos vallenatos en la década de 1970.
Imagen tomada Google
De ese modo, la bonanza de dinero que trajo el comercio de Mariguana benefició –directa e
indirectamente- a los conjuntos vallenatos que emergían. En un reportaje sobre la vida del
Gavilán Mayor, el Diario del Norte deja constancia de la manera como los negocios turbios
de la bonanza marimbera abrieron para los artistas vallenatos “una puerta muy grande”,
que los llevo a hacer indirectamente “causa común con el comercio de la droga”. En tal
sentido podría asegurarse que no es un secreto que –a través de sus parrandas –, los
varones del tráfico de mariguana financiaron el ascenso de muchas de las grandes glorias
del vallenato pues éstos, como en el caso de Gavilán Mayor, eran amigos personales “de
músicos y compositores”.
La locura generada por la bonaza marimbera en el campesinado guajiro financió, como lo
resalta González Zubiría, la composición de melodías, que exaltaban los nombres de
los nuevos ricos. Estas canciones fueron adoptadas como cantos triunfales “por toda una
generación de guajiros y costeños”, pues eran los himnos “del marimbero triunfante”,
representado en el “campesino que zafó a la pobreza o del urbano que había pasado de ser
un varado a “tener la tula”. Igualmente ese vallenato era también el canto de los muchachos
de los municipios y ciudades secundarias de la costa, que salían a terminar el bachillerato en
Barranquilla, Cartagena, Medellín o Bogotá o a estudiar en la universidad.
En síntesis, en la Costa Atlántica, el vallenato se convertía en la música de una clase media
que emergía en las ciudades terciarias a través del estudio o a través del empleo asalariado,
y de una clase rica marginal, que surgía a partir de un campesinado pobre, que encontró en
el tráfico de drogas la ruta del ascenso social. ¿Pero por qué se convertía el vallenato en la
música de los grupos sociales emergentes y porque Diomedes subía al cenit de la fama con
ellos?
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Al responder esa pregunta, si bien habría múltiples razones que se podrían evocar, en esta
ocasión nos vamos a detener en una. Al momento de la irrupción de Diomedes en el mundo
del disco, si tomamos como ciertas las consideraciones de García Márquez en su crónica
“Valledupar, la parranda del siglo”, “las familias encopetadas de la región consideraban que los
cantos vallenatos eran cosas de peones descalzos, y, si acaso, muy buenas para entretener
borrachos, pero no para entrar con la pata en el suelo en las casas decentes”. En las
ciudades con tradición industrial o portuaria: Medellín, Bogotá, Cartagena, Barranquilla
Bucaramanga, y en menor grado Buenaventura y Santa Marta, el esnobismo de los grupos
de clase media, urbanos, educados o no y obrera, los llevaba a despreciar los ritmos
terrígenos, como el vallenato o el mapalé y a rendirle culto a la balada, el bolero, la salsa y
el rock. De ello da bien cuenta la bloguera Marley Jaramillo, que sostiene –sin poner en
evidencia sus fuetes– que en Barranquilla, hasta antes de la construcción del Puente
Pumarejo, “prácticamente no se escuchaba vallenato’’.
Hasta el comienzo de la década de 1970, así lo sugiere el autor del blog misdeberes, el
barranquillero se consideraba habitante de una ‘‘ciudad salsera por excelencia’’, cuyos
habitantes tenían ‘‘más en común culturalmente [hablando] con un cubano, un
puertorriqueño, un panameño, que con un vallenato’’. Para este bloguero, en aquellos
tiempos no eran pocos los barranquilleros que consideraban que el vallenato ‘‘no pertenecía
a la música costeña típica de nuestra región caribe’’. Sobre el tema aún hay quienes siguen
expresando en foros de internet, como ‘‘La-salsa-y-solo-salsa’’, que Barranquilla perdió su
talante y tradición salsera porque ‘‘la mayoría de jóvenes Barranquilleros son hijos de
personas que se vinieron a nuestra ciudad de pueblos, corregimientos y veredas donde el
vallenato impera por doquier y donde la única emisora que llegaba con potencia y claridad
era Radio Libertad, con su cargamento de música saturada de acordeones y con locutores,
en su mayoría, con orígenes , dialectos y cultura vallenata o sabanera’’.
La situación en Cartagena era similar a la de Barranquilla. Allí, en general hasta antes de la
aparición de las cinco figuras iconográficas del canto vallenato, pero particularmente de
Rafael Orozco y Diomedes Días, el vallenato era visto; tal como lo anota Marco Fidel Vergara
Seña (p. 32): como una ‘‘música de campesinos elementales pastores analfabetos y gente de
mal vivir’’, un género sin clase ‘‘que animaba parrandas en el patio trasero de la casa de
putas o la fonda del Camino’’. Hasta antes del Festival Vallenato, esta música estaba
proscrita hasta en el Club Valledupar, donde la ‘‘alta sociedad lo miraba con desconfianza,
como cosa de negros y de pobres’’.
El grupo de cantantes de la generación de Diomedes, al lado de una nueva generación de
letristas, compuesta básicamente por muchachos que habían salido a estudiar a
universidades de Barranquilla, Bucaramanga y Bogotá, y de acordeoneros que tomaron el
puesto de la generación que dio origen al mito de Francisco el hombre, hizo del vallenato un
referente nacional. Como la subraya Tatiana Acebedo, esta nueva generación ‘‘conformó
grupos vallenatos, los uniformó con pintas de colores y los llevó de feria en feria, de caseta
en caseta hasta El Show de las Estrellas’’ de Jorge Varón.
Sin embargo, al contrario de los Hermanos Zuleta, herederos de la fama de un acordeonero
y letrista reconocido y de Rafael Orosco, un mestizo blanco con perfil gracioso, que se
convirtió, como lo destaca Javier Ortiz Cassiani, en el ídolo del público femenino,
Diomedes no tenía, a parte de sus deseos de cantar, su habilidad para componer y su voz,
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algo que atrajera la atención de la gente a primera vista. En adición, la malaventura lo llevó
a perder un ojo y un diente antes de llegar a la adolescencia.
La pobreza material –y su deseo de ser reconocido– lo llevaron a valerse de los dones que
el Cielo le deparó para ganarse la vida y ayudar a su familia, mientras la mayoría de los
muchachos de su edad iban a la escuela solo a estudiar. Como lo documentó Salcedo
Ramos, en esa brega, el canto y su habilidad para versear fueron su herramienta de
mercadeo, cuando a “sus once años, era uno de los niños vendedores de fritos que
merodeaban por el colegio del profesor Rafael Peñaloza” en Villanueva. De no ser por sus
deseos de gloria y por la confianza que depositó en él un número reducido de coterráneos –y
contemporáneos- suyos, Diomedes no hubiese llegado, como se dice coloquialmente –en
Colombia – a ningún Pereira.
Sostiene Félix Carrillo Hinojosa que al comienzo de su carrera el cantante fue descalificado
tajantemente por Rafael Mejía, un alto directivo de Codiscos, una de las compañías
disqueras más bien posicionadas de la época, con un juicio inapelable y demoledor: “más
canta un pollo al horno”, dijo al oírlo y despidió al emisario, que le llevó un casete con la vos
del aprendiz de artista.
Caratula del primer larga duración grabado por Diomedes Díaz en Compañía de Nafer Duran. En la foto el
aspecto campesino del joven cantante es visible y sus defectos físicos también. La grabación del disco fue
posible después de un fuerte lobby de algunos coterráneos que creían en él, pues el cantante había sido
descalificado por un caza talento con un argumento inapelable: “canta más un pollo al horno”.
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Sin embargo, el deseo de alcanzar la gloria y de entrar en la historia lo llevaron a no cejar en
su empeño por hacerse a un espacio –o de un espacio– en el universo vallenato. De la vida
marginal y pobre que llevó en la niñez abunda en algunas entrevistas: “Soy un campesino
neto”, en mi niñez “yo hice de todo” porque “en la casa éramos muchos y la comida no
alcanzaba para todos”. La ruta que lo condujo al estrellato esta relatada en varias de sus
canciones: “Mi muchacho” y “Mi vida musical”, entre otras. Su habilidad para usar su pasado,
de manera positiva, como recurso guía en la búsqueda de la meta que se propuso, hace de
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Diomedes Díaz un tipo con una conciencia histórica fuerte, clara y dialéctica. Como lo resalta
Jorge Vázquez, si de algo dejó constancia Diomedes Días fue de su voluntad por superar las
condiciones adversas en las que nació.
De esa conciencia histórica y del deseo de superar sus orígenes da fe en una frase, que
lanzó de manera inconsciente en una de sus últimas entrevistas: “la verdad, sé de dónde
vengo, no pienso mucho para dónde voy”. Esa idea de no saber hacia dónde va, a pesar de
tener claro lo que quiere ser, fue quizás la razón que lo llevó a vivir su vida de manera
“desordenada” sin pararle muchas “bolas a los cuentos callejeros”. Indiscutiblemente la vida
del cantante está bien resumida en la filosofía del número “Parranda ron y mujer”, de
Rumaldo Brito, en el que el espíritu de la canción toma posesión del espíritu del artista y éste
canta, sin ningún cargo de conciencia:
Yo gozo mi vida y otro que la sufra
Porque con lamentos no se gana nada
Soy como me hizo mi mama/ yo hago lo que a mí me gusta
Aunque la gente critique mi vida desordenada
La conmoción social que esperaba que causara en la sociedad su partida del mundo de los
vivos, elemento que sale a relucir en otra de sus frases: cuando muera “ojalá me dejaran
sacar la cabeza un ratico para ver el poco de gente que viene a mi entierro”, es otro guiño
que nos indica el deseo fuerte que tenía Diomedes de ocupar un anaquel en la historia de su
tiempo y de su nación. Ese deseo de convertirse en un personaje histórico, que ocupa un
sitial al lado de los personajes más importante de su época, adquiere una dimensión
ontológica en la canción “Muchas gracias”. Allí, mientras le hace una elegía a su fanaticada,
el compositor que habita el alma del cantante, identifica el grupo de personalidades al lado
de las que quiere situarse en el mosaico de la historia de la cultura nacional. Por eso dice sin
ningún rodeo:
Vivo orgulloso como todo colombiano
De ser cultor de las cosas más bonitas
Como Escalona, García Márquez y Obregón
Y como Botero el que pinta las gorditas
Ay! como el Pibe, Tino Asprilla y como Higuita
Y Lucho Herrera el campeón de los ciclistas
La llevo del alma prendida
A toda mi fanaticada
Y el día que se acabe mi vida
Les dejo mi canto y mi fama
Los versos de esa canción precisaron, con claridad meridiana, el sitial que quería ocupar el
cantante en el seno de la historia de su país cuando ya no estuviera entre los vivos y las
acciones por las que quería ser recordado. Revisando la obra musical de Diomedes Días
podría decirse, que a través de sus composiciones, aquel campesino que no alcanzó a
terminar el bachillerato se esmeró, como diría el novelista Milan Kundera, por trabajar
minuciosamente en la preparación de su inmortalidad. Ese deseo estuvo alimentado por la
eterna preocupación que le generaba el asunto de “la insoportable levedad del ser”. El tema
salió a relucir en una entrevista con Ernesto McCausland. En esa ocasión abrigó la esperanza
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de que cuando llegara a viejo la ciencia ya hubiese vencido la muerte, para convertirse en
“inmortal”.
En fin, la de Diomedes son varias historias al tiempo. Esas historias tuvieron como
protagonista a un individuo que comenzó su vida laboral en plena niñez, espantando pájaros
en cultivos ajenos, pastoreando chivos y cabras que no eran suyas, vendiendo fritos en las
puertas de los colegios y cantado canciones propias y ajenas, para conseguir el centavo que
permitiera completar cotidianamente el peso, que le permitiera a sus padres levantar
decentemente una prole numerosa. Como lo destaca Jorge Vasquez, la suya es “una
increíble historia de superación personal que él musicalizaba para que la comprendieran
mejor”.
En la Costa Atlántica, Diomedes Díaz entró –por méritos propios- en el grupo de los 10
personajes más importante de la historia regional durante el siglo XX. Allí tiene un lugar al
lado del escritor Gabriel García Márquez, el músico Lucho Bermúdez, el industrial Julio Mario
Santo Domingo, el pintor Alejandro Obregón, la coreógrafa Delia Zapata Olivella, el boxeador
Antonio Cervantes, la cantautora Estercita Forero, el guerrillero Jaime Bateman Callón y el
sociólogo Orlando Fals Borda.
El que tome la arista positiva de su historia tendrá un relato idílico, con un final feliz pero
forzado. El que tome la arista negativa se encontrará, de frente, con un individuo que se
complació de vivir su vida, fiel a la divisa de “parrandas/ron/drogas y mujeres”, porque –así
lo dijo él mismo– dentro de la “vida artística […] las drogas son algo normal”. El asunto
leído de manera cruda y sin matices puede resultar, a todas luces, chocante. Cuando se
anda a caballo sobre las dos caras de la moneda, al final; como le dijo su propio padre al
cronista Alberto Salcedo Ramos, un hecho sale a relucir: al principio Diomedes “era un buen
muchacho, pero la gente me lo daño”.
Caricatura de “Se lo digo con Plastilina” aparecida en El Espectador:
Ascensión de Diomedes Díaz al cielo. Imagen tomada de Google
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