Un jazmín muy frondoso Fue el jazmín el culpable de lo sucedido

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Un jazmín muy frondoso
Elena Mariani
Variaciones sobre “Casa tomada” de J.Cortázar
Fue el jazmín el culpable de lo sucedido, bueno, en verdad el jazmín no podía
ser responsable de nuestra propia desidia.
Primero murió padre, Arturo, un patriarca venido a menos, dueño de una
verborragia agotadora y de un alcoholismo peligroso. Dos años después y casi
cinematográficamente se despedía de este mundo Aguedita, la pobre madre,
niña eterna. No había podido soportar la orfandad de su marido, porque mi
madre no fue una viuda: fue una huérfana como nosotros y se abandonó a su
Alzheimer como una Margarita Gautier a la tisis. Llevábamos ocho años
conviviendo tres huérfanos a los que esa casona había visto nacer y crecer al
ritmo de su deterioro.
La casona de cuatrocientos metros cubiertos, salida a dos calles de la capital
de la provincia se rendía ante nosotros tres resignada a su gradual abandono.
La entrada principal sobre la calle 54 con su enorme puerta de hierro, un
zaguán de dos metros y su puerta cancel de roble con vidrios biselados,
banderola cerrada desde siempre, una cerradura endeble y goznes oxidados,
ofrecía su mejor fachada coronada de tres balcones torneados con sus
respectivas persianas verde inglés cubiertas de tierra milenaria, atravesadas
por unas pobres cadenitas de ferretería, que ilusionaban a mi madre con una
pretendida seguridad.
El living al que se accedía desde esta entrada tenía una pared de vitrales con
puerta hacia el pasillo que comunicaba con la parte trasera, y nada menos que
cuatro puertas, dos a cada lado y enfrentadas para acceder a las dos
habitaciones principales, y dos en la parte trasera del living que comunicaban a
dos patios con pisos calcáreos y canteros de piedra, en uno de ellos estaba el
jazmín, en el otro una puerta que comunicaba a un estrecho pasillo hacia la
calle que fue en otra época una entrada de servicio.
Nosotros nunca habíamos sido demasiado amigos como hermanos, pero en
esas dimensiones teníamos la posibilidad de vivir sin demasiados problemas.
En realidad, yo me llevaba muy bien con Polo y él se llevaba muy bien con
Coco, eso me había convertido en una especie de árbitro con algunos
privilegios. Arturo, un despreocupado heredero, arbitrario y violento padre,
había logrado en los últimos años de su vida, y por consejo del crápula del tío
Pepe, acumular una fortuna proveniente de ventas, rentas, joyas, obras de arte,
y algunos fondos mal habidos cuyos orígenes nunca quisimos desentrañar . En
los dos bancos de la avenida 13, a pocos metros de la entrada principal, tres
cajas de seguridad contenían la mayor cantidad de los valores atesorados, y a
ellos recurríamos Polo y yo, Coco no salía a la calle hacía ya tres años, cuando
necesitábamos abastecernos de productos necesarios y de otros bastante
inútiles, como los sellos de aguas para los libros, las puntas de oro para las
lapiceras o el papel de seda para envolver recuerdos.
Otra parte importante del patrimonio había quedado en manos de Monina, la
amante eterna de Padre, amiga de mamá, creo a estas alturas, compinche de
ella, que todavía vivía en su departamento del centro, asistida por personal de
servicio, ya que no tenía otra familia que la que ocasionalmente le brindaba
Arturo. En cierto modo la pobre nos alivió de su presencia durante tantos años
que le estábamos agradecidos. Arturo era un hombre indiferente cuando no
tomaba, pendenciero y violento al segundo whisky, mi madre, y principalmente
yo éramos “beneficiarias” de ese estado, las dos mujeres de la familia, y
eventualmente Coco y Polo si se interponían para evitar la golpiza. Claro, de
eso no se hablaba, pero Monina vino a traer algo de paz a nuestro hogar, no
así al suyo, recuerdo las visitas por la tarde a tomar el té y su rostro maquillado
al extremo para ocultar las trompadas del aristocrático Arturo.
La pobre madre, con quince años menos que el Padre, creyó siempre que eso
le pasaba porque se portaba mal, igual que Monina, y así su tristeza por la
muerte de padre la sumió en un estado irreversible.
Por respeto, temor o no sé qué superstición nacida en los secretos de los
cuartos principales, estos permanecieron cerrados, ahí se habían desarrollado
las escenas que queríamos olvidar. Y ocupamos la parte trasera, con la cocina,
el gran baño y las seis habitaciones posteriores. Cada uno hacía uso de un
dormitorio y un improvisado estar con libros, pinturas apiladas, escritorio, sillas
y sillones, cada uno de nosotros lo ornaba y acomodaba a sus gustos, por otra
parte bastante similares los tres.
Las discusiones sobre el mantenimiento de los pequeños jardines adyacentes
al pasillo que separaba la parte principal del resto que habitábamos, eran de
una virulencia desproporcionada, tanto que nos hacía recordar a las peleas de
padre borracho, y al tomar conciencia de ello inmediatamente terminábamos
con el tema. Así el jazmín, que ya era un árbol, sobresalía de la medianera
ocupando con el follaje y las centenares de flores el patio del conventillo al lado
de nuestra casa.
En nuestra infancia y adolescencia, Aguedita, siempre empleaba mucamas y
planchadoras de la vivienda colectiva, a pesar que estaba lleno de peronistas,
decía ella, y había que ser amables con esa gente porque uno nunca sabe de
lo que son capaces. Y finalmente tuvo razón.
Una mañana salimos al patio y encontramos que habían barrido y recogido las
flores, no dijimos nada, pero la intrusión era evidente, los del conventillo
saltaron la medianera y nos hicieron el trabajo. Y así casi contentos del trabajo
de una servidumbre voluntaria, creímos resuelto el problema de las disputas
por la limpieza y mantenimiento del jardín y su enorme Jazmín.
Varios días después, cuando tuvimos que salir en búsqueda de dinero, al
traspasar desde el pasillo al living, una música ajena a nuestros gustos sonaba
en la habitación de los padres. Espantados retrocedimos, nos atrincheramos en
la cocina. Decidimos reabrir, después de 20 años, la puerta del jardín de la
derecha que nos permitiera retirarnos sin ser advertidos, por ese pasillo
mugriento y en desuso: la entrada de servicio que nunca usamos sería nuestro
salvoconducto.
Juntamos una pocas cosas imprescindibles en la única maleta que
encontramos, mi trajecito de tweed y la estola de marta, los zapatos de tacón
medio, la cartera de antílope de madre, tres libros, las lapiceras de Polo, las
llaves de las cajas de seguridad y algunas chucherías más. Lo peor fue
convencer a Coco para que volviera salir, pero cuando le contamos que los del
conventillo habían usurpado la parte delantera de la casa no tuvo ningún reparo
en volver a sentir el aire de la calle al que había renunciado hacía tres años.
Así los tres, sigilosos, por la puerta de la cocina entramos al patio, más
abandonado y sucio que el del jazmín y emprendimos nuestra huida mientras
en el living un ruido de botellas y festejos nos despedía de nuestra antigua
vida.
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