Ignacio Allende, el primer insurgente Es usual en la historia

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Ignacio Allende, el primer insurgente
Es usual en la historia mexicana reconocer a Miguel Hidalgo y Costilla como el
principal ejecutor del movimiento bélico que se inició en 1810 y que como
consecuencia final confirió a México su independencia once años después. Mucha
sensatez cabe en esta aseveración. Sin embargo, también debe apreciarse, en
honor a la verdad, que el cura de Dolores no emprendió la lucha solo, pues
además del enorme y dispar contingente que se le unió en esa significativa
eventualidad, hubo de compartir el liderazgo con un grupo importante de criollos.
Entre ellos destacó como figura de primer orden quien fuera bautizado con el
nombre de Ignacio José de Jesús Pedro Regalado, conocido simplemente en los
anales patrios como Ignacio Allende, oriundo de San Miguel, entonces el Grande,
en el Bajío novohispano, donde nació el 21 de enero de 1769.
Miembro de una de las más distinguidas familias del lugar, figuró durante su
juventud como uno de los más arrojados y valientes hijos de la región,
evidenciando en cada una de sus acciones, ya fueran militares o civiles,
cualidades y agallas inusitadas, lo que le otorgó fama entre sus paisanos. Es por
eso que notables sanmiguelenses dedicaron sus esfuerzos narrativos para salvar
del olvido las mocedades del más ilustre personaje nacido en esa tierra, quien es
calificado en esos escritos, con sobrada lucidez, como “el primer soldado de la
nación”; “iniciador de la Independencia de México”, o “el héroe olvidado”, en un
arranque reivindicativo que congregó los afanes de sus biógrafos por varias
generaciones. De esos relatos se extraen brevemente algunos episodios que
rememoran sus afanes antes de la beligerancia por la que entregó la vida.
Muy poco se ha dicho sobre su juventud, e incluso se cuestionan los pormenores
relacionados con su educación elemental, aunque se asegura que fue de
decorosa calidad, pues los documentos que se conservan de su pluma están
elaborados con pulcritud y estilo claros, como corresponde a un hombre con
conocimientos y aptitudes. Es saber común incluirlo entre los alumnos del Colegio
de San Francisco de Sales, en la misma villa de San Miguel. Igualmente se
conoce que, a diferencia de sus hermanos, no pasó a la ciudad de México para
continuar su formación. Era evidente para el joven Allende que su destino no
estaba en la contemplación religiosa o en los libros: desde pequeño entendió que
al crecer sería un hombre de acción.
Las anécdotas son diversas. De ellas se desprende su predilección por el esfuerzo
físico y por demostrar a sus congéneres que el miedo no lo arredraba. Es muy
difundida la versión de que no externaba temor alguno ante el peligro y que
incluso solía poner en constante riesgo la vida, en muchas ocasiones sólo por
diversión. De esos lances resultó no pocas veces lesionado, con cicatrices que lo
marcaron físicamente, destacándose especialmente las huellas de una fractura de
nariz, ocasionada por haberse enfrentado a un toro en un festejo realizado a
campo abierto. No obstante esta referencia, repetida con asiduidad por los
interesados en su trayectoria, la mayor parte de los retratos manufacturados
posteriormente a su participación en la revolución independentista, no denotan ese
rastro en sus facciones; por el contrario, y con escasas excepciones, una
idealización iconográfica de su persona lo concibe como un protagonista
inmaculado, sin olvidar las largas patillas que solían estilarse entre sus
contemporáneos.
Como prueba del valor que lo identificaba, permaneció en la memoria de sus
vecinos la ocasión en que salvó la vida de un tendero que contaba con mala fama
entre la población, de la cual vivía en perenne distanciamiento. Bien conocido era
el anciano por su tacañería y avaricia, a pesar de que subsistía gracias a la venta
de aquilatados productos, que distribuía a elevados precios. Cierto día, mientras
reposaba en la trastienda, se percató de que enormes llamas envolvían su
establecimiento. De pronto se encontró atrapado con sus posesiones entre el
fuego, que crecía sin control y que le impedía acercarse a la puerta de salida a la
calle. Informado Allende del siniestro, se dirigió en auxilio del afectado sin importar
sus antecedentes y lo rescató después de atravesar las flamas, haciendo caso
omiso a las advertencias de los demás y sin siquiera pensar en su propia
seguridad.
Pero no todas eran situaciones extremas, en las que el peligro era la constante.
Se recuerda también que para poner un toque de color en las tertulias que
organizaba la alta sociedad sanmiguelense en sus haciendas, donde se daban cita
los miembros más prominentes de la población, para amenizar las reuniones y
restarles solemnidad y recato, el osado don Ignacio introducía, en los momentos
de algidez de los festejos, un becerro vivo. Las escenas eran de desparpajo y
confusión; el animal ocasionaba correrías entre los concurrentes, quienes se
divertían
de
una
forma
original
con
un
acto
totalmente
inusitado.
Más allá de estas vivencias, que forman parte de la leyenda forjada a su
alrededor, los testimonios sobre su carácter aumentan a partir del ingreso a la
milicia novohispana. Nombrado teniente por despacho provisional del regimiento
de dragones de la reina el 9 de octubre de 1795, debido a su entrega y vocación
ascendió a capitán en 1809. El borrador de la propuesta para ocupar este cargo,
por el cual competía contra su cercano amigo y paisano Juan Aldama, quien lo
acompañó en la aventura independentista, muestra la preferencia que se tenía de
su persona.
Y precisamente fue en el panorama de sus responsabilidades castrenses donde
comenzó a patentizar su descontento ante las desigualdades que pervivían en la
Nueva España. Entre otras circunstancias que convocaron al grito por la libertad,
se enfatiza que el grupo criollo permanecía relegado de los puestos de gobierno y
la desidia de algunos de sus compañeros de armas para remediar esta situación lo
exasperaba en demasía. Es relato conocido que en cierto momento de enero de
1809, cuando su destacamento se encontraba en las cercanías de Xalapa para
efectuar maniobras y simulacros ante el virrey Iturrigaray, ya no pudo Allende
reprimir sus ansias de cambio y dejó pintada en el muro donde pernoctaba la
siguiente frase, que refleja el hartazgo que quería transmitir a sus coterráneos:
“¡¡¡Independencia, cobardes criollos!!!” Este llamamiento, provocador en extremo,
ha sido calificado por sus apologistas como la semilla de la insurrección… y no les
falta razón.
Al paso del tiempo nadie imaginaba aquel amanecer del 16 de septiembre de 1810
lo que tales anhelos de transformación provocarían. En los talleres del Diario de
México, rotativo novohispano de cotidiana aparición, mientras los linotipos eran
acomodados para la edición de esa jornada, una coincidencia, menor a simple
vista, se gestaba involuntariamente. El santoral apuntó en la primera línea del
ejemplar que vio la luz esa mañana la devoción correspondiente al día anterior:
“Los Dolores de nuestra Señora”, y en un poblado que estaba dedicado a esa
representación de la virgen María, esa madrugada, México nació. Ignacio Allende,
primer insurgente del movimiento emancipador, fue parte primordial en ese
punzante parto, que todavía hoy alcanza una resonancia magnífica en la memoria
de todos los mexicanos.
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