Lester Young c a m i lo a n d r é s m a r t í n e z o s o r i o b o g o tá Quería medirme, por decirlo de alguna manera. Hace un tiempo que escribo y a muy pocas personas les había mostrado lo que hacía. Pero uno no puede confiar del todo en el juicio de sus allegados cuando se trata de estos asuntos. En cambio, la impersonalidad de un concurso sí se presta para probarse. Filosofía, Universidad de los Andes, Bogotá, D.C. 147 Lester Young c a m i lo a n d r é s m a r t í n e z o s o r i o A lejandra y yo amamos el jazz. Nos gusta detenernos en los mercados de pulgas y, de golpe, descubrir alguna joya de vinilo y pasar así algunas tardes. De algún modo los dos creemos que el jazz es una prueba y una representación de un estado humano más elevado, que es posible tal estado, que es posible la perfecta condición humana. Hace algunos días me enteré de un club de jazz que no conocíamos. La noticia era emocionante, pues en esta ciudad filistea y gris es difícil conseguir sitios así, mucho menos sitios que se dediquen exclusivamente al jazz, que no lo perviertan con otras incursiones en el espectro musical, que no lo mezclen y lo estiren en toda clase de fusiones y amalgamas inextricables. Alejandra y yo lo aceptamos: con el jazz, el jazz que nos gusta, somos todo lo puristas que no somos ni seremos jamás en otros campos. Le comenté lo del club y quedamos de vernos allí ese viernes en la noche. Visto desde afuera, el sitio era digno de un cuento: el toldo negro y las letras doradas de la pared de la entrada eran perfectamente discordantes con esas calles, tal vez demasiado vulgares (demasiado desencantadas), que lo orlaban. Al entrar, las expectativas que nos habíamos hecho gracias a la fachada se disiparon 148 c o l o m b i a c u e n ta rápidamente: el interior no era mucho más que un conjunto de mesas de una madera burda y una tarima a todas luces muy estrecha y muy cercana para favorecer cualquier sonido. En las paredes colgaban los retratos más conocidos de los más conocidos. Por esa abierta simpleza, Alejandra me dirigió una mirada que era ya una sentencia que me imponía el imperativo de una redención futura. De cualquier modo, nos sentamos y pedimos un par de cervezas. Después de unos minutos de escuchar una selección de música no del todo desatinada, hubo movimiento en la tarima. El que supusimos dueño del local se encaramó en el escenario hechizo. En una voz de feria o de circo anunció el espectáculo de la jornada: esa noche, damas y caballeros, tendríamos el placer de escuchar la música deleitosa de Lester Young. Pero no, no era lo que estábamos pensando, no se trataba de un homenaje, pues “en este sitio no hacemos homenajes”; se trataba de que el mismísimo Prez asistiría (se estaba preparando en su camerino). Él mismo nos tocaría su música, él mismo daría el espectáculo. Alejandra y yo intercambiamos una mirada que sugería algo así como una vergüenza ajena, acompañada de una desaprobación profunda y definitiva. Imaginamos que el dueño del local se habría conseguido a algún moreno saxofonista, probablemente caleño o de alguna región remota del Pacífico, y que lo iba a ataviar con el atuendo del jazzman, que lo iba a adornar con el sombrero que Prez solía llevar en ocasiones y con el cigarrillo. Lamentablemente tuvimos razón. Por fin apareció el hombre en el escenario, causando la risa de algunos de los presentes; otros no pudieron controlar los mismos gestos de reacción ante la vergüenza que ya nosotros experimentáramos. El moreno tomó su lugar en el centro de la escena y la banda comenzó con los primeros acordes de “I Can´t Get Started”. Desde el principio noté que había algo extraño en esa interpretación, pues c a m i l o a n d r é s m a rt í n e z o s o r i o 149 estoy seguro de conocer todas las versiones grabadas de la canción, y el moreno no seguía ninguna de ellas, lo cual significaba que la treta que entrañaba una sustitución de ese tipo no era del todo reprobable. Pero tal vez por razones de inclinación sensitiva me tomó unos segundos más el notar que lo que me sorprendía precisamente de esa interpretación era su inusitada fidelidad, pues definitivamente se ajustaba, era pura, exacta. En el aire se morían las notas de esa cadencia decadente que tanto amaran los que amaron a Lester Young, Alejandra y yo incluidos. Tal vez, sin creérmelo del todo, miré a Alejandra, y la ensoñación de sus ojos y la de los ojos de los demás presentes confirmaron mi juicio (mi extremo temor). El moreno se había levantado de la butaca, y su silueta, a contraluz de los reflectores, invitaba al cerebro a percibir allí al Young verdadero, al Young real y concreto. Entonces yo, entonces nosotros, no pudimos dejar de percibir en el moreno de la tarima algo así como una aparición imposible o una reencarnación insólita. Pues él, que al principio no había sido más que una versión criolla de la leyenda, un títere bien arreglado, poco a poco se iba transmutando y alterando en un proceso semejante al de la conflagración creadora, en un llegar a ser fulminante y a la vez atemorizante que sucedía a través de las notas. No pudimos dejar de reconocer esos labios gruesos y marrones que abrazaban la boquilla del saxo, la forma tan particular de tomarlo entre sus manos oscuras, como si fuese un pedazo de metal incandescente o una rosa etérea que no se quiere estropear con el tacto. Los ojos medio saltones, la posición de la espalda, todo nos sugería a Lester. Como siempre, la música nos transportó vilmente, nos extrapoló de nuestro siglo y de nuestra ciudad y nos llevó a otros sitios y otros tiempos. Bien podíamos estar en Nueva York o en Chicago, en plena década de los veinte o de los treinta, al piano podía ir Nat 150 c o l o m b i a c u e n ta “King” Cole, y Billie Holiday podía ser la mujer que esperaba sentada en la barra, envuelta en un vestido seda, esperando para subir a la tarima. Nada era seguro y todo era seguro mientras la canción agonizaba en sus últimos acordes. Detrás del saxo, el hombre nos vapuleaba y se reía de nuestros prejuicios espacio-temporales, pues todo era presente a través de esas notas que recordaban a la muerte, como bien apuntara Cortázar. También, desde un rincón, el dueño del local sonreía en el gesto de la labor cumplida. Tal vez Prez, al morir demasiado pronto, se fue sabiendo que los giros metafísicos de la existencia le guardarían una última presentación, aquella reincidencia dulce que a todos nos maravillaba en ese instante. Tal vez simplemente él ya vivía en su música a pesar del tiempo, y hasta de sí mismo: nos la había dejado en el mundo, acechando en cualquier armario, en cualquier mercado de pulgas, en cualquier esquina sórdida del trópico, como ésa en la que nos encontrábamos. Era inmortal. El show se terminó y todo fue de nuevo la tarima, el moreno con el sombrero demasiado pequeño para su cabeza. Al salir, Alejandra y yo caminamos hacia la esquina para tomar un taxi. La miré a la cara. Adiviné en sus ojos la marca del placer y la absoluta confusión. Al día siguiente no hablaríamos de eso, jamás hablaríamos de eso, pues en el fondo lo sabíamos imposible, incluso absurdo: el moreno siempre había sido el moreno. Sin embargo, mientras esperábamos en la esquina, en la noche fría, Alejandra y yo teníamos la plena consciencia de haber vivido ese tipo de fenómenos que algunos, por consideraciones diversas, terminan por llamar un “milagro”. c a m i l o a n d r é s m a rt í n e z o s o r i o 151