Discurso pronunciado por Arturo Fontaine durante la conferencia

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Discurso pronunciado por Arturo Fontaine durante la conferencia
impartida el 31 de julio de 2009 en la Cátedra Carlos Fuentes de la
Universidad Veracruzana (UV).
Es para mí un honor inmenso, y una inmensa alegría, participar hoy en la
inauguración de la Cátedra Carlos Fuentes de la Universidad Veracruzana.
Este honor lo acrecienta el hecho de hacerlo en compañía de dos grandes
escritores Ignacio Padilla y Santiago Gamboa, cuya presencia se hace sentir
cada vez con mayor fuerza en la literatura latinoamericana.
Saludo asimismo al gran Sergio Pitol. He leído sus inteligentes novelas
con fascinación y me alegra sentir que en particular los lectores jóvenes me
preguntan constantemente por él y buscan sus libros.
Felicito a las autoridades de la Universidad y en especial a su rector,
doctor Raúl Arias Lovillo, por esta iniciativa que nos reúne esta mañana: la
fundación de la Cátedra Carlos Fuentes constituye un acontecimiento de
significación mayor para toda la lengua. La vasta y estimulante obra de Carlos
Fuentes será un semillero de ideas y proyectos para miles de escritores e
intelectuales de ahora y del futuro.
Según Walter Benjamin, son dos los orígenes del cuento: por un lado la
tierra, la tradición local, el campesino sedentario, y por otro lado el marino
mercante, el viajero. Dice: “Ambos estilos de vida, en cierta medida, han
generado estirpes distintas de narradores”. Eso dice Walter Benjamin.
Fuentes, diría yo, ha bebido de ambas vertientes. Por eso ve con ojos
apasionados y penetrantes, con ojos propios y mirada ajena, porque de esa
mezcla de cercanía y distancia brota la novela.
Llegar desde Chile al estado de Veracruz es llegar cargado de imágenes
con resonancias históricas, aventuras, batallas, de las que hemos oído desde
la niñez con una mezcla de asombro e incredulidad, admiración y dolor,
temor y rechazo, resignación y esperanza.
La antigua cultura Olmeca, la cultura Tolteca y su risa que todavía
perdura en la piedra. Ayer estuvimos visitando el extraordinario Museo de
Antropología de Xalapa, un museo de primera entre los primeros del mundo
diría, y hemos quedado deslumbrados con las maravillas que ustedes
conservan ahí y por la arquitectura misma del museo.
Nos guió en nuestra visita Maliyel Beverido, de quien no tuve la
oportunidad de despedirme así que por eso le rindo un homenaje en
agradecimiento porque nos guió con mucho conocimiento y con mucho
acierto y tino, en este mundo misterioso.
En fin, uno llega desde el sur a estas tierras veracruzanas imaginando a
Hernán Cortés al momento de quemar las naves, esta imagen que nos
estremeció desde niños en la escuela, al emperador Maximiliano, su breve
vida y su violenta muerte.
En fin, aquí en Veracruz nació el novelista Carlos Fuentes y por
supuesto el gran Artemio Cruz. Más adelante haré unos alcances a la novela
de este héroe de origen veracruzano, nacido de la imaginación de Carlos
Fuentes. Agradezco esta invitación de la Universidad Veracruzana y esta
oportunidad de ver con mis ojos tierras que había visto desde niño sólo con
la imaginación.
Bien, la novela, diría yo, se construye a partir de la brecha que existe
entre el impulso subjetivo del protagonista de la historia, y el mundo tal
como es. Del choque dialéctico entre el deseo y la realidad, entre la visión
subjetiva y la fuerza de los hechos. De esa confrontación surge quizá una
nueva realidad, a veces, no siempre, una nueva esperanza.
Hegel creía que la mayoría de las novelas debían tener un desenlace en
el que, según dice, la prosa sucede a la poesía, lo real a lo irreal. Se me
ocurre que es el caso, no es cierto, del “Quijote”. Es también el caso de
“Madame Bovary” y sabemos que Flaubert leía el “Quijote”, del cual hablaba
Ignacio, según dice por ahí, todos los años.
Desde los Federico Robles, Ixca Cienfuegos y Rodrigo Pola, de “La
región más transparente”, y hasta los José Nadal, Max Monroy y Asunta
Jordán de “La voluntad y la fortuna”, Carlos Fuentes ha trabajado esa brecha
entre aspiración y realidad, y lo ha hecho con un talento, una inteligencia
creativa y un tesón extraordinarios.
Yo conocí a Carlos Fuentes hace más años de los que quiero
acordarme, y voy a contarles una pequeña anécdota. Yo era entonces un
joven estudiante en la Universidad de Columbia, Nueva York, Carlos estaba
creo que en Princeton en esa época pero dictó una serie de conferencias en
Columbia University, a las que yo asistí; debo decir que me abrieron un
mundo.
Carlos comentó en esa oportunidad, o fue comentando a lo largo del
semestre, recuerdo, "El Quijote", "Tristram Shandy", un libro del que yo
jamás había oído hablar y del cual tal vez me hubiera demorado mucho en
llegar a él sino hubiera sido por esas conferencias, "Rojo y Negro", "Un
corazón simple" que fue una novel que me fascinó y me sigue fascinando,
"Madame Bovary" de Flaubert, y finalmente el "Ulises" de Joyce. Imagínense lo
que fue eso.
Yo había sido educado en la Universidad de Chile en años anteriores, y
predominaba entre mis profesores una actitud punitiva ante el gozo de la
lectura. Robbe-Grillet y otros autores del Nouveau roman habían sido
inyectados en nosotros a sangre y fuego, y eran leídos de manera dogmática y
simplista. Resultaban entonces autores tremendamente castigadores,
inteligentes sin duda, pero un poco castradores, o al menos así lo sentíamos
los estudiantes que estábamos sometidos a este pequeño grupo de
profesores fanatizados que desde Chile creían saber exactamente qué
pensaba Robbe-Grillet, en fin, Nathalie Sarraute, etcétera, etcétera, etcétera.
Había entonces que resistir la idea del personaje, había que resistirse a
la idea de que la novela tuviera argumento, había una infinidad de cosas que
ya definitivamente no se podrían hacer más en literatura. Y eran justamente
esas cosas que no se podían hacer nunca más las que a mí me habían hecho
leer novelas y querer ser escritor.
Entonces, era un poco decepcionante darse cuenta que uno se había
enamorado de una mujer inexistente, no, que definitivamente había muerto
mucho antes y que era imposible resucitar; entonces, era una vida absurda,
dedicada a algo que manifiestamente ya no existía.
La literatura, entonces, era vista como un tren que evoluciona y donde
en distintos momentos hay una manera de hacer literatura, no es cierto, que
corresponde a la época y luego esa manera muere y no se puede rescatar
nada, porque el pasado es el pasado.
Era un tren y el tren iba en una dirección que a mí me resultaba muy
difícil, la verdad, de entender como yo había leído la literatura, y yo había
leído la literatura para arrancar del aburrimiento de tener que estudiar
matemáticas o física en la escuela. Y me encontraba con que ahora leer
literatura era tan aburrido como resolver álgebra, digamos ejercicios de
álgebra, y en el álgebra uno llegaba al final y la demostración era la
demostración y quedaba en paz, pero esto era una cosa de más.
Uno terminaba el ensayo y no tenía claro si sabía más que al comienzo
o menos, y cuando venía la nota y el profesor a uno lo felicitaba, uno no sabía
mucho por qué y cuando le decía que estaba mal tampoco sabía uno mucho
por qué.
Entonces, bueno, una de las pocas cosas que sí estaba permitido por
mis profesores de entonces era escribir como Phillipe Sollers, que escribía en
una revista de esos años que teníamos que devorarnos, que se llamaba "Tel
Quel". Por supuesto Phillipe Sollers fue el primero en quemar todo eso y
escribir cosas completamente diferentes después.
Pero en ese momento había que tratar de entender cómo escribía
Sollers, quien a su vez trataba de escribir como escribía Joyce, diría yo, en
Finnegans Wake, y nuestro francés y nuestro inglés era bueno pero no sé si
tanto como para lograr hacer todas las transposiciones luego al castellano.
Pero eso era más o menos lo que se esperaba de nosotros, entonces
para mí llegar ahí a sentarme a esa sala inmensa, donde debe haber habido
unos doscientos o trescientos estudiantes, y escuchar a Carlos Fuentes, fue
reencontrarse con la literatura vivida como una pasión libre.
Recuerdo que íbamos con David Anger, un escritor norteamericano de
origen latinoamericano que tenía un castellano perfecto, un gran traductor
que tradujo a Enrique Linn, por ejemplo, un poeta chileno de cierta
importancia. Iba Isaac Goldenberg, un peruano-judío autor de una gran
novela, que ya está un poco olvidada, que se llama "La fragmentada vida de
Jacobo Lerner" y que yo recomiendo porque es una gran novela que ha
quedado perdida, y algunas otras cosas más, y nos íbamos, no sé por qué
tomamos esta costumbre, a tomar desayuno a un café que se llamaba, se
llama el “Tom’s”, en Broadway, creo que con la 113, si mal no recuerdo.
Era un lugar sencillo frecuentado por estudiantes y trabajadores, lo cual
a nosotros en esos años nos parecía que era como la encarnación misma de
la vanguardia y del futuro esa confluencia, estudiantes y trabajadores unidos
tomando desayuno, no, era una cosa fantástica, muy prometedora.
Y qué comíamos, bueno, comíamos huevo revueltos y nos tomábamos
un café bastante malo, un café americano bastante malo, sentados en una
mesa de esas que los americanos llaman un bus, en esas, como encerraditos
así, en unos asientos de plástico rojo, imitación cuero.
Años después, fíjense ustedes que ese mismo café se volvió famoso en
el mundo entero porque es el café donde va a tomar desayuno Seinfield,
digamos, en la serie de televisión “Seinfield” ese café es donde ven, ustedes lo
recuerdan de color, es exactamente igual.
Y hoy día si ustedes van ahí, o por lo menos la última vez que
estuvimos ahí con Tamara había una cola de japoneses y gente así que se iba
a fotografiar frente a este café “Tom’s” que se hizo célebre, claro, no por
nosotros, como nosotros soñábamos en ese momento, sino por “Seinfield”.
Pero cuando íbamos ahí nosotros creíamos que a lo mejor se iba a hacer
famoso ese café y se iba a decir “aquí venían a tomar desayuno”, pero bueno.
La verdad es que comentábamos a esa hora temprana la clase anterior
de Carlos Fuentes, y empezábamos hablando de lo que nos había dicho
Carlos Fuentes pero claro, inevitablemente la conversación derivaba en
chismes, aventuras amorosas más o menos frustradas con alguna americana
que habíamos conocido, en fin, bromas, lecturas, ustedes se imaginan, no.
Y luego partíamos apurados, rápido, para llegar puntual a la clase y
conseguir buenos asientos, es decir, hacia adelante, porque los americanos
llegaban con sus popcorns y con todas sus cosas digamos y ocupaban la sala, y
no nos gustaba quedar atrás.
Una vez ahí, nos mantenía en vilo la energía, que ustedes conocen, la
inteligencia, y la cultura tremenda de Carlos Fuentes, aunque a veces, debo
confesarlo, nos distraía la belleza serena de Silvia.
Quisiera plantear aquí, hoy, algunas reflexiones sobre la novela. Parto
de la base de que las novelas que vendrán serán diferentes, inesperadas, que
no habrá, que no debe haber entre ellas una estética común y homogénea,
sino por el contrario, gran variedad y pluralidad. Soy de los que disfrutan
intensamente de la frase larga y serpenteante de un Marcel Proust y también
del staccato, del fraseo de Hemingway. No veo contradicción en poder
disfrutar ambos estilos por diferentes que sean.
Una novela puede ser espléndida y estar hecha de una manera
completamente distinta de la que voy a esbozar, eh, aquí. Por ejemplo, y
menciono algunas de inmediato, yo he disfrutado mucho “Argos el ciego” de
Bufalino, el escritor italiano, he gozado con el alemán, con las obras del
alemán Sebald, con John Banville en “The Sea”, “El mar”, por ejemplo, he
leído con pasión “El libro del desasosiego” de Fernando Pessoa, o las novelas
de Harold Brodsky, a quien admiro muchísimo.
Y en estos libros el arte de la novela no se practica teniendo en cuenta
el tipo de enfoque estético que me propongo esbozar ante ustedes. Son
excelentes novelas escritas desde otro punto de vista.
¿Me contradigo? Quizás. Dicho eso creo que un escritor de repente
puede tener sus propias preferencias y proyectos, y hacer sus propias
apuestas.
Quiero entonces compartir con ustedes algunas reflexiones que nacen
de algunas lecturas recientes sobre estética de la narración, que he hecho.
Todo esto un escritor puede cambiarlo de golpe, por cierto. Quiero sólo
confesarles aquí, con toda naturalidad y sin ánimo de dar recomendaciones y
establecer, por cierto, criterios estéticos de validez general ni esas cosas.
Quiero simplemente compartir algunos gustos e intuiciones personales,
las que están quizá de la novela que acabo de terminar y en lo que estoy
trabajando. Y quiero decirles que me atrevo a hablar aquí de estas intuiciones
que tengo en este momento, y que estoy dispuesto a abandonarlas mañana
mismo, es decir, no me caso tampoco con esto.
No quisiera, insisto, entonces dar la impresión de que quiero dar
consejos o establecer criterios estéticos rígidos, nada de eso. Quiero
compartir algunas ideas que me rondan a mí, y lo hago de manera tentativa y
revisable.
Ahora lo que voy a confesar se resume en una frase: hay que pensar de
nuevo, hay que repensar creativamente, con libertad, la poética de
Aristóteles. Sí, en esta época. Sí, Aristóteles una vez más. Y voy a comentar
esta idea entrelazando esto con algunos alcances a algunas novelas, sobre
todo la de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes.
A mi juicio, y esto daría para largo, los principios que Aristóteles
plantea en ese viejísimo libro están presentes, de una manera u otra, en
muchísimas de las novelas contemporáneas. Y tal vez la academia, tal vez la
crítica, no pone, y tal vez los escritores, no ponemos hincapié en este hecho
y sí en otros, y tal vez eso distorsiona un poco el comentario que se hace a
veces de estas obras.
Menciono algunas: “Pastoral americana” de Philip Roth, “Desgracia” de
Coetzee, “El enigma de la llegada” de VS Naipaul, “Las partículas
elementales” de Michel Houellebecq, “Expiación” de McEwan, “El intocable”
de John Banville, “Meridiano de sangre”, llevada al cine por Todd Field y “No
es país para viejos”, llevada al cine por los hermanos Cohen, ambas de
Cormac McCarthy.
Algunos cuentos de Kureishi como “Intimidad”, “El lector” de Bernard
Schlink, “Tokio Blues” y “After Dark”, de Murakami, entre otras.
Por otra parte, los guionistas actuales de Hollywood están repensando
la estética de Aristóteles explícitamente. Por ejemplo Michael Tierno, analista
de scripts para “Miramax”, ha dedicado un libro entero a la poética de
Aristóteles, destinado a demostrar su vigencia para los cineastas de hoy.
Creo que es bueno que la novela se escriba al servicio de una historia y
no al revés. En términos de Aristóteles, esto significa que la novela debe
narrar lo que él llama una acción o una secuencia de acciones, ahí está el
corazón de una novela. En oposición a qué digo esto; bueno, a mí me
enseñaron, como ya dije, que la novela era puro lenguaje, lo demás era un
cebo, una apariencia nada más, el argumento era una excusa para explorar un
cierto lenguaje y yo todo esto me lo creí. Ahora no lo veo así.
Creo que el lector quiere que le cuenten una buena historia y esto un
escritor debe tomárselo en serio. Queremos oír historias: las buscamos en el
cine, las buscamos en las series de televisión, en los cómics, a veces mudos,
en una sucesión de caricaturas, las buscamos en las noticias de prensa, en los
discursos de nuestros políticos. ¿Qué sería Obama sin las maravillosas
historias que cuenta y que tienen que ver con su vida? Las buscamos en
Facebook, en Twitter, en la vida cotidiana.
Buena parte de nuestras conversaciones ¿qué son? sino un intercambio
de historias, de anécdotas. Y ocurre que una buena historia puede contarse
en un lenguaje pobre o inerte e inadecuado que la empequeñece, pero eso
no significa que la historia misma sea necesariamente mala. Creo que muchos
best sellers de mala calidad literaria y de gran éxito comercial cuentan una
buena historia, ese es su fuerte.
Hamlet, como historia, existía mucho antes de la obra de Shakespeare;
fue escrita por Saxo Grammaticus aparentemente en el siglo doce, en latín,
luego fue traducida por Belleforest al francés, luego se hizo una primera
versión que los expertos llaman el “Ur-Hamlet”, que no se sabe bien quién la
escribió, pero que ya así se presentó en el teatro inglés aproximadamente en
1587, y luego vino la obra que conocemos.
Lo mismo sucede con la historia de Romeo y Julieta y The King Lear,
también. Shakespeare, en rigor, no inventó ninguna de sus tramas, excepto
The Tempest, me refiero a las tragedias; lo que hizo fue contar esas historias
de nuevo en un lenguaje que le dio vida, profundidad, inteligencia y emoción,
es decir, belleza.
Ese es el desafío, evitar el cliché, la historia plana o artificiosa,
superficial, o efectista o puramente ingeniosa, y darle vigencia en el lenguaje a
una historia de veras humana. Si nosotros los novelistas no satisfacemos esa
hambre de historias, lo harán otros.
Según la Poética, la tragedia no es una mimesis, una imitación de
hombres, sino de una acción y de la vida misma, y la vida consiste en la
acción. Y decir acción, dice Aristóteles, es decir decisión. La acción debe ser
completa, lo que se expresa según él en una trama que tiene unidad, que es
un todo redondo.
La unidad de la trama, afirma en la Poética, no consiste como algunos
suponen en tener al mismo hombre como tema. Una infinidad de cosas le
suceden a un hombre, muchas de ellas son imposibles de reducir a una
unidad.
De la misma manera hay muchas acciones que no es posible configurar
en una sola acción. Muchos suponen, dice, que porque Heracles era un solo
hombre, la historia de Heracles, en el sentido literario, debe ser una sola
historia. Se ve aquí que por imitación, que es como se ha traducido el
término mimesis, Aristóteles no entendía para nada una copia directa de la
realidad, sino una verdadera creación, la verdad biográfica no tiene que ver
en él con la calidad artística de una obra.
Otro error común, afirma, es confundir el relato histórico con el
relato de ficción o artístico, él lo llama relato poético. La narración que hace
un historiador abarca un periodo, dice, y se compone de una multitud de
acciones y acontecimientos que no tienen unidad y no configuran un todo
redondo. La imitación, la creación que hace un relato ficticio, entonces, es un
co-relato de lo real que hay que imaginar. Es un artefacto.
La unidad que se pide a la trama de una tragedia también se pide al
poema narrativo y por tanto, diría yo, a la novela, y ese es el salto que doy
porque él no habla de la novela sino de poemas narrativos y de obras de
teatro.
La Odisea podría ser, digo yo, algo así como la madre de todas las
novelas, la verdad no lo digo yo, lo dijo D. H. Lawrence hace algunos años.
Aristóteles dice respecto de esta obra que Homero no intentó contar
todo lo que le sucedió al héroe Ulises; por ejemplo, dice Ulises fue herido en el
Parnaso y fingió un ataque de locura en un momento en el que se llamaba a las
armas, pero Homero omitió esos episodios, sólo se centra en el viaje de
regreso a casa, a Ítaca, y la situación con Penélope y los pretendientes.
Tampoco, dice Aristóteles, Homero intentó contar toda la guerra de
Troya sino sólo una fase de esa larga guerra, la cólera de Aquiles que causó
infinitos males a los aqueos. Las tramas episódicas, afirma Aristóteles, son las
peores. Llamo una trama episódica, explica, cuando no hay ni probabilidad ni
necesidad en la secuencia de sus episodios.
Yo diría que hay muchas novelas actuales en las que, desgraciadamente,
eso es lo que ocurre, novelas en las que una multitud de incidentes y
episodios se desperdigan impulsados por una fantasía meramente caprichosa.
En cambio la trama de La muerte de Artemio Cruz está férreamente unida
por su agonía; es desde la agonía, que vuelve una y otra vez a reaparecer, que
se van articulando momentos escogidos y cruciales de su vida, es entonces la
historia recordada de un Artemio Cruz a punto de morir lo que nos
mantiene en vilo.
A su vez, estos episodios de la vida de Artemio Cruz tienen una trama
breve pero completa. Por ejemplo, en la sección que corresponde al 22 de
octubre de 1922, Artemio Cruz y un indio yaki, herido, son hechos
prisioneros por el coronel Zagal, que va al mando de una columna de
combatientes de Pancho Villa. Van en hilera, a caballo, y en ese momento el
indio yaki se las arregla para decirle a Artemio Cruz que lo abandone, que él
está herido, que él ya no tiene esperanza, y que huya, que pasarán frente al
tajo de una mina abandonada y que si logra entrar y escapar por esos
chiflones, no lo encontrarán jamás.
Artemio Cruz decide arriesgarse para conseguir su libertad, se tira del
caballo y se pierde entre los vericuetos oscuros y húmedos de la mina. Oye
unos tiros, luego gritos, luego la carcajada del coronel Zagal y un chiflido,
después nada. Cuando regresa a la entrada, la han tapiado con piedras
pesadas. Lo han dejado, entonces, encerrado ahí adentro. El lector sigue los
momentos que se suceden con terror.
Ahora, ¿por qué nos ocurre esto si sabemos, como lectores, que
Artemio Cruz sobrevivió, llegó a viejo y recién ahora, décadas después,
agoniza y recuerda?
Esa es la fuerza de la imaginación que nos hace revivir ese episodio
poniéndonos en el lugar del Cruz de entonces. Ahora, por cierto Artemio
Cruz logrará dar, como esperamos, con una galería estrecha y se arrastrará
hasta dar con algo de luz y aire.
Justo cuando el lector respira por fin, aliviado de poder salir con su
héroe de ese encierro angustiante, la situación gira en 180 grados; quienes
acampan ahí y guitarrean son los mismos soldados villistas al mando del
coronel Zagal que lo han llevado prisionero, el hombre vuelve a caer en sus
manos.
Este es sólo un episodio dentro de ese capítulo, pero diría que es un
episodio que contiene un cuento completo, es decir, es una trama que forma
parte de la trama mayor del capítulo y se estructura con los mismos
elementos: el héroe que lucha enfrentando obstáculos y en el proceso de
vencerlos o de sucumbir a ellos, se prueba, se rebela y se transforma. Es un
episodio que se lee sin respiro. Uno sucumbe al encanto de un relato en
estado puro.
Alfred Hitchcock, que algo sabía de construir tramas, decía que si en
un film de repente explota una bomba que estaba debajo de la mesa sin que
lo supieran los protagonistas del film, en realidad no ha sucedido nada de
interés para el espectador. En una buena trama en cambio, dice, los
espectadores están informados de que hay una bomba debajo de la mesa, que
está a punto de explotar y los personajes no lo saben. Esa situación, dice, sí
tiene potencial dramático, porque suscita una pregunta ¿qué va a pasar,
cuándo va a explotar la bomba y con qué consecuencias?
Nadie sigue una historia si le da lo mismo qué va a pasar. Una buena
trama se desenvuelve, entonces, como una respuesta a esa pregunta inicial,
ese es el comienzo y guía la sucesión de acciones posteriores.
Aristóteles sostiene que una trama es un todo si tiene principio, medio
y final. Es increíble lo mal que se ha planteado esto en muchos de los
comentaristas que hablan de este asunto, mal por lo menos desde el punto
de vista de lo que tenemos que hacer hoy, diría yo.
El punto es que, a mi juicio, el principio es el incidente que gatilla la
serie de acciones posteriores, y debe estar conectado con el final, de lo
contrario no es ése incidente el principio de esa trama particular. El principio
cambia el status quo del protagonista y lo lanza a una búsqueda, a un viaje. Por
ejemplo, en el caso de Aura diría que el principio tiene lugar cuando Felipe
conoce a Aura; esto ocurre en la página séptima.
Dice: “Abre los ojos poco a poco -ella, Aura, ustedes recordarán estocomo si temiera los fulgores de la recámara. Al fin podrás ver esos ojos de
mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma verde, vuelven a
inflamarse como una ola: tú los ves y te repites que no es cierto, que son
unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que
has conocido o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos
fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sólo tú puedes
adivinar y desear”.
En ese instante la vida de Felipe cambia y se pone en marcha una
búsqueda, una cadena de actos a través de los cuales Felipe intentará
conquistar el amor de Aura. Ese es el medio, en términos de Aristóteles, el
desarrollo que nos irá conduciendo al final.
En “El amante del teatro”, el primer cuento del libro “Inquieta
compañía” que publicó Fuentes en el año 2004, O’Shea, el protagonista, vive
en Londres dedicado a la edición de cine, “a la fluidez narrativa, y a la
perfección técnica de la película”, dice el cuento. Película es membrana, piel, y
con la piel, dice, “nos presentamos a la mirada del otro”. O’Shea es un
huraño que se lo pasa encerrado editando películas o yendo al teatro. La
escena, dice, “me proporciona la distancia viva que requiere mi espíritu (que
exigen mis ojos)”. En ese abismo que lo separa de los actores, uno adivina
desde ya, la tentación del vértigo.
Don Quijote, en ese episodio formidable del teatro de títeres del
Maese Pedro, sintió ese vértigo y no pudo contenerse: desenvainó la espada y
atacó al moro que se robaba a doña Melisendra.
Un espectador razonable y civilizado, por cierto no hace eso, sin
embargo de repente hay gente que todavía hoy se enfurece porque, por
ejemplo, la interpretación que hacen de Cristo como directores de cine un
Scorsese o incluso un Mel Gibson, que es católico, no gusta y ofenden de
veras, y hay manifestaciones públicas en contra de estas películas.
Y en algunos países, como ocurrió en el mío, incluso algunas de estas
películas llego a ser prohibida y hubo un abogado, conocido de la plaza, que
presentó un juicio para defender la honra de Jesucristo; como el juez exigió
que el ofendido manifestara su domicilio en la tierra, no en el cielo –cómo
voy a ofender a alguien que no tiene ni siquiera identidad y domicilio-, el
abogado se vio en un problema teológico muy complejo –cómo darle un
domicilio a Jesucristo-; optó por dar su propio domicilio. Es un abogado que
además es autor de una novela.
Dice el cuento “Todo cambió cuando apareció ella”. Este es el
incidente que gatilla la secuencia de acciones, aquí nacen las expectativas del
lector. Ella, la mujer, surge en el edificio de al frente, es decir, separada por
un abismo. Al principio fue sólo una luz detrás de las cortinas antes oscuras.
Ese departamento llevaba años vacío, ahora ella va y viene. Y, claro, no
lo ve a él –¿pero no lo verá?- Eso lo hace libre. Puede investigar sus horarios
y rutinas. Un día él la ve abrir las cortinas: “Me bastó bajar la mirada hacia sus
senos prácticamente visibles debido a lo pronunciado del escote, para
descubrir en ellos una ternura que no me atreví a calificar"; a mí me encanta
eso de “una ternura que no me atreví a calificar”.
El espectador, enamorado, quiere seguirla segundo a segundo. Estamos
en el medio de la historia, en pleno desarrollo. Él acomoda su vida a la de
ella. Pide licencia en el trabajo. Ella parece hacer gestos y habla o, quizás,
muge como una enloquecida. No se atreve él a tocar su timbre. Quiere
respetar el abismo que lo separa de la escena. Dice: "No quería romper la
ilusión de esa belleza intocable, muda, apartada de mi voz y de mi tacto".
O’Shea va al teatro, va a ver un "Hamlet" y ahí sorpresivamente está
ella, actuando como Ofelia. Sí, no cabe duda. Y ella lo mira y lo ve. Cuando la
dulce Ofelia se sumerge en la corriente del río y se abandona a la muerte, le
lanza una flor. Él está en primera fila. Ella ha cruzado el abismo que separa la
ficción de la vida. Los acontecimientos entonces se precipitan de manera
trágica y desconcertante. El cuento se bifurca en dos versiones distintas, se
abre como un campo de posibilidades.
Diría que aquí Fuentes invita al lector a escoger el final, a crearlo junto
con él. Ahora el final, dice Aristóteles, se sigue naturalmente de algo anterior
y nada se sigue de él. El final debe ser reconocido por el espectador, dice, de
inmediato, es un corte ficticio porque siempre de algo se seguirá algo.
El punto es que lo que se sigue ya no se conecta con el acontecimiento
inicial que gatilló la acción, es algo que ya no viene del principio. Y dentro de
ese final se produce la crisis, normalmente en ella el protagonista toma una
decisión crucial que definirá su vida, una decisión que ha venido preparándose
desde el principio.
Las fuerzas del mundo que se oponen a su deseo subjetivo, alcanzarán
ahí su mayor intensidad y el choque es definitivo. A resultas de este choque,
la vida del protagonista se transforma radicalmente. Un ejemplo perfecto de
esto es el capítulo quinto o sexto de Hamlet.
El guionista William Goldman, el de “Butch Cassidy and the Sundance
Kid” y el de “All the president’s men” y varios otros clips conocidos, dice por
ahí que hay que darle al público lo que quiere pero no de la manera que
quiere.
Aristóteles, que era bastante antiguo, en el siglo V antes de Cristo, no
andaba tan lejos, porque dijo: “el buen final debe ser inevitable e inesperado”.
Inevitable e inesperado. Es lo que ocurre justamente en “Aura”. Aura, como
espera el lector, finalmente se enamora de Felipe, hace el amor con Felipe,
pero al fin Aura tiene el pelo plateado, Aura se ha convertido en la vieja.
O recuerden el final de Gran Torino, el film reciente de Clint
Eastwood, esos 20 ó 15 minutos finales que dan vuelta por completo el
sentido del film. O si alguno de ustedes es aficionado a los viejos westerns,
recuerden el final de “La hora señalada” –High noon- de Fred Zinnemann, con
Gary Cooper y Grace Kelly. O el final de “Escenas de la vida conyugal” de
Bergman.
Aristóteles compara la unidad de la obra con la unidad, dice, de un
organismo vivo, cada órgano debe cumplir una función. Es un modelo
excesivamente exigente tal vez para una obra de arte, y si lo aplicáramos a la
letra, perderíamos obras maravillosas.
Dice, los diversos incidentes de una obra han de estar estrechamente
conectados, de tal manera –afirma- que la omisión de alguno, es decir de uno,
descoyuntará y deslocará el todo. Porque lo que no hace una diferencia
perceptible por su presencia o ausencia no es parte del todo.
Esto deja a muchos grandes novelistas fuera del juego, creo que es una
posición un poco extrema, desde luego yo quedo gran parte fuera de esto,
así que no me gusta nada de esto pero ahí está, vale la pena pensarlo.
Ahora, estaba viendo a raíz de esto algo de Henry James, que escribió
mucho de estos temas, y me doy cuenta de que era de la misma idea pese a
que hace un tipo de literatura que uno no pensaría que se somete a estas
reglas, pero él sostenía que sí, y criticó a Tolstoi, lo llamó “A loose bagin
monster”, “un monstruo bolsonudo y suelto”, justamente por no cumplir o
no someterse a esta regla y desperdigarse en temas que no tenían que ver
con el hecho central.
Flaubert, en cambio, en Madame Bovary sí cumple a cabalidad con este
principio. Cada nuevo episodio, cada nuevo amor de Madame Bovary, la va
empujando hacia su final de un modo inevitable.
Harold Pinter en The Trial, esa gran obra de teatro, con una enorme
habilidad invirtió el esquema; la historia avanza inexorablemente pero hacia el
pasado, el final está en la primera escena y retrocedemos a la causa primera
de ese estado de cosas. Es una obra magnífica.
Sin embargo, quiero decir de inmediato que cumplir con uno de estos
criterios estéticos, y el propio Aristóteles lo señala, no garantiza para nada la
superioridad de una obra que no los cumple.
Es decir, puede haber una obra que no los cumpla y que sea muy
superior a una obra que sí los cumple, este es el misterio de todo esto.
Yo mismo debo confesar, y a veces he recibido coscorrones y pifias en
ambientes literarios, porque he dicho que a mí me gusta más “Ana Karenina”
que “Madame Bovary”, yo sé que eso es muy incorrecto.
A pesar de que el rigor, y soy el primero en reconocerlo, esas largas
discusiones sobre la situación agraria de Rusia en esos años, están de más,
digamos, podría uno saltárselas, es un defecto indudable, y sin embargo, me
gusta más volver a leer esa obra que Madame Bovary. Yo creo que es el
misterio de la belleza, a veces un rostro menos perfecto nos atrae más que
uno más perfecto, a mí me conmueve más Ana que Madame Bovary.
Ahora, el protagonista es quien encabeza la sucesión de acciones que
configuran la trama, los personajes según la poética se revelan a través de la
acción, no al revés, es decir, se revelan no por lo que dice el autor sino por
cómo actúa, por las decisiones que de hecho toma.
Conocemos quién es alguien a través de sus decisiones, porque actuar
es decidir bajo presión, a menudo tomando riesgos. La manera en que
enfrenta los diversos dilemas ante los que se encuentra, nos va mostrando a
quién tenemos delante, quién es ese personaje realmente.
El personaje y la trama cuando están bien construidos –entonces- son
dos caras de la misma moneda, ahí se ven ellos, ahí se reconocen a sí mismos
los personajes, ahí descubren o van descubriendo quiénes son; y también
nosotros los vemos reflejados sobre ese espejo.
Pero eso no siempre ocurre.
Aristóteles crítica nada menos que a Eurípides, por ejemplo, afirmando que el
personaje Orestes en su obra “Ifigenia en Tauris”, no dice lo que pide la
historia, sino el poeta. Es decir, Eurípides ahí pasó gato por liebre, empezó a
meter sus ideas en la boca de Orestes y eso no se justifica desde el punto de
vista de la construcción de la historia.
Esto pasa muy a menudo. Henry James está en la misma línea, insiste en
que no hay que decir sino que hay que mostrar “show, don’t tell”, esa es
como una de sus máximas. Y en este esquema, que puede parecernos un
poco apretado, ¿qué ocurre con las ideas en la novela?
Bueno, hablar de ideas y novela es pensar en Dostoievski, sus
personajes están siempre movidos por la pasión de una idea –o muchas
veces, es el caso de Iván en los “Hermanos Karamázov”. Ahora, Dostoievski,
y esto tiene un paralelo por lo que decía Ignacio respecto de Cervantes,
quiere refutar el nihilismo ateo, el inmoralismo radical de su personaje Iván.
Una vez que lo ha creado, él está más espantado más que nadie de lo
que Iván piensa, siente, y de lo que Iván es, y él quiere ahora refutar a ese
personaje. Dice en una carta del 10 de mayo de 1879: “la blasfemia de mi
héroe será refutada triunfalmente en el próximo número, junio, en el que
estoy trabajando ahora”.
La novela se iba entregando mes a mes o cada dos meses y se iba
publicando por partes. Entonces él se propone refutar el personaje, que lo
tiene a él mismo asustado y a quienes lo han leído porque lo que plantea Iván
es descomunal, sin embargo el 20 de agosto, escrito ya el libro sexto que iba
a refutar definitivamente a Iván, en una nueva carta duda y se pregunta “¿Será
una respuesta suficiente?” y agrega “Bueno, no es una respuesta directa –dice
Dostoievski– punto por punto a las proposiciones expresadas anteriormente
en El gran inquisidor y anteriormente, sino una respuesta oblicua, algo
completamente opuesto a la visión del mundo expresada anteriormente por
Iván, pero no es una refutación punto por punto, sino una refutación hecha
en forma artística”.
A mí me intriga qué quiso decir con esto. Y yo sospecho, por la
estructura de la novela y por otros textos que están en sus cartas, que lo que
él quiere no es refutar a Iván con ideas y argumentos, sino con la historia y la
vida del padre Zósimo, pero una vez que construye esa historia, empieza a
quedar incómodo, no es claro que sea suficiente eso y entonces empieza a
decir que viene más. Y lo que viene a continuación es la historia de la mujer
que regala una cebolla, la posibilidad de perdonar que tiene Grushenka, luego
la transformación moral de Dmitri.
Pero lo interesante es que esta forma artística de pensar consiste en
no refutar con conceptos, sino con historias de vida. Esto es lo artístico de la
refutación, esto es lo que hace de Dostoievski no sólo un gran pensador, que
lo era, sino un novelista genial, que es que piensa en historias, no está en una
argumentación filosófica.
Entonces, se produce en la novela esa apertura, esa incertidumbre que
no supera nunca, no está claro para él que con sus historias logra refutar las
ideas que quiere refutar y logre implantar, por así decir, las ideas en las que él
cree. Porque es una novela abierta, en un estado de movimiento, de tensión
interior. Es decir, gracias a eso no hay nada didáctico en la novela misma,
aunque sí pudo haberlo –y yo me temo que lo hubo- en la persona del
escritor, que a ratos tenía algo de predicador.
Pero lo que pensaba la persona de Dostoievski desaparece ante el
genio de un escritor que tiene una verdadera intuición artística y construye
una novela plural, una novela en la cual se confrontan visiones opuestas y se
viven apasionadamente, y que es realmente una novela, no una tesis, a pesar
de que él hubiera querido escribir una tesis, pienso yo.
Entonces se produce ahí lo que con tanto acierto, a mi juicio –y digo
esto con cierto temor porque estando aquí un escritor de la talla de Sergio
Pitol y además conoce el ruso, no sé si estoy entrando en terreno prohibido–
pero lo que a mi juicio con tanto acierto ha llamado Bajtín: una novela
polifónica.
Ahora, esto de las ideas y la trama, y no me crean mucho, es
pertinente a raíz de lo que podría llamarse hoy la nueva novela política que se
está escribiendo en América Latina. A ver, estoy pensando por ejemplo en
“El desierto” de Carlos Franz, en “El fin de la locura” de Jorge Volpi, “La hora
azul” de Alonso Cueto, “Un lugar llamado oreja de perro” de Iván Thays, “El
nocturno de Chile” y “Estrella distante” de Roberto Bolaño, y también, quizá,
en ese cuento-ensayo o capítulo de una novela-ensayo que escribió Ricardo
Piglia, que se llama “Ernesto Guevara, rastros de lectura”, y que forma parte
de su último libro “El último lector”. Y por cierto hay otros más, como
“Abril Rojo”, por ejemplo, de Santiago Roncagliolo.
En estas novelas, y otras, aunque hay un contenido ético y político
bastante claro, por ejemplo una denuncia muy fuerte al tema del abuso del
poder, esto está siempre puesto en función de la historia, son novelas que
sortean, a mi juicio con mucha habilidad, el peligro que representa la
literatura didáctica, la literatura edificante.
Los malos, en estas novelas, no son solamente malos, no son malos a
tiempo completo, están impregnados de humanidad sin dejar de ser malos.
Son ficciones plurales, son ficciones abiertas, son novelas en las que las ideas
no usurpan el lugar de la acción, el escritor no se vuelve un ensayista
disfrazado, salvo en el caso de Piglia donde esto se asume explícitamente en
esa novela.
No son, entonces, novelas escritas al servicio de una teoría previa, más
bien dan cuenta de la imposibilidad de dar cuenta cabal de la conducta
humana desde la teoría, de ahí la necesidad de contar una historia, y luego
otra, y otra.
Quisiera ir cerrando esto con una reflexión sobre el protagonista,
también aparte, y volver a La muerte de Artemio Cruz.
El protagonista actúa, es decir, busca, desea, aspira, intenta, proyecta; ese es,
digamos, el protagonista clásico. Hegel sostiene que el personaje moderno
encarna, dice, la energía y la perseverancia de la voluntad y de la pasión, así
como la independencia del carácter.
Esto sería propio de la modernidad porque en la tragedia clásica, a su
juicio, los personajes encarnan principios morales de validez en principio
general, que entran en choque. Es lo que ocurre por ejemplo en Antigua,
donde chocan los principios de obediencia de las leyes del estado y de
obediencia a las leyes de la familia.
Entre paréntesis, en la última novela de Carlos Fuentes, en “La
voluntad y la fortuna”, hay un brevísimo párrafo en el que José Nadal sintetiza
esta tesis de Hegel con singular lucidez y brevedad. En la modernidad, según
Hegel, ya no se trata de ideas morales que han entrado en conflicto, Macbeth
no encarna un ideal moral, encarna una pasión arrebatadora -la ambición de
poder-, aunque sí tiene, claro, culpa. Yo diría que es esa conciencia culposa,
en conflicto con su pasión, lo que le da grandeza a Macbeth.
Dice Hegel que en las obras modernas tenemos a la vista personajes,
entonces, independientes, colocados únicamente enfrente de ellos mismos y
de sus propios designios, que espontáneamente han concebido, y cuya
ejecución persiguen con la consecución inquebrantable de la pasión.
Pienso en Sorel, por ejemplo, de “Rojo y negro”, o en Meursault,
protagonista de “El extranjero” de Camus, que aunque es un personaje
manifiestamente pasivo durante muchas páginas, al final actúa y mata, y sin
eso no hay trama ni novela. Justamente toda la cuestión radica en explicar esa
decisión del final.
Diría que Artemio Cruz encarna en plenitud lo que Hegel pide al
protagonista de una obra moderna y, sin embargo, a la vez, la novela está
construida, el diálogo con el barroco, que no sabía que tenía que ver con lo
imperfecto pero calza.
Comienzo por esto último, con la filiación barroca de la novela. Hay
desde luego alusiones explícitas a la cultura del barroco, para comenzar. Por
ejemplo se cita a Calderón, a Quevedo “¡Que mudos pasos traes o muerte
fría, pues con callado pie todo lo igualas!”.
Estando con Laura, una amante, Artemio pone un disco de Händel,
ambos se han conocido en un concierto en el que tocan una pieza de Händel,
“Concerti Grossi opus 6”, creo que es.
Artemio Cruz, en otro momento entra a una iglesia barroca, y el
narrador dice: “Avanzarás hacia la portada del primer barroco, castellano
todavía, pero rico ya en columnas de vides profusas y claves aquilinas: la
portada de la Conquista, severa y joven, con un pie en el mundo viejo
muerto y otro en el mundo nuevo, un frente de murallas austeras para
proteger el corazón sensual, alegre codicioso”.
Pronto “aparecen los santos de mirada asombrada, santos de un cielo
inventado por el indio a su imagen y semejanza”. Será un sacerdote, el padre
Páez, en una iglesia como esa, en Puebla –creo-, quien le dirá cómo
encontrar la casa donde vive Catalina, su futura mujer. Ahí conocerá Artemio
a don Gamaliel, hombre poderoso y rico vinculado al mundo previo a la
Revolución, un personaje gatopardesco –si hay alguno- , que entregará a su
hija Catalina a Artemio Cruz y su fortuna, para garantizar el futuro de su
estirpe. Así ve el padre Páez a Artemio Cruz –y vean cómo se ven aquí estos
rasgos activos del protagonista-: “el cura distinguió en los movimientos
ajenos a la marcialidad inconsciente del hombre acostumbrado al estado de
alerta, al mando y al ataque.
No era sólo la ligerísima deformación de las corvas del jinete: era
cierta fuerza nerviosa del puño formado en el contacto diario con la pistola y
las bridas: aun cuando, como ahora, ese hombre sólo caminara con el puño
cerrado, a Páez le bastaba para reconocer allí una fuerza inquietante”.
Luego está, en la cosa barroca, la asombrosa técnica literaria de esta
novela, que es la novela de un virtuoso del oficio.
Fuentes maneja con soltura increíble, con gran naturalidad, el estilo
libre indirecto, por ejemplo vean este pedacito: “Caminaban las dos tomadas
del brazo. Caminaban despacio con las cabezas bajas y se detenían frente a
cada aparador y decía qué bonito, qué caro, hay otra mejor más adelante,
mira ése, qué bonito, hasta que se cansaban y entraban a un café y buscaban
un buen lugar, alejado de la entrada por donde asomaban los billeteros de la
lotería y se levantaba el polvo seco y grueso, alejado también de los
mingitorios y pedían dos Canada Dry de naranja”.
Hay diálogos extraordinarios, como el del capítulo del 23 de
noviembre de 1927, que yo les sugiero que cuando lleguen a casa lo busquen
en su libro, que es una conversación fantástica entre dos personajes donde se
discute de pasarnos del lado del otro, es decir, la conversación explora la
posibilidad, la conveniencia de una traición. Pero lo que se dice fluye en un
plano y lo que se subentiende, en otro. Hay una corriente superficial, que es
lo que se dice, que sólo sirve en realidad para aludir a una corriente
subterránea que es la que verdaderamente interesa y es lo que
verdaderamente está ocurriendo. Tiene mucha gracia el diálogo cuando tiene
este doble plano, y ese es un caso ejemplar.
Ahora, la innovación formal de la novela, a pesar de que es obviamente
contemporánea y nueva, tiene una raíz barroca, el fraccionamiento del
tiempo, la intercalación de trozos del pasado, del presente y del futuro, crea
una estructura contrapuntística, la contraposición de la narración desde el yo,
el tú, y el él, también va creando una estructura de contrapunto, análoga a la
estructura musical de una composición de Händel. Es entonces una novela
polifónica en el sentido que usa el término Bajtín, pero que se inventa
recogiendo el espíritu formal del barroco.
Y por otra parte el mundo de la novela, de la vida de Artemio Cruz
está visto desde su muerte. Dice: “Sólo este hombre muere, ¿eh?, nadie más.
Es como un golpe de suerte que aplaza las otras muertes”. Esto frente a los
que están viéndolo morir.
Lo central que es la muerte para entender la vida debe mucho al
barroco, y de alguna manera Fuentes recoge –diría yo- esta visión y la
invierte, esa concentración en la carnalidad de la muerte de Artemio Cruz,
sus detalles vergonzantes, su íntima interpretación con la vida es barroca y
quevediana.
Versos de Quevedo que se me vienen a la memoria o se me vinieron
cuando releía esto: “Presentes sucesiones de difuntos. Soy un fue, un seré y
un es cansado. Menos me hospeda el cuerpo que me entierra. Azadas son la
hora y el momento que, a jornal de mi pena y mi cuidado, cavan en mi vivir
mi monumento”. Versos de Quevedo que de alguna manera están en la
atmósfera de Artemio Cruz agonizando.
Solo que en Fuentes esa visión se desacraliza y se transforma en una
celebración de la vida desde lo medular que es la temporalidad, la
inevitabilidad de la muerte y del tiempo. En Fuentes, en esta novela, la muerte
reconduce a la vida terrena y pasajera, no al revés.
También en Aura, el tema es la temporalidad –diría- como clave de lo
vivo, también ahí veo esa temática barroca que exalta la belleza del cuerpo,
su sensualidad, pero se anticipa también, y ve en él una fuente de ilusiones, un
cebo, una máscara tras la cual se esconden la vejez y la muerte.
Esto tiene repercusiones hacia atrás en la literatura. Miss Havisham, de
la novela “Great expectations”, “Grandes esperanzas” –o expectativas- de
Charles Dickens, uno de sus más grandes personajes, es una mujer que huyó
del mundo y se encerró a vivir clavada en el pasado. Es un intento
desesperado de negar la temporalidad.
Miss Havisham tiene algo en común con Miss Emily Grierson, la
protagonista de ese gran cuento de William Faulkner “A rose for Emily”,
“Una rosa para Emilia”. Emily envenenó a su antiguo amor, Homer Barron, y
dejó su cuerpo encerrado en una pieza de su casa. Esto se descubre recién a
la muerte de la señorita Emily, y lo más impresionante no es sólo que está el
cadáver ahí, todavía –han pasado como cuarenta años-, sino que hay un el
mechón de pelo blanco, de ella, en la almohada donde está reposando el
hombre que fue asesinado, lo que queda de él, su calavera, qué se yo. Con lo
cual todos sabemos qué indica eso ¿no?
Son frecuentes en Faulkner estos personajes que se quedan pegados a
un gesto, un acto, un recuerdo, un rencor, que parece desafiar el tiempo. Es
un intento imposible, y entonces trágico, de negar el tiempo.
Este tipo de mujer, fija en el pasado, aparece en La muerte de Artemio
Cruz, por ejemplo en la figura de la vieja Ludivinia, la madre de Artemio Cruz
encerrada por 35 años en un cuarto de su casa derruida desde la muerte de
su esposo, el coronel Menchaca, el padre de Artemio Cruz.
El padre fue ejecutado por los juaristas. Su actitud es lo opuesta a la de
Artemio, la de la madre; Artemio, como sabemos, escapa de Veracruz y se
inventa una vida a punta de energía, ambición y esfuerzo, su madre –en
cambio lo opuesto-, se queda encerrada en su pieza en esa casona que decae.
Catalina, la esposa de Artemio Cruz, por su parte, también vive atada a un
viejo rencor al que no puede renunciar.
No puede amar ni perdonar a Artemio Cruz, que la apartó de su
primer amor y se casó con ella presionando a su padre, dice: “Acepté como
él quiso, él me pidió que no aceptara dudas o razonamientos, mi padre estaba
comprado y debía permanecer aquí”.
Lo que en Artemio, entonces, es vida y vida de cara al tiempo, en estas
dos mujeres son lo opuesto: vida congelada, vida que se niega a sí misma al
querer negar el tiempo.
Pero vivir como Artemio Cruz, en medio del tiempo, supone tomar
decisiones, y correr riesgos, y aceptar la muerte. Al momento de su muerte
él sabe que se ha construido a pulso, movido por pura ambición.
Habla, habla a su esposa Catalina y a su hija, pero no es seguro que él
se esté dando a entender, no es seguro que ellas, efectivamente, logren oírlo
y escucharlo pero él sigue hablando y dice cosas como: “Imagínense un
mundo sin mi orgullo y mi decisión; imagínense un mundo en el que yo fuera
virtuoso, en el que yo fuera humilde. Todo o nada, todo al negro o todo al
rojo, con huevos ¿eh?, con huevos, jugándosela, rompiéndose la madre,
exponiéndose a ser fusilado por los de arriba o por los de abajo, eso es ser
hombre, como yo lo he sido”.
Y más adelante les dice a estas dos mujeres, esposa e hija: “Yo no tuve
que emborracharme para asustarlas, yo no tuve que golpearlas para
imponerme, yo no tuve que humillarme para rogarles su cariño, yo les di la
riqueza sin esperar recompensa, cariño, comprensión, y porque nada les exigí
ustedes no han podido abandonarme”.
Y más adelante todavía dice: “Mientras yo lo tuve todo, ¿me oyen?
todo, lo que se compra y todo lo que no se compra. Tuve a Regina, ¿me
oyen?, amé a Regina, se llamaba Regina y me amó, me amó sin dinero, me
siguió, me dio la vida”.
Él ha vivido su vida consagrado a la búsqueda del poder sin límites, dice
“el poder vale por sí mismo”, eso dice Artemio Cruz. Su figura va
adquiriendo, a medida de que avanza la novela, características simbólicas, la
estampa del arquetipo.
Y en esto hay un cierto paralelismo con “Blood Meridian”, “Meridiano
de sangre”, la novela de 19 85 de Cormac Mc Carthy, su personaje, Judge
Holden, pese a desenvolverse en el plano de la novela básicamente realista,
va adquiriendo un carácter marcadamente alegórico hacia el final, en su caso,
en el caso de ese personaje, viene a ser algo así como la encarnación del
espíritu de la violencia.
Ahora, yo no me atrevería a decir qué encarna exactamente Artemio
Cruz, no quisiera simplificarlo. Y con esto termino. Pero hay una frase que
escribió Terencio en su viejo latín y que dice más o menos así: “soy hombre y
nada humano me es ajeno”.
Creo que eso puede decirse de Artemio Cruz, creo que eso también
puede decirse de su creador, Carlos Fuentes. Muchas gracias.
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