AA-La noche unica que transformo la historia-3 nov

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La noche única que transformó la historia*
Telma Luzzani
El 9 de noviembre de 1989, el mundo estaba en los umbrales de una intensa
renovación de sus valores, de sus creencias, de su fe, de las formas de comunicación, de
su modelo político y de su economía.
Había caído el Muro de Berlín, el mayor símbolo de la confrontación Este- Oeste,
es decir, de la guerra a muerte que, durante 50 años, sostuvieron sin descanso las dos
mayores potencias del siglo XX –los Estados Unidos y la Unión Soviética–, en todos los
campos y en todo el planeta. ¿El objetivo? Pelear por la hegemonía mundial: uno liderando
el capitalismo; el otro
defendiendo los ideales de
una sociedad igualitaria
donde los medios de
producción fueran de
propiedad social y no
privada.
Berlín fue, durante
décadas, el escenario
privilegiado de esa
confrontación ideológica.
El derrumbe del Muro fue
entonces no sólo la señal
inequívoca de que el
socialismo
había
fracasado sino también de
que el mundo bipolar hasta
entonces
conocido
desaparecía para siempre.
El proceso –muy veloz y asombrosamente poco violento– duró apenas dos años, hasta el
26 de diciembre de 1991, día de la desaparición formal de la Unión Soviética.
Los cambios habían empezado varios años antes. El ex presidente norteamericano,
Ronald Reagan, conservador y belicista, había decidido poner fin al empate de fuerzas o
“equilibrio del terror”, una receta perversa que funcionó, durante la Guerra Fría, como una
fórmula de paz. Norteamericanos y soviéticos sabían que el poderío espacial y
armamentístico de ambos era de tal magnitud que el ataque de uno y la respuesta del otro
implicaban el aniquilamiento del planeta.
* http://www.clarin.com/diario/2009/11/01/um/m-02031598.htm
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Esta conciencia los llevó a una situación paradojal: ambos tenían un poder
extraordinario, pero no podían usarlo.
En 1983, Reagan buscó modificar la correlación de fuerzas con un megaprograma
militarista basado en tres acciones: plantar, en Europa, misiles que apuntaban a Moscú;
autorizar la intervención militar para derrocar gobiernos socialistas en el Tercer Mundo e
impulsar la construcción de un complejo sistema de escudos espaciales para repeler
misiles, llamado popularmente “Guerra de las Galaxias”. Este proyecto aunque delirante
marcó, en cierta forma, las limitaciones industriales y tecnológicas de los soviéticos.
Cuando Mijail Gorbachov llegó al poder, en 1985, puso en marcha un amplio
programa de reestructuración política y económica (“glasnost” y “perestroika”) para
democratizar el país y sacarlo del atraso y del estancamiento económico.
Atento a los pedidos de una sociedad que quería cambios, Gorbachov puso fin al
monopolio del poder del Partido; liberó disidentes y, en política exterior, abandonó la vieja
aspiración soviética de exportar la revolución al resto del mundo y de intervenir en los
países de Europa del Este.
Fue la influencia de estos cambios y los problemas internos del socialismo (y no la
astucia occidental) lo que determinó el derrumbe del Muro y de la URSS. Tanto los alemanes
como los soviéticos y todos los socialistas de la Europa Oriental sentían –para decirlo con
palabras de Gorbachov– “que el modelo estaba moral y políticamente agotado”. Querían
elegir su propio credo, poder viajar al exterior, tener un régimen multipartidista y libertad
de expresión.
En ese marco, la “perestroika” asomaba como una vía rápida hacia esos cambios.
Así lo vivían miles de jóvenes alemanes orientales cuando, el 7 de octubre de 1989
aclamaban “¡Gorbi, Gorbi!” al líder soviético que festejaba, en un palco, junto a su par
alemán, Erich Honecker, el 40 aniversario de la fundación de la RDA.
El mensaje de Gorbachov sobre la libertad de cada país de elegir su propio destino
había sido atentamente escuchado por Polonia y Hungría. Varsovia llamó a elecciones
libres con la participación del opositor Solidaridad y Budapest abrió las fronteras con Austria.
Este último hecho fue fundamental en la cadena de sucesos que culminó con la
caída del Muro. Aquel 1989 (alentados por George Bush padre, que había asumido en
enero y prometía ayuda a quienes “eligieran la democracia”), cientos de alemanes orientales
pedían asilo diariamente en la embajada de la República Federal de Alemania en Budapest
para luego pasar desde allí a Occidente.
El éxodo masivo era un escándalo y sólo terminó, o mejor dicho cambió de dirección,
cuando, el 9 de noviembre, la RDA comunicó oficialmente que se permitía viajar al extranjero
“sin requisitos especiales”. Miles de alemanes se agolparon entonces a cada lado del
muro, brindaron con champán, se abrazaron y bailaron formando una cadena humana
inolvidable.
Fue el principio del fin de la bipolaridad y de muchos sueños, dolores y utopías.
Aquel día empezó a morir el mundo del pleno empleo, el de los Estados protectores, el del
ateísmo por decreto, el de las dictaduras del proletariado y los experimentos colectivistas.
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El concepto decimonónico de “progreso” quedó fuertemente cuestionado y se
desbarató el “equilibrio del terror”, ya que los Estados Unidos emergía como única potencia.
El mundo conocido hasta entonces había dejado de existir y eran necesarias nuevas
herramientas interpretativas, nuevas palabras y hasta otra lógica que hiciera intelegible y
expresara esa naciente etapa histórica. Gradualmente, surgió un nuevo modelo con otros
pesares y otros sueños.
A l a revolución comunista le siguió la restauración conservadora. De la mano del
“nuevo orden internacional” proclamado por George H. W. Bush llegaron la flexibilidad
laboral, las privatizaciones, el reverdecer de la religiosidad y la búsqueda sin códigos del
progreso individual y del éxito.
En el plano militar, los Estados Unidos como superpotencia vencedora, lejos de
propiciar el desarme mundial reorientó sus propios principios (y los de la OTAN, la
organización que incluye los ejércitos de las potencias capitalistas) hacia la “doctrina de
agresión positiva” y la “guerra preventiva” por la que el Pentágono puede atacar en cualquier
momento y en cualquier lugar aquello que represente una supuesta amenaza contra la
seguridad norteamericana.
En cuanto a los partidos políticos de izquierda, ante el fracaso socialista, entraron
en perplejidad, abandonaron sus banderas y buscaron sobrevivir acercándose a la
centroderecha.
Hoy la cultura partidaria y la representación política atraviesa, sobre todo en
Occidente, una de sus crisis más profundas. En el plano económico, con la globalización
y las deslocalizaciones de las grandes empresas, el mundo se volvió ancho y ajeno. La
ruleta financiera brilló por encima de la economía real provocando otra crisis todavía no
resuelta.
Con Internet, el mundo posmuro y possoviético tomó conciencia de su unidad y se
intercomunicó como nunca antes. Hay mayor acceso a la democracia y a la libertad. Pero
también se convirtió en un mundo mucho más injusto, más peligroso y menos protector.
La actual crisis social es escandalosa. Sólo basta una cifra: hoy hay mil millones de personas
–una cada seis– que padecen hambre en la Tierra.
El proceso de imposición del nuevo modelo hegemónico norteamericano atraviesa
tres etapas más o menos diferenciadas. La primera, de expansión del modelo
norteamericano de democracia representativa y economía de mercado en el resto del
planeta. La segunda, de consolidación de la influencia –sobre todo a través del poderío
militar– en las zonas que habían estado bajo influencia soviética (Afganistán, Asia Central,
Cáucaso, Europa Oriental). La tercera, en curso, es la declinación del mundo unipolar y la
emergencia paulatina de varias potencias intermedias –la más importante, China– en la
toma de decisiones mundiales.
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El ex presidente Bill Clinton fue el más eficiente ejecutor de la primera etapa. Los
organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial
(con un combo que incluía préstamos y una receta neoliberal de aplicación obligatoria)
funcionaron como las herramientas más perfectas de presión y a veces, según admitió el
Premio Nobel Joseph Stiglitz, de extorsión para que el mundo se uniformara detrás de la
democracia y el neoliberalismo.
Rusia y casi todos los países ex socialistas de Europa, ansiosos de capitalismo, se
reciclaron con celeridad. Los gobiernos que no lo hicieron fueron derrocados por
levantamientos populares (Milosevic, 1997) o “revoluciones de colores” (Shevardnadze,
2003) en muchos casos por líderes opositores financiados por Occidente.
A fines de los 90, un movimiento de jóvenes de
diversas ideologías conocidos como “antiglobalización”
comenzó a rechazar el neoliberalismo. Protestaban contra
el pensamiento único impuesto por los Estados Unidos,
por la precariedad laboral, la pobreza y la degradación
del medio ambiente. Gritaban sus reclamos en cada
cumbre de los líderes más poderosos del mundo, quienes
empezaron a reunirse en castillos inexpugnables o en
transatlánticos en altamar. Todo cambió el 11 de
Septiembre.
El segundo período abarca la presidencia de Bush
Jr. y es netamente militarista. Se difunde ampliamente la
noticia (posteriormente confirmada como errónea) de que
el poder bélico de los Estados Unidos les permitía librar
dos guerras simultáneas y salir victorioso en ambas.
Se producen las invasiones a Afganistán (2001) e Irak (2003). Washington amplía
su poder militar en Oriente Medio y Asia. La OTAN cambia su doctrina de defensiva a
ofensiva.
Los Estados Unidos adoptan la “doctrina de la guerra preventiva” e internamente
recorta la libertad de los derechos civiles de sus ciudadanos.
La etapa de la declinación es consecuencia de estas decisiones de Posguerra Fría.
Las guerras (en las que hubo prácticas ilegales como la tortura) minaron el liderazgo y
credibilidad de los Estados Unidos ante el mundo.
Las políticas económicas y la desregulación financiera sin control provocaron la
actual crisis financiera y la pérdida de su poder económico. Hoy la Guerra Fría y sus
actores han quedado definitivamente atrás. Y el mundo lentamente se prepara para nuevos
desafíos desconocidos.
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