José María Marcos El Gordo De Los fantasmas siempre tienen hambre, Muerde Muertos Editorial, Buenos Aires, 2010. No podemos destruir el monstruo porque el monstruo somos nosotros. Clive Barker, Sangre. Martín metía y sacaba con velocidad el tenedor del enorme plato de fideos y parecía tragar sin respirar; sus ojos se mantenían clavados en esa montaña de pasta, bañada en salsa de tomate y desbordada de queso, que se iba reduciendo como si él fuese una implacable máquina excavadora. Mientras comía y comía, con el ímpetu de un animal salvaje, Martín era feliz y se olvidaba de los retos de su padre, de las cargadas de los compañeros del colegio, de los deberes de la maestra, de su madre que lo había abandonado...su mundo era ese plato redondo, con sabores, aromas y texturas que cambiaban constantemente para su deleite... En el barrio Vista Linda, Martín era simplemente el Gordo, incluso su padre lo llamaba así, y no hace falta mucho para explicar por qué se ganó ese apodo, que él mismo aceptó intuyendo que era su única fortaleza frente a la hostilidad del mundo que lo rodeaba. El nombre "Martín" le gustaba, o, mejor dicho, le había gustado en otro tiempo; y hoy por hoy agonizaba, enterrado vivo, entre los pliegues de su enorme abdomen. El Gordo tenía doce años y una contextura física que lo hacía ver como un mini luchador de sumo. Mi Tía Jorja, una mujer criada en el pueblito de Abbott, si lo hubiera visto comer, hubiese llegado- al menos a dos conclusiones: que los fideos estaban muy ricos y que el muchacho tenía una salud de hierro. A mi viejo, inmigrado a la Argentina luego de la Guerra Civil Española, tampoco le hubiese llamado mucho la atención y hubiera repetido un refrán por demás conocido entre los Marcos, acuñado según la leyenda familiar por mi bisabuelo salmantino: "Mejor morir reventado que de hambre". Pero el Gordo vivía solo con su padre, el oficial Víctor Lazcano, que no toleraba que su hijo fuera una bola de grasa, de la que sobresalían precariamente los rasgos de él, un hombre de la policía bonaerense, de hombros anchos y un metro noventa de altura, pero con un estado atlético envidiable. Desde hacía cuatro años, el Gordo y su padre vivían solos, porque Sofía (madre de Martín y ex esposa de Víctor) se había escapado con un muchacho más joven que su marido, a quien conoció en la escuela secundaria de adultos. De paso, y confirmando que es puro cuento la universalidad del instinto materno, Sofía se olvidó del Gordo, que a los ocho años era un "chico con problemas" —como decía su maestra— y que ya desplegaba su afición por manducarse todo lo que estuviese a su paso. Su padre no podía aceptar la decisión de Sofía y había desarrollado una venenosa inquina contra su hijo, a quien culpaba por el abandono. Cuando lo veía morfar como un tragaldabas, Víctor solía retar severamente al niño y, en muchas ocasiones, lo zarandeaba con una violencia inaudita. Los reproches y los castañazos venían acompañados por un discurso que, más o menos, puede resumirse en las siguientes palabras: la gordura es mala para la salud y muy mala para la sociedad; un gordo es un ser egoísta que quiere comerse todo solo, y, por ese motivo, no lo quiere nadie; ergo, el Gordo de Vista Linda (que abre y cierra la boca por cuenta propia) es un niño ingrato que le hace muy mal al barrio y a la familia, situación que provocó que su madre se mandara a mudar tras haber llegado a la insoportable confirmación de que, en vez de un niño, había parido a un engendro voraz. Frente a las palabras de su querido progenitor, el Gordo se aferró más aún a la comida, como si ésta fuese el último bastión de una ciudad a punto de ser aniquilada, convencido de que su salvación dependía más de un golpe de suerte que de su capacidad de aguante. Su cuerpo — que día a día reclamaba ropa de talles más grandes— era el único atuendo posible para soportar los embates de las tropas del oficial Víctor Lazcano. La noche en que el Gordo metía y sacaba con velocidad el tenedor del enorme plato de fideos no tenía nada distinto a otras noches. La televisión estaba encendida en cualquier canal que el Gordo observaba impávido sin protestar, al tiempo que su padre apenas probaba bocado y alternaba su mirada entre la pantalla y el espectáculo bestial de su hijo, que parecía dispuesto a desobedecer una y otra vez su llamado de atención respecto a la gordura y a sus nocivos efectos. La escena transcurría en enero, durante una agobiante jornada de calor, y el Gordo tenía claro que, al finalizar la cena, el oficial entraría en acción y llegaría la habitual reprimenda. El chico desconocía que Lazcano había estado pensando en cómo solucionar definitivamente el problemita de su hijo, quien para colmo de males había repetido de grado y una de las maestras, una insolente muchacha de veinticinco años, deslizó la idea de que él, como padre, no estaba haciendo todo lo debido y le sugirió que sería bueno que Martincito viera a un psicólogo. Lazcano no le respondió nada; tal vez la muy atrevida tenía razón: él había aguantado mucho y era hora de ponerle un límite al toro desbocado. Eso de llevarlo al psicólogo era una estupidez, cosa de gente de plata, de la Capital sobre todo, pensaba Lazcano, que sintió asco cuando ella llamó "Martincito" a su descarriado hijo. Pero esa descarada le había refrescado una verdad que le dolía: tenía en su casa un problemita que debía ser resuelto lo antes posible, porque, de lo contrario, éste crecería y terminaría engulléndoselo como la ballena de Pinocho. En la policía bonaerense, Lazcano había aprendido que al enfrentar un inconveniente se deben tener en cuenta dos fases: la primera es la preventiva, y la segunda, la represiva. Frente al caso "Martín Lazcano, alias el Gordo de Vista Linda", la etapa preventiva estaba agotada; parte de la represiva, también, porque él probó darle menos comida, pegarle unas buenas tundas y mandarlo a la cama sin comer, pero todas las acciones fueron ineficientes. Inclusive, Lazcano lo llevó al médico para que le dieran una dieta, pero el Gordo no le dio ni cinco de bolilla a las instrucciones, que aún seguían en la puerta de la heladera, sostenidas por un imán que decía: "Orgullosos de ser argentinos, felices de vivir en Bauch". Esa noche de enero que para el Gordo era igual a otras tantas noches, no lo era tanto para Lazcano, que apagó el televisor cuando su hijo terminó de limpiar el plato de fideos con su lengua. El Gordo miró a su padre a través de sus ojitos ratonescos incrustados en medio de su rechoncha cara, agradeciendo a Dios que le hubiera permitido terminar el plato antes de que empezara la función, y esbozó una sonrisa, que parecía el fallido intento de dibujar un gesto en un muñeco de plastilina. Víctor contempló a su hijo y, sintiéndose una vez más burlado, se paró y le dio un cachetazo, dejándole una enorme marca roja en la mejilla izquierda. El Gordo tuvo ganas de llorar, de gritar, de levantarse e irse, pero sabía que así sólo empeoraría las cosas. —¡Se acabó, viejo, se acabó! —dijo Lazcano, con su voz profunda y áspera, y agarró a su hijo del brazo, levantándolo de la mesa—. ¡Dale caminá, mierda! —le gritó, como si estuviese trasladando a un detenido. El chico se mantuvo en sus trece sin cambiar de estrategia. Se paró en silencio, mirando a su padre a los ojos, con esa mueca que parecía una risa mal trazada, y esperó. Víctor ya estaba decidido a todo y comenzó a arrastrarlo hacia la puerta del lavadero que daba al jardín. —¡Estoy harto de vos! —vociferó el policía—. ¡La televisión lo dice, lo dicen las maestras y lo digo yo, pero a vos no te entra en la cabeza! ¡La gordura es mala, entendelo de una vez! ¡Tu mamá nos dejó porque sos gordo! ¡Yo tengo una vida de mierda porque sos gordo! ¡Vos repetiste porque sos gordo! ¿No podés entenderlo? El niño seguía callado, pero no pudo evitar que sus ojos se humedecieran. —¡Llorás, mierdita! ¡Pensás que me vas a hacer cambiar de idea con esas lagrimitas! ¡No, viejito, hoy empieza otra vida! ¡Hoy tu padre va a agarrar las riendas de este problema! Lazcano abrió la puerta del lavadero y remolcó a su hijo hacia la oscuridad del jardín. Por primera vez en toda la noche, el Gordo sintió pánico de su padre; no era usual que lo sacara al parque para darle una paliza. El Gordo comenzó a forcejear asustado y logró zafarse, pero, apenas corrió unos metros, su padre le puso una zancadilla y el niño se desparramó en el jardín como una bolsa de papas, y su rostro se llenó de tierra y de pasto mojado. —¡Perdón, papá! —gritó el Gordo, limpiándose el rostro—. ¡Perdón, papá! —siguió aullando sin saber qué más agregar. El oficial lo agarró de los pelos y lo hizo parar. —Por un segundo pensé que te habías comido la lengua —dijo el policía, con tono burlón—. Te agradezco que hayas hablado, ahora voy a poder dormir en paz. Y respecto al perdón, lo acepto porque soy un buen padre. El Gordo lloriqueaba como un perro lastimado y no le contestó nada. —Bien —prosiguió Lazcano—, creo que es hora de ponerte a dieta. Estamos en verano. Vos estás de vacaciones y hasta marzo no vas a regresar a clase. Enero y febrero son dos buenos meses para bajar de peso. Mientras hablaban, el hombre condujo a su hijo hasta el galpón de las herramientas, donde al Gordo le gustaba ir, porque estaba repleto de clavos, tornillos, martillos, serruchos, dos taladros manuales, una sierra eléctrica y un sinfín de artefactos extraños, que estimulaban su imaginación y lo hacían inventar guerras contra el ejército comandado por el general Víctor Lazcano. Comúnmente, su padre mantenía con llave aquel galpón y no le gustaba que su hijo anduviera cerca; por eso, por un brevísimo instante, el Gordo se puso contento por el curso que estaban tomando las cosas, pero, enseguida, comprendió que el General no cedería los mandos de la batalla y aquel sitio terminaría convirtiéndose en la sala de torturas de los prisioneros. El Gordo intentó soltarse nuevamente, pero el policía pudo sostenerlo; desesperado gritó pidiendo ayuda, y sólo recibió una trompada y una nueya reprimenda de su padre. —Sabes que acá nadie se mete con nadie y menos con el oficial Lazcano, así que mejor callate; si no, la vas a pasar peor. Todo lo hago por tu bien, ¿entendés? El policía abrió la puerta y empujó a su hijo hacia el interior de la construcción de chapas y tirantes de madera. El Gordo trastabilló pero una columna central evitó su caída. A tientas, el policía buscó el interruptor y prendió la única lamparita que colgaba del tinglado. —Sentate en el suelo —dijo el policía, que pensó cuánto le gustaría agarrar un serrucho y hacerle una operación a su hijo para quitarle todos los kilos de más—. Sentate y apoyá tu espalda contra la columna. Entre ellos la comunicación no era muy buena, pero el Gordo sintió un frío escozor cuando su padre pensó en lo bueno que .sería practicarle una cirugía estética casera. —¡Sentate, mierda! ¡No te lo repito más! —gritó el policía, y su hijo le obedeció. Cuando ya estaba en el suelo, apoyado contra el poste, el policía se puso a sus espaldas y le ordenó que le diera sus manos, sin levantarse ni mirarlo. El Gordo no opuso ninguna resistencia y accedió manso al pedido de su padre, como el rehén de una de sus guerras imaginarias. El policía le sostuvo las manos con fuerza y, cumpliendo con la primera etapa de su programa de rehabilitación, le colocó un par de esposas. —¡Papá! —gritó el Gordo, entendiendo por fin lo que estaba pasando—. ¡Perdón! —repitió, entre llantos—. ¡Socorro! —No me dejaste ninguna alternativa —dijo el policía—. Le di mil vueltas al asunto y llegué a la conclusión de que era preferible un esfuercito que sufrir toda la vida. En dos meses de dieta te vas a poner bien. Como padre, yo me voy a encargar de que la cumplas. Cuando seas grande me lo vas a agradecer. Quiero que seas tan flaco como yo. El Gordo empezó a gritar pidiendo ayuda, pero no pudo seguir. El policía tomó un rollo de cinta de embalar y le tapó la boca. —Así está mejor. El hombre es esclavo de sus palabras y amo de sus silencios. Hoy vas a ser amo de todos los silencios —dijo el policía—. Mañana, te traigo el desayuno, tempranito. Tratá de dormir bien y de acostumbrarte al galpón, porque vas a pasar unos cuantos días aquí adentro. El Gordo lloraba y se retorcía como un chanchito en un matadero, pero no podía hacer nada. Estaba atrapado, y nadie iría a rescatarlo en tierras del enemigo. Como había dicho su padre: "Acá nadie se mete con nadie y menos con el oficial Lazcano", y el Gordo sabía que era verdad. Más de una vez algún vecino quiso intervenir y su padre sacó el arma, y el quijote circunstancial desistió. Cuando su padre apagó la luz y cerró la puerta, el Gordo se quedó en medio de las tinieblas, preso de un horror indecible. En un lado todo era oscuridad, un muro infranqueable. En el otro," a través de una pequeña ventana, la luna irradiaba su tenue claridad sobre una sierra eléctrica. Afuera, lejos, muy lejos, se oían el tráfico continuo de la ruta 205 y algún que otro disparo, como si todo ocurriese en un universo paralelo, en un mundo cercano pero ajeno, que se hubiera metido en su vida a causa de una fractura en las leyes de la naturaleza. El Gordo estuvo horas luchando para no dormirse, pensando en cómo podría escapar; buscaba algo que le diera una pista, pero no se le ocurría nada. Las esposas estaban muy ajustadas, y más se movía, más le dolían sus muñecas. Luchó cuanto pudo, hasta las tres o cuatro de la mañana, pero al fin se hundió en el sueño y recién se despertó cuando su padre abrió la puerta para traerle el desayuno, que estaba compuesto por un té con leche (con edulcorante), dos galletitas de agua y un trocito de queso descremado sin sal. Cuando su padre hizo girar la llave el Gordo trataba de no ahogarse en un pantano, que en realidad era un humeante guiso, con papas, choclos, batatas y una rica carnecita. De a ratos, el Gordo se hundía, pero salía a flote y le pegaba un tarascón a la carne, o a una de las verduras. —Arriba, mi querido hijito —dijo Lazcano, que parecía haber recuperado súbitamente la alegría—. ¿Dormiste bien, Martincho? El Gordo lo miraba, con rabia, pero también con desesperación. ¿Hacía cuánto no le decía "Martincho"? —¡Ah, qué tonto! —dijo el policía—. Para que me contestes primero tendría que sacarte la cinta. ¿Dormiste bien? —volvió a preguntarle y le quitó el adhesivo de un tirón. —Sí —dijo el Gordo, sin quejarse—. ¿Puedo ir al baño? —Por supuesto —le respondió el padre—. Pero en mi compañía. Y ojo con mandarte alguna cagada. El policía lo desató de la columna y le dijo que le dejaría las manos libres si se portaba bien. El Gordo no protestó y se dejó guiar hasta el baño. En el camino, asumiendo el papel de condenado, miró a su alrededor para reconocer las características del campo de concentración. Todo estaba igual, pero la larga madrugada provocó que su entorno le resultase diferente; era su casa, con el mismo jardín, el mismo galpón, pero su mirada había envejecido. Antes de entrar, anotó mentalmente la disposición de los elementos de la zona: en una frontera, un nogal, dos ciruelos y tres pinos; frente a la casa, un piletón de cemento para lavar la ropa, con una bomba de mano; y en el otro costado, un viejo Fiat 600 desmantelado, sin motor ni puertas. Apuntó que la escalera de su padre seguía apoyada contra la pared de la cocina y, también, calculó a qué distancia se ubicaban las viviendas de los vecinos, en aquel humilde barrio donde difícilmente alguien fuera a meterse con Lazcano. En cuanto a su padre, observó que de un lado del cinturón portaba el arma, y del otro, el celular. Sin chistar, el Gordo fue al baño, hizo sus necesidades, se lavó la cara y las manos. Custodiado, regresó al galpón, donde el policía volvió a atarlo, pero en vez de dejarlo en el suelo, le dio un banquito sin respaldo para que pudiera sentarse. —¿Cuánto tiempo voy a estar acá adentro? —preguntó el Gordo, cuando terminó de tomar el desayuno, intuyendo que la peor tortura no sería quedarse encerrado, sino tener que soportar el hambre que implicaría seguir la dieta al pie de la letra. —No sé —respondió el policía—. Depende de tu voluntad. Yo sólo quiero lo mejor para vos. Si bajás de peso rápido, vas a estar menos tiempo. Si lo deseás te puedo ayudar a hacer ejercicio, que es muy bueno para la salud y sirve para quemar grasas. "Estás loco de remate" fueron las palabras que subieron a la boca del chico, pero no quiso decir nada; ya estaba muy complicada la vida para andar peleándose con su carcelero. —Está bien —dijo el Gordo, que sentía una extraña frialdad en su forma de actuar—. Voy a hacer ejercicio. Si querés empezamos ahora. —No —respondió Lazcano—. En veinte minutos me voy a trabajar. Al mediodía voy a hacerme una escapada para que almuerces. A la tarde, cuando regrese, tomás la merienda y hacemos abdominales. Sin más que hablar, el policía volvió a ponerle la cinta de embalar y se marchó. El Gordo se quedó pensando, pero no era fácil sacar alguna conclusión con lo poco que tenía en la barriga. ¿Qué podía hacer contra su padre que tenía más fuerza, era más rápido y acostumbrado a tratar con presos? Si se sacaba la cinta podía gritar, ¿pero alguien vendría a ayudarlo? No lo sabía, sólo entendía que su estómago rugía iracundo por un cacho de pan, una simple banana, un pedazo de algo que le permitiera calmarse. A las once de la mañana, el Gordo empezó a hacer lo posible para aflojar la cinta de embalar, pero se frenó al entender que esto alimentaría la furia de Lazcano, quien vendría entre las doce y la una. Con todo, su ansiedad se impuso, y el Gordo retomó la lucha contra la cinta hasta que logró tenerla a su merced. Fuera de sí, empezó a engullirla, tratando de calmar su apetito y desoyendo a su mente que le pedía serenidad para controlar la situación. Cuando su padre regresó, portando una bandeja con el almuerzo, encontró a su hijo en silencio, pero sin la cinta y sin rastros de ella por ningún lado. —¿Qué hiciste, mierda? —le gritó antes de dejar la bandeja en el piso y darle un sonoro cachetazo—. ¿Qué hiciste? ¡Contestá! —Tenía hambre —dijo el Gordo—, pero no pedí ayuda, papá, te lo juro; sólo tenía hambre. —¿Cómo? —respondió el policía entendiendo lo que había sucedido, pero sin poder aceptar que el Gordo se hubiera tragado la cinta. Lazcano sintió que se apoderaba de él una ira absoluta, pero se calmó pensando en que, en el fondo, su hijo no actuó tan mal; la noche anterior había gritado pidiendo auxilio; esta vez, se la bancó. Tenía hambre, sí, y tendría mucho más durante los primeros días, pero no quedaba otra. Eran los riesgos del tratamiento. —Bueno, acá está el almuerzo —le dijo. Al Gordo se le iluminaron los ojos al escuchar la palabra "almuerzo", pero se le apagaron al ver que se trataba de una taza con un caldo dietético, un churrasquito sin grasa y sin sal y una porción de lechuga. —¿Nada más? —dijo el Gordo y se dio cuenta de que la pregunta era una estupidez. Al concluir el frugal menú, su padre volvió a esposarlo y le tapó la boca con un trapo; podía comérselo si quería, pero lo creía poco probable... Y el oficial acertó la presunción: el trapo fue mordido por el Gordo, pero no pudo ser engullido. Cuando el policía regresó su hijo parecía más calmado. Le sirvió la merienda y lo acompañó a efectuar una hora de abdominales. Al concluirlos, le permitió bañarse y cambiarse de ropa. Tras una cena similar al almuerzo pero con pollo, el policía le llevó la cama al galpón para que durmiera más cómodo, aunque siempre con los brazos atados a la columna. Así pasaron cinco días y tanto el Gordo como su padre comenzaron a notar los efectos del tratamiento. Martín estaba lejos de ser un muchacho flaco, pero tenía el estómago más deshinchado y un poquito menos de papada. Su padre se alegró de los resultados y se sintió satisfecho de que el Gordo dejara de protestar, aunque desconocía que su hijo no se había rendido, sino que se encontraba replegado estudiando cuáles eran sus posibilidades de escape. El Gordo comprendía que eran muy pocas, pero podría hacerlo si lograba que su padre se confiara. Tal como le indicaban los viajes a la casa, el parque seguía igual y la escalera continuaba apoyada en la pared. Al séptimo día el Gordo decidió actuar. Debía moverse con audacia y no dejarse amilanar por las amenazas. Al oficial Víctor Lazcano le tenían miedo en el barrio, pero si lograba robarle el celular que llevaba en el cinturón podía llamar a los bomberos o a algún compañero y revelarles todo lo que le sucedía; para eso necesitaba tiempo, pero ya tenía un plan. Sus vecinos no se meterían, pero quizás otras personas lo hicieran. Cuando el policía lo desató para darle la merienda, el Gordo fingió pensar sólo en esas dos míseras galletitas de agua, pero cuando su padre se distrajo —el día anterior había hecho lo mismo—, el Gordo le quitó el celular del cinturón de un manotazo y salió corriendo hacia el jardín. —¡Pero, mierda! ¡No aprendés más, gordo mal parido! —dijo el policía y corrió detrás de él, descontando que mucha ventaja no podría sacarle. En el parque, Lazcano se rio de la ocurrencia de su hijo al verlo trepar por la escalera hacia el techo de la casa. Una vez arriba, el Gordo trató de levantar las gradas, pero esa parte no pudo cumplirla, porque la escalera era más pesada de lo que había calculado y porque el policía llegó a atraparla antes de que el Gordo volviera a intentarlo por segunda vez. En el techo, el muchacho se dio cuenta de que su plan tenía muchos defectos. Podía llamar a los bomberos (el número lo había aprendido de memoria en la escuela), pero no llegaría a explicarles lo que sucedía. Mientras su padre subía, el Gordo comenzó a gritar a los cuatro vientos. Aulló cuanto pudo, para la calle y para donde estaban las casas, pero no apareció ningún vecino... Vista Linda era un barrio tranquilo del Conurbano Bonaerense donde cada uno atendía su juego. La solidaridad era pareja para todos y la ayuda al prójimo se hallaba momentáneamente suspendida. Cuando el policía estaba en el último tramo de la escalinata, el Gordo cerró la boca y decidió dar un manotazo de ahogado. Nunca había pensado en esa alternativa, pero no quería volver al galpón. Bufando como una locomotora desbocada, el Gordo salió corriendo hacia el sector por donde su padre pretendía subir. Cuando apareció medio cuerpo de Lazcano, el Gordo se le tiró encima, provocando una caída cinematográfica en la que el policía se agarraba a la escalera con una mano y con la otra zamarreaba a su hijo de los pelos. El Gordo cerró los ojos luego de tirarse y recién volvió a abrirlos cuando sintió que ambos, unidos por las gradas, chocaban contra la pileta de lavar la ropa. En ese instante, las manos de su padre soltaron su cabello y el borde de la pileta comenzó a teñirse de rojo. Pocos segundos después el cuerpo del policía se agitó, su mano se movió sobre la cabeza de su hijo, y el Gordo, con el corazón palpitante, entró en pánico al pensar que su padre volvería a castigarlo. Cuando el Gordo trataba de liberarse, el cuerpo de Lazcano se aquietó hasta dar sus últimos estertores, y su hijo comenzó a recuperar el ritmo regular de la respiración. Alrededor todo fue volviendo a la normalidad, y comprobó que, pese a sus gritos, nadie venía a ayudarlo. Todavía no se conocía la noticia que Víctor Lazcano había sido derrocado. Martín se levantó despacio, se sacudió la suciedad y entró a su casa. Se sentía más solo que nunca, pero esa soledad era parecida a una victoria... a una victoria que se parecía a una derrota. Fue hacia la heladera y se preparó un enorme sándwich de jamón y queso y le puso tomate, lechuga y mayonesa; con la panza llena, podría pensar qué hacer de ahora en más. Abrigaba el incierto orgullo de haber ayudado a su padre a iniciar una dieta que, en poco tiempo, lo convertiría en piel y huesos.