UN DELFÍN EN PELIGRO

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Colegio Salesiano Sagrado Corazón de Jesús
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UN DELFÍN EN PELIGRO
Aquel día se grabó en mi memoria para siempre.
Mis amigos Julia, Salvador y Miguel jugaban conmigo en la playa
como cualquier día de verano. Nos gustaba hacer castillos de arena, buscar
los tesoros que el mar dejaba al bajar la marea, luchar como los piratas con
palos de madera y coger lapas de las rocas.
- ¡Javier, es hora de comer!
Era la voz de mi madre que me llamaba. Yo hacía como que no la oía
y todos los días pasaba lo mismo: ella bajaba hasta donde estábamos
jugando a buscarme y yo le pedía un poco más de tiempo.
- Bueno, voy subiendo –dijo mi madre-, pero dentro de un cuarto de hora
tienes que estar en casas.
Cuando me di la vuelta vi un montón de gente en la orilla mirando
algo, mis amigos se habían acercado también, de modo que fui a ver lo que
pasaba. ¡Menuda sorpresa me llevé!
En la orilla había un pequeño delfín, todavía vivo pero con seguridad
malherido. Sus ojos me miraron y supe que tenía que ayudarle.
- Como se quede aquí parado a pleno sol puede morir muy pronto –oí que
decía un señor.
- ¿Y qué podemos hacer? – preguntó una señora con cara de preocupación.
- Lo mejor será avisar al veterinario, él nos lo dirá.
Mientras algunas personas se fueron, nosotros nos quedamos
mirándole impotentes, y a la vez con curiosidad porque nunca habíamos
visto un delfín tan cerca.
Al rato llegó el veterinario, y detrás mi madre con cara de enfado,
pero al ver lo que pasaba, se quedó a escuchar lo que él decía.
- Tenemos que mantenerle húmedo hasta que suba la marea y lo arrastre
mar adentro o arrastrarlo nosotros ahora.
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Todo el mundo se puso a opinar y nadie escuchaba a nadie, de modo
que el veterinario mandó a callar a todos y dijo:
- Está bien, con palabras no ayudamos, así que podemos hacer turnos para
echarle cubos de agua o ponerle toallas mojadas por encima de su cuerpo.
¿Quién quiere ayudar?
- Por favor, mamá –le dije-, déjame que me apunte…
- Me parece bien, pero ahora sube a comer y después puedes bajar.
Aquel día batí mi récord de comida rápida, aunque más que comer
tragaba, con el fin de acabar tragaba, con el fin de acabar cuanto antes y
volver junto al delfín.
Quedé con mis amigos y fuimos juntos a la orilla, las personas que
estaban con el delfín se fueron y nos quedamos a solas con él. ¡Menuda
responsabilidad!
Mientras le mojábamos, nos pusimos a inventar historias sobre qué le
habría pasado. Mi amigo Miguel decía:
- Yo creo que se ha perdido de su grupo, a lo mejor se ha ido a explorar un
poco lejos sin darse cuenta y luego no ha sabido volver.
- Pues yo creo – decía mi amiga Julia- que está enfermo y lo han
abandonado.
“No creo que lo abandone su madre, a lo mejor está un poco atontado
porque se ha dado un golpe contra una barca…”, pensaba yo.
Salvador estaba callado, cogía los cubos y se los echaba sin parar:
- ¿Y tú qué opinas? –le pregunté.
- No lo sé, pero debe sentirse muy asustado…
En ese momento el delfín se movió e hizo unos ruiditos como
queriendo decir algo.
- No te preocupes –le dijo Salvador-, estate tranquilo que entre todos vamos
a conseguir que vuelvas al mar y encuentres a tu familia.
Todos le miramos. ¿Acaso sabía comunicarse con el delfín?
Le acarició y todos hicimos lo mismo para tranquilizarle.
Volvió a hacer ruiditos.
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- El delfín me dice que os dé las gracias, dice que se ha perdido, pero que
vendrán a buscarle.
Cuando llegó el siguiente turno nos quedamos cerca hasta que
subiera la marea para ver lo que pasaba.
Tal y como nos había dicho Salvador, unos cuantos delfines
aparecieron a lo lejos dirigiéndose hacia donde nosotros estábamos, y se
quedaron a una cierta distancia dando saltos de alegría al ver a su pequeño
delfín desaparecido.
Cuando por fin subió la marea el delfín comenzó a agitar sus aletas y
todo su cuerpo, y fue entrando poco a poco en el mar. Todos aplaudimos
mientras los otros delfines de su familia saltaban y hacían cabriolas en el
aire celebrando su encuentro.
En la cena contamos la historia del delfín al abuelo y nos dijo un
poco enfadado:
- Me parece bien que todo el pueblo se haya volcado en ayudar a un delfín.
Sin embargo, ahí está Pascual, un pescador enfermo que apenas puede
andar, y encima tiene su barca averiada. Nadie del pueblo le ha prestado
ayuda y el pobre hombre está muy deprimido.
- Así es la vida, abuelo –decía mi madre moviendo la cabeza-, parece que
un animal despierta el corazón de las personas más que un vecino.
A la mañana siguiente comenté con mis amigos Salvador, Julia y
Miguel lo que me había dicho el abuelo. Nos dimos cuenta de que no
estaba bien ayudar a un delfín y no prestar ayuda a un vecino, así que nos
fuimos a casa de Pascual el pescador, para preguntarle si quería que le
echáramos una mano en algo.
Nos recibió con desconfianza pensando que le tomábamos el pelo,
pero al final comprendió que realmente le queríamos ayudar y se puso muy
contento. Nos pidió que le buscáramos unos materiales en la ferretería del
pueblo para poder arreglar su barca y fuimos rápidamente a comprarlos.
Después le ayudamos a arreglarla, y de paso nos enseñó un montón de
cosas.
Gracias a mis amigos y a mí, el pueblo se acordó de Pascual y entre
todos conseguimos que se pusiera bueno y volviera a pescar y sonreír.
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