1. Corrupción, ética y democracia

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Corrupción, Ética y Democracia
Nicolás López Calera
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CORRUPCIÓN, ÉTICA Y DEMOCRACIA NUEVE TESIS SOBRE LA CORRUPCIÓN POLÍTICA
NICOLÁS LÓPEZ CALERA
La tesis metodológica
Ninguna teoría de la corrupción política puede ser estrictamente científica. Qué es la
«corrupción política» es un problema ideológico, cuyo tratamiento depende de la cosmovisión y de
la experiencia del teórico. Obviamente no es posible, pues, un concepto universal. Cualquier
definición estará condicionada, será relativa y cuestionable. Lo que sigue a continuación tiene como
referente principal la historia política española de los últimos años. Por otro lado, en un trabajo de
esta índole quedan muchos conceptos sobreentendidos y sin suficientes precisiones. Es una licencia
metodológica disculpable por circunstancias de espacio editorial.
El concepto general de corrupción política
El concepto general diría así: la corrupción política es toda transgresión de normas dentro
de un determinado orden social, en este caso, de una sociedad política como totalidad organizada
y volente de una cierta racionalidad, transgresión que cuestiona en alguna medida la supervivencia
razonable de esa totalidad.
La perspectiva normativa dirá que la corrupción política es un atentado o transgresión de
unas determinadas normas, principios y valores que se consideran importantes para la existencia y
mantenimiento de un orden social justo y razonable y, en consecuencia, digno de ser vivido. Esta
primera aproximación al concepto plantea el primer gran problema: qué clase de normas han de ser
violadas para que se pueda hablar de corrupción y no de otros fenómenos sociales patológicos.
Inicialmente la corrupción política puede ser entendida como violación de normas jurídicas
y también morales. Se podría decir —con cierta ironía— que la corrupción política es como un
conjunto de pecados y delitos que no siempre se pueden probar y que amenazan con extenderse
por todo un tejido social, económico y político-estatal. La corrupción puede ir, por tanto, desde la
desmesura (¿inmoralidad?, ¿imprudencia?) en el uso de fondos públicos hasta la compra (ilegal =
delito) de decisiones políticas (generalmente de contenido económico). La corrupción política tiene
que ver, indudablemente, con problemas normativos.
Es evidente que la corrupción aquí tratada se refiere a la vida política y, sobre todo, se
especifica por los sujetos-protagonistas de su producción. Se entiende la «vida política» como vida
pública, esto es, lugares, sedes e instituciones en los que están comprometidos intereses públicos o
generales. Se podría restringir el sentido de «vida política» a la vida institucional de los distintos
aparatos del Estado y a las conductas de sujetos que intervienen en la vida política institucional,
esto es, dentro de los aparatos del Estado, bien como gobernantes o bien como oposición. Pero
parece que la indignación social puede ir más allá de la estricta vida política. La corrupción de un
Rector de Universidad también se puede entender como corrupción política.
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El concepto de corrupción política implica también aspectos cuantitativos. Desde la
cantidad, hay otra característica importante a resaltar: la corrupción significa un cierto desorden
social que tiene el riesgo de extenderse. Tal desorden tiende a la expansión, lo que hace que se
valore más negativamente. Se habla de corrupción política cuando se detecta que hay desviaciones
morales y jurídicas graves bastante generalizadas. Desviaciones (morales o jurídicas) puede tenerlas
todo sujeto colectivo.
Lo que la corrupción manifiesta es una tendencia a la generalización, una patología que
amenaza con extenderse por todo el tejido social.
Desde una perspectiva cognitiva, la corrupción se caracteriza por ser transgresiones que
tienen una dosis alta de clandestinidad, de ocultismo y de falta de pruebas. Parece que hay más de
las que se pueden probar y por ello crean un grave desasosiego e indignación social. Por otro lado,
la actualidad del problema deriva también de otros aspectos cognitivos. Es cierto que siempre ha
habido corrupciones políticas. Las corrupciones son, en definitiva, enfermedades sociales y todas
las sociedades, como los individuos, han sufrido alguna enfermedad, esto es, alguna clase de
corrupción política. Sin embargo, lo que quizá caracteriza a nuestro tiempo es una mayor conciencia
y conocimiento de ese mal social, porque estamos en sociedades democráticas y avanzadas, donde
todo (lo político) se conoce mejor y, además, se exige un mayor nivel de «salud social» que en
sociedades autoritarias y subdesarrolladas. En relación a esa conciencia y conocimiento, una de las
preguntas que resulta inevitable plantear es si realmente hay hoy más corrupción que antes o es
simplemente que se conoce mejor. Es posible contestar afirmativamente a ambas partes de la
pregunta (esto es, que hay más corrupción y que se conoce mejor) o sólo a una parte (no hay más
corrupción, simplemente se conoce mejor). Es muy difícil, de todas maneras, saber si hay más,
porque no hay estadísticas respecto a tiempos y circunstancias distintos, y las que hay no son fiables.
De todos modos parece claro que hoy se exigen niveles superiores de salud social (más prevención
y terapias más fuertes). La mayor sensibilidad, conciencia y conocimiento de lo que debe ser y es un
orden social hacen más exigentes a las sociedades avanzadas e incluso generan una especial
preocupación y recelo de que ese tipo de mal social se extienda hasta límites intolerables que
podrían cuestionar gravemente el sistema como sistema democrático. La «sensibilidad
democrática» es, pues, una de las motivaciones más fuertes que han servido para alertar sobre la
corrupción política.
Un concepto restringido
Sin embargo, es posible entender también la corrupción política, en un sentido más
restringido, como el aprovechamiento de un cargo o función pública en beneficio de intereses
privados, particulares o compartidos. Tal concepto forma parte de la inmoralidad política, es un tipo
de desviación de las conductas de los políticos respecto a determinadas (no cualesquiera) normas
morales. Toda corrupción política es una inmoralidad política, pero no toda inmoralidad política
puede entenderse estrictamente como una corrupción. Hablar a fondo sobre y en contra de la
corrupción política es hablar, en definitiva, de la inmoralidad de los políticos. En mi opinión, la
corrupción política dice fundamentalmente más de la inmoralidad de los políticos que del uso ilegal
del poder. Porque si aquélla no es un delito, no le queda ser otra cosa que una inmoralidad.
Reconozco que este concepto restringido amplía excesivamente el campo de su aplicación, pero
también detecto otro dato: me parece que el problema de la corrupción política preocupa a la
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ciudadanía como un fenómeno de inmoralidad política. Es evidente que no cualquier inmoralidad
de los políticos interesa a una sociedad democrática y pluralista. No toda transgresión moral es
percibida como corrupción política (por ejemplo, el abandonar los deberes familiares). Por ello hay
que hacer muchas precisiones al respecto.
En primer lugar, hay una tesis que casi resulta obvia, pero que no estorba recordar. En los Estados
democráticos de Derecho toda política está sometida necesariamente a una moral mínima,
socialmente aceptada, que es el derecho. Esta tesis significa que siempre hay «algo de moral» en la
política. A pesar de todos los realismos políticos (amorales), lo que parece claro es que la política,
como toda práctica humana, no es pura espontaneidad volitiva, esto es, no consiste en hacer lo que
se quiera, ni está regida absolutamente por la ley del más fuerte. En toda política, al menos en una
sociedad mínimamente avanzada, hoy se respetan unas reglas preestablecidas que expresan, entre
otros, valores morales fundamentales para amplios sectores sociales. La moralidad básica de la
política es, en definitiva, «el principio de legalidad», que vale para todos y también para los políticos.
La existencia del derecho es una forma de asegurar que determinados contenidos morales van a ser
respetados o se va a intentar que se respeten a través de un aparato de fuerza organizado como es
el derecho. Así lo expresa el artículo 9.1 de la Constitución Española de 1978: «Los ciudadanos y los
poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico».
Evidentemente la corrupción política puede ser delincuencia. O en otras palabras: la
delincuencia política (delitos cometidos por políticos en el ámbito de sus actuaciones como sujetos
públicos) es una forma (la más radical) de corrupción política. Los políticos —como cualquier otro
ciudadano— serán corruptos en ese sentido radical del concepto si no respetan la legalidad vigente.
Ahora bien, salvo casos excepcionales de desintegración social, los políticos no suelen ser en este
sentido corruptos, esto es, no son delincuentes. Los políticos suelen cumplir —salvo esas
excepciones individuales que los convierten en puros delincuentes— con esa «moralidad primera»,
esa moralidad asumida y expresada como voluntad general que es la ley.
Sin embargo, se puede partir de un supuesto razonable: no todo lo que «debe hacerse» (por
los políticos o por cualquier ciudadano) está recogido por el derecho. Hay muchas «normatividades»
concéntricas y tangentes que determinan la conducta humana. Lo que está claro hoy es que el
derecho no regula tantos ámbitos de la práctica humana como controlaba (junto a la política) en
otras épocas, cuando llegaba hasta controlar las conciencias. Es una evidente y común convicción
de nuestro tiempo que el derecho no está para hacer «buenos» a los hombres en un sentido
estrictamente moral. Hasta el mismo Tomás de Aquino ya decía que «la ley humana no prohíbe
todos los vicios de los cuales se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos que la
mayor parte de la multitud puede evitar, y sobre todo los que van en perjuicio de los demás, sin
cuya prohibición la sociedad humana no podría sostenerse».
La necesidad de formular un concepto restringido deriva de que hay una amplia opinión
pública que entiende que la corrupción política es algo más que simple delincuencia. En este sentido,
el problema más específico que se plantea es si los políticos han de cumplir y respetar otras reglas,
además de las jurídicas, esto es, unas llamadas reglas morales, normas que prohíben o mandan —
según ciertos sectores sociales— cosas que no están prohibidas o mandadas por el derecho. En otras
palabras, la cuestión más debatida es si los políticos tienen «deberes morales» que «no tendrían
jurídicamente que cumplir». El problema es, en otras palabras, si la moralidad de los políticos (no
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su simple legalidad) es una exigencia no sólo privada, sino pública, esto es, una exigencia que puede
ser planteada por los ciudadanos (por el público).
En principio parece que la opinión pública, la ciudadanía, exige que los políticos sean no
solamente «legales» sino también «morales», es decir, que respeten algunas normas que no son
jurídicas, normas que se llaman —quizá sin mucho rigor— normas morales. Exigir que los políticos
respeten también determinadas reglas morales tiene —se dice— muchos riesgos. Parecería como
promover tiempos ya superados. Tal exigencia social, sin duda discutible en sí e indeterminada en
su alcance, es un fenómeno social perfectamente constatable. Sin entrar a discutir ahora si está
justificada tal exigencia y a qué fines sirve, están claras dos cosas: primera, que la opinión pública y
la ciudadanía plantea frecuentemente esta exigencia; segunda, que no se sabe exactamente cuáles
son esas reglas morales que deben complementar las reglas jurídicas y conformar las conductas de
los políticos.
Resulta, pues, inevitable preguntarse si hay una ética política, si hay una moral específica
para los políticos y, en última instancia, si se pueden justificar morales especiales según los status o
las funciones de determinados individuos, o si hay una moral para todos (políticos y no políticos).
¿Qué normas morales? ¿Por qué y para qué moralizar la política?
En principio, parece razonable hablar de «morales especiales» o «morales profesionales»
frente a una moral común. La moral ordinaria, como ha señalado Garzón Valdés, sería aquella que
responde a las características básicas de todo ser humano, mientras que la moral profesional deriva
de la especificidad de determinados papeles y status sociales, moral que permite la realización de
actos que desde el punto de vista de la moral ordinaria estarían prohibidos (o mandados). Así se
habla de la moral del médico, del abogado, del magistrado, del militar, del sacerdote.
A este respecto parece relativamente coherente afirmar que no es posible una coincidencia
plena entre una moral de lo privado (de los ciudadanos como sujetos privados) y una posible moral
de lo público (de los políticos como sujetos públicos). Quizá haya una razón importante —entre
otras razones— que explica que haya morales diversas o «situacionales» y es que no hay principios
morales incondicionados (se puede mentir para salvar a un inocente). Lo político (como lo militar,
como lo sacerdotal, etc.) condiciona y transforma los principios morales más generales o comunes.
Así, los deberes de la vida pública se pueden enfrentar a los deberes de la vida privada, como chocan
la lealtad a los amigos y el deber de imparcialidad propio de la vida pública. Garzón Valdés recuerda
aquellas palabras de Sartre en Les mai- nes sales: la ética de la política no es la propia de los santos
o de los faquires.
En este orden de cosas resulta casi inevitable recordar —aunque sea brevemente— la
distinción de Max Weber entre una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad. Es sabido
que, en su famosa conferencia titulada «La política como vocación» (1919), Max Weber expresaba
la diferencia entre una ética «a cósmica» (fuera del mundo), como podría ser la del Sermón de la
Montaña y que nos ordena —decía— «no resistir el mal con la fuerza», y una ética política, en la
que tiene validez el mandato opuesto: «has de resistir al mal con la fuerza, pues de lo contrario te
haces responsable de su triunfo». Según Weber, toda acción puede ajustarse a dos tipos de ética,
bien a una ética de la convicción o bien a una ética de la responsabilidad. La ética de convicción es
una ética de principios, incondicional: obra bien y deja el resultado en las manos de Dios o a la
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responsabilidad de los demás. La ética de la responsabilidad insta, sin embargo, a tener en cuenta
las consecuencias previsibles de la propia acción. Por la fecha de esta conferencia (1919) no es
extraño que Weber tuviera especiales recelos contra las éticas de la convicción que promovían
«profetas quilaticos». Según Weber, la política se hace con la cabeza, pero no solamente con la
cabeza. En esto tiene razón la ética de la convicción. Pero recela de las éticas de la convicción y más
particularmente cuestiona su «solidez interior». No se fía de los que postulan esa ética, pues son
como «odres llenos de viento que no sienten realmente lo que están haciendo». Sin embargo,
admira al hombre maduro que siente la responsabilidad por las consecuencias.
En suma, parece razonable que la ética de los políticos, o una ética política, no se puede
identificar en términos absolutos con la ética de los privados. Hay coincidencias, pero también hay
grandes diferencias.
Sean de una moral común y/o de una moral especial, la pregunta es inevitable: ¿Cuáles son
esas normas morales que pueden llevar, en caso de ser incumplidas, a la llamada «corrupción
política», y no a una simple «inmoralidad»? Esto es, ¿qué normas morales deben cumplir los
políticos, más allá del respeto del principio de legalidad, del derecho entendido como expresión de
una moralidad mínima para la convivencia justa? Meterse a construir y fundamentar códigos
morales ha sido siempre una insensatez. Elaborar un código moral para los políticos es como una
especie de «imposible medieval». Debemos reconocer que no hay un procedimiento legitimado
para determinar de modo concreto una moralidad pública que vaya más allá del derecho.
Sin embargo, hay una experiencia política y moral, de la que se pueden obtener algunas
«pistas» o criterios para entender qué clase de «inmoralidad» constituye la corrupción política. De
todos modos convendría recordar una de las advertencias metodológicas indicadas al principio:
cada sociedad política tiene experiencias propias y normas morales propias para someter a juicio a
sus políticos. No se puede generalizar. En la política norteamericana la infidelidad conyugal suele
inhabilitar frecuentemente para la práctica política de gran altura. La infidelidad de los políticos se
entiende allí como un género de corrupción que sin duda les afecta en su carrera política. En España,
las inmoralidades de los políticos se entienden de otra manera. Aquí los políticos infieles existen y
no les pasa (políticamente, al menos) nada.
Aunque —insisto— no se pueden hacer códigos de ética política, hay convicciones morales
bastante generalizadas y que pueden empíricamente constatarse como que afectan a la vida
política. La sociología política podría indicar algunas «pistas morales». La opinión pública indica, por
ejemplo, que los políticos debieran cumplir las promesas electorales, que no debieran asignarse
salarios y dietas desproporcionados, que no debieran utilizar los fondos públicos para gastos lujosos
y suntuarios, que no debieran favorecer a compañeros de partido, a amigos y parientes para cubrir
cargos de libre designación, que no se insultaran entre sí, que no mintieran, que no antepusieran
sus intereses privados o partidistas a los intereses generales, etc., cosas que hacen y que no son
delitos. En definitiva, tal moralización apunta a valores como la austeridad, la solidaridad, la
veracidad, el buen ejemplo, etc., de los que depende, según la ciudadanía, una política más
razonable.
No obstante, esta moralización de la vida política no pretende ser indiscriminada,
totalizante, ni pantomima. Esto es, indudablemente debe tener unos límites. Los referentes
empíricos antes señalados aclaran bastante. Porque conviene advertir que también una opinión
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pública, en determinados contextos, puede manifestar, por ejemplo, actitudes racistas o aplaudir la
necesidad de implantar la pena de muerte. Es decir, conviene avisar sobre el riesgo del «efecto
deslizante» de tal moralización de la política. De todos modos, resulta difícil imaginar que en una
sociedad democrática avanzada se pueda producir tal «deslizamiento» hacia a una moralización pre
moderna de la vida política, como aquella que llevó a que el poder político fuera el brazo armado
de una moral, de una religión y de una iglesia, e incluso a que se cometieran magnicidios en razón
de que «el político» había incumplido la ley de Dios.
Menos corrupción: la democratización no jurídica
La importancia de la moralización de la política como superación de la corrupción política
(no de la simple delincuencia de los políticos) reside en que puede ser una vía positiva para alcanzar
una mayor sintonía entre representantes y representados y también para buscar una vida social más
razonable y no sólo simplemente más justa. Lo que esta moralización parece exigir a los políticos,
por la vía de la crítica pública, es que sintonicen más con valores e ideales sociales mayoritarios, que
no han sido recogidos por las normas jurídicas, pero que sirven a una mayor eficacia del
ordenamiento jurídico y para crear unas condiciones más favorables de convivencia política. Este
tipo de «moralización común» de la vida política, una moralización sin duda muy ingenua, sería algo
así como un ejercicio de «democratización no jurídica» de la vida política. En este sentido «ser
moral» significaría «ser más democrático», esto es, sintonizar mejor con las exigencias morales (no
jurídicas) que derivan de los modelos de praxis social (sectoriales y globales) mayoritariamente
compartidos y que no pueden contenerse lógica y razonablemente dentro de un ordenamiento
jurídico.
El camino más razonable para responder a esa exigencia social de una cierta moralización
de la vida política es demandar a los políticos una mayor «sensibilidad democrática», una
sensibilidad que les permitirá no vivir ciegamente la política y que les orientará sobre cómo deben
actuar más allá de lo que las leyes exigen y de acuerdo con lo que quiere su pueblo. Por otro lado,
hay un camino relativamente claro para saber cuáles son esas exigencias morales de la ciudadanía:
escuchar las críticas y los deseos que, en una sociedad democrática y pluralista, va manifestando
aquélla, bien directamente, bien por medio de instituciones públicas, movimientos sociales,
asociaciones privadas, medios de comunicación social, etc. Esas críticas políticas formularán,
frecuentemente en términos de «deber ser» (exigencias morales), lo que los políticos han de hacer
más allá de las estrictas exigencias jurídicas.
En cualquier caso, la sintonía «moral» de los políticos con las mayorías sociales y, sobre
todo, sus «deslealtades morales fuertes» se constatarán en las elecciones periódicas o en las
consultas directas. Es decir, cuando los políticos no hacen lo que «deben» (moralmente hablando)
reciben su «castigo» a través de una cierta «deslegitimación» que puede consistir, en última
instancia, en recibir menos votos en unas próximas elecciones. Sin embargo, los sistemas electorales
juegan aquí un papel importante. El sistema de listas abiertas permite un «castigo» más personal o
individualizado, esto es, «sentencias» de culpabilidad político-moral. Los sistemas de listas cerradas
sólo permiten «castigar» al partido político. Más allá de estas reacciones negativas del sistema
jurídico-político es difícil encontrar soluciones al problema de la corrupción política.
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La democracia inocente: el sistema bajo sospecha
Hay una tesis que conviene tener en cuenta sin ningún género de duda: la causa de la
corrupción política y de su expansión como mal social no es la democracia.
Sin duda que la democracia, como ha sostenido Norberto Bobbio, lleva sobre sus espaldas
un cargado saco de paradojas y de promesas incumplidas. Es difícil realizar los principios
democráticos en sociedades muy complejas, en sociedades de masas y en estados fuertemente
burocratizados y enfrentados a problemas de enorme envergadura técnica. La división de poderes
no se realiza como idealmente pensaron y propusieron los clásicos de la democracia moderna. Por
consiguiente, los controles jurídicos y políticos dentro de los Estados (sin duda democráticos) no son
nunca perfectos. No es de extrañar, pues, que haya graves dificultades para evitar en términos
absolutos la corrupción política (incluso la delincuencia política, esto es, que los políticos no
cometan delitos). Además, un sistema efectivo de libertades (sobre todo de información, de
expresión) suele desvelar más disfunciones y desviaciones en el ámbito político que en otros
subsistemas, como serían el sistema familiar o el religioso. La corrupción política no es una
consecuencia, al menos directa, de la democracia en sí ni de la democracia real. La corrupción
política no es un motivo para cuestionar éticamente la democracia.
Entonces, ¿por qué hay corrupción política? Quizá se podrían detectar algunas de sus causas
en territorios no estrictamente políticos. La corrupción política nace fundamentalmente de las
carencias e insuficiencias de la moral cívica y pública que necesita toda sociedad política si quiere
sobrevivir. Las sociedades no sobreviven sólo por la existencia de un tejido jurídico-normativo.
Necesitan también del tejido moral-normativo. La corrupción no podrá reducirse a límites tolerables
mientras no haya un tejido social cosido por una moral cívica y pública en el ámbito político y más
allá del ámbito político y entre todas las gentes, desde los políticos hasta los estudiantes de
bachillerato.
No hace mucho tiempo que el humorista Forges pintaba así la situación española:
«Arquitecto que trapichea con las constructoras, indignado con la Corrupción política», «Tendero
que usa balanza trucada, indignado con la corrupción política», «Piloto divorciado que no pasa la
pensión a su mujer, indignado con la corrupción política», «Arcipreste que se niega a bautizar a
“hijos naturales”, indignado con la corrupción política», «Periodista que cobra “sobres” de un banco,
indignado con la corrupción política», etc. Y luego están los profesores de Universidad que no dan
clase, los estudiantes que se copian, los defraudadores sistemáticos de Hacienda, los empresarios
que han corrompido a los políticos corromperles, los ciudadanos que viven entre lujos y encima se
quejan de «adónde vamos a llegar» cuando hay millones de parados y miles de seres humanos que
se mueren de hambre todos los días, etc., etc.
La corrupción política, aunque tenga sus especificidades, no es consecuencia de que los
políticos son un grupo de degenerados que vienen de un planeta malvado. Hay que huir de un
maniqueísmo injusto, que señalaría que los malos son siempre los políticos y los buenos los que
están fuera de la política. Hay que huir, en definitiva, de lo que Meinecke llamaba la «satanización
de la política», esto es, de la idea de que la política es mala por definición o que es una relación que
lleva casi necesariamente a lo inmoral. En una política desarrollada con racionalidad democrática el
trabajo del político suele ser un noble servicio a los demás, al interés general y está impregnado de
un altruismo que está muy lejos de eso que se ha llamado la «erótica del poder».
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Las raíces de las «maldades sociales», incluida la corrupción, están en lugares más
profundos. La corrupción política está precedida de otras anteriores y más graves que anidan en el
corazón del sistema social y económico, de un sistema que, por ejemplo, consiente y facilita
«corrupciones» como son las injusticias «totalizantes» (hambre, discriminaciones, violencias
raciales, paro, etc.).
Dentro de un sistema social hay instancias y estructuras de especial virtualidad respecto a
la conformación moral de la vida política. En este sentido parece que la corrupción política se preconstituye en el mundo de lo privado, en esa sociedad civil que preexiste a la vida política
organizada. Los políticos no nacen de la nada ni vienen de lugares especiales, sino que son personas
que han sido formadas y determinadas por las exigencias de socialización de un mundo privado de
enorme fuerza constitutiva para otras estructuras colectivas y públicas. Muchos de los vicios
públicos son derivados de los vicios privados. En este sentido el sistema económico, regido por las
leyes de la libertad y de la eficiencia, determina más las «formas políticas» que al revés. La
competitividad feroz, el insaciable afán de éxito y de lucro, la desmedida afición al dinero etc., que
son sin duda fuentes de energía para el mundo económico y empresarial (privado), son los grandes
«valores» en los que se educa a los jóvenes. Éstos, cuando sean mayores y si se les ocurre asumir
responsabilidades políticas, pueden terminar rompiendo las reglas establecidas para el juego
público, según las cuales el interés público debe prevalecer sobre el interés privado. Los
sinvergüenzas públicos no son sino los sinvergüenzas privados a los que les ha dado por comerciar
con el bien común para su personal provecho.
La corrupción política demanda reconsiderar, pues, cómo es y cómo funciona el sistema
global en el que la política se inserta como una actividad más de los seres humanos. En este sentido
valga la siguiente metáfora. Habría que preguntarse si el barco en el que hacemos la travesía de la
historia hace aguas sólo por una parte importante de su casco que es la política (corrupciones), o tal
vez habría más bien que preguntarse si el barco tiene más agujeros, es decir, si el sistema (el barco)
en que estamos metidos hace aguas por más partes y por partes más decisivas para mantener su
línea de flotación. Realmente no es correcto afirmar que la salud pública de una sociedad política
depende fundamentalmente de lo que pasa en la arena política, en esa parte del casco (del sistema)
que llamamos política. Las causas de la corrupción política están obviamente en la política, pero
también más allá de ella. Pienso que se ha localizado demasiado rápidamente al «enemigo» y se le
ha identificado con los políticos. Constato, a mí entender, un equivocado «encelamiento» con la
política acusándola de ser como el lugar desde donde vienen todos los males públicos y también
muchos de los males privados. Pienso que muchas veces no se tiene en cuenta que hay otros
«subsistemas» dentro del sistema global o total (el barco) que son quizá más determinantes de que
la cosa pública o política esté demasiado manchada de corrupciones. Ignacio Ramonet escribía
recientemente, en un lúcido artículo titulado «Los nuevos dueños del mundo», que entre las
personas que más influyen en el mundo ya no se encuentra ningún jefe de gobierno o de Estado.
Hoy manda una nueva especie: los señores del dinero.
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Ejemplificación y des-moralización social
De todos modos, no podemos engañarnos: la corrupción política es un grave mal social. La
gravedad de la corrupción política nace de la importancia de «ejemplificación» que tienen los
comportamientos de los políticos. Sus corrupciones tienen unas repercusiones que son superiores
a las que pueden tener los actos de otros ciudadanos que pueden ser también corruptos.
Pienso que la pérdida de credibilidad de lo público y, más particularmente, de lo político,
cuando la modernidad había hecho un excepcional esfuerzo para implantar una alta dosis de
racionalidad a través de la teoría del contrato y de los derechos individuales y, en definitiva, de lo
que más tarde hemos llamado el Estado democrático de Derecho, es un hecho que debe preocupar
profundamente. El daño que han hecho los corruptos de la política no ha sido todavía calibrado en
sus verdaderas dimensiones. La corrupción política, más aún cuando llega a ser mera delincuencia
común, está promoviendo una crisis de legitimidad en el Estado social y democrático de Derecho.
De esa corrupción política provienen muchas de las críticas al Estado democrático. Las gentes se
quejan —y con razón— de los políticos, pero terminan quejándose del Estado a quienes esos
políticos dicen re-presentar. Su desvergüenza y su cinismo están llevando a implantar de nuevo la
ley del más fuerte, que era propia de un estado pre-social, y están legitimando a esos «señores del
dinero», que promueven sólo la eficiencia y la productividad y no hablan de justicia ni de solidaridad.
Este desprestigio de la política y del Estado está haciendo que los centros de las grandes decisiones
que afectan a intereses generales (transportes, salud, educación, comunicaciones, etc.) se ubiquen
en el ámbito de lo privado, donde la racionalidad de las decisiones que afectan a esos intereses
generales no se toman bajo las exigencias de la igualdad y de la publicidad, que son unas de las
características más propias de un Estado democrático de Derecho.
Por ello es necesaria la crítica política como crítica moral. Esta quizá sólo sirva para hacer
más incómodo el trabajo de los políticos o tal vez, siendo optimistas, para rectificar sus
comportamientos y hacerlos más cercanos a los intereses populares. Pero hay que evitar que la
ciudadanía se «des-moralice». Cuando los ciudadanos ven que sus políticos, aun dentro de la más
estricta legalidad, hacen cosas que les parecen poco correctas (como las ya relatadas al principio),
se corre el riesgo de que la ciudadanía se «des-moralice», esto es, que pierda «la moral», la «buena
voluntad» de colaborar al bienestar común, así como que no crea en los políticos, ni en lo que
mandan los políticos, lo cual puede llevar incluso a un incumplimiento de las normas jurídicas, o al
menos a hacer más difícil su cumplimiento.
Pistas contra la corrupción
Quizá una de las causas de las carencias morales de los políticos sea que éstos tienen
demasiadas potestades discrecionales, esto es, demasiadas competencias que no están controladas
por las normas jurídicas. Demasiadas libertades para un campo tan minado. Parece que en
determinados ámbitos de la política reina con demasiada frecuencia el arbitrio o la discrecionalidad
del político, esto es, su mera moral personal. Quizá una manera de conseguir una vida política más
razonable, por menos inmoral, sería limitar el campo de las discrecionalidades y someter a un
control jurídico o, más exactamente, a un control jurídico menos genérico y más eficaz, esas
discrecionalidades para que fueran, valga la expresión, «menos discrecionales». La incorporación
del tráfico de influencias como delito al código penal puede ser valorada como expresión de esta
tendencia a reglar las discrecionalidades de los políticos. Si no se hace así en determinados ámbitos
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de la política, existe el riesgo de que la inmoralidad política se extienda, produzca una cierta
inseguridad social y se reinstaure la ley del más fuerte (del más poderoso).
Ahora bien, en medio de esa «marea legislativa» que marca también a las sociedades de fin
de siglo, tal vez no serían necesarias ni convenientes más normas jurídicas. A pesar de la tendencia
neoliberal a la «des-regulación», parece que sería razonable algún tipo de regulación jurídica que
intentara evitar el uso de poder para intereses propios o impidiera conductas no concordantes con
convicciones sociales mayoritarias. En este sentido, sería muy positivo el mayor rigor legal con
relación a la diafanidad en el ejercicio del poder político. No es posible seguir admitiendo un Estado
de Derecho con tanto ocultismo y de discrecionalidad en el ejercicio del poder, motivados por la
burocratización y tecnificación de las «políticas» (policies). Diafanidad quiere decir que, en general
y salvo excepciones, todo ejercicio del poder debe ser público, a la vista del público. Ya lo dijo Kant
hace muchos años: «Las acciones referidas al derecho de otros hombres, cuyas máximas no admiten
publicidad, son injustas». La sociedad tiene que saber, con luz y taquígrafos, cómo, por qué y para
qué se adoptan decisiones políticas. Las decisiones legislativas —es claro— están
constitucionalmente dotadas de publicidad porque se producen en un Parlamento. Pero las estrictas
decisiones políticas se pueden tomar a veces secretamente, se pueden no motivar públicamente y
no sufren el control de tribunales y sanciones específicas. La responsabilidad política (no la
responsabilidad penal) suele quedar reducida al ámbito de las censuras parlamentarias, de las
críticas mediáticas y, en última instancia, al veredicto de las urnas.
Hay que inventar «otra política»
No trato aquí de caer en la estulticia de dar recetas para resolver problemas de la
envergadura de este de superar o evitar las corrupciones políticas. Pero pienso que hay que inventar
otra política, esto es, forzar otras políticas alternativas que se muevan sobre supuestos, métodos,
parámetros y referentes totalmente distintos de los que ahora dominan en general. Inventar otra
política significa o implica inventar o refundar otras muchas cosas en otros ámbitos de la vida que
no son el político. Es necesario, por ejemplo, promover y establecer una nueva pedagogía familiar y
escolar, que enseñe otras virtudes y valores, contrarios al paradigma del triunfo incondicional, de la
eficiencia, del buen vivir a costa de quien sea y de lo que sea. Esa pedagogía es la que puede servir
para que los niños de hoy, cuando sean los políticos del mañana, no cometan las tropelías morales
(corrupciones) que hoy detectamos, y no las cometan por causa de convicciones morales profundas
y no tan sólo por las amenazas de unas normas jurídicas coactivas. Pero esa «otra política» no es
cosa sólo de los políticos. Es una cosa de todos. No podemos ni debemos dejar las soluciones a los
políticos. La importancia y prepotencia de los políticos puede ser un falso argumento o una coartada
para desplazar responsabilidades personales que no pueden ni deben eludir precisamente los que
no son políticos. Debe reconocerse que es poco lo que se puede hacer desde el ámbito de lo privado
o no estatal para frenar tanta corrupción. Pero los movimientos sociales, como políticas alternativas
y complementarias no institucionalizadas, han demostrado que pueden rectificar muchas cosas de
la vida pública-institucional.
En suma, no se trata de volver a tiempos medievales, sino de democratizar la vida política.
Cuando el político actúe desde valores y pautas morales, que no estén juridificados, pero que están
asumidos por una mayoría, su política será sin duda más democrática. Dejar la política al margen de
toda moral o reducida al puro control jurídico es meterla en un cierto proceso de irracionalización
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Corrupción, Ética y Democracia
Nicolás López Calera
o de peligrosa confianza en la fuerza taumatúrgica de las normas jurídicas. La moral (no una moral
pantónoma, absoluta e impuesta) como expresión de ideales sociales de un pueblo que quiere ir
más allá de sus leyes puede jugar un papel positivo, crítico y utópico en la humanización de las
relaciones sociales. Bertrand Russell, en un momento especialmente delicado de la historia política
de nuestro siglo (1953), decía lo siguiente: «Hemos alcanzado un momento en la historia humana
en que, por primera vez, la mera existencia continuada de la raza humana ha llegado a depender
del grado en que los seres humanos puedan aprender a regirse por consideraciones éticas».
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LA CORRUPCIÓN EN LA DEMOCRACIA
MANUEL JIMÉNEZ DE PARGA
La corrupción es algo que merodea por los círculos políticos desde que se tiene noticia de la
existencia de los mismos. Pero siendo un mal antiguo y de difícil curación, no tiene ni el mismo
sentido ni el mismo alcance en las diferentes épocas históricas. Yo voy a considerar la corrupción en
la democracia, en el régimen bajo el que convivimos ahora los españoles. Y me circunscribiré a esta
manifestación actual por varias razones.
Primera, porque es un problema grave que nos causa inquietud. Un repaso a las varias
formas de corrupción en los diferentes sistemas de Gobierno tendría interés, sin duda. Pero frente
a la corrupción en la democracia nuestra actitud es comprometida, entendiendo por tal «dificultosa
o apurada». Paso a explicar por qué.
Durante largo tiempo, durante el franquismo, los políticos corruptos y los empresarios
corruptores tuvieron presencia destacada en la Administración central y en la local. La falta de
libertad de información no fue un impedimento insuperable para que noticias ciertas corriesen por
el país, junto a un sinfín de especulaciones y rumores. La corrupción no sólo es permitida en la
dictadura, sino que ésta necesita para sobrevivir de la corrupción. Ni los defensores del régimen
franquista, ni los opositores al mis-
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