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Iósif Stalin: el bolchevique que se robó a Lenin // Culto a
la personalidad #EspecialesProdavinci
Equipo de Investigación Prodavinci · Monday, April 1st, 2013
Todo comienza con la muerte del Líder. La muerte de Vladimir Illich Lenin le sobrevino a
la revolución bolchevique antes de lo que esperaba el buró político del Partido. El
estrés bélico y un atentado que le dejó una bala alojada en el cuello, muy cerca de la
columna, lo condujo a su primer infarto en 1922. Su enfermedad lo obligó a abandonar
las labores del gobierno y, aunque volvió por algunos días a ejercer, una recaída y el
segundo infarto lo obligaron a abandonar la vida política pública. Siempre se dijo que
mejoraba, pero un tercer infarto desmintió algunos comunicados oficiales y dejó a
Lenin en cama e incapacitado para hablar.
En mayo de 1923 Lenin es trasladado a Gorki, donde murió en enero de 1924. El
primer topónimo que celebró el nombre de Lenin fue precisamente Gorki, que tras la
muerte del líder fue renombrado como Gorki Leninskiye. Luego vino la idea de
Leningrado, el nombre dado a San Petersburgo tras las gestiones de Stalin.
Todo se perfilaba claramente. Las corrientes posibles a la continuidad del
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pensamiento y la obra de Lenin las definían dos personajes complejos y prácticamente
antagónicos: León Trotski y Iósif Stalin. El primero se dedicó a investigar intrigas
políticas que incluían el posible asesinato de Lenin a manos de cómplices de Stalin,
pero el segundo se encargó de construir su salvoconducto simbólico: el culto a Lenin.
El testamento y el heredero. El culto a Lenin, estimulado por Stalin, fue casi una
transacción simbólica, un paso previo para un fin mayor claramente identificado. Sin
embargo, la difusión de una serie de papeles firmados por Lenin cerca de la muerte
puso en tela de juicio la continuidad del poder. El más importante fue el titulado
Testamento de Lenin, sobre todo por las críticas explícitas hechas a Stalin y Trotski, que
ponían en evidencia la preocupación de Lenin por no haber dejado un relevo eficaz y
capaz de seguir con su tarea.
Iósif Stalin apenas alcanzaba los dos años como Secretario General del Partido
Comunista, pero Lenin se refería a él como “alguien con una autoridad sin límites
concentrada en sus manos, que no creo sean capaces de utilizarla con la debida
prudencia”. Pero para Trotski no tenía halagos: “es posible que sea uno de los más
capaces del Comité Central de hoy, pero su soberbia y su obsesión por los asuntos
administrativos son un problema”.
Los funerales sirvieron como una mampara bastante efectiva para ocultar la crisis de
liderazgo en las filas del partido. La maniobra la completó el anuncio de la
construcción de un mausoleo en la Plaza Roja de Moscú. Todo esto se amparó en una
insistente campaña propagandística que incluso revivió los discursos de Zinóviev
sobre Lenin mientras estaba vivo. Decenas de políticos empezaron a incluirse en
episodios históricos sólo por figurar cerca de la imagen de Lenin, que cada vez lucía
más mística y menos terrenal.
Cumpleaños feliz. Uno de los episodios biográficos que se utiliza para marcar el inicio
de la transición del culto a Lenin hacia el culto que Iósif Stalin se construyó para sí
mismo es la celebración de su cumpleaños número 50, en 1929. Toda la prensa
soviética se deshizo en elogios y figuras coordinadas desde el poder central. Incluso,
el armenio Anastás Mikoyan tuvo la labor de asegurar que las masas ya reclamaban el
inicio del trabajo en una biografía que pudiese llegar a las manos de cada camarada y
el proyecto empezó sin obstáculos.
Walter Laqueur, en su libro Stalin. La estrategia del terror, advierte que “si no existe
tinta suficiente para transcribir la calidad y la amplitud de la adulación, ¿cómo hacer
justicia a la celebración del sexagésimo aniversario, en 1939? Y los que creyeron que
el culto no podía llegar más lejos, ni sobrepasar el nivel de 1939, tuvieron que
modificar su juicio cuando presenciaron el septuagésimo aniversario de Stalin, en
1949”.
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Foto que testimonia el cumpleaños número 50 de Iósif Stalin. Aparecen, con una
estatua de Lenin al fondo, Sergo Ordzhonikidze, Kliment Voroshilov, Valerián
Kuibyshev, Iósif Stalin, Mijaíl Kalinin, Lázar Kaganovich y Sergéi Kirov.
Quienes le hicieron oposición a este temprano Stalin usaron como argumento en su
contra el contraste que representaba tanta alabanza comparado con el cumpleaños de
Lenin celebrado en 1920, que el propio Laqueur describe como “una reunión de viejos
camaradas en Moscú, con discursos a cargo de Trotski, Zinóviev y Kámenev, que
desembocaron en un librito de menos de cien páginas. Lenin se retiró temprano de la
reunión, pues la creía innecesaria y embarazosa”.
A pesar de que un partido marxista como era el de los comunistas soviéticos se debía a
las masas y no a personalidades individuales, a algunos les pareció que era mejor
recordar a Lenin frente a los excesos del sustituto. La gente de Stalin vio en esto una
oportunidad. Como dice Laqueur en el libro ya citado que “probablemente creían que
el pueblo ruso necesitaba un individuo, no una abstracción (el partido) ni un muerto
(Lenin) que lo inspirase”. Llegaron a la mejor excusa que tuvo Stalin para convertirse
en símbolo: la necesidad de revisar y actualizar la historia de Rusia… y conseguirse un
mejor lugar en ella.
Bolchevique best-seller. El importante periódico Revolución Proletaria publicó una carta de
Iósif Stalin determinante para la concepción del nuevo objeto de culto. Era a propósito
de una discusión entre intelectuales sobre la interpretación de un texto de Lenin. No
tenía mayor importancia práctica, pero el fin estaba claro: la idea era que Stalin
hablara y pusiera fin a la discusión. Un evento que tenía captada la atención del
pueblo ilustrado era zanjado por Stalin, sumándole a su condición de Secretario
General y Jefe de Estado la estatura de autoridad ideológica.
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Ya en 1934, en el denominado “Congreso de los Vencedores” que en realidad fue el
XVII Congreso del Partido, Sergéi Kírev había prácticamente esculpido un retrato
épico de Stalin como “el líder más grande de todos los tiempos” o “un jefe para todas
las naciones”. Muchos biógrafos tienen en este congreso el hito histórico del aplauso
irrefrenable, el inicio de los discursos prolongados y la necesidad de Stalin por opinar
sobre todos los temas, desde educación hasta economía, desde literatura hasta física,
desde deportes hasta legislación. Su táctica fue eficaz: empezó a ser más que un
hombre, más que un revolucionario, era una especie de gigante que debía saber de
todo pues iba a mandar en todo. Se llegó a tal punto que la constitución de 1936 fue
llamada “Constitución de Stalin”, aunque en ella habían participado firmas tan
disímiles al líder como las de Karl Radek y Nikolái Bujarin.
Pero éste no era el último requisito para poder dejar atrás el culto a Lenin: le tocaba a
la Historia.
En paralelo a estas estratagemas de legitimación ideológica, el buró político ordenó la
“reescritura actualizada” de la historia del Partido Comunista. Dicha actualización
consistía en dos cosas: borrar las equivocaciones de “El Padrecito”, aminorar el papel
de León Trotski en la Revolución de Octubre y mostrar como esencial el papel jugado
por Stalin en 1917. Al menos es lo que diferencia las primeras publicaciones sobre el
PCUS del Breve curso publicado en 1938 por el genio de Stalin. El culto al fin tuvo su
escritura sagrada.
Con tantas líneas memorizadas por todos los soviéticos de orden, la URSS se llenó de
los retratos de Stalin, las estatuas de Stalin, los pueblos y ciudades rebautizados en
honor a Stalin. El ídolo viendo su homenaje en vida. El culto ocultando las hambrunas
las crisis y los asesinatos, alejándolo de la imagen inmaculada del hombre bueno del
bigote y mudándolo al resto del gobierno. A finales de los años treinta la etiqueta
“estaliniano” no sólo estaba unida a la política como sucedía con “leninista”, sino con
la propia constitución de las personas que se hacían llamar muchos soviéticos. El
término “estaliniano” pasó a sustituir a “bolchevique”, “comunista” y “soviético”. Los
más fervientes leninistas se vieron obligados a fomentar pequeños altares los
“Rincones de Lenin” en los salones de clase de las escuelas.
El evento que para muchos determina la conquista del culto a su imagen fue el XVIII
Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, justo en 1939, año del
cumpleaños 60 de “El Padrecito”. Andréi Zhdanov dijo en voz alta: “¡Iósif Stalin es un
genio! Es el cerebro y el corazón del partido bolchevique, de todo el pueblo soviético y
de todos los seres humanos progresistas”.
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Esta visión internacional de su figura ponía a Stalin por encima del bien y del mal.
Quizás por eso su imagen no se vio afectada entonces cuando al año siguiente, en
México, León Trotski era asesinado por sus órdenes. La evidencia está en que una
década después, en 1949, ya se habían publicado 539 millones de ejemplares de la
obra de Stalin. De esos, 36 millones eran del Breve curso. Para esto resultó vital su
participación como uno de los líderes más visibles detrás de la victoria en la Segunda
Guerra Mundial y toda una industria propagandística que supo aprovechar mediática y
simbólicamente esta condición.
En plena mitad del siglo XX, Lenin había desaparecido del discurso oficial y épico,
convirtiéndose en referencia historiográfica, en efeméride o en excusa, según fuera
conveniente. Todo antes de Stalin se convirtió en un mausoleo. El heredero se había
robado el culto para sí.
Y lo mantuvo atesorado para sí hasta que, tras las todavía controversiales
circunstancias de su muerte, su cadáver fue embalsamado y expuesto en el mausoleo
junto a Lenin. Esto duró hasta que Nikita Jruschov denunciara el “Culto a la
personalidad”, dando comienzo al período soviético conocido como desestalinización.
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Lea también: Kim Il Sung: El Presidente Eterno
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