TENDENCIAS | LATERCERA | Sábado 11 de julio de 2015 | 13 David Remnick y los enigmas del universo Creada en 1925, la famosa e influyente revista mantiene su vitalidad y sus notas distintivas. Publicar o ser reseñado allí constituye una conquista, como demuestra el revuelo que ha causado el elogio reciente que el crítico del semanario James Wood hizo de Alejandro Zambra. POR: Patricio Tapia nar algunos. También destaca en el aspecto gráfico: dibujantes y artistas como Robert Crumb, Art Spiegelman o Pierre Le-Tan han sido parte de ella. O la línea dorada que une a los críticos de libros: Edmund Wilson, George Steiner, Louis Menand y James Wood. Wood es un crítico por lo general agudo. Para cualquier escritor una buena reseña suya (que no necesariamente es una reseña positiva) es importante. Conseguir no sólo su gesto afirmativo, sino algo así como la bendición que pareció darle recientemente al escritor chileno Alejandro Zambra, es un logro. Y también un orgullo, no sólo para él, sino para la literatura chilena en su conjunto y la del idioma. Bueno, es otra exageración. Pero se trata de The New Yorker. Parte de la importancia e influjo de la revista residía en su vinculación con una ciudad que se transformó en algo así como la capital del mundo. La ilusión metropolitana llevó a considerar que lo que no pasaba en Nueva York, no era tan importante; lo que no se publicaba en Nueva York (y en inglés), no contaba demasiado. Antes de Zambra, quien el año pasado publicó uno de los relatos de su libro Mis documentos ahí y reciente- mente una parte de Facsímil, los únicos chilenos que publicaron allí fueron Bolaño y Neruda, no porque la literatura chilena entremedio y anterior no tuviera valor alguno, sino porque la revista seguía las modas en la industria editorial estadounidense (comentarios sobre chilenos, mucho menos extensos que el de Zambra, se hicieron sobre Ariel Dorfmann, Luis Sepúlveda y Roberto Ampuero, también por libros en inglés) y las propias políticas de traducción de la revista. Más que una imposición “imperialista”, la actitud, en el fondo provinciana, de considerar la ciudad de Nueva York como el centro neurálgico del planeta era una forma de miopía. Nueva York y el mundo Esa cortedad en la mirada, también se daba a nivel político. Pero al último editor de la revista, David Remnick, le han tocado momentos de crisis (el ataque del 11 de septiembre de 2001 o la guerra con Irak), que llevaron a una más detenida preocupación por lo internacional. En la guerra contra Irak la revista apoyó la tesis de las armas de destrucción masiva iraquíes (quizá sí el mayor error de Remnick). Pero fue la primera en denunciar las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, en 2004, con un artículo del veterano periodista Seymour Hersh. La postura frente al gobierno, que había solido ser de distancia y desconcierto, tuvo una mayor cercanía con Obama. Es famosa una portada de la revista parodiando los temores sobre los Obama: dándose un saludo de puño, él ataviado como musulmán y su mujer como terrorista. Obama habría pedido una copia autografiada. Las portadas, siempre en dibujos, son instantáneamente reconocibles. El ataque a las Torres Gemelas implicó un desafío de tiempo y diseño. Se pensó incluso, por primera vez, poner una foto. Pero Françoise Mouly, editora de arte, junto a Art Spiegelman, diseñó una portada con la silueta de las torres contra un fondo negro. En algún momento se presentó a The New Yorker frente a un dilema: la vieja cultura, la buena prosa y el buen gusto habrían chocado con el nuevo paisaje de desolación y la insoportable levedad del leer. Pero la revista ha mantenido su valor literario y su prestigio cultural. El desafío de la adaptación parece estarlo sorteando sin abandonar del todo sus señas de identidad.T Como la fórmula secreta de la Coca-Cola, se saben los ingredientes del New Yorker (piezas de detenida investigación, opiniones, viñetas, ficción). Lo importante es la mezcla correcta: “Es una mezcla bastante singular de cosas; tal vez es cierto: ese puede ser el secreto”, señala David Remnick. Quinto editor de la revista, parece el más tranquilo de ellos, aunque la fama de neuróticos de sus predecesores puede favorecerlo. Nacido en 1958, llegó a The New Yorker en 1992 como reportero y a editor en 1998. Antes fue corresponsal para The Washington Post en Moscú. Su experiencia y un recuento de la caída de la Unión Soviética la escribió en La tumba de Lenin (1993; Debate, 2012), que ganó un Pulitzer. Siendo editor ha publicado una biografía “racial” de Obama, El puente y una recopilación de sus artículos, Reportero (2006; Debate, 2015), además de antologías de la revista (The 40’s: The Story of a Decade). Como editor ha enfrentado momentos de cambios tecnológicos, crisis económicas y también políticas (las Torres Gemelas, la guerra con Irak y un coletazo reciente, la denuncia por el colaborador Seymour Hersh, pero no en la revista sino en London Review of Books, de una historia alternativa de la muerte de Osama Bin Laden). Remnick sabe que el periodismo es una empresa, pero en la que hay cuestiones morales. ¿Cuál cree que es el principal “negocio” del periodismo? Creo que si se puede encontrar una manera de hacer las cosas bien en tu mente y hacer que funcione como un negocio, se ha resuelto el enigma del universo. O uno de ellos. ¿Cómo se las arregla para ser editor y no dejar de escribir? Escribo muy, muy raramente. Un libro en 16 años y un artículo de vez en cuando. El 98 por ciento de mi trabajo está en editar. ¿Cómo ve el futuro de la revista? Internet no tiene limitaciones físicas, pero hay quienes creen que nada extenso se lee allí... Yo veo a la gente leer largos artículos de The New Yorker, incluso en sus teléfonos. De manera que realmente creo que deberíamos tener cuidado con esas “verdades” sobre lo que se lee y no. ¿Por qué el artículo de Hersh sobre Bin Laden no apareció en la revista? Sin comentarios. E n una antología dice que “La guerra hizo a The New Yorker”. La revista, como tantas otras cosas, se volvió más seria y comprometida con el mundo durante y después de la Segunda Guerra Mundial. En sus escritos se nota un favoritismo por Philip Roth ... Me declaro culpable: me encanta la obra de Philip Roth. ¿Por qué no debería? ¿Qué piensa sobre el temido lápiz rojo del editor? Siempre he agradecido la atención de editores inteligentes, nunca tanto como ahora.