Terminación de la Segunda Guerra Mundial. Conducta rusa con los

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Terminación de la Segunda Guerra Mundial. Conducta rusa con los
alemanes. Rudolf Hess. Franco, supuesto aliadófilo. Campaña para
magnificar a Franco. Serrano, ¿el hombre malo? Visita de Randolph
Churchill. Entrevista con Serrano
Saña. Usted fue arrojado del poder cuando no se perfilaba todavía claramente la
derrota del Eje. ¿Cuándo se dio cuenta de que Alemania perdería la guerra?
Serrano. Cuando la batalla de Stalingrado. Al producirse la invasión de Rusia
creí que Alemania volvería a repetir sus triunfos anteriores. Si un país como Francia,
con el que se consideraba el mejor ejército del continente, había sido conquistado en
cuarenta días, ¿cómo dudar de la victoria alemana en Rusia?
Saña. Napoleón cometió también el mismo error hitleriano de subestimar la
estepa rusa. ¿Y Franco?
Serrano. Franco creyó todavía en la posibilidad de que la contraofensiva de las
Ardenas, en diciembre de 1944, conduciría a un giro favorable a los alemanes. «Ya
verán como ahora les envuelven», decía. Me sorprendió que llegara a esta conclusión,
máxime sabiendo que como militar era inteligente. Creía, sin duda, en el milagro de las
armas secretas, el rayo cósmico...
Saña. ¿Qué sólo existían en la imaginación de Goebbels, por cuya propaganda
de rompe y rasga -hoy diríamos de ciencia-ficción- Franco, el «genial» militar, se dejó
deslumbrar. ¿Qué sintió usted en 1945, al producirse el derrumbamiento del III Reich?
Serrano. Pues en esa fecha ya no sentí especialmente ninguna impresión porque
era un hecho que esperaba desde hacia tiempo, concretamente desde el descalabro de
Van Paulus en la batalla de Stalingrado.
Yo, a pesar de no sentir sorpresa, lo que me produjo la confirmación de la
derrota alemana, fue una gran preocupación con respecto al inmediato futuro de nuestro
país, y también -¿por qué no decirlo?- de Europa.
Saña. ¿Hubiera deseado usted una victoria del Eje de haber sabido lo que
significaba realmente el régimen hitleriano? En 1943, los italianos mismos, se
enfrentaron a su propio fascismo domestico, y en seguida al fascismo alemán.
Serrano. En cierto modo, le he respondido indirectamente esta pregunta en otras
ocasiones, al decirle que ignorábamos absolutamente los aspectos peores del régimen
hitleriano. Conocíamos los mejores, y algunos, aun con la gran distancia de mentalidad
y sensibilidad, nos podían parecer buenos para Europa y para el mundo. Incluso entre
los que conocíamos como los mejores o buenos, siempre había una reserva por razón de
nuestras propias convicciones, como la concepción cristiana del hombre y de la historia.
Excuso decirle que de haber conocido los aspectos monstruosos del nazismo, no
hubiéramos deseado una victoria alemana, claro está.
Por otra parte, no hay que olvidar que los rusos también cometieron
monstruosidades como las cometidas por los nazis. Los campos de concentración rusos
no parece que fueran muy humanos.
Saña. No creo que se pueda comparar una cosa con la otra. Los prisioneros de
guerra alemanes pasaron hambre y estuvieron sometidos a un régimen penitenciario
muy duro, pero no hubo ninguna orden de exterminio contra ellos, como hizo Hitler con
las comunidades judías, los gitanos o los homosexuales. Los prisioneros alemanes no
eran los únicos que pasaban hambre y frío; el pueblo ruso era víctima de las mismas
vicisitudes. Y el mismo Stalin, que al ser invadida Rusia movilizó al máximo la
resistencia contra el invasor y se valió de la propaganda gruesa de un Ilia Ehrenburg, ya
antes de terminar la guerra dijo: «Los Hitler vienen y se van, el pueblo alemán
permanece». En él no había pues una gota de racismo ni hubo genocidio contra e1
pueblo alemán, a pesar de las bestialidades que éste cometió. Al terminar la guerra, en la
zona oriental de Alemania ocupada por los soviéticos, la depuración y las ejecuciones
de nazis fueron mínimas, porque Stalin, con un gran pragmatismo, dio muy pronto
oportunidad a los alemanes de participar activamente en el nuevo orden comunista. Lo
peor que tuvo que sufrir el pueblo alemán fueron las violaciones, el saqueo y el
vandalismo del Ejército Rojo.
Serrano. ¿Y esa obsesión que Stalin y sus sucesores tienen por Rudolf Hess, el
último prisionero de Spandau? ¿Cómo se explica? Es inconcebible. ¿A qué sirve un acto
de crueldad semejante?
Saña. Yo no creo que el móvil sea la crueldad. Precisamente porque los
soviéticos no han practicado en las últimas décadas una política antialemana -ahí están
los índices del intercambio económico- utilizan a Rudolf Hess como símbolo de la vieja
lucha contra el fascismo para disimular su política benévola a nivel cotidiano. Pero
reconozco que ésta es una tesis muy subjetiva, que no será compartida por usted ni por
otra gente.
Serrano. Pero podrían ser antifascistas en la doctrina y en la propaganda y
ahorrarse ese espectáculo inhumano de retener a ese anciano en la prisión, máxime
cuando Rudolf Hess, como usted sabe, no fue una gran personalidad del III Reich.
Saña. Volvamos al hilo central de nuestro dialogo. Pocos meses después de su
caída, se inicia ya, de manera visible, el derrumbamiento militar del III Reich, que
terminará con la derrota. Ya antes de que se produzca ésta, Franco procura adaptarse a
las nuevas circunstancias. A partir de este momento, la historiografía apologética
empieza a fabricar la tesis de que Franco fue el hombre previsor que quiso evitar la
entrada de España en la guerra, porque en el fondo simpatizaba con los anglosajones e
intuyó muy pronto su victoria. Mientras los plumíferos serviles magnifican la figura de
Franco, le convierten a usted en el hombre malo de España, al que Franco tuvo que
arrojar del poder por su supuesta actitud prebélica. ¿Qué dice usted sobre este doble
fenómeno?
Serrano. Yo no puedo admitir la magnificación de Franco a expensas de una
injusticia, de una felonía que se cometió conmigo con motivo de nuestra política en la
Segunda Guerra Mundial.
En ella yo era germanófilo, pero Franco era, por lo menos, tan germanófilo
como yo. Naturalmente fui yo el que, por razones de mi cargo, pronuncié más discursos,
escribí más artículos y más trato tuve con los jefes fascistas extranjeros. Eso no quiere
decir que cuando él habló lo hizo con menos energía y claridad que yo. Ahí están sus
discursos, como el del millón de soldados, como el que pronunció cuando despidió a la
Legión Cóndor en León, etcétera. Mientras las armas del III Reich fueron victoriosas,
Franco se expresó incluso más rotundamente que yo, más comprometidamente.
Ahora bien, al llegar el momento en que Alemania pierde la guerra, resultó
entonces para todos -para Franco, para mí, para los generales, para los falangistas- que
nos habíamos equivocado. Pensábamos que la iban a ganar y la perdieron. Franco se
equivocó todavía más gravemente que yo, porque él era militar y yo no. A partir de ese
momento empiezan los apuros, el miedo, la preocupación y los intentos de justificación
ante los aliados. Y entonces la grey franquista y todo el aparato oficial empezaron a
lanzar la especie de que en realidad Franco no era germanófilo, que no quería ir a la
guerra al lado de Alemania. Algunos, entre la osadía y el cinismo, llegan más lejos y
dicen que lo que Franco o el franquismo hicieron durante la guerra fue una serie de
maniobras equivocas, ambiguas, pero con el ánimo de ayudar a los aliados.
Esa maniobra de falsificación de los hechos, tenía otra parte, y era la de afirmar
que, en efecto, se hizo también una política germanófila, y era la de Serrano Suñer, que
quería entrar en la guerra. Y esa felonía, esa bellaquería, se monta por el régimen, por
los hombres del régimen. Arteramente, éstos, para magnificar tontamente la figura de
Franco, dijeron: «Franco no se equivocó, Franco no podía cometer el error de creer en la
Alemania nazi».
Ésta es la campaña que se lanza por la grey, y que tiene una general aceptación
en el país porque se habían leído mis discursos germanófilos y la gente no disponía de
más fuentes de información que las que toleraba el aparato oficial.
La tesis de mi supuesto intervencionismo tiene también el refuerzo del exterior,
que repite y machaca lo que se dice en el interior. Lo que se dice dentro y fuera de
España se condiciona recíprocamente, actuando a modo de vasos comunicantes. La
única diferencia es que el exterior estaba no sólo contra mí, sino también contra Franco.
La masa corriente del mundo, piensa: «Ah, Serrano era el ministro que quería llevar a
España a la guerra». Unos por malignidad y otros por pereza mental aceptan esa versión,
cuando la verdad es que yo no quería la entrada en la guerra y luché más que nadie para
mantenernos al margen de ella.
Hubo algún tiempo en que estuve semicallado ante esa felonía; digo semicallado
porque cuando tuve un resquicio yo hablaba. Pero se me permitían pocos resquicios.
Cualquier persona que tenga inteligencia y corazón comprenderá que esto era amargo.
Era demasiado duro que el hombre que tanto había ayudado a Franco en su propósito de
evitar la guerra, fuera considerado como el culpable número uno.
Pero como digo, en el fondo estaba prácticamente callado y aplastado. Yo no le
oculto que hubiera podido irme al extranjero y gritar desde allí: «Señores, sí, yo fui, con
alguna habilidad y muchas concesiones verbales, posiblemente escudo contra la guerra».
Pero yo pensaba: la situación de España con los aliados es muy mala; si la falacia
inventada por esa gente sirve para atenuar la situación, entonces mi deber es callarme.
Tuve que tragarme esa amargura hasta que no hubiera inconveniente para mi patria en
hablar.
Hablaron por fin los alemanes y todo el mundo supo que Franco era germanófilo
como yo. Pero como la inercia, la ignorancia, de la gente es muy grande, se seguía
repitiendo la leyenda. Pero todavía más: hoy aún incluso escritores como Giménez
Caballero en su libro Memorias de un dictador, sostiene que «Serrano quiso quitarle a
Franco el mérito de haber evitado la guerra».
Yo no le quito nada a Franco, y como él era el jefe y tenía el poder de decisión, a
él le corresponde el mérito. A Franco lo que es de Franco y a mí lo que es mío. Pero
ante lo que me sublevo es ante esa campaña del bueno y el malo; yo no voy a pagar con
la misma moneda; pero el que sirvió a esa política, el dialéctico de esa política fui yo; el
que se enfrentó nueve veces con los alemanes en Berlín y doscientas con los
embajadores, con los Canaris y la gente que venía aquí, fui yo. Por consiguiente, cuando
yo digo que ésa fue mi obra, nadie decentemente puede llegar a la conclusión de que
estoy quitándole algo a Franco. Le doy lo que es suyo, pero protesto ante los ladrones
que quieren quitarme lo que es mío.
Saña. Pocas semanas después de terminada la guerra mundial, el hijo de
Churchill, Randolph, aparece por Madrid y manifiesta el deseo de hablar con usted. En
una serie de artículos sobre su viaje, afirmó que la única conversación interesante fue la
que sostuvo con usted. ¿Qué representó para usted ese primer contacto con un
distinguido personaje del mundo democrático y antifascista?
Serrano. Pues para mí en definitiva representó una satisfacción, un
aligeramiento de la situación penosa, amarga, en la que yo me encontraba a
consecuencia de la felonía, de las propagandas extranjeras y nacionales en relación
conmigo y mi actuación pública. Representó, inmediatamente después de la sorpresa,
como digo, un alivio a aquella injusticia que pesaba sobre mí.
Saña. ¿Cómo se produjo el encuentro?
Serrano. Las cosas ocurrieron de la siguiente manera: llega Randolph Churchill
a Madrid. Yo sabía poco de él; tenía una cierta idea de lo que él podía ser, producto,
como otras, de una deformación. Pensaba simplemente que era un tanto aventurero. Fue
de los primeros vencedores con nombre concreto que llegaron aquí a España después de
la derrota de Alemania. Me daba un poco de vergüenza ver cómo se le recibía aquí, con
la consideración, con la sumisión, con la aceptación de un ser extraordinario.
El marques de Luca de Tena, propietario de ABC, que era un hombre simpático,
amable, muy político, le ofreció una gran comida en su casa. Era natural que uno de los
agasajos se produjera allí, pues Luca de Tena era presidente de Prensa Española y
periodista. Dentro del servilismo deprimente que aquí se producía, era quizás el acto
más natural. Hubo mucha gente de la sociedad elegante, del mundo político, intelectual,
etc. Sé, por lo que me explicaron algunos comensales, que allí se habló esencialmente
de política, lo que era lógico; también era inevitable que al tratarse del tema de la guerra,
Alemania, el fascismo, etcétera, surgiera mi nombre. Randolph Churchill dijo, con el
desenfado que le era habitual: «¡Ah, me gustaría conocer a ese tipo!». Es curioso que en
seguida hubo una competencia de voces ofreciéndose a gestionar el contacto.
A la mañana siguiente, a mediodía, me avisan que está al teléfono don José
Sartorius, a quien nosotros llamábamos Pepito San Luis. Estaba casado con una hija del
marques de Lema. Tenía yo con él una relación superficial. Cambiados los saludos, me
explica la cena que tuvieron la noche anterior y me pregunta: «¿Querrías tú ver a
Randolph Churchill?». Le contesté: «Yo no, él es un vencedor, y yo no doy un paso
detrás de los vencedores. No tengo ningún interés». Yo vi a través del teléfono como se
quedaba de piedra. Entonces me explicó que Randolph había manifestado un gran deseo
de conocerme. El planteamiento era, pues, completamente distinto. Entonces le dije:
«Ah, si las cosas son así, yo no tengo ningún inconveniente. Si él quiere verme, yo,
desde luego, estoy a su disposición». Y me propone organizar un pequeño almuerzo en
su casa, que era un hotelito del Viso. Le di mi conformidad.
Al día siguiente por la mañana, me llama de nuevo para decirme que Randolph
quería llevar un testigo en la conversación. «Bien, no tengo inconveniente, pero exijo la
reciprocidad. Vosotros no podéis ser testigos porque sois anfitriones, yo también llevaré
mi testigo». Y decidí llevar al conde de Montarco.
Saña. La comida amenazaba convertirse en un duelo.
Serrano. Llega la hora de ir al almuerzo; llegamos un poco antes, por cortesía. Y
después llegó él acompañado de un testigo, que era un periodista de la United Press y de
la Embajada norteamericana, Ralph Forte, que llevaba muchos años aquí. El hijo de
Churchill hablaba francés con mucha soltura. «¿Qué hace ese cerdo de su cuñado?», me
dice de entrada; yo le contesté: «Mire usted, yo pensaba que usted había manifestado
interés en conocerme y hablar conmigo para cambiar impresiones y puntos de vista
sobre la Guerra Mundial, en la que hemos estado en posiciones distintas y antagónicas.
Pero le diré que si hemos venido a esta casa simplemente a oír injuriar, yo, con permiso
de estos señores, me retiro de aquí». Y el hombre cambió absolutamente y se excusó en
seguida.
Fue una comida simpática, en la que yo le manifesté la razón de nuestra política
germanófila, la ayuda que nos habían prestado en la guerra civil los alemanes e italianos,
nuestra parcial afinidad ideológica, etcétera.
Saña. ¿Cómo acogía el sus explicaciones? ¿Polemizó con usted?
Serrano. Estuvo muy atento. Me interrumpió en general para hacer algunas
puntualizaciones. Le hablé también de nuestros problemas del hambre, del bloqueo
marítimo de los aliados y la falta de respeto a los neutrales. Le recordé también las
amarguras que me hizo pasar sir Samuel Hoare, pero sin hacer con él lo que él hizo
conmigo en sus Memorias. Me di cuenta que oía con satisfacción mis dos o tres puntitos
de ataque a Hoare, porque creo que Winston Churchill lo despreciaba. Y todo fue muy
bien. Luego él me hizo unas consideraciones sobre los problemas que traería la
posguerra y aquí él habló más que yo. Fue una conversación ejemplar. Encajaba
perfectamente las observaciones que yo le hacía. Nos despedimos. Me dio muchos
apretones de mano, y Ralph Forte -el periodista-, que era amigo de todo el mundo y
estaba en todas las tertulias, se permitió contar y decir por ahí: «Don Ramón ha metido
a Randolph debajo de la mesa».
De Madrid, Randolph Churchill se fue a Barcelona y habló con Ventosa, que era
entonces una de las vestales del britanismo. Randolph publicó luego una serie de
artículos sobre su visita a España en el Daily Telegraph, que era el periódico de su
padre, y en uno de ellos dijo que de todas las personas que había conocido y hablado, la
más interesante le había parecido Serrano Suñer. De manera que éste es uno de los
recuerdos simpáticos que yo tengo de mi fase posterior a mi cese como ministro.
Excuso decirle que sus positivas declaraciones sobre mí mortificaron aquí a muchas
personas.
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