El mal del ímpetu - Editorial Minúscula

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EL MAL DEL ÍMPETU
Paisajes narrados, 45
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Iván Goncharov
El mal del ímpetu
Traducción y notas de Selma Ancira
editorial
minúscula
BARCELONA
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Título original: Лихaя болесть
© de la traducción: 2007 Selma Ancira
Revisión: Marta Hernández Pibernat
© 2010 Editorial Minúscula, S. L.
Sociedad unipersonal
Av. República Argentina, 163
08023 Barcelona
[email protected]
www.editorialminuscula.com
Primera edición: diciembre de 2010
Diseño gráfico: Pepe Far
Fotografía de la cubierta: extraída de Peterburgski albom, Moscú, 2002.
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright,
bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra
por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático,
así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Preimpresión: Addenda, Pau Claris, 92, 08010 Barcelona
Impresión: Winihard, Pol. ind., Av. del Prat, s/n, Moià
ISBN: 978-84-95587-73-2
Depósito legal: B-47.263-2010
Printed in Spain
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Durante el mes de diciembre de 1830, cuando
el cólera, a pesar de haber disminuido considerablemente, todavía reinaba en Moscú, de doscientas cincuenta gallinas, cincuenta perdieron
la vida en un plazo brevísimo.
Folleto científico sobre los estragos del cólera en Moscú,
del doctor Christian Lóder,1 Moscú, página 81.
1. Christian Ivánovich Lóder (1753-1832), médico personal de
Alejandro I, fue el fundador en Moscú de una clínica de aguas
termales artificiales en la que se aplicaba un novedosísimo sistema
de curación. Además de beber las aguas minerales y bañarse en las
fuentes de aguas termales, los enfermos debían realizar ejercicios
ligeros al aire libre. El espectáculo de aquellos nobles endomingados que circulaban sin ton ni son, a buen ritmo por las veredas de
los jardines de la clínica, suscitaba la curiosidad de la gente del pueblo que, embobada, pasaba largas horas observándolos desde la verja
del jardín. Desde entonces el apellido del médico pasó a ser en ruso
un sustantivo que significa «haragán», «holgazán».
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¿Han leído ustedes, muy señores míos, o por
lo menos han oído hablar de ese extraño mal que
antaño padecieron los niños tanto en Alemania
como en Francia y que no tiene nombre ni ha quedado registrado en los anales de la medicina? Se
trataba de una dolencia que creaba en ellos la necesidad imperiosa de subir al monte Saint Michel
(creo que en Normandía).
En vano los desesperados padres intentaban
disuadirlos: la mínima resistencia a sus enfermizos deseos traía consigo penosísimas secuelas: la
vida de los niños comenzaba a extinguirse poco a
poco. Sorprendente, ¿no? Como no soy un conocedor de la literatura médica, ni estoy al día de los
descubrimientos y de los éxitos de la medicina, no
sé si se trata de un hecho explicable ni si está confirmada su verosimilitud. Sin embargo yo, por mi
parte, quiero informar al mundo de la existencia
de una enfermedad endémica parecida, no menos
extraña e incomprensible, de cuyos nocivos efectos fui testigo ocular y casi víctima. Ofrezco mis
observaciones al lector tan minuciosamente como
me es posible y me atrevo a pedirle que no las pon8
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ga en tela de juicio, aunque, por desgracia, no hayan sido anotadas a la manera de los informes científicos ni con la precisión natural del médico.
Pero antes de describir esta dolencia con
todos sus síntomas, considero mi deber hablar al
lector de las personas que tuvieron la desgracia de
padecerla.
Hace algunos años conocí a la familia Zúrov,
una familia irreprochable, fina y culta, y pasé en
su casa muchas tardes de invierno. El tiempo transcurría de manera imperceptible en su compañía y
la de sus conocidos entre las diversiones que ellos
elegían y permitían en su hogar. Allí no cabían
los juegos de cartas; en vano el ocioso anciano o
el joven corrompido por la inactividad y atormentado por el vacío intelectual y espiritual buscarían dinero y esparcimiento en esta tarea: sus
esperanzas nunca coincidirían con el noble modelo de pensamiento de los Zúrov y sus invitados.
En cambio los bailes, la música y con mayor frecuencia la lectura, así como las conversaciones
sobre literatura y artes, ocupaban por entero las
veladas invernales.
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Con cuánto placer recuerdo la compacta multitud de amigos que se precipitaba a la mesa redonda y grande frente a la que Maria Alexándrovna, la generosa ama de casa, desde su diván
turco servía el té, mientras Alexéi Petróvich caminaba de un lado al otro de la habitación con un
cigarro en una mano y una taza de té frío en la
otra. De pronto Alexéi Petróvich se detenía un instante o dos para intervenir en alguna conversación,
pero de inmediato reanudaba su constante caminar. También me acuerdo de la abuela octogenaria, aquejada de parálisis, que desde un rincón
apartado, apoltronada en su sillón Voltaire y llena
de amor, dirigía una mirada mortecina a su descendencia mientras una salada lágrima de serena
dicha enturbiaba sus ojos, ya sin eso predispuestos
a la ceguera. Recuerdo como con extraordinaria
frecuencia pedía a su nieto menor, Volodia, que se
acercara y le acariciaba la cabeza, lo que no siempre era del agrado del travieso muchacho, por lo
que a menudo fingía no oír su llamada. Pero más
allá de todo esto, la abuela era un ser excepcional
en muchos aspectos y por eso ruego que se me
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permita decir algunas palabras más sobre ella: se
sentaba, como he dicho hace un momento, siempre en el mismo lugar y, aunque solo podía mover
el brazo izquierdo —¡dense cuenta de la habilidad!—, era capaz de utilizar su única mano para
el bien de la sociedad; en consecuencia, a pesar de
unas fuerzas cada vez más mermadas y de una chispa apenas perceptible en ese decrépito recipiente de vida, ocupaba un lugar de honor en la cadena de las criaturas. Por la mañana, los nietos y las
nietas la levantaban de la cama y la sentaban en su
sillón, y entonces ella, con la mano izquierda y el
esmero de una madre, alzaba la cortina que cubría
la ventana, y que Dios nos guarde si alguien se le
adelantaba. Pero eso no era todo. ¿Será posible que
todavía no haya mencionado su virtud principal?
Poseía una cualidad por la que los pobres humanos estarían dispuestos a pagar un precio tan alto como la mutilación o la parálisis. Y la abuela la
compró con esto último. En todo momento podía predecir el tiempo y, por lo tanto, desempeñaba el papel de barómetro casero viviente. Así, por
ejemplo, si Maria Alexándrovna, Alexéi Petróvich
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o cualquiera de los nietos mayores necesitaban salir
a la calle, le preguntaban previamente: «Mamita (o
abuela), ¿qué tiempo hará?» Y ella, palpando cualquiera de sus miembros entumecidos, como una
sibila inspirada, respondía de manera entrecortada: «Nieve abundante - cielo despejado - deshielo
- frío intenso», según las circunstancias, y jamás se
equivocaba. ¿Acaso no es útil tener un tesoro así en
la familia?
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