Cuento - OtroLunes

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otroLunes
REVISTA HISPANOAMERICANA DE CULTURA
No. 43. Septiembre 2016 – Año 10
VILLA PARAÍSO
Alberto Garrido
Cuento
Del libro inédito Todas las hambres
V
ivir con mis tíos fue como entrar
en el cuento “Blancanieves y los
siete enanitos”. Blancanieves era tío
Abel, y los siete enanos los hijos de
mi tía Josefina, que siempre estaba
trabajando, cubriendo turnos en el
Hospital, pero en realidad acabando
con medio mundo. Ninguno de los
muchachos se parecía al otro, salvo
en que habían armado su coro a la
hora de gritar por comida y en que
vivían rascándose atrás todo el
tiempo, y tío Abel les hacía harina de
negrito a sus enanos para que se
durmieran con las panzas infladas, a
ver si lo dejaban leer un rato,
cultivar su mente, y los siete iban cayendo en la misma cama,
uno de los más curiosos inventos de Blancanieves: cuatro palos,
unos alambres trenzados para imitar un bastidor, sobre los
alambres unos cartones, alguna que otra frazada percudida y
sobre éstas, los siete enanos más llorones del mundo en la alegre
casita del bosque: una cueva más de Villa Paraíso.
La casa de mis tíos era realmente dos cuartos: delante
dormían los enanos, se cocinaba y se comía; detrás dormíamos
los tíos y yo: ellos, en una cama, yo sobre una frazada en un piso
de cemento, y los oía hablar hasta muy tarde, decir qué raro, no
pregunta por su familia, ni siquiera por la madre. La cama de los
tíos era personal, por lo que apenas cabían, y por las noches a
veces se oía gotear a tío Abel, cuando tía Josefina lo empujaba
con las piernas para dormir tranquila, que él no la dejaba,
moviéndose, roncando y rascándose, porque sólo en eso se
parecía a sus enanos, y él seguía durmiendo y no decía nada
cuando se despertaba, todavía a oscuras y se levantaba a
prender la estufa para colarle un café a su negrita.
Mi tía se perdía cada cierto tiempo algunos días, y tío Abel la
justificaba, su negra era una morena importante, estaba en un
Evento o un Taller porque había descubierto los poderes
medicinales del azúcar, y aunque al principio nadie le hiciera
caso, después los médicos sabihondos tendrían que bajar la
cabeza ante una enfermera que les iba a demostrar cómo el
azúcar crema curaba úlceras, sanaba piernas infladas como
globos, cicatrizaba heridas de arma blanca, y le traería al país un
ahorro de millones de pesos, un ahorro colosal, decía, en
antisépticos, antibióticos y otras vainas que no servirían para
nada ante la nueva medicina mundial: el almíbar de la tía
Josefina.
Al principio, en el Hospital pusieron el grito en el cielo,
horrorizados al ver a la negrita de tío Abel esparciéndole almíbar
al muñón de una anciana enferma precisamente de azúcar en la
sangre. Amenazaron con despedirla, por Dios, que el azúcar era
para los ingenios, trapiches y macheteros, y si seguía con sus
experimentos adiós título de Enfermera y años perdidos en la
Facultad. Ella escapó de milagro, pero siguió haciendo sus
ensayos a escondidas, se había perdido una batalla pero no la
guerra, y menos si se trataba de una negra con más cojones que
las hermanas Mirabal, decía, y si Edison había estado a punto de
ir a prisión y de Einstein creyeron que era medio anormal, quién
quitaba que ella fuera la Madame Curie de la medicina
dominicana, y terminaran lamiéndole el culo los que habían
estado a punto de expulsarla. Así creía ella, mezclando más
nombres de gente importante y más palabrotas, sí, besa la mano,
sobrino, no me fuera a equivocar: ella era una morena culta
(curta, dijo) aunque viviera en villa Paraíso.
Pero como los jefes del Hospital no entendían de barrios,
morenas cultas ni de melao de caña, a tía Josefina no le quedó
más remedio que coger a los enanitos de tío Abel como conejillos
de Indias. Por eso hubo una temporada donde pasó mucho más
tiempo en los cuartos y el tío estaba loco de alegría al tener a su
negrita cerca, sin Eventos que jodieran, y le preparaba sopas de
arroz, aunque para los enanos y para mí el plato fuerte fuera
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unas yucas duras, y le decía Mi Reina y la pellizcaba y ella se
hacía la que estaba de lo más alegre con él, pero se veía que en
eso era como su hermana, mi madre, que no aguanta las
babosadas de nadie, y menos de un hombre débil de carácter, y
los vecinos hablaban por lo bajo y hacían como toros, muuuh,
cuando lo veía aparecer en el paso, muuh muuuh, y seguían
jugando dominó y sus mujeres se asomaban para decir qué
lástima ver a un hombre como Abel gobernado por una
vagabunda. Pero a mí no me daba ninguna lástima si al fin y al
cabo él se veía tan contento con su morena culta y sus enanos
embarrados de azúcar.
Los siete enanos vinieron al mundo uno detrás de otro, que tía
Josefina era una curía, e incluso los dos primeros nacieron el
mismo año, porque a la tía la habían preñado en la cuarentena:
los había chinos, mulatos, jabados, negros y blancos. Pero tío
había encontrado una clasificación más elevada para ellos:
aprende de mí, sobrino, que no soy eterno; tus primos son
caucasianos, negroides, mongoloides, amerindios, oceánicos, y la
única aria es esta niñita, mira qué cabellera tan rubia y esos ojos
más verdes que Boca Chica. Nadie sabía cómo había ido a parar
ese angelito a un vientre tan promiscuo como el de tía, pero ella
decía Es un milagro y la gente se preguntaba si no se habrían
equivocado de cuna y traído otra niña, o a lo mejor no la había
parido sino comprado con su cuerpo, acostándose en una noche
con cien médicos, un ambulanciero y hasta con el viejito vigilante
del Cuerpo de Guardia del hospital. Cuando le preguntaron qué
nombre le iba a poner para inscribirla no lo pensó dos veces y
dijo, el mismo nombre de la madre: Josefina, y mi padre
comentaba, para fastidiar a mamá, que era el sueño cumplido de
mi tía: adelantar la raza.
Yo tenía mi propia clasificación para el séptimo enano, el más
feo de todos: el marciano. Mi padre contaba que tía Josefina le
había hecho señas a un objeto volador no identificado, papito,
¿pudieras llevarme a casa?, y el capitán extraterrestre le había
pasado la cuenta a la negrita de Abel. La tía supo que tenía
adentro el alien cuando cumplió los seis meses y sintió que se le
movía algo en la barriga y un médico muy amigo suyo le hizo el
tacto, porque ella no se lo dejaba hacer por cualquiera y aquel
médico tenía un dedo ma-ra-vi-llo-so, y el médico, después de
hurgarle un buen rato con su dedo maravilloso, le dijo Viene el
próximo enanito. El marciano nació bajo de peso y acabado de
despertar no era recomendable mirarlo. Mi padre decía que era
una mala palabra el carajito y los otros enanos le gritaban
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Cabeza de planeta. Para colmo, en vez de berrear como los otros,
metía unos ruidos raros, no le gustaba nada, ni la leche, y
vomitaba de vicio. Cuando ya pudo dormir con sus hermanos se
hacía las necesidades en la cama y por la mañana amanecían
todos los enanos cagados y meados, y él muy sonriente, como si
así se cobrara que le dijeran Cabeza de planeta, y Blancanieves
tenía que convertirse en Cenicienta y ponerse a lavar con jabón
de cuaba las colchas y cambiar los cartones del bastidor. Pero tío
Abel lo quería de una forma especial, aún más que a la niña aria,
aunque el alien no tuviera el pajón rubio ni los ojos como la playa
Boca Chica, y a veces le metía caramelos en el hocico y lo llevaba
por todo el vecindario, haciendo de burro, y los hombres dejaban
de jugar dominó, maravillados por lo buen padre que era el tío
Abel, fíjense cómo ama a los seres de otros planetas, aunque el
papel que mejor hacía no era de burro sino de venado, y sus
mujeres soltaban las risitas y se iban a cocinar o a ver la novela,
que estaba bueníiiisima.
Cuando tía Josefina estaba en casa nos bañaba por turnos y a
mí me daba pena porque yo acababa de cumplir los once años y
cuando vivía con mis padres me bañaba solo. Pero tía Josefina se
insultaba al ver cómo quedaban mis orejas, y me dejaba de
último y me daba uña y jabón en todo el cuerpo y me pasaba las
manos por mi cosa y me decía, pélatelo bien, que si no se me
enfermaba y había que cortármelo y qué mujer iba a quererme
entonces y tendría que meterme a pájaro y seguro que su sobrino
no quería serlo, ¿verdad? Me restregaba con las manos
chorreando espuma y me decía que cuando menos me diera
cuenta ya sería un hombre y tendría que elegir bien con qué
mujer me casaba, y no ser como esos tígueres del barrio porque
ninguna de sus mujeres valía un chele; habían nacido sin
cerebro y a los treinta parecían unas momias, con las tetas por la
cintura y el culo roto de tantas patadas. Me frotaba bien y me
convencía, ella era un ser superior, una morena importante,
ninguna de esas mujeres se puede parar al lado de esta negra
culta, míralas bien para que no te destarres en el futuro; todas
esas vivían soñando con la dichosa novela, con el príncipe azul
de Gringolandia, ¿me daba cuenta?, soñando en una pocilga
mientras sus hombres les dejan un collar de chupones, pero ellas
se imaginan a un príncipe del país de los hombres malos y de las
cosas buenas, y el príncipe les agarra el culo seco y las rescata de
la cochina vida y se las lleva al castillo encantado en un Boeing
747. La tía no, ella vivía la realidad, y la vida era pasar un buen
rato con un tipazo que se moviera sabroso y la pusiera en el cielo,
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y seguir con los experimentos y qué sorpresita, muchacho, mira
cómo se te ha puesto esa vaina, si sigues así la vas a tener como
tu padre, y la espuma le caía en el vestido y yo no me imaginaba
de qué manera tía Josefina podía saber tanto de mi padre, si ella
se pasaba todo el tiempo en el hospital y mi padre en la fábrica.
Tía Josefina siempre estaba a la expectativa de que los
muchachos se cayeran o se dieran un par de trompadas y les
saliera algo de sangre para sacar su pomo mágico de almíbar y
darles unos toques maestros. No se lo decía a nadie, pero creo
que estaba descontenta con los primeros resultados, y llegó a
culpar a los muchachos de los fallos en sus experimentos. Su
obsesión llegó a ser tan grande que llegó a embarrar de azúcar a
los muchachos incluso si alguno le metía la cabeza a la pared y
se le formaba un huevo enorme y había que ponerle una peseta
embarrada de melao, a ver qué pasaba, si el azúcar tenía poderes
antinflamatorios y estaba loca porque los enanos crecieran y se
hicieran hombres y mujeres y se fueran a vivir a casa del carajo y
la dejaran disfrutar la vida.
Pero la tía no tenía de qué quejarse en realidad porque el tío
Abel era el que les preparaba el manyé a los muchachos. El
manyé era lo que hubiera, y podía ser, si la cosa estaba muy
mala, por ejemplo, a fin de mes, un vaso de agua de azúcar, pero
casi siempre era harina o arroz pelado o con cebolla o guineítos
duros como piedras, o un huevo o un picadillo que tía odiaba, y
en eso era como mi padre, que siempre decía: este gobierno nos
da comida de perros, estábamos mejor cuando Trujillo, y aunque
tía no decía eso, se negaba igual a comer, horror, esos trozos de
pellejo con sangre. Pero los enanos y yo no andábamos con tanta
finura y nos atracábamos todo, lamíamos el plato y aún
queríamos que hubiera más comida de perros, jau, más sangre y
pellejos, que éramos unos perros muy hambrientos, grrrrr. A
veces el manyé mejoraba, cuando pasaba alguno de los amigos
de tía Josefina, y nos dejaban caer un pedazo de pollo y un galón
de aceite y unos plátanos de verdad, maduros, y el barrio se
llenaba del olor del pollo frito, de los plátanos fritos y los enanos
parecían enloquecer y sonábamos los platos, para fastidiar, y
oíamos a los vecinos decir bajito, óiganlos, están cenando como
reyes.
Por las noches acostumbraban quitar la luz y era difícil
controlar a los enanos, que aprovechaban para desaparecer de
los cuartos y tío Abel iba a zancajearlos por todo el vecindario,
pero los enanos eran más vivos que Blancanieves y se le
escurrían y el pobre regresaba a pedirme ayuda y después de
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prender dos lámparas salíamos a practicar mi deporte favorito: la
caza de enanos. Tío Abel buscaba generalmente en el lugar
equivocado o en el momento equivocado, por lo que varias veces
creía que atraparía a uno de sus enanitos en el excusado y,
sorpresa, se encontraba con la Bruja cagando, que la Bruja era
una vieja loca que le daba de comer a casi todos los perros del
barrio, y a esa hora le daba por defecar y era una Bruja
estreñida, la pobre. La gente se reía en la oscuridad cuando oían
el grito de la Bruja y ya sabían que era que el tío Abel la había
confundido con uno de sus enanitos, y le gritaban: ¡Brechero!,
porque sabían que eso ponía al tío con un pique terrible, el coño
de la madre, a ver quién sale. Y nadie salía, pero se oían los
cuicuicui en la oscuridad, a los tipos muertos de risa. Yo
aprovechaba para darles tiempo a los enanos a que se
escondieran bien, porque cuando los encontrara había que
traerlos hasta los cuartos y tío los tiraba en la cama y ya no
podían moverse, a dormir todos, pero no hay nada peor a que te
manden a dormir, porque enseguida se te quita el sueño, aunque
te pongas a contar miles de ovejas o enanos saltando la cerca, y
entonces te pones a pensar que estará haciendo tu madre loca en
el Psiquiátrico, que en la oscuridad uno solo piensa en cosas
tristes, en cuántos electroshocks le habrán dado para que se le
arregle el juicio, y en mi padre que no ha venido a verme ni una
vez, si estará en la fábrica, y qué les habrá dicho a la Policía, si
habrá declarado que mamá quiso quemarnos vivos cuando
quemó la casa, y si los guardias esperan que los electrochoks
sanen a mamá para llevársela presa. Esas boberías las pensaba
uno cuando no había luz de noche y no quedaba otro remedio
que acostarse, o sentarse afuera, en las aceras de los vecinos,
que siempre miraban como si uno estuviera planeando robarles
algo, o me ponía de acuerdo con tío Abel para vengarnos de sus
enemigos y por la mañana se oían las palabrotas de los hombres
y los gritos de asco de las mujeres, quién sería el degenerado que
se había cagado en su puerta, y tío paraba lo que estaba
haciendo y me picaba el ojo, como diciéndome, ¿no querían
guerra, eh? Por eso, cuando los enanos se le escapaban a
Blancanieves, yo los dejaba esconderse un rato, y después salía a
buscarlos y chillaban cuando les daba el susto, ¡te encontré!,
aunque era posible encontrárselos en los sitios más increíbles:
dentro de un zafacón, comiéndose la tierra del pasillo, o
queriendo huir al otro lado del mundo por el hueco del excusado.
A la falta de corriente, el calor insoportable y los parásitos que
les hacían rascarse sin piedad y no los dejaban dormir en toda la
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noche, había que sumar los mosquitos. Miles, millones. Nada
más se oían los manotazos, como si aplaudieran el discurso de
un fantasma. Casi todos los enanos eran alérgicos a las picadas;
por eso amanecían llenos de ronchas, y tía Josefina venía con
una cara jubilosa a repartir melao a diestra y siniestra, y no
había enano que quedara sin chorrear azúcar, que quién se podía
negar a tía Josefina, porque aunque era una negra culta no se
olvidaba de que seguía viviendo en villa Paraíso y cuando algún
enano se salía de la órbita los ponía a decir sí señora y no señora.
Y en esos momentos tío Abel no decía ni media palabra, se
escondía en el cuarto para que ella no se la cogiera con él y le
cantara lo inútil que era. Pero una noche tía Josefina embarró
demasiado a sus enanos, y al amanecer, un grito de horror se
escuchó en el barrio. Tío Abel, al despertarse, vio que un ejército
de hormigas, dispuestas para la batalla, había ocupado el primer
cuarto, subido las horquetas y rodeado a los enanos. Tío Abel
contaba a los vecinos que las hormigas se llevaban a su niña
aria, que una mano de hormigas la bajó por los horcones y el tío
la salvó en el pasillo, aunque tuvo que enfrentarse a un enemigo
bien armado que lo picó sin piedad, y allí estaban las ronchas en
sus brazos y piernas, miraran si no era cierto. Y a partir de ese
momento la niña aria adquirió fama de milagrosa, porque ni una
sola hormiga la había picado, aunque algunos no dejaban de
decir que tío Abel, aparte de cuernero era el peor mentiroso de la
tierra.
Desde ese día, la negra más culta del barrio dejó de
experimentar con los enanos de Blancanieves. Fue un alivio para
los muchachos y una desgracia para tío Abel, porque la tía volvió
a perderse en sus guardias, turnos rotativos y jornadas médicas.
Los vecinos, por fastidiar, le preguntaban al tío dónde estaba su
mujer, y él respondía que donde la Patria y el Partido necesitaran
que alguien diera el frente, y los vecinos decían, claro, y después
sus mujeres cuchicheaban, la negra no estaba dando
precisamente el frente, pobre hombre. Pero tal vez en el fondo
envidiaban a tía Josefina, porque no era un secreto para nadie la
enorme diferencia en altura, grosor y profundidad entre los
traseros chupados de ellas y el nalgatorio fantástico de la negrita
de Abel. Y a lo mejor todos los tipos le tenían tremenda envidia al
tío, porque ninguno se había podido anotar a la tía, y se les
salían los ojos cuando la veían salir en chores a tender su
uniforme de enfermera y la baba les chorreaba cuando ella se
inclinaba a recoger algo, y murmuraban está buena la cabrona.
Lo que ellos no sabían era que la negrita de Abel no se dormía
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fácil de noche, y tío siempre tenía que decirle cositas, abrazarla,
negrita, y ella lanzaba un ruido, como si chupara caña, ay
negrita, y la cama empezaba a traquear, ayminegrita, y parecía
que tío Abel iba a gotear, aynegritademivida, y la cama a
desbaratarse AY MI NEGRA y la tía se ponía furiosa, coño, a
llorar, hombrecito de mierda, a maldecir a tío Abel, que eso no se
le hacía a una mujer cuando más embullada estaba, mira que su
madre le había advertido no se casara con este pendejo, y se
escuchaba un gran silencio que rompía en el otro cuarto algún
enano rascándose. Tía Josefina se tiraba y se sentía que estaba
furiosa por la forma de poner la ponchera en el piso, muy cerca
de mí, tan cerca que era imposible dejar de ver a la tía en cueros
aunque me espantaba pensar si me descubría, pero ella tenía
tanta rabia que no se daba cuenta y se agachaba y casi me ponía
en la cara su cuerpazo fantástico y ya yo no podía dormirme ni
hacerme el dormido y me babeaba como los hombres del barrio,
porque no había cosa igual a la montaña mágica de tía Josefina,
mientras ella se lavaba, diciendo algo entre dientes. Y cada vez
que se echaba agua el mundo se movía y la noche olía a pescado
y a cloro y no me dejaba pensar.
En los días que no había qué comer, tío Abel se acordaba del
milagroso almíbar de la tía, ponía a los enanos en círculo como si
fuera a enseñarles la cosa más importante del mundo, y
preguntaba: ¿Quién quiere tomar la coca cola de los pobres? Y
todos los hijos de tía gritaban: ¡Yo!, y hasta el alien sonaba:
¡Glup!, porque cuando el hambre aprieta hasta los marcianos
saben que el que no grita no mama. Y allí iba tío Abel y en un
jarro grande echaba agua y como diez cucharadas de azúcar y
nos ponía a menear aquello por turnos, que la coca cola de los
pobres era un plato muy especial, y lástima que nadie vendiera
hielo en el barrio con estos apagones, ya estaba listo, a sentarse
en el piso a probar la bebida más rica del mundo. Los enanos se
la tomaban en un dos por tres, metían la lengua y los dedos en
los vasos y no quedaba ni una gota de azúcar, y los parásitos
saltaban de alegría y los enanitos se rascaban con furia y
felicidad, y pedían más, pero no había más, porque la coca cola
de los pobres era un plato muy delicado, y en exceso podía traer
enfermedades y eso sí el tío Abel no iba a permitírselo a ninguna
bebida, ni siquiera a la coca cola de los pobres.
Los enanos mayores entraron al liceo el mismo año y fue un
alivio porque eran, aparte de mí, dos cabezas menos a las que
prepararles algo de comer por el día. Cuando alguno de los
amigos de la negrita de Abel le regalaba un pollo, el tío preparaba
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una comida sabrosa, la echaba en una cantina y me decía que se
la llevara a Josefina, que estaba de guardia y a su negrita no le
gustaba la basura que cocinaban en el hospital. Me gustaba
llevarle la comida a la tía, para olvidarme un rato de los enanos y
coger calle y ver las casas que están detrás del hospital, unas
casonas que hicieron los gringos hace años, con entrada y césped
y unas marquesinas del tamaño de villa Paraíso, pero limpias y
brillantes que se podía comer en el piso. En esas casonas vivían,
según me había contado mi padre, los hijos, las mujeres o las
queridas de los políticos. Y era verdad, porque se veían algunas
yipetas parqueadas, y me acordaba de lo rico que sonaba el
cuchillo raspándoles la pintura, pero no podía rallarlos porque
hacía tiempo no tenía el cuchillo y además, casi siempre el chofer
estaba adentro, bostezando, y de pronto salía un jefe con cara de
jefe, resoplando porque no están acostumbrados a caminar y una
mujercita detrás, muy cariñosas, y se notaba que era una
querida por la forma en que se le pegaba a los chichos de las
barrigas, y ellos miraban el reloj porque a lo mejor tenían una
reunión, que había mucho mierda nueva que echarle al pueblo,
me hubiera dicho mi padre.
Después de mirar un rato las casas me metía en el hospital
por Emergencia, que allí todos me conocían porque era el sobrino
de la tía Josefina. El hospital era horroroso: uno podía perderse
fácil y caer de nuevo en el mismo pasillo o ir a parar a la Morgue
o a la sala de dementes, que tenía una reja delante y siempre
estaba cerrada. Me imaginaba a mi madre adentro, arreglándose
el juicio con los electroshocks, maldiciendo a todos los locos, los
partiera un rayo y se los tragara la tierra, o insultando a su
marido, por culpa del cual estaba en esa sala fingiéndose
trastornada para no estar presa, pues a mí no se me ocurría que
mi madre hubiera podido perder el juicio verdaderamente por el
simple hecho de haber querido quemar la casa, porque ese deseo
siempre lo había tenido, a menos que mi madre hubiera estado
loca toda la vida. Si me perdía dentro del hospital podía ver a
tipos con heridas de bala o de machetazos, mujeres cortadas con
cuchillos, niños quemados y viejitos quejándose y todo aquello
me enfermaba y sólo quería encontrar a la tía, entregarle la
cantina y salir a ver de nuevo las casonas americanas donde los
jefes nunca se quejaban, ni estaban enfermos, ni sangrando ni
les daban electroshocks. Y en los pasillos del hospital chocaba de
frente con un portero y con su cara de por aquí no se pasa, y oía
a la gente discutir con ellos porque eran más tercos que una
mula en el cumplimiento del deber, aunque tu madre estuviera
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boqueando un piso más arriba pidiendo ver al hijo antes de
morir. Y aunque me vieran a cada rato me decían a dónde vas
muchacho del coño, no es hora de visita; a ver a tía Josefina, y
cambiaban la cara un segundo y pasaba entre ellos, y la tía
estaba al doblar el pasillo, hablando en lo oscuro con un médico
gordo y con cara de jefe, ay sobrino, qué hacess aquí; mire,
doctorr, mi sobrino, muchacho, saluda al doctorr, y el doctor le
soltaba las manos a la tía y me las apretaba a mí, y la negrita de
Abel hablaba sonando todas las eses y las erres delante del tipo
para que viera cuán culta podía ser, y seguro no le había dicho
que vivía en villa Paraíso y tenía un marido y siete enanos que
vivían rascándose. Ay me trajiste la cena, así dijo, un momento
doctorr, y la tía me llevaba a una esquina y me decía ahora estoy
ocupada, ese hombre es el mejor especialista en cirugía y tiene
unas manos ma-ra-vi-llo-sas, me va a meter bisturí para
quitarme unas verrugas, pero no se lo digas al tío, que es una
sorpresa, ¿entiendes? Y yo entendía perfectamente, aunque no
podía comprender por qué el hombre de las manos maravillosas
estaba en lo oscuro con la negrita de Abel, con tantos pasillos
limpios y bien iluminados que había en el dichoso hospital, pero
ella me acarició la cara, cómete el pollo como si fuera yo y no
regreses tarde a casa, y ten cuidado con los blanquitos pájaros,
que a esta hora de la noche salen a cazar parejas.
Al salir me daba cuenta de que otra vez villa Paraíso estaba
sin corriente, como si hubiera una guerra, y no daban ganas de
ver las casonas americanas: no hay nada más triste que ver tu
propio barrio a oscuras. Regresaba arrastrando los pies. Los
enanos roncaban en su alegre casita del bosque y el tío Abel me
decía: ¿le gustó a mi negrita la comida? Yo miraba su cara
desfigurada por la vela, antes de responderle: se la comió toda.
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