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La verdad, Dios en el interior del hombre
Prenotando
En las afirmaciones que hacemos suponemos siempre que podemos conocer la
verdad, también en nuestras preguntas y dudas está contenida una relación con la verdad.
Pues si la pregunta tiene sentido, si no estuviera dada una cierta familiaridad con ella, no
podría preguntar por ella. Lo mismo vale para la duda. Cuando externo una duda, tengo
que saber algo en relación a la verdad. Este saber es para nosotros un criterio detrás del
cual no nos es posible retroceder. Si tomamos, por ejemplo, una afirmación que exprese
un escepticismo radical, como puede ser el de Nietzsche: “¿Qué son, pues, en último
término, las verdades del hombre? –Son sus errores incontrovertibles.” (El saber alegre
Nr. 265). Si se toma esta frase como la advertencia de una actitud crítica frente a
opiniones fijadas y prejuicios, entonces ha de ser tomada muy en serio. Sin embargo, en la
universalidad de su afirmación hay evidentemente una contradicción performtiva. En
efecto, se propone una afirmación que pretende ser verdad, en la que el contenido
proposicional de la expresión declara precisamente que tal contenido es injustificado. Será
importante no dejarse cegar por el arte de Nietzche para formular frases. Especialmente
en el caso de textos de este autor será importante atender a este aspecto. Nietzsche
mismo muestra su capacidad crítica frente a su propio perspectivismo: “El que nosotros,
conocedores de hoy, nosotros, ateos y antimetafísicos, también tomamos nuestro fuego
del espacio remoto que ha sido encendida por una edad de mil años, por aquella fe
cristiana, que también era la verdad de Platón según la cual Dios era la verdad, de que la
verdad era divina.” (El saber alegre, Nr. & 344). También la destrucción de toda
pretensión de verdad se sabe determinada por el pathos de una voluntad de verdad
incondicionda de reflexión ilustrada.
San Agustín, a Dios por la verdad
El comienzo lo constituye la cuestión acerca de la verdad para los escépticos, a
quienes les parece que una verdad absolutamente válida es inalcanzable. Agustín llega a
entender que encontramos en nosotros mismos la verdad: Noli foras ire, in te ipsum redi,
in interiore homine hábitat veritas” (De vera rel. 39, 72).
“En la verdad se enciende el fuego de la razón” (De vera religione XXXIX, 72). El
“fuego” no pertenece al alma, sino que constituye “la región de la verdad inconmutable”.
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Si encontramos la verdad en nosotros mismos, entonces no sólo encontramos el
conocimiento de nosotros mismos, sino que conocemos también verdades universal y
necesariamente válidas, y por tanto no sólo verdades sobre hechos (verdades
contingentes), sino también verdades racionales (necesarias), leyes del pensar y del ser
que se introducen como normas de nuestro pensamiento. Agustín piensa con Platón en
verdades lógicas, matemáticas y también éticas y metafísicas.
El lugar de las ideas es el Logos (según Juan 1,1), pero este Logos no es distinto de
Dios (en sentido platónico), sino que él mismo es Dios, es decir, -según lo que ya era
doctrina de la Iglesia- , es el Hijo de Dios, consustancial con Dios Padre. Esto muestra ya lo
mucho que la doctrina de San Agustín sobre el conocimiento está vinculada a la doctrina
teológica de la Trinidad (De Trin.), recibiendo de ella, por tanto, su fundamentación
última. La verdad atrae imperiosamente al hombre, atrae e impulsa a todas las mentes, es
“luz” o “fuego público” que se ofrece comunalmente. Por eso no puede ser considerada
“tuya o mía o de cualquier otra persona” (De libero arbitrio, II, c. XII, 33): “Tu verdad (de
Dios) no es mía ni de aquel ni de aquél, sino de todos nosotros.” (Confes. XII, c. XXV, 34).
“Si los dos vemos que es verdadero lo que dices y ambos vemos que es verdadero
lo que digo, y pregunta ¿dónde lo vemos? Ciertamente ni yo en ti ni tú en mí, sino que
ambos lo vemos en la misma verdad inconmutable, que está sobre nuestras mentes.”
(Confes. XII, c. XXU, 35).
Cuando yo capto una cosa como unidad, entonces la idea de unidad no tiene su
origen en la pluralidad de las impresiones sensoriales, sino que es anterior a ellas, como
verdad eterna que dirige nuestro pensamiento. Esa verdad no puede proceder del
pensamiento de nuestra razón (intellectus), porque también ésta se encuentra en
constante cambio. Agustín reconoce, como Platón, un elemento “apriórico” del
conocimiento. Éste reside en las ideas eternas, que están previamente dadas como
condiciones normativas, pero que no subsisten en sí mismas, como en Platón, sino que
exigen una razón absoluta e inmutable de su validez. Y esa verdad está en Dios, que es la
verdad eterna misma (ipsa veritas aeterna).
Si el deseo y el amor de la verdad es patente, irrenunciable y universal en el
hombre, ello quiere decir que ella misma está presente de alguna manera en él.
Agustín conecta con la idea platónica del conocimiento como “recuerdo” de un
previo conocer. “No sería posible este amor a la verdad “si no existiese conocimiento
(noticia) de la misma en el recuerdo (memoria) (Agustín Confes. X, c. XXIII, 33).
Es siempre la verdad la que impulsa y conduce al hombre a convertirla en
conocida. Quien dice “no saber” considera al menos verdadera su propia aseveración.
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“Conoce el insipiente la sabiduría. Ya que no estaría seguro de querer ser sabio y de que
ello es conveniente, si la noción de sabiduría no fuera inherente a su mente.” (De libero
arbitrio II, c. XV, 40).
La duda acerca de la verdad se basa en presupuestos indubitables. El que duda, “si
duda, entiende que duda; si duda, quiere estar en lo cierto; si duda, piensa; si duda, sabe
que no sabe; si duda, sabe que no debe dar su asentimiento a la ligera.” (De Trin, X, c. X,
14).
“Me he encontrado a muchos que quieren engañar, pero a nadie que quiera
engañarse.” La naturaleza racional rechaza la falsedad” Enchiridion, c. XVII: PL 40,
240).
La doctrina neoplatónica de la emanación regresa en Agustín como iluminación.
Conocemos verdades eternas porque Dios, como la fuente que es de toda luz, “ilumina” el
alma y hace que “resplandezca” en ella la verdad. No se trata de una iluminación mística,
sino de la luz de la razón, que es esencialmente de todo espíritu, incluso el espíritu finito.
Se trata de cierta emanación, como irradiación de la verdad sobre seres espirituales
finitos.
En síntesis, la estructura misma inconmutable de la verdad fundamentante,
presente en cualquier modo de conocimiento humano, es una clara huella de la divinidad,
de su absolutez e infinitud. El hombre está así “iluminado” en su conocimiento no por sí
mismo, sino por su “participación en la verdad sempiterna” (En. In psalm. CXVIII, Semo
XXIII, 1). La “sabiduría de Dios” es el verdadero “sol interior” de la mente. (En. In psalm.
VI, 8. El Dios de Agustín es o la misma verdad o aquello que la posibilita.
“Si hay algo superior, eso es Dios; si no lo hay, la misma verdad es ya Dios.” (De
libero arbitrio II, c. XV, 39).
En San Agustín toda aspiración a conocer a Dios –tanto filosófica como
teológicamente- está sustentada e impulsada por un profundo anhelo de Dios y
por el amor a él. El amor supone al Dios personal, es entrega religiosa de amor
personal a ese Dios, que es el amor mismo.
La orientación a un Ser-verdad que nos rebasa1
En el saber acerca de la verdad, estoy orientado a un horizonte último de lo que
“es”, es decir, del ser, que propiamente ya no es otro horizonte, sino el ser absoluto en sí.
Sólo este puede garantizar el carácter incondicionado a partir del cual puedo pensar,
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Cf. Josef Schmidt, Philosophische Theologie, Grundkurs 5, Ed. Kohlhammer, Stuttgart, pp. 103-104
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reconocer e identificar lo condicionado. Sólo este incondicionado es al mismo tiempo lo
que posibilita tanto el conocimiento subjetivo como el objetivo, al conocedor como a lo
conocido. Si lo incondicionado fuese mera facticidad (contingente) y con ello, limitación,
el horizonte dado con ello no sería nunca la posibilitación del verdadero conocimiento,
dado que a partir de él sólo podría darse la constatación y determinación en el sentido de
delimitación. Lo incondicionado mismo no sería cognocible. De serlo, debería haber un
horizonte aún más abarcador. Sólo un horizonte último e incondicionado, imposible de
ser limitado, que sea subjetivo y objetivo y ambas cosas en uno, puede garantizar el
conocimiento de la verdad y hace comprensible que, en absoluto, podamos preguntar por
ella.
El incondicionado que presuponemos no es objetivable. No estamos en
condiciones de tomar distancia respecto de él. Pero cuando podemos pensarlo, parece
que eso puede significar que entramos en una distancia respecto de él, como ocurre cada
vez que, en la captación de un objeto por parte de un sujeto, éste se ha de “distanciar” de
él. Así es como lo incondicionado no puede “distanciarse” de nosotros. ¿Significa eso que
es imposible pensarlo? Esto sería igualmente contradictorio. La salida consiste en pensar
lo incondicionado en su peculiaridad. La reflexión puede llegar hasta aquello que subyace
a toda reflexión. Al mismo tiempo ha de comprender que éste no es un objeto del
pensamiento como cualquier otro. Sólo de forma indirecta, en el conocimiento de una
condición, dada desde siempre, de todos mis actos espirituales, sobre los que puedo
reflexionar –como el conocimiento y la decisión libre- puedo pensar lo incondicionado.
Para distinguir este tipo especial de pensar de un pensar que comprende a un
objeto (comprehendere), San Agustín habla de un pensar que es un mero “rozar”
(attingere, Cf. Confesiones IX, 10. 24). Lo incondicionado me es demasiado cercano como
para poder representármelo. Sostiene y orienta al acto de pensar y, por esa unidad con él,
no puede convertirte en objeto a través del pensar mismo. Me es más interior que la
potenciación de la realización de mi yo y está presente en él. Pero precisamente por eso
no puedo, últimamente, objetivarlo, como no puedo objetivar mi yo. Cuando objetivo mi
yo, lo contrapongo a mí a través del conocimiento, entonces eso lo hago “yo”, y no soy el
mero objeto de mi conocimiento. Así, resulta que el yo se halla en “contacto” inmediato
con lo incondicionado a través de esta vinculación y unidad con él, y por ello me es como
él plenamente conocido y familiar, y sin embargo, privado a mi alcance cognoscitivo. Esta
peculiaridad del ser incondicionado se ilustra, de forma significativa, en el pensamiento
del maestro Eckhart, de Descartes y Karl Rahner
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Preguntas para trabajar en clase:
1. ¿Cuál es la diferencia entre subjetividad e interioridad?
2. ¿Cuál es la fuerza de este argumento y cuál es su debilidad?
3. Menciona dos ejemplos que puedan reforzar lo que afirma San Agustín y dos que
puedan llevar a refutarlo.
4. ¿Cómo entiendes el fundamento ontológico y gnoseológico del argumento de la
verdad que propone Agustín?
5. Formula un argumento parecido en términos actuales que pudiera ser cercano a la
mentalidad y la sensibilidad relativista actual.
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