Descarga - Parroquia de Santiago

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Un enamorado de la Eucaristía (Beato Manuel
González García)
Un deseo
Pido ser enterrado junto a un Sagrario, para que mis huesos, después
de muerto, como mi lengua y mi pluma en vida, estén diciendo a los
que pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No dejadle abandonado! Madre
Inmaculada, San Juan, Santas Marías, llevad mi alma a la compañía
eterna del Corazón de Jesús en el cielo. Estas palabras fueron escritas
por monseñor González García para que fueran el epitafio de su
sepulcro: una petición y un mensaje, centrados en el amor eterno de
su alma: Cristo, oculto y vivo en la Sagrada Eucaristía.
En junio de 1993, el papa Juan Pablo II, con motivo de la clausura del
XLV Congreso Eucarístico Internacional, hizo referencia a este
enamorado de Cristo Sacramentado: Aquí en Sevilla es obligado
recordar a quien fue sacerdote de esta Archidiócesis, arcipreste de
Huelva, y más tarde obispo de Málaga y de Palencia sucesivamente:
Don Manuel González, el Obispo de los sagrarios abandonados. Él se
esforzó en recordar a todos la presencia de Jesús en los sagrarios, a
la que a veces, tan insuficientemente correspondemos. Con su
palabra y con su ejemplo no cesaba de repetir que en el sagrario de
cada iglesia poseemos un faro de luz, en contacto con el cual
nuestras vidas pueden iluminarse y transformarse.
Seise en la catedral de Sevilla
Manuel González nació en Sevilla, al tiempo de la Restauración
monárquica, el 25 de febrero de 1877, y fue bautizado seis días
después en la parroquia de San Bartolomé y de San Esteban. Recibió
por vez primera a Jesús en la Hostia Santa el día 11 de mayo de 1886,
y el sacramento de la Confirmación, el 5 de diciembre del mismo año.
Hizo sus primeros estudios en el colegio catedralicio de San Miguel,
donde se formaban y estudiaban los famosos seises de Sevilla. En
aquella etapa de colegial fue imprimiéndose en su alma el amor a la
Virgen Inmaculada y la devoción al Santísimo Sacramento. Además
siente la llamada de Dios y quiere ser sacerdote. Cuando tenía doce
años, en octubre de 1889, ingresa en el Seminario. El 21 de
septiembre de 1901 recibió la ordenación sacerdotal de manos de su
arzobispo, don Marcelo Spínola, que hoy día es venerado en los
altares como beato.
Arcipreste de Huelva
El 1 de marzo de 1905 don Manuel es nombrado cura ecónomo de la
parroquia de San Pedro de Huelva. Y tres meses más tarde, arcipreste
de la capital del Tinto y del Odiel. Según diría tiempo después era
Huelva una ciudad por aquel entonces agria como sus ríos
mineralizados, más laica que cristiana, más agria que dulce. Al final
de sus días, comentó de sus diez años en la capital onubense:
Constituyen el fin de mis afanes, la ocupación y preocupación de mi
ministerio y el más dulce de mis consuelos espirituales.
Al llegar a su nuevo destino experimentó una inmensa desolación.
Huelva era entonces, en términos pastorales, una ciudad difícil. Los
sectores hostiles a la Iglesia Católica habían hecho una siembra
abundante de cizaña en medio de una escasa cosecha de trigo. La
acción conjunta del laicismo masónico, las injusticias sociales, la
influencia protestante, y los brotes violentos del extremismo
anticlerical, había debilitado de forma alarmante la vida religiosa de la
ciudad. Y además, había que añadir las divisiones entre los católicos y
la relativa indolencia de quienes estaban obligados al cultivo intenso
de la piedad. Como consecuencia de todo esto, la indiferencia
religiosa era creciente y llamativa. Encontró don Manuel por todas
partes caras agrias, huidizas. Los transeúntes le negaban el saludo,
aunque para ello fuera necesario cambiar de acera. Y para colmo, los
niños, en su agresividad, le llegaron a apedrear.
Cuando fue por primera vez a su nueva parroquia, aún de
madrugada, encontró cerradas las puertas de la iglesia. No estaba el
sacristán, el cual llegó -y sin prisas- a las ocho. Al ser interrogado por
el joven sacerdote por la tardanza, la respuesta fue
desoladora: ¡Cómo se conoce que es usted novicio! Aquí la gente no
madruga y los de la iglesia, ¿por qué vamos a madrugar? El párroco
hizo saber al sacristán que a partir de aquel día él mismo se
encargaría de abrir el templo.
Sólo tres mujeres asistían a la misa del alba. Comuniones, ninguna.
Confesiones, ni por asomo. Por más que se sentaba en el
confesionario, en vano esperaba la llegada de penitentes. ¡Y la
Parroquia de San Pedro tenía 20.000 feligreses!
Le refirió a don Marcelo Spínola, en la primera visita que hizo a su
arzobispo ya como párroco de San Pedro, las primeras impresiones de
su estancia en Huelva y le contó como los chiquillos le tiraban
piedras, y casi siempre con buena puntería. El ya cardenal Spínola
-desconcertado- le preguntó: Y ¿qué hace usted cuando le tiran
piedras? -Pues sencillamente torearlas, respondió con desenvuelta
metáfora taurina. Me vuelvo hacia mis apedreadores y ando hacia
atrás y así puedo ir hurtando el cuerpo y sobre todo la cabeza a las
“almendras” con que me regalan mis nuevos y menudos feligreses.
Labor de buen pastor
Ante aquel panorama, en medio de aquella selva de odios,
indiferencias, aislamientos y peligros de la vida del cuerpo y del alma,
no acababa de obtener respuesta decisiva y clara, pero no se
amilanó. Nada de cruzarse de brazos ni de ceder al desaliento, ni de
lamentos inútiles. Puso su confianza en Dios, empezó a trabajar y,
sobre todo, rezó. ¡Cuantas horas largas de oración fecunda,
silenciosa, estuvo ante el Sagrario de su parroquia! Del trato filial con
Dios sacaría las fuerzas. Sabía que contaría con la ayuda
todopoderosa del Señor para hacer frente al poder de las tinieblas. Y
en el Sagrario buscaba la potencia divina del Salvador, la presencia
del Padre omnipotente y el impulso del Espíritu Santo.
En primer lugar, después de planificar su horario de misas y
confesiones, se dedicó a atender a los católicos onubenses
practicantes, a los de dentro, intensificando la gran arma de la
evangelización, la predicación. Aprovechó el tiempo litúrgico de la
cuaresma para organizar una tanda abierta de ejercicios espirituales.
Preparó con sumo cuidado las homilías de los siete domingos de San
José, en los cuales el número de los asistentes a Misa y de las
comuniones crecía, y los sermones de la Semana Santa.
Una vez atendidos a los fieles practicantes, el siguiente paso fue salir
en busca de los que estaban alejados. Y como el padre de la parábola
evangélica amaba y atendía por igual y al mismo tiempo al hijo
pródigo y al hijo mayor, al que se fue y al que se quedó.
Especial atención dedicó a los feligreses enfermos, empleando las
primeras horas de la tarde para visitarlos. Si eran buenos católicos,
para confirmarlos en el valor apostólico y purificador de la
enfermedad cuando se acepta. Si vivían alejados de la práctica
religiosa, para atraerlos. En uno y en otro caso, para llevarles
consuelo y ayuda. Es muy buena cátedra -escribió- la cabecera de un
enfermo y son muy buena recomendación la amabilidad y dulzura
con que se le trate.
Los niños
Desde el primer momento su desvelo pastoral estuvo encaminado a
la catequesis de los niños, pues la infancia estaba abandonada
espiritualmente. El alma de los niños había sido envenenada por el
mal ejemplo de los mayores y por la espesa niebla del odio. Los niños
no acudían a la iglesia, no recibían formación cristiana, huían del
cura. Y don Manuel decidió salir en su busca como un padre, sin ira,
con cariño, olvidando pedradas pasadas y recientes, y siempre
sonriendo. Y el panorama cambió. Roto el hielo y el odio, los niños
comenzaron acercándose al párroco, y él les fue instruyendo en la fe.
Y aquellos chaveas acabaron por ir a la iglesia. Todas las tardes,
después de visitar a los enfermos, el párroco se dedicaba a charlar
con los niños. Y a jugar con ellos. Y a reírse.
Este desusado acercamiento del sacerdote a la chiquillería levantó
algunas críticas amistosas. Para algunos había que mantener siempre
la distancia propia de la dignidad de un arcipreste. Y éste, contestaba,
sin perder el buen humor:Pero, señores, ¿en qué canon se les manda
a los curas el tener cara de juez? En otra ocasión iba acompañado de
uno de estos amigos que le había criticado su forma de tratar a los
niños. Llegaron a un corralón y enseguida acudieron los rapaces. Don
Manuel les mostró una estampa del Sagrado Corazón de Jesús.¿Quién
es Éste?, preguntó. ¡El Corazón de Jesús!, respondieron los críos. ¿Le
queréis?, indagó el sacerdote. ¡Mucho!, gritaron todos. Dirigiéndose a
su amigo, añadió el párroco de San Pedro: Porque estos niños
conozcan al Corazón de Jesús y le tiren besos, soy yo capaz de ir a la
China, si fuera preciso.
En la catequesis procuró inculcar en el alma de los niños el amor a
Jesús Sacramentado. Una vez interrumpió su explicación del
catecismo para preguntar a los golfillos por qué había que comulgar,
recibir con frecuencia al Señor. Muchos permanecieron callados, otros
dijeron tonterías. Por fin, un gitanillo, con churretes por la cara,
dijo: Porque “pa” quererlo hay que “rosarlo”.
Otro día, pedía a los chiquillos una explicación a las palabras del
leproso del Evangelio. Por qué este hombre habló tan poco y sólo con
un si quieres logró todo un milagro: Señor, si quieres me puedes
limpiar. ¿No habría sido mejor que hubiera dicho: Señor, como eres
tan poderoso, como eres Hijo de Dios, como has hecho tantos
milagros, como tienes tanto talento u otra razón parecida, ¿me
puedes limpiar? Pero el enfermo no invocó su poder, ni su divinidad,
ni su sabiduría, sino sólo su querer. Los niños callaban. ¿Por qué el
éxito de una oración tan chiquita? ¿Cuál era el secreto? Silencio. ¿Por
qué eso de buscar milagros en el querer del Señor? Después de esta
serie de interrogantes, una manecilla se levantó, y un crío rompió el
silencio: Que “ar Señó” hay que pillarlo por su Corazón…
Para la educación de los niños abandonados y perdidos en el clima de
ociosidad, ignorancia, odio y perversión, ideó una gran operación
escolar, que, en relativamente poco tiempo, se hizo realidad. Y
surgieron las primeras Escuelas, las del barrio de San Francisco, y,
más tarde, las Escuelas del barrio de El Polvorín.
Y los frutos no tardaron en llegar, según se pone de manifiesto en dos
anécdotas contadas por el propio arcipreste:
Una tarde, un grupo de niños entraba y salía con frecuencia en la
iglesia que está junto a las Escuelas. Más que jugar parecía que
estaban ganando el Jubileo.
-¿Qué hacéis, chiquillos, entrando y saliendo tanto de la iglesia?
-Estamos haciéndole al Corazón de Jesús unas cuantas visitas para
que le duren toda la noche.
La otra tiene lugar en la parroquia. Don Manuel se pasea por el
porche, cuando dos niños de las Escuelas se le acercan con algo de
timidez y dubitativos. El arcipreste les pregunta:
-¿Qué traéis con ese aire de parlamentarios?
-Que queríamos que nos diera usted permiso para pasar toda la
noche en el Sagrario.
-Chiquillos, ¡toda la noche!
-Sí, señor; ya tenemos permiso de nuestras madres y traemos aquí
en el bolsillo pan y queso para comérnoslo antes de las doce. Y
vendrán con nosotros Fulano y Zutano, hasta nueve.
No hubo más remedio que ceder. Allí se quedaron en vela de amor
junto al Sagrario de su Escuela ¡toda la noche! y con ellos algunos de
sus maestros. Los golfillos se iban convirtiendo en ángeles
adoradores de la Eucaristía.
Con gozo pudo testimoniar don Manuel: De aquellos barrios
misérrimos surgieron a los pocos años vocaciones religiosas y cuatro
muchachos en la adolescencia morían como podrían morir los
ángeles si estuvieran sujetos a la muerte.
Muchas eran las actividades apostólicas que desarrollaba
simultáneamente y todas ellas sin excepción con una nota común: el
amor y el servicio a los pobres desde la fe y el ministerio sacerdotal.
Estaba bien sensibilizado por las cuestiones sociales. Cuando en
1913, con un invierno durísimo que azotó a la población y los ríos
Tinto y Odiel desbordados, y para colmo de males, los mineros que
se declaran en huelga por tiempo indefinido, hizo su aparición el
jinete apocalíptico del hambre, el arcipreste se lanzó literalmente en
persona a la calle para mendigar. Ordenó que en las Escuelas se
dieran vales de comida a todos los niños de quienes se sepan pasan
hambre en sus casas. Organizó peticiones de ayuda en las calles, que
él mismo dirigió, acompañado de un buen número de feligreses.
Alma de Eucaristía
La gran pena de su corazón era la triste situación del Señor
Sacramentado en muchísimos Sagrarios. Él, que ha pedido siempre
en favor de los niños pobres y para los pobres abandonados, un día -4
de marzo de 1910- habla a un grupo de mujeres de la feligresía en
favor del más abandonado de todos los pobres: el Santísimo
Sacramento. Abandonado y pobre por el tratamiento y el olvido con
que los hombres le desatendemos. Su voz se hace fuego porque
quiere quemar el corazón de sus oyentes. Hay pueblos, y no creáis
que allá entre los salvajes, hay pueblos en España en los que se
pasan semanas, meses, sin que se abra el Sagrario; y otros en los
que no comulga nadie, ni nadie visita el Santísimo Sacramento; y en
muchísimos, si se abre es para que comulgue alguna viejecita del
tiempo antiguo. ¿Qué mayor abandono que estar solo desde la
mañana a la noche y desde la noche a la mañana? (…) Jesucristo en
el Calvario, abandonado de Dios y de los hombre por quienes se
inmola, ¿no se parece mucho al Jesucristo del Sagrario abandonado,
no de Dios, que lo impide su estado glorioso, pero sí de los hombres
por quienes se inmola constantemente? Si hay alguna diferencia es
desfavorable para su vida de Sagrario. En el Calvario siquiera había
unas Marías que lloraban y consolaban; en esos Sagrarios de que os
he hablado, ¡ni eso hay!
Y con fuerza hace un llamamiento, una invitación urgente, radical,
incitante: Yo no os pido ahora dinero para niños pobres, ni auxilio
para los enfermos, ni trabajo para los cesantes, ni consuelo para los
afligidos; yo os pido una limosna de cariño para Jesucristo
Sacramentado; un poco de calor para esos Sagrarios tan
abandonados; yo os pido por el amor de María Inmaculada, Madre de
ese Hijo tan despreciado, y por el amor a ese Corazón tan mal
correspondido, que os hagáis las Marías de los Sagrarios
abandonados. Y la respuesta afirmativa no se hizo esperar en
aquellas almas que le escuchaban.
Las Marías de los Sagrarios
Aquel 4 de marzo se había puesto el germen inicial de la
Asociación Las Marías de los Sagrarios. Fue su principal obra,
dedicada a la adoración de Cristo Sacramentado. El objetivo esencial
era procurar que no hubiera ningún Sagrario abandonado.
Si en el Calvario estuvieron las Marías, también estuvo iuxta crucem
Iesus, Juan, el discípulo amado. Estaba, pues, claro que la Asociación
debía extenderse también a los varones. Y éstos, nuevos Juanes,
también acompañarían a Jesús en los Calvarios eucarísticos. En 1913
el arcipreste pudo decir con gozo que de los diez Sagrarios que había
Huelva, en siete de ellos el Señor estaba acompañado todo el día.
Obispo de Málaga
A finales de 1915 es preconizado obispo auxiliar de Málaga. Cuando
llegó a Huelva, apenas se comulgaba. Tres años después se
repartieron 109.425 comuniones, y el año de su partida para el nuevo
destino, 191.747. El grano de trigo hundido en la tierra de Huelva
había dado su fruto.
El 16 de enero de 1916 fue consagrado obispo en la catedral de
Sevilla. Y el 25 de febrero entraba en Málaga. Un año después, era
nombrado Administrador Apostólico de la diócesis, al retirarse el
obispo residencial, debido a sus muchos achaques y edad avanzada.
El 22 de noviembre de 1920, Benedicto XV le nombra obispo
residencial de la diócesis malacitana. El 11 de mayo de 1931 son
quemados en Málaga más de veinte conventos e iglesias, y asaltado e
incendiado el Palacio episcopal. Al día siguiente, monseñor González
sale de Málaga, donde corre serio peligro su vida, para refugiarse en
Gibraltar.
Durante cuatro largo años el obispo gobernará su diócesis desde el
destierro, primero en Gibraltar, después en Ronda, y por último desde
Madrid. En esta capital ordenó el 15 de junio de 1935 a catorce
presbíteros, de los cuales siete cayeron víctimas del furor de
persecución roja en el segundo semestre de 1936. A él se refería san
Josemaría Escrivá cuando escribió: “¡Tratádmelo bien, tratádmelo
bien!”, decía entre lágrimas, un anciano Prelado a los nuevos
Sacerdotes que acababa de ordenar (Camino, n. 531).
Traslado a Palencia y muerte
El 5 de agosto de 1935, Pío XI, después de desligarle de la diócesis de
Málaga, le nombra obispo de Palencia. Pocos años está en la ciudad
castellana. El 4 de enero de 1940 el obispo de Palencia, el antiguo
arcipreste de Huelva, el seise de la catedral sevillana, fallecía en
Madrid, en olor de santidad.
El 29 de abril de 2001 el papa Juan Pablo II lo beatificó en la Plaza de
San Pedro de Roma.
DORA DEL HOYO LEON
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