Minería y resistencias en América Latina. ¿Hacia el post

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Padilla, Cesar, "Minería y resistencias en América Latina. ¿Hacia el post-extractivismo
y el buen vivir?", Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL),
Madrid, España, 11 de agosto de 2011.
Consultado en:
http://www.omal.info/www/spip.php?article4146
Fecha de consulta: 18/06/2012.
El incremento de las actividades mineras en América Latina no ha cesado desde
mediados de los 90. La región atrae cerca del 27 por ciento de las inversiones en este
sector y hay muchos proyectos por comenzar. Varios países basan sus exportaciones en
la minería y otros de la región intentan sumarse a esta lista.
Chile y Perú encabezan el ranking de los países mineros por excelencia, mientras
Colombia intenta poner en marcha su “locomotora minera” para ser parte del club y
Argentina lucha por competir por las inversiones de las grandes transnacionales del
rubro. Bolivia, país tradicionalmente minero, ha logrado este año dinamizar su
anquilosado sector, alcanzando cifras de exportación de minerales que comienzan a
acercarse a las de exportaciones por hidrocarburos. Un esfuerzo por nacionalizar la
minería y reformar leyes sectoriales intenta dar nuevos bríos a la actividad, cada vez
más en manos del Estado.
La tentación minera
Lo cierto es que la minería ha ido formando parte de las estrategias extractivas de la
mayoría de los países de la región, independientemente de la orientación política de sus
gobiernos y de si han sido o no tradicionalmente países mineros.
El escenario económico internacional, por otro lado, ha sido propicio para el
fortalecimiento de la actividad minera por la alta demanda de minerales por parte de los
países asiáticos, lo que ha elevado el precio de metales no preciosos, como el cobre, a
cifras históricas. Además, en tiempos de crisis el oro se convierte en valor refugio y
aumenta su demanda en la medida que protege los activos en moneda frente a una crisis
monetaria generalizada.
Tanto la orientación extractivista de la casi totalidad de los países de América Latina
como el comportamiento de los mercados internacionales, tendientes al crecimiento de
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la demanda y de los precios, han ido consolidando un escenario propicio para una
mayor expansión de la minería en la región.
Los diferentes países han optado por aprovechar este escenario para lograr mayores
ingresos por atracción de Inversión Extranjera Directa y exportaciones de minerales,
acentuando en muchos casos el rol primario exportador con escaso valor agregado.
A pesar de las señales que indican que en muchos casos el extractivismo puede
provocar la llamada enfermedad holandesa [1] y que la abundancia de materias primas
está asociada a una suerte de maldición que perpetúa la pobreza y la dependencia [2], la
mayoría de los gobiernos están apostando por esta estrategia de crecimiento económico,
ya sea para aumentar el crecimiento o para pagar deudas sociales, en el caso de los
gobiernos de izquierda.
Rechazo de las comunidades y resistencias
Por otro lado, la presión sobre los territorios ha ido provocando cada vez mayores
rechazos de las comunidades locales y más conflictos con las empresas mineras y los
Estados. Los indudables y ya conocidos impactos provocados por la minería han
permitido que cada proyecto esté siendo acompañado de un rechazo comunitario. La
percepción, cada vez más generalizada, de que la minería afecta al ambiente, agota las
fuentes de aguas, contamina el entorno y está llena de peligros por las sustancias tóxicas
que utiliza, hace que el cuestionamiento crezca de manera constante.
Si sumamos las promesas y engaños sobre desarrollo, empleo y dinamización de las
economías locales, además del atropello a los derechos humanos, la imposición de
proyectos, la criminalización de la oposición a la actividad, los desplazamientos
forzados o la ocupación de territorios ancestrales, la minería se torna una actividad cada
vez menos aceptada por las comunidades locales. Muestra de esto ha sido la profusa
proliferación de los conflictos socioambientales no bien se anuncia un proyecto futuro.
Este proceso de rechazo ha tenido como consecuencia el fortalecimiento de los
movimientos antimineros, su proliferación y el incremento de diversas estrategias de
lucha. En los últimos cinco años hemos visto un claro aumento en la conformación de
organizaciones de resistencia a la minería, y a este proceso se han sumado importantes
intelectuales y otros sectores como la iglesia católica de los países de América Latina
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donde subsisten movimientos ligados a la Teología de la Liberación, para los que el
cuidado de la creación juega un importante rol.
La resistencia a la minería en un contexto de mayor conciencia ambiental se enfrenta a
los cercos mediáticos y a descalificaciones oficiales de todo tipo, donde ni siquiera las
medidas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) logran incidir.
Es, tal vez por esto mismo, que la resistencia a la minería se esta haciendo cada vez más
“desde abajo”. Son las mismas comunidades las que han ido poniendo mayores límites a
las actividades mineras. Los casos exitosos de resistencia, que dicho sea de paso
aumentan con el tiempo, son aquellos sostenidos con las acciones de las mismas
comunidades. La institucionalidad ha tenido que responder a las demandas comunitarias
con medidas de diversa índole.
El rol jugado por los pueblos indígenas y sus organizaciones ha supuesto un papel
fundamental en las estrategias de defensa del territorio. Tanto Bagua, en Perú, como la
resistencia en la amazonía ecuatoriana contra los proyectos extractivos, son una clara
muestra de ello. También lo son las luchas de resistencia indígena a la minería en
Guatemala y, recientemente, en Panamá [3].
Estrategias
La “internacionalización” de las luchas es una expresión del avance de los movimientos
de resistencia a la minería. Al provenir las inversiones y operaciones mineras de
empresas transnacionales, la búsqueda de solidaridad para la denuncia de los diversos
casos de amenaza o atropello a los derechos de las comunidades locales ha trascendido
las fronteras. Ha trasladado aspectos legales y morales involucrados en los conflictos
hacia Canadá, Europa o Estados Unidos; y en un futuro no lejano también deberán
incluirse China, India, Corea y otros países considerados nuevos actores mineros
transnacionales. No obstante, siempre existe un componente de resistencia local
fundamental.
Las denuncias en tribunales de países de los que provienen las inversiones mineras, la
visibilización de las injusticias en las asambleas de accionistas y las solicitudes de retiro
de fondos de pensiones en inversiones mineras forman parte de las estrategias
empleadas cada vez con mayor frecuencia. El uso de instancias internacionales como
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Naciones Unidas y, especialmente, la CIDH, han sido estrategias usadas de forma
recurrente.
En terreno se han desarrollado las llamadas “consultas ciudadanas”, consultas
comunales para demostrar el rechazo masivo a una determinada actividad minera. El
resultado de dichas consultas está aún en entredicho, ya que cuando son ejercidas bajo
el derecho reconocido por el Convenio 169 de la Organización Internacional del
Trabajo (OIT) existe mayor legitimidad formal que cuando no es el caso (pese a que la
OIT no ha sido suficientemente clara respecto a las decenas de consultas comunales
organizadas en Guatemala ni tampoco a las de Perú y Argentina).
La resistencia pacífica pero activa se ha transformado también en un instrumento
efectivo para reclamar derechos frente a una actividad minera. La ocupación pacífica de
terrenos, vías o edificios forma parte de acciones directas organizadas generalmente tras
la negación de los derechos reclamados a diversas instancias. Estas formas de acción se
han debilitado en algunos países producto de la criminalización (promovida por parte de
empresas y gobiernos) de la protesta social.
Criminalización
Perú y Ecuador muestran procesos importantes de criminalización de la protesta social,
con cientos de encausados, mientras que en Colombia, México y otros países de
América Central se usa la violencia directa, generalmente a manos de grupos irregulares
o de sicarios al servicio de intereses transnacionales o de sus aliados nacionales. La
ausencia, negligencia o inoperancia del Estado también debe considerarse, en estos
casos, una forma indirecta de criminalización.
Articulaciones
Los procesos de articulación han contribuido de manera fundamental a las acciones de
resistencia y de organización frente a los atropellos de la minería en América Latina. La
solidaridad entre las comunidades y organizaciones de apoyo, tanto técnicas como de
derechos humanos y ambientales, es una expresión de estos procesos.
El intercambio de información, la elaboración de estrategias conjuntas y las campañas
iniciadas de manera articulada apoyan la resistencia de las comunidades afectadas por la
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minería. Estas articulaciones no sólo abarcan la región de América Latina sino que
incluyen también, y cada vez más, a organizaciones del hemisferio norte. Se trata de
expresiones de la glocalización de las luchas antimineras en la región [4]. En la
actualidad encontramos campañas contra empresas como VALE, Newmont, Barrick
Gold, Godcorp; y otras, más generales, como la preparada contra el uso del cianuro en
la minería de la región.
Extractivismo transversal
Tanto los países con regímenes neoliberales (como Chile, Perú y Colombia) como
aquellos vinculados a la izquierda o socialismo del siglo XXI (Ecuador, Bolivia,
Venezuela, Argentina, Uruguay y Paraguay) ponen sus energías en el crecimiento
económico basado en las actividades extractivas.
Muchas comunidades y actores sociales críticos depositaron grandes esperanzas en
gobiernos alternativos pensando que, por justicia social y ambiental, además de por
soberanía y respeto a las comunidades, la minería recibiría un tratamiento cuidadoso,
revisando sobre todo las actividades mineras transnacionales y sus malas prácticas.
De manera contraria a lo esperado, el extractivismo está plenamente vigente y
firmemente instalado en los gobiernos alternativos, que justifican los efectos negativos
de la minería bajo pretexto de pago de deudas sociales históricas (sin duda merecidas
por los sectores empobrecidos y postergados de la sociedad). El concepto de “sacrificio”
referido a la destrucción ambiental y social en beneficio de la minería se usa en algunos
países para justificar una supuesta necesidad extractiva nacional.
Bolivia, por ejemplo, que cuenta con un amplio sector de minería artesanal o pequeña,
denominada “minería cooperativizada”, no ha logrado cambiar de manera fundamental
su visión de la gran minería transnacional. La renacionalización de la mina Huanuni,
privatizada en tiempos de gobiernos neoliberales y revertida al Estado por el gobierno
de Morales, nos muestra una visión aplicada a la operación minera, en términos
socioambientales, idéntica a cualquier actividad minera transnacional.
Muestra de esto son las denuncias de comunidades de la ribera del río Huanuni o de los
lagos UruUru y Poopo, que sufren vertidos de desechos mineros a su cauce y cuenca,
vertidos que afectan la actividad agrícola tradicional o la pesca artesanal en los lagos
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mencionados. San Cristóbal y la disputa por el agua muestra un fenómeno similar en
Potosí.
Algunos casos: la minería como estilo de vida
Se dice que la minería suele ser incompatible con otras actividades, sobre todo con
actividades sustentables. También se menciona que una vez que se ha optado por la
explotación minera no hay vuelta atrás. Pero, ¿en qué medida son ciertas tales
afirmaciones? La experiencia muestra que la mayoría de las actividades mineras
eliminan la existencia o, al menos, ponen en riesgo otras actividades.
Si miramos en un mapa las zonas mineras abandonadas vemos que, en ocasiones, sólo
con gran dificultad y esfuerzo se logran desarrollar otras actividades post-minería. La
contaminación, destrucción y acidificación de las fuentes de agua suele ser un aspecto
que conspira para que los sitios mineros abandonados sean lugares fantasma, sin
habitantes.
Esta es la enorme preocupación que aqueja a los habitantes de Challapata, en el
departamento de Oruro (Bolivia), una comunidad agrícola muy productiva que abastece
gran parte de las necesidades de básicos vegetales y lácteos. Este fenómeno productivo,
en pleno altiplano, a casi 4.000 metros de altura y con un clima extremo, se ha logrado
gracias a la construcción de un embalse y mediante un cuidadoso sistema de riesgo y
distribución de aguas administrado por la comunidad. La amenaza de la instalación de
una mina de oro, apoyada por el Gobierno, ha puesto en alerta a la comunidad, que se
opone tenazmente a su instalación.
Los agricultores y ganaderos de Challapata saben que la minería excluye actividades
agrícolas y lecheras a medio y largo plazo. Químicos como el cianuro de sodio y
diversos metales que expuestos al ambiente contaminarían el entorno les han obligado a
oponerse a la mina. Y, desde luego, sus aprehensiones no son inventos ni campañas del
terror sopladas al oído por ecologistas intransigentes. Saben lo que significa la minería,
ya que la han observado desde los inicios de la ciudad y no dudan de la legítima opción
de defender un estilo de vida agrícola.
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Otro interesante caso es el de Coro Coro, en La Paz. Una empresa coreana, junto con el
Estado boliviano, reprocesan desechos mineros. El proyecto, reiniciado después de que
la mina fuese abandonada, no cuenta con la licencia social de las comunidades aledañas.
¿Hacia el post-extractivismo?
Este caso y el anterior muestran que el extractivismo no obedece a un modelo de
desarrollo ideológico dividido entre las tradicionales derechas neoliberales y lo que
algunos han llamado “izquierdas neoextractivistas”. No está en la visión de esos
gobiernos el concepto “post-extractivismo” y, si lo estuviese, se asocia sólo al
agotamiento de los recursos naturales, específicamente a los no renovables. No
obstante, el post-extractivismo comienza a instalarse en la discusión frente al fracaso del
extractivismo como estrategia de desarrollo. Se transforma en exigencia de las
comunidades afectadas por la minería frente a los oídos sordos de los gobernantes de la
región.
Para presionar hacia el cambio de paradigma del extractivismo al postextractivismo se
usan diversos argumentos que van desde el convenio 169 de la OIT hasta el colapso del
planeta y el sumajkausay (el buen vivir) originario como alternativa.
El extractivismo ilimitado ha llevado a grupos crecientes de América Latina a
confrontar este estilo irracional de crecimiento económico empobrecedor con las
alternativas reales pero también con las utopías reales. Los procesos de restricción e,
incluso prohibición de la minería como modelo central de desarrollo han ido cobrando
fuerza en la región.
La ley que prohíbe la minería en Costa Rica, el fracaso de la modificación de la ley
minera en Panamá, la negativa a otorgar una indemnización en el caso Cabañas de El
Salvador, la propuesta Yasuní en Ecuador y el cuestionamiento al proyecto de GreyStar
en el páramo santandereano en Colombia, así como otros ejemplos, son muestras de
éxitos, aunque parciales, de los movimientos críticos u opuestos a la minería en
América Latina.
Las ideas sobre post-extractivismo están aún en pañales. No obstante, han ido cobrando
fuerza frente a un escenario plagado de recurrentes crisis (como la última crisis
financierainmobiliaria), creadas y criadas dentro del sistema capitalista.
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Tal vez el fortalecimiento de las propuestas post-extractivistas disminuya el vértigo al
vacío de quedar sin alternativas. Tal vez lograr entender el sumajkausay, y atreverse a
vivirlo, es parte de las claves para superar las crisis socioambientales provocadas hasta
ahora por el extractivismo extremo e irracional y por un capitalismo que se niega a
reconocer límites. Al menos aparece como una esperanza para los pueblos de América
Latina y del mundo.
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