Filosofía y Medicina - Universidad de Navarra

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Filosofía y Medicina
Antonio Pardo
Departamento de Bioética. Universidad de Navarra.
Publicado en Revista de Medicina de la Universidad de Navarra, 1991;36(2):43-4.
En el ambiente médico anglosajón han proliferado últimamente las revistas y los libros dedicados a “Filosofía y Medicina”. A primera vista puede parecer que es una
combinación de materias heterogéneas: de la contemplación de la naturaleza o esencia
de las cosas con el arte de curar a los enfermos. A lo sumo, cabe suponer que se dedican
al estudio filosófico de la acción del médico o de lo que sea enfermar. Es la única posibilidad de combinar la vocación de la filosofía (que es contemplación de lo que trasciende el presente) con el arte médico.
El examen detallado de estos libros y revistas muestra, sin embargo, un contenido
muy diferente al que hemos supuesto. Se encuentra una discusión sobre las diversas
opiniones éticas que circulan sobre todos los temas conflictivos de la Medicina. ¿Por
qué, entonces, se denominan como de “Filosofía y Medicina”? La única respuesta posible es que la noción de filosofía que se emplea sea completamente distinta de la noción
clásica que hemos mencionado más arriba.
Para poder denominar filosofía a las discusiones cotidianas que se dan en el ambiente
médico la filosofía tiene que haber renunciado a saber lo que es siempre y en todas partes del mismo modo, la esencia o naturaleza de las cosas. Y el único objeto que queda
para su trabajo, cuando se pone a estudiar la Medicina, es lo que opinan los individuos
particulares acerca de lo que es la Medicina y de lo que, por tanto, debe hacer el médico.
Es la vocación “humilde” de la filosofía moderna, que renuncia a buscar la sabiduría y
se conforma con lo que los hombres pueden saber aquí y ahora.
Así, los libros y revistas de “Filosofía y Medicina” recogen las discusiones del ambiente médico con un título de cierta nobleza. Su problema filosófico, dentro de esta concepción moderna de la filosofía, consiste en buscar el entendimiento entre las diversas
opiniones. Si se consigue este objetivo, y se alcanza una opinión común definitiva, se
tendría una respuesta seria, filosófica, a la pregunta acerca de lo que debe hacer el
médico. Esta opinión definitiva, autorizada por el consenso, se convertiría en guía del
comportamiento de todos los médicos. De este modo, la filosofía moderna serviría de
guía para la profesión médica.
Así las cosas, médicos y filósofos vierten en los artículos de estos libros y revistas
argumentos y opiniones en abundancia. Unos más convincentes, otros menos. Unos más
farragosos, otros incisivos y breves. Pero todos estos dimes y diretes no parecen progresar en absoluto hacia esa opinión autorizada que se busca. Siempre aparece una voz discrepante que dificulta el consenso definitivo.
Y es que existe un problema a la hora de arbitrar el procedimiento de llegar a esa
opinión definitiva, autorizada, a partir de los diversos argumentos y opiniones. El problema consiste en que tal procedimiento no existe por el momento, y no parece que vaya
a existir nunca. Porque cuando alguien ha propuesto un posible método para el avenimiento de las discrepancias, ha habido discrepancias respecto a ese método. Por tanto,
antes de resolver las discrepancias médicas con el método adecuado, habrá que ponerse
de acuerdo sobre dicho método, pero sin poseer ningún procedimiento para ponerse de
acuerdo. Lo cual es un callejón sin salida, pues no vale ni contar el número de argumentos a favor o en contra ni valorar más los argumentos más fuertes o más razonables.
Esta dificultad hace que los argumentos de estos libros y revistas sean sumamente
peculiares; como no poseen el procedimiento de llegar a una solución, tratan de ser con-
vincentes: suelen ser argumentos ad hominem. Más que una fundamentación en principios sólidos, se busca una fundamentación en principios generalmente aceptados, que
son los más convincentes de entrada.
Se viene así a admitir, aunque sea indirectamente, que la verdad es inasequible: al renunciar a la verdad absoluta, a la sabiduría intemporal de los clásicos, la filosofía moderna se hace incapaz incluso de la verdad “humilde” que pretendía. Todo filosofar queda
reducido a que cada cual opine lo que le parezca, sin que esto conduzca a ningún resultado.
A pesar de esta limitación, médicos y filósofos modernos vibran con su “filosofía” de
la opinión. Como necesitan una justificación para lo que los médicos hacen (el alma
humana es implacable en este sentido), surgen miles de razones, de argumentos, que son
mero ruido, porque son mera recopilación de opiniones subjetivas.
Para llegar al ansiado acuerdo, los más audaces intentan establecer sus condiciones
de posibilidad, es decir, intentan delimitar un marco de ideas donde dichos intercambios
de opiniones hacen mella en los interlocutores, donde las opiniones “hablan el mismo
idioma”. Lo cual no deja de ser un tanto pueril: si delimito un conjunto de ideas en que
comulga una serie de personas, una vez establecido este marco, dentro de él todas las
personas están de acuerdo, como es lógico: se consigue el acuerdo delimitando una fracción del mundo. Si alguien discrepa de ese acuerdo se sale del marco establecido, pero
su opción no es condenable: simplemente está en otro marco.
Se llega así a negar la posibilidad de juicios tajantes como “está mal”, que quedan reducidos a juicios relativos como “está mal para este grupo”. Juicios que son una bofetada para el sentido común más elemental.
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Cuando se alcanza el fondo de un callejón sin salida cabe suponer que hemos tomado
una dirección equivocada. La incapacidad de las obras de Filosofía y Medicina para
conseguir el objetivo que persiguen debería hacer recapacitar sobre la naturaleza de la
filosofía. La única salida factible es volver al punto de origen y estudiar la conveniencia
de recobrar el ideal clásico de la filosofía.
Cuando los clásicos consideraron que filosofar era buscar lo permanente, lo que es
siempre y en todas partes, lo que está por encima de los avatares del aquí y ahora, no
pretendieron congelar la realidad, ordenando y clasificando todos sus aspectos, sino que
intentaron descubrir lo que de permanente hay en ella, lo que permanece por encima de
la evidente mutabilidad de las cosas.
Al buscar esta sabiduría intemporal, la filosofía se separa de los intereses particulares
de su época: está por encima de los problemas momentáneos que preocupan a los hombres, y no puede ayudarles a resolverlos, excepto mostrando principios muy generales,
que suelen tener poca utilidad práctica. Así, mientras que la filosofía moderna, al barajar
las opiniones de los hombres, pretende ayudarles a resolver sus discusiones en cada caso
concreto, la filosofía clásica renuncia a esas discusiones que podríamos llamar políticas.
Paradójicamente, esta ayuda meramente orientativa que la filosofía entendida al
modo clásico puede prestar a la Medicina es mayor que la que puede prestar la visión
moderna. Y es que el médico no pretende curar al hombre en cuanto habitante de una
comunidad política, y por tanto con unas ideas determinadas, sino al hombre en cuanto
hombre, independientemente de sus ideas.
Por tanto, lo que debe hacer ante el enfermo, su ética, no puede ser la ética-política
consensuada, sino una ética que se fije en el hombre en cuanto hombre. Esa ética que se
fija en el hombre en cuanto hombre encuentra en el paciente realidades que trascienden
la opinión reinante. Pero, para poder encontrar esos aspectos que superan la opinión y
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que orientan correctamente la medicina hace falta la filosofía entendida al modo clásico,
es decir, como preocupación y búsqueda de lo que es igual siempre y en todas partes.
Pero lo que es siempre igual, lo eterno, es incapaz de orientar las acciones del médico
aquí y ahora. Por tanto, aunque la filosofía entendida al modo clásico sea la que permite
dar un norte a la medicina, no lo puede hacer directamente, sino que lo ha de hacer a
través de personas prudentes que son capaces de concretar lo que esas exigencias del
hombre siempre y en todas partes significan para el ejercicio de la medicina aquí y
ahora.
Ese papel lo hacen médicos expertos, capaces de dictaminar con precisión en qué
consiste el buen ejercicio profesional. No se elevan de la realidad cotidiana ni
desconectan del propio ejercicio profesional. No son filósofos. Son médicos prudentes,
que dominan la teoría de la medicina y la ejercen con buen sentido. Ese buen sentido es
el que les permite juzgar las acciones profesionales y ser directivos naturales dentro de
los colegios profesionales. Su propio prestigio profesional permite que sean elegidos por
médicos noveles y, con su buen sentido, gobiernan las corporaciones profesionales.
La filosofía, por tanto, no tiene relación directa con la medicina. Puede darle principios inspiradores, pero está por encima de lo particular. Sólo sirve para hacer teoría de
la medicina, es decir, para estudiar aquellos aspectos que son siempre iguales, eternos,
en el enfermar y en las relaciones del médico con sus pacientes.
Todo lo que pase de ahí significa adscribirse a la visión moderna de la filosofía, admitiendo como punto de partida el relativismo, la imposibilidad de alcanzar lo eterno y
trascendente, es decir, por lo que respecta a lo eterno de la medicina, la naturaleza del
enfermar y de la relación del médico con su paciente. Es hacer política sanitaria,
averiguar lo que hay que hacer aquí y ahora. Pero eso, propiamente hablando, no es
filosofía.
20-III-91
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