CINEMA PARADISO “Un anciano que muere es una bibloteca que

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CINEMA PARADISO
“Un anciano que muere
es una bibloteca que se quema.”
Proverbio africano
Atribuido al escritor Hampate Ba
Una sala de cine es más, mucho más que una platea llena de butacas, una gran
pantalla blanca y un proyector. Al menos, lo solía ser. Un cine era un lugar en
que todo era posible. Entrabas siendo un niño, un jovencito, una mujer casadera,
un señor maduro o una amable anciana y, durante noventa minutos, te convertías
en un gángster con cara de pocos amigos, un vaquero de gatillo rápido, un
poderoso caballero medieval montado en su caballo, una hermosa princesa
besasapos, una beligerante heroína libertaria o un feroz pirata con parche en el
ojo.
Noventa minutos en los que todo era posible. Una hora y media en que se
olvidaban los problemas de la vida cotidiana y las penas y las tragedias quedaban
aparcadas y aplazadas, aunque fuera circunstancialmente. Pagar en taquilla el
importe de la entrada daba derecho no sólo a ver la película sino también a dejar
en el guardarropa las estrecheces y las miserias del día a día.
El cine era una fiesta.
Y “Cinema Paradiso” (Nuovo Cinema Paradiso. 1988), es la mejor película que
ha transmitido esa emoción, esa pasión desatada en una sala de cine. Acreedora
al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, “Cinema Paradiso” demuestra
que el mundo entero cabe en los límites de una sala de cine.
La película de Giuseppe Tornatore nos permite ver al parroquiano que entra
saludando alegremente a la concurrencia, como si hubiera traspasado las puertas
de un bar, o a ese otro que va al cine a echar una cabezadita. Y disfrutar de la
cara de embeleso y emoción de los niños, viviendo mil y una aventuras. O a esos
jóvenes que se alivian mientras contemplan el cuerpo desnudo de una rubia
escultural, aunque estuviera tumbada.
Porque la trama de “Cinema Paradiso”, aparentemente sencilla y muy fácil de
resumir, cuenta tanto y tantas cosas que es un artefacto prodigio, palpitante de
vida, memoria e historia. La autobiografía de Tornatore, desde que era niño y
hasta que deja, para siempre, su pueblo natal en la Sicilia de postguerra, arranca
con la imagen de un señor de mediana edad, a todas luces un triunfador, que
recibe la llamada de su madre: ha muerto Alfredo. Y el funeral es al día
siguiente.
Alfredo. Sólo la enunciación de su nombre hace que una imparable y tumultuosa
catarata de recuerdos le asalte, durante la noche, impidiéndole pegar un ojo.
Porque, de golpe, el respetable y poderoso señor de pelo canoso que duerme en
una inmensa cama acompañado de una hermosa mujer se convierte en el pequeño
Totó, un monaguillo pelón con cara de travieso que se duerme mientras el cura
dice misa. Un niño cuyo padre aún no ha vuelto de la II Guerra Mundial y que se
gasta el poco dinero que le da su madre para que compre pan... en el cine. En el
Cinema Paradiso en que Alfredo (interpretado por un inconmensurable Philippe
Noiret que ganó los premios Bafta y European Film Award al mejor actor por
esta actuación) oficia con el proyector, un trabajo esclavo que no sabe de
vacaciones ni de días de descanso pero que, a cambio, contribuye a la felicidad
de los espectadores.
Pero Totó no es un espectador más. No es un espectador normal y corriente. Totó
es un enfermo de cine y se las ingenia, siempre, para acceder a la cabina en la
que trabaja Alfredo. Aprenderá a manejar el proyector, sacará de quicio y de sus
casillas al viejo y, por supuesto, le conquistará irremediablemente con su
desparpajo, simpatía y buen humor.
Y desde allí, Totó y Alfredo verán la vida pasar. Porque en “Cinema Paraíso”
está la vida entera. Un rico microcosmos que irá cambiando como cambia la
sociedad. Y si los burgueses de los palcos, en los cincuenta, pueden escupir
impunemente a los jornaleros de la platea, veremos que unos lustros después,
éstos ya no tienen que tragarse su orgullo si quieren seguir viviendo y trabajando
en el pueblo, y pueden responderles con contundencia.
O la censura, claro. Esa censura que está en el corazón de la historia desde que, al
principio de la misma, Totó ve cómo Alfredo ha de expurgar las películas, según
el criterio de un cura para el que un beso, cualquier beso que no sea paternofilial, es algo rayano en lo pornográfico. Un Totó que robará los trozos de
celuloide cortados para, en casa, montarse sus propias películas, repitiendo en
voz alta los diálogos que ha escuchado en el cine.
Y el fuego. El fuego del infierno que arrasará el Cinema Paradiso y que, sin
embargo, propiciará la llegada del Nuevo Cinema Paradiso. Con Totó, ya
adolescente, manejando los nuevos proyectores. Porque Alfredo quedó ciego en
el incendio. Y no perdió la vida porque el niño, en un alarde de valentía, le
rescató de las llamas. Un incendio que se originó, paradójicamente, cuando
Alfredo quiso tener un detalle con las decenas de espectadores que se habían
quedado fuera del cine y no habían podido ver la película de turno, proyectando
un pase extra de la misma sobre la fachada de uno de los edificios de la plaza del
pueblo.
Este es, posiblemente, uno de los momentos de la historia del cine en que la
magia y la ilusión de la imagen en movimiento están mejor logradas y
conseguidas en pantalla. Uno de los ejemplos que mejor reflejan qué es la poesía
del cine y cómo puede iluminar la vida de las personas, aunque sea brevemente y
sólo por un rato. Porque el cine, en realidad, es un milagro. Un milagro que se
repite varias veces al día. Tantas como sesiones se puedan proyectar.
O, mejor dicho, el cine era un milagro.
Porque, como bien muestra “Cinema Paradiso”, tras la muerte de Alfredo, Toto
vuelve al pueblo que le vio nacer y en el que se crió y se hizo hombre. Vuelve
convertido en todo un señor, famoso y conocido, al que sus vecinos hablan de
usted. Participa en el funeral de Alfredo y cuando el cortejo fúnebre llega a la
plaza del pueblo en que se encontraba el cine, se lo encuentra destrozado y en
ruinas, venido abajo.
Ya no iba nadie. La falta de tiempo, la televisión, el vídeo… entre todos lo
mataron y él solo se murió. Sin embargo, cuando a la mañana siguiente del
entierro de Alfredo, todos los vecinos se conciten frente al cine y lo vean caer,
demolido por la dinamita, para que se pueda construir un aparcamiento en el
centro del pueblo, los vecinos llorarán. Porque la desaparición de un cine supone
la destrucción de los sueños, las fantasías y las vivencias de los espectadores.
Pero el progreso es así. ¡Apenas quedan cines en las ciudades! El final del siglo
XX vio la transformación del negocio del cine. Tanto cambió que ya no es lo
mismo. Ni parecido. Los complejos de Multicines nacieron adosados a los
Centros Comerciales, como un reclamo más. De hecho, los cines de ahora
facturan lo mismo por la venta de palomitas y refrescos que por la de entradas.
Y por eso, también, los grandes blockbusters de los estudios, las películas
destinadas a reventar las taquillas, tienden a durar dos horas y cuarto o dos horas
y media. Como mínimo. Repasemos los títulos más señeros de los últimos años,
ganadoras de los Oscar incluidas, empezando por avatares y titanics, pasando por
señores de los anillos, gladiadores e infiltrados hasta llegar a los países para
viejos y los pacientes ingleses.
Pero no. Las películas no duran mucho para que la gente consuma más palomitas.
Sus guiones estirados, a veces hasta lo insoportable, tienen que ver con los
cambios sociológicos operados en los Estados Unidos y, por extensión, en tantos
y tantos otros lugares del mundo, Europa incluida: buena parte de las familias se
han ido a vivir a los extrarradios de las ciudades. Por tanto, ya que es necesario
coger el coche y gastarse una media de diez euros por espectador, entre la
entrada, el parking y los refrescos, ¡qué menos que la película sea larga y te
permita echar la tarde del sábado entera, para que compense el desplazamiento!
Ahora, los cines son cómodos, anchos y muy agradables. Climatizados, seguros y
agradables. La calidad de las proyecciones es espectacular y la tecnología digital
y el 3D convierte el visionado de una película en todo un acontecimiento. ¡La
música se escucha tan alta que atonta! Pero a estos cines les falta alma. Les falta
duende y carisma. Les falta personalidad.
Cuando ves “Cinema Paradiso” haces un viaje en el tiempo, a través del cine.
Porque éste, el cine, no es más que un reflejo de la sociedad que lo acoge. Y la
sociedad que muestra la película de Tornatore, aún con la ternura y la nostalgia
que desprenden las imágenes (extraordinariamente acompañadas por la
memorable banda sonora de Ennio Morricone), no es en absoluto idílica o
complaciente.
La vida de Totó, en el pueblo siciliano, es dura, áspera y, como le insiste Alfredo,
carente de cualquier futuro. Al menos, de un futuro luminoso y optimista. Por
eso, aunque le duela, Alfredo instará a Totó a marcharse y buscarse la vida en
Roma o en alguna otra gran ciudad, previniéndole contra el veneno de la
nostalgia por la familia o el terruño y prohibiéndole taxativamente volver al
pueblo. En una de las frases más duras, preclaras y sinceras que se puedan oír en
una película, Alfredo le dice a Totó que, desde ese momento, sólo quiere oír
hablar de él, pero nunca más hablar con él.
Una lección de vida que Totó se aplicará a rajatabla: cuando su madre quiere
verla, ha de viajar hasta Roma. En treinta años, ni una sola vez volvió Totó al
pueblo en que nació, en que conoció su primer amor y en que empezó a vivir. Ni
una sola.
Por eso, cuando vuelve para el funeral de Alfredo y su madre le pregunta que si
quiere descansar después del viaje y él le responde que no, que sólo ha sido una
hora de avión, su madre le dice que, por favor, eso no se lo diga a ella, que no
tiene necesidad de saberlo. Y, quizá por eso, por esa negrura y acidez, la película
fue un fracaso en la taquilla italiana, lo que obligó a Tornatore a acortar su
metraje para el estreno internacional. Un metraje que pudo recuperar, eso sí, para
la edición en DVD de “Cinema Paradiso”.
El final de la película, con el protagonista de regreso en Roma, solo, en su propia
sala de cine vacía, viendo los fragmentos censurados de metraje que Alfredo
había ensamblado para él, aquellos besos robados que el cura no permitía que se
vieran en el Cinema Paradiso, para indignación de los vecinos; supone el mejor,
el único final posible para una película mágica y nostálgica, pero bien armada
con sus cargas de profundidad.
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