La escritura ensayística como autoconfiguración: crítica y

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Letras
N° 46: 21-29, 2010 La escritura ensayística como autoconfiguración
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La escritura ensayística como autoconfiguración:
crítica y autobiografía en Efectos personales de
Juan Villoro*
The essay writing as autoconfiguration: criticism and autobiography
in Efectos personales of Juan Villoro
Silvina Celeste Fazio
Centro Universitario Regional Zona Atlántica
Universidad Nacional del Comahue. Argentina
[email protected]
Este artículo pretende analizar la especial forma de inscripción del yo presente en
algunos ensayos del libro Efectos personales, de Juan Villoro. Este escritor exhibe sus
concepciones estéticas y construye su figura de autor a través de la reflexión sobre
otras obras y autores, instaurando un modo delegado de autoconfiguración. A partir
de este procedimiento, se observa cómo las apreciaciones críticas de un escritor se
convierten en construcciones auto-reflexivas, ya que refractan, a través de la lectura
ajena, una imagen íntima y personal. El escritor –crítico y creador simultáneamente– construye así una particular autobiografía en la que estética e interpretación se
fusionan armónicamente.
Palabras clave: ensayo, autobiografía, Villoro.
This article tries to analyze the special form of inscription of the subject in some
essays of the book Efectos personales, of Juan Villoro. This writer exhibits his aesthetic
conceptions and builds his figure of author by means of the reflection on other works
and authors, creating an indirect mode of autoconfiguration. Since this procedure, is
observed how the critical appraisals of a writer become autoreflexive constructions,
since refract, across the reading of others, an intimate and personal image. The writer
–critic and creator simultaneously– constructs a particular autobiography in which
aesthetics and interpretation join harmonically.
Keywords: essay, autobiography, Villoro.
Fecha de recepción: 11 de noviembre de 2009
Fecha de evaluación: 25 de enero de 2010
*  Este
trabajo se inscribe en el marco de mi beca de investigación “Entre el ensayo y la
crónica: los límites de la discursividad en textos de Juan Villoro”, otorgada por la Universidad
Nacional del Comahue, Argentina. Dicha beca se inserta en el Proyecto de Investigación
“Escritores latinoamericanos que escriben sobre otros escritores. El ensayo literario de entre
siglos”, desarrollado en la misma institución.
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Desde Montaigne y su deseo de darse a conocer a sí mismo, el ensayo y
la autobiografía han abierto y compartido umbrales. El ensayista presenta,
armoniosamente, geografías íntimas y territorios culturales: se lee y se escribe a sí mismo, lee y escribe sobre otros autores, lee y escribe el mundo.
Territorio de fronteras migratorias, el ensayo se dispone siempre como una
discursividad viajera: estalla dentro de otros textos o permite que éstos se
infiltren en él. En el caso de los escritores que escriben sobre otros escritores,
el diálogo con lecturas ajenas se derrama en una escritura íntima y especular que permite, por un lado, configurar una imagen de autor y, por otro,
mostrar un ideario estético particular. Como los espejos, los libros refractan
una intimidad ajena; escribir sobre ellos es enfrentar los cristales: es mirar
a los otros para verse a sí mismo.
Disputando límites con la autobiografía y con la ficción, las reflexiones
críticas de un ensayista –cuando es también un escritor– son construcciones
reorientadoras, ya que se erigen como escrituras desviadas, desplazando el
foco de atención hacia su producción creativa. Wystan Auden sostiene que
“[u]n poeta no puede leer a otro poeta, ni un novelista a otro novelista, sin
comparar su propia obra con aquella” (“Leer” 15). Al mostrar sus lecturas,
el ensayista se exhibe a sí mismo y presenta, algunas veces más enmascaradamente que otras, sus concepciones estéticas. Al igual que un pintor
egocéntrico, construye su autorretrato como si su figura fuera la condensación
de los rasgos más destacados de los escritores que convoca. La otredad se
somete a esa delegación cuando la trama subjetiva se filtra en la reflexiva,
cuando el crítico es también un creador. Este es el caso del mexicano Juan
Villoro en Efectos personales (2000).
El libro reúne una serie de quince ensayos dispuestos en tres partes. La
primera se ocupa de escritores en lengua española –Alejandro Rossi, Augusto
Monterroso, Carlos Fuentes, Ramón del Valle Inclán, Roberto Arlt, Juan Rulfo,
Sergio Pitol–; la segunda discute literaturas en idiomas extranjeros –Arthur
Schnitzer, Italo Calvino, Thomas Bernhard, William Burroughs, Vladimir Nabokov,
Robert Louis Stevenson. Entre ambas partes se ofrecen dos ensayos-bisagras
que cuestionan la exótica prenoción europea sobre la literatura y cultura latinoamericanas y el traspaso de las obras cuando se someten a los designios
de la traducción. Leer para escribir, escribir para leer, Villoro construye los
ensayos del libro en virtud de la pulsión de esos dos acontecimientos literarios
que definen la literatura y que se funden y convocan mutuamente para cifrar
su figura de autor. En el prólogo, el narrador mexicano lo explica así:
Los ensayos literarios se ocupan de voces ajenas, delegan
las emociones y los méritos en el trabajo de los otros; sin
embargo, incluso los más renuentes a adoptar un tono
autobiográfico delatan un temperamento. Como los efectos personales, entregan un retrato íntimo y accidental
de sus autores (18).
La visibilidad del yo, ese retrato íntimo del que habla Villoro, se hace
tangible en el discurso a partir de dos estrategias bien diferenciadas. Por
un lado, la auto-referencia aparece de manera directa a través del relato de
anécdotas en las que el narrador desplaza, momentáneamente, al ensayista
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y al crítico. En esta instancia, la interpretación y la introspección se fusionan,
sin tropiezos, con la ficción y el sujeto se presenta a sí mismo como personaje
literario. Los límites entre lo ficcional y la realidad se desdibujan intencionalmente; Villoro confiesa que lo real es “un borroso y ridículo punto de partida
que sólo adquiere sentido a través de la especulación literaria” (220).
Esta inscripción directa del yo se complementa con otro mecanismo de
alusión personal aunque delegado y, por ello, menos evidente: hablar de los
otros como camino –excusa y fundamento– para hablar de sí mismo. Silvia
Molloy señala que “el libro refleja, consuela, aumenta, deforma; finalmente,
muestra la imagen de quien lo evoca” (Acto de presencia 51). Las lecturas
que Villoro expone, en Efectos personales, confeccionan un mapa de apreciaciones estéticas detrás de las cuales es fácil descubrir su temperamento.
Aquello que focaliza de las figuras literarias sobre las que reflexiona permite,
entonces, imbricar su escritura, o al menos su consideración del mundo de
las letras, en el estadio de una literatura más intelectual en la que cada detalle se torna significativo. Con un afán definitorio, afirma que Italo Calvino
“como Borges, escribe para demostrar que no hay mayor emoción que el
entendimiento” (185); de Burroughs destaca su carácter cerebral y analítico
(210); de Bernahrd, “la construcción teórica que favorece sus libros” (217);
de Nabokov, “su conquista de la imaginación por vía de la exactitud” (151).
Además, valora la calculada y “certera prosa” (33) de Monterroso, “el curso
estricto” (67) de los relatos de Pitol, “la técnica y el rigor” (81) de Valle Inclán
y “el andamiaje de ideas” (101) del que dependen las novelas de Carlos
Fuentes. Indudablemente, la reiterada presencia de este tipo de valoraciones
delata una manera de concebir la literatura y, consecuentemente, un modo
especial de presentarse como autor.
La confesa posibilidad de definir y exhibir una poética propia a partir de
la indagación y la apreciación de poéticas ajenas es, en el caso de Villoro,
una posibilidad sincera. Las lecturas que presenta marcan la línea de una
reflexión ensayística que se manifiesta coherente con su propia producción
ficcional. Tanto en sus libros de cuentos1 como en sus novelas2, su poética
se sostiene por un cuidado equilibrio entre la razón y la emoción y por el
establecimiento de un diálogo constante entre lo cotidiano y la tradición cultural. Es decir, su percepción de la belleza artística, esa armónica combinación
entre lo popular y lo intelectual, lo racional y lo sensible, se expresa en su
práctica escrituraria de igual modo que en su reflexión sobre la misma. En
una entrevista que le hicieran a propósito de su labor como ensayista, Villoro
señaló su creencia de que “una de las funciones del ensayo literario –hecho
por narradores– es justamente la de establecer conexiones inesperadas entre
distintas zonas de la cultura […] para poder hacer que ahí dialoguen desde
un erudito en filología hasta un cronista literario.”3 Su propuesta artística
plantea la necesidad de construir puentes entre la literatura y la cultura en
general. Si bien sus ensayos reflexionan acerca de cuestiones literarias,
1  El
mariscal de campo (1978), El cielo inferior (1984), La alcoba dormida (1992), La casa
pierde (1999), entre otros.
2  El disparo de Argón (1991), Materia dispuesta (1997), El testigo (2004), Llamadas de
Ámsterdam (2007).
3  Extraído de www.jornada.unam.mx, agosto de 2007.
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las mismas son constantemente vinculadas con temas de otros campos
culturales, tales como el cine, la televisión, el rock o, incluso, el fútbol. La
naturalidad con la que construye estos lazos es tal que no sorprende hallar,
en su obra ensayística, metáforas que hacen referencia al mundo cotidiano
para intentar explicar hechos que, en realidad, provienen del campo intelectual y, más específicamente, del literario. En “Bernhard: el exilio póstumo”
(214), por ejemplo, Julie Andrews convive con el escritor Thomas Bernhard
en una misma textualidad. Esta imposición de relaciones inesperadas inicia
un diálogo entre el discurso ‘culto’ y el discurso ‘popular’, para ir de uno a
otro, detenerse en alguno de ellos y resistirse a pagar peajes por atravesar
fronteras. Para Villoro, la cultura es una construcción de opciones simbólicas
que conviven sin cancelarse.
Efectivamente, esta poética ‘al desnudo’, esta definición de los intereses del escritor surge, reiteradas veces, de un acto puro de lectura. Villoro
parece coincidir con Ricardo Piglia (Formas breves) y su definición de la
crítica como “la forma moderna de la autobiografía” (37). En algunas entrevistas, el mexicano ha comentado que los críticos dicen mucho más de
sí mismos que del autor criticado, por lo que a partir de sus reseñas crean
una autobiografía delegada. Esa es una excelente definición, aplicable a su
propia obra ensayística.
Lo cierto es que cuando un escritor se sumerge en la crítica, como un modo
de experimentación personal, reflexiona sobre lo que debe ser la literatura
a partir de lo que es la suya o de lo que aspira a ser. Los efectos personales
son afectos literarios, un inventario de sus gustos estéticos que lo define y
que desea compartir. No es casual que Villoro se apodere de una textualidad
como el ensayo, fundada en los desvíos, para exponer sus propias lecturas
desviadas. Liliana Weinberg sostiene que “el ensayista viaja a sus orígenes,
y hace así, de una experiencia personal y exclusiva una experiencia total y
transmisible” (Umbrales del ensayo 31). En Efectos personales, la discursividad toma, en ocasiones, la forma del recuerdo y esto implica un doble
movimiento: la escritura como recuperación, lo anecdótico como invención.
Estos procedimientos aparecen condensados en el texto que Villoro le dedica a
La isla del tesoro de Stevenson. En este ensayo, el mexicano relata su primer
acercamiento significativo con la literatura, ocurrido en unas vacaciones de
su infancia tras una experiencia poco feliz en la playa: “Aquel verano conocí
la proximidad de la muerte y el oprobio. Quisiera escribir que la lectura de
Stevenson fue el correctivo de esos malestares. Mentiría con piadoso esnobismo. […] Para colmo […] descubrí que eso podía gustarme” (170). El
descubrimiento de Villoro, recobrado a partir de esta anécdota doméstica,
define su temperamento como escritor y, simultáneamente, su concepción
de la literatura: La isla del tesoro lo “enfrentó por primera vez a elegir un
defecto” (170) y le demostró que el universo literario no es un refugio seguro
en el cual es posible resguardarse de la realidad. Leer, define el ensayista,
“es accidentarse adentro” (234).
Molloy observa que el relato de una escena de lectura no recrea, necesariamente, la experiencia del primer libro leído, sino del que, por su calidad, se
convirtió en “el libro de los Comienzos” (Acto de presencia 29). El encuentro
de Villoro con La isla es un emblema de la definición de su gusto por una
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particular forma de la literatura, aquella que combina la belleza con el horror
y la fealdad, la misma que destaca, en otros textos del libro, cuando afirma
que “la crueldad y lo sublime pueden ser términos contiguos” (157) o que,
muchas veces, “el arte puede pactar con la patología” (150). En los ensayos,
el recuerdo de las primeras lecturas se vuelve una instancia de mediación
que obedece al control de una escritura muy pensada. La memoria actualiza las escenas de lectura, le da voz a esos momentos que se presentan
como cotidianos y los transforma en instancias clave por su valor simbólico
y definitorio. Es el escritor quien, luego, se apropia de estas escenas para
presentarse. El ensayista sostiene que las lecturas infantiles se depositan en
un museo al que la memoria somete y clasifica, después, según las “rutinas
de toda colección” (167). Es consciente de que la elección de cada libro
presentado es una pieza importante para el armado público de su biblioteca
personal y que ese armado, esa colección, no obedece al mismo impulso
intuitivo de la infancia. Sobre esto señala:
Todo recuerdo es traidor y seguramente el que conservo
de mi entrada al universo de Stevenson ha sido modificado
por los caprichos de la memoria. Imposible recobrar ahora
aquella felicidad que creía dañina. Ese tiempo tiene ya la
condición esquiva e ilusoria de la inocencia que se desea
recuperar a voluntad (171).
La clave de lectura de Efectos personales es, justamente, el grado de conciencia del ensayista mexicano sobre los ‘artificios literarios’ de un escritor:
el recuerdo como instancia selectiva, el libro ajeno como reflejo de la propia
escritura. Hay, en esta exhibición de las ‘trampas’, un juego de develaciones
cómplices con el lector y también una cuota de didactismo enmascarado. Al
abrir las puertas de su biblioteca, Villoro no sólo muestra cuáles son los libros
que en ella se destacan, sino también un modo de leerlos que, en un plano
metadiscursivo, puede aplicarse a su propio libro. Una vez más, el juego de
espejos está presente. En el ensayo que le dedica a Monterroso, comenta:
“[a] propósito de Borges, [Monterroso] escribe que su literatura incluye el
laberinto y el infinito, pero también las ‘trivialidades trágicas’. Difícil encontrar
mejor definición para las tramas de Monterroso que el sentido de lo trágico
en lo trivial” (35). Una operación similar aparece cuando el ensayista se
ocupa de Carlos Fuentes: “al preservar la duplicidad de la palabra sueño,
Fuentes contribuye no sólo a mantener el grabado de Goya en su elocuente
claroscuro, sino a explicar su propia obra” (101) y cuando reflexiona acerca
de Alejandro Rossi: “[a] propósito de Jaime García Terrés, [Rossi] definió un
temperamento que le queda como traje a la medida” (46) ¿Develar estos
artificios es traicionar las reglas del oficio? ¿O acaso la felonía sea –y Villoro
lo sepa– el camino más sincero hacia la real introspección? En realidad,
después de Borges y la promulgada sentencia de que cada escritor inventa
su tradición4, la designación o el comentario acerca de las influencias y los
maestros literarios sólo muestran la forzada proximidad entre la memoria
4  En
“Kafka y sus precursores”, Borges afirma: “[e]l hecho es que cada escritor crea sus
precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el
futuro.” Borges, Jorge Luis. Otras inquisiciones. Madrid: Alianza Editorial. 1995. 109.
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y la invención. Las ‘afiliaciones’ de un escritor, término de Edward Said5,
suelen ser, en la mayoría de las ocasiones, un posicionamiento estratégico
o la confesión de un deseo más que un franco influjo. De todas formas,
aspiración o influencia real, el libro que se muestra en la mano es siempre
un modo de exteriorización y figuración del yo: las elecciones delatan los
temperamentos.
Escribir las lecturas abre un juego de remisiones en el que los nombres
se van desdibujando al ser asumidos por la voz del ensayista. Lo leído importa como objeto de escritura y lo escrito se torna significativo por lo que
contiene de confesional. Auden sostiene que “nuestra apreciación de un
escritor consagrado nunca se limita a lo puramente estético. […] Ya no es
sólo un poeta o un novelista; es también un personaje de nuestra biografía”
(15). La elección de los libros que un ensayista lee –en público– devela, más
que el propio libro, el interés especial que suscitó su lectura. Ese es un acto
personalísimo porque, como lo expresa Auden, “[l]eer es traducir, ya que no
hay dos personas que compartan las mismas experiencias” (13). Lo vivencial
como condicionante de lo leído, y la lectura como experiencia en sí misma,
inscriben el acto de leer en las coordenadas de lo íntimo, lugar en el que
los otros se disponen como personajes de esa ‘autobiografía a saltos’ que
construye el ensayista. De este modo, el escritor emprende un viaje hacia sí
mismo a través de sus lecturas. George Gusdorf supone que la unidad personal “es ley de conjunción e inteligibilidad de todas mis conductas pasadas,
de todos los rostros y de todos los lugares en los que he reconocido signos
y testigos de mi destino” (13). Los libros leídos constituyen, para el ensayista, esos signos en los que puede reconocerse y, simultáneamente, darse
a conocer. Por afinidad estética, por aspiración creativa, por conveniencia o
convivencia intelectual, las obras de otros escritores mediatizan la propia,
puesto que ellas representan momentos de lectura significativos e implican
opciones electivas particulares. Tal vez, por eso, Villoro sostenga que Juan
Rulfo “frecuentó las más diversas literaturas (en especial la escandinava y
la brasileña), pero intervino poco como ensayista y no dejó un canon de sus
gustos.” (14). La escritura ensayística como intervención y su carácter de
legado estético son apreciaciones respecto del género muy contundentes
y que pueden proyectarse a la propia escritura de Villoro, una vez más, a
través de su reflexión sobre otros.
El juego que Efectos personales ofrece entre alteridad e introspección
–entre lectura y escritura– pone en tensión las fronteras que delimitan el acto
imaginativo del rememorativo. Cuando la reflexión literaria se despliega en
concomitancia con el recuerdo de anécdotas, propias y ajenas, la textualidad
adopta las formas afines de la narración ficcional. Así, la imaginación completa los vacíos de la memoria y organiza, por medio del relato, el pasado
evocado, erigiéndose como mediadora entre la experiencia y el conocimiento,
5  Refiere
Edward Said en El mundo, el texto y el crítico: “[e]l esquema filiativo pertenece
a los campos de la naturaleza y de la ‘vida’, mientras que la afiliación pertenece exclusivamente a la cultura y a la sociedad.” Más adelante, expresa que “los críticos están ligados
filiativamente (por nacimiento, nacionalidad, profesión) [y por] un método o sistema adquirido afiliativamente (por convición social y política, circunstancias económicas e históricas,
esfuerzo y deliberación voluntarios)” (40).
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convirtiendo en comunicable lo irrecuperable. En este sentido, el recuerdo,
hecho escritura, es siempre fabulación. Sometidos por esa vocación, los
autores convocados en los ensayos se convierten en personajes literarios.
Los datos biográficos, frecuentes en toda la discursividad, se sumen bajo los
designios de un relato que superpone, a las capas de lo real, los atributos
estéticos de la ficción. Vida y obra interesan tanto al crítico como al narrador.
En el prólogo del libro, Villoro comenta que, en algunos de sus ensayos, el
personaje adquiere mayor relevancia que la obra. Lo cierto es que, si bien
el dato de la intimidad está presente en todos, algunas de las figuras que
aparecen –la de Rossi o Monterroso, por ejemplo– responden tanto a una
construcción biográfica real como a una representación literaria. Son piezas
estéticas de un narrador que hasta se somete a sí mismo como personaje.
Gusdorf afirma que la autobiografía posee una función literaria por la
cual el sujeto incluye imágenes ficcionales como verdaderas, puesto que dan
testimonio de él tanto para su placer como para el de sus lectores (16). En el
ensayo “Iguanas y dinosaurios. América Latina como utopía del atraso”, esta
‘autoficcionalización’ posibilita, entre otras cosas, que el ensayista mexicano
exhiba los inicios de su actividad como escritor y exponga su postura ante un
tópico que sigue siendo preocupación del debate intelectual contemporáneo:
Latinoamérica y el exotismo como demanda y prenoción europeas. El texto,
en el que no faltan el humor y la ironía y en el que se destacan sus dotes de
narrador, se inicia con esta reveladora frase: “[a] los cuatro años me encontré
ante una disyuntiva que decidió mi vida” (107). Lo que procede de ella es
el relato de su paso por el Colegio Alemán y los resultados de esta peculiar
educación: “nada me gusta tanto como el español y detesto cualquier idea
reductora de la identidad nacional” (107). Representante de la otredad, por
esos años descubrió que las rarezas resultaban redituables y la demanda de
ese exotismo lo llevó a inventar primos que desayunaban con tequila y pólvora,
tías sufridas como Frida Khalo y hasta un abuelo que legó su ojo de vidrio
con el que él jugaría, luego, a las canicas por diversión. Alegoría imaginada
de la literatura latinoamericana, esta pieza narrativa tiende puentes hacia la
reflexión sobre su labor de escritor y le permite intervenir públicamente en
el imaginario estético y cultural: “Los años en los que cumplí con las expectativas de la escuela me convirtieron en un autor del realismo mágico. Sin
embargo, cuando empecé a escribir no pensé que tuviera obligación de ser
típicamente mexicano. De nueva cuenta, fue la mirada europea lo que me
recordó la existencia de los patriotismos literarios” (109).
Si como afirma Gusdorf, el registro autobiográfico constituye “una segunda
lectura de la experiencia, y más verdadera que la primera, porque es toma
de conciencia” (13), el paso de Villoro por la escuela alemana adquiere un
valor simbólico que trasciende lo puramente anecdótico y le posibilita resignificar no sólo el camino de su propia narrativa, sino también el forzoso rasgo
autóctono que le es exigido a la literatura y la cultura latinoamericanas: “[l]
o grave es que la visión de conjunto de América Latina se someta a estas
prenociones: el realismo mágico como explicación de un mundo que no
conoce otra lógica” (113). A pesar de que Villoro pertenece a una generación
literaria posterior a la denominada ‘generación del crack’, parece concordar
con la posición de este grupo acerca de las consecuencias ético-estéticas
del realismo mágico. En realidad, algunos de los integrantes del crack y,
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por su parte, también Villoro, lo que manifiestan es su descontento frente a
aquellos autores que se apropian de la fórmula ‘marquesiana’ y privilegian
el pintoresquismo por sobre la natural necesidad estética de una obra: “Me
parece una superstición innecesaria [comentará Villoro] pensar que hay un
español ‘típico’ o un mexicano ‘típico’; lo interesante, en todo caso, es el
inusitado cruce de culturas, la violación de las fronteras” (98).
Este tránsito del yo a un tema general -que lo excede aunque lo involucra- permite fusionar la introspección y la reflexión en un mismo territorio
discursivo. De algún modo, la sinceridad implicada en el relato de las experiencias infantiles –a las que se suman anécdotas de su vida como agregado
cultural en Berlín o episodios de su presencia en encuentros internacionales
de escritores– le otorga cierta autoridad o pretensión de credibilidad como
auspicios para que su palabra sea oída al momento de fijar posturas que
exceden el terreno de lo íntimo. Si bien las referencias autobiográficas, delegadas y directas, son visibles en todo el libro, no responden a la clásica
narración autobiográfica en términos de seguir un recorrido espacial y cronológico lineal. Los datos personales se diseminan de modo fragmentario,
manteniendo un acuerdo de credibilidad que, en términos de Philipe Lejeune,
es el que concede interés al texto por suponer un reflejo de la visión del
mundo y de la manera de expresarse del sujeto (319). Lo interesante de
Efectos personales es que ese interés no decae cuando la figuración del
sujeto se produce de manera delegada, esto es, cuando la búsqueda del yo
se reconoce en el encuentro y la designación del otro.
Si es posible entender el sostenido acento de Villoro sobre las prosas
cuidadas y certeras de otros escritores como un reflejo o una aspiración de
su propia obra, la insistente valoración del relato como un acontecimiento
discursivo múltiple puede vincularse con su oficio cronístico. Además de
ensayista y narrador, el escritor mexicano es también cronista y esta última
condición no pasa desapercibida en sus ensayos. En el prólogo, aclara, por
ejemplo, que el texto sobre Burroughs está “por momentos más cerca de la
crónica que del estudio literario” (9). Más allá de esta confesión, la discusión
literaria propuesta por Villoro tiende puentes entre distintas zonas de la cultura y la literatura. Por esta razón, el cronista logra filtrarse en la textualidad
ensayística cómodamente. Alguna vez señaló que una de las funciones de los
ensayos literarios es, justamente, la de establecer este tipo de conexiones
y romper con la idea que avala ser especialista en un solo tema e ignorante
en la mayoría de los asuntos del mundo. Efectos personales constituye, en
este sentido, una discursividad convocante por la que desfilan alusiones
sobre televisión, cine y fútbol, entre otras. Esta convergencia desacraliza la
noción de alta cultura o cultura cerrada y presenta, consecuentemente, el
texto como un aparato cultural mediador.
Espejo sobre espejo, la defensa por el carácter multifacético de Alejandro
Rossi –quien se ocupa tanto de Bianca Jagger como de Menotti o de
Borges– puede ser interpretada como una confesión estética del propio
autor mexicano, ya que, como Rossi, su obra se sostiene por la presencia
de diferentes temas provenientes de los más diversos sectores culturales.
De hecho, la naturaleza de sus crónicas abarca los más disímiles asuntos
y ha dedicado un libro completo (Dios es redondo) a otra de sus pasiones,
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además de la literatura: el fútbol. Para Villoro, no hay estatutos que prefiguren las labores de un escritor, ninguna tarea literaria es nimia: “[e]scribir
una solapa, un comentario relámpago, una necrológica justiciera es una
moral de resistencia” (51).
El lenguaje de la literatura ha sido históricamente la expresión de una
subjetividad. ¿Sería posible, entonces, que su reflexión escapara de esa región
tan íntima? La escritura, grafica Villoro, “es una resistencia a puerta cerrada;
el desafío que alguien acepta para encontrarse a sí mismo” (118). En esa
búsqueda, la memoria extiende sus territorios y su manipulación permite
que el recuerdo se roce con la ficción, que los otros se dispongan como fragmentos delegados de la figuración del yo. En Efectos personales se impone
un oxímoron: las lecturas alcanzan el estatuto de ‘lecturas vividas’.
Frente a los dogmas literarios y su intento por encasillar y definir los límites del espacio de las letras, la escritura ensayística se alza para reivindicar
la libertad de experimentación escrituraria. El único estatuto del ensayo es,
precisamente, esa licitud hacia lo inclasificable, hacia la apertura, hacia el
juego. Su discursividad comprueba que hay muchas maneras de nombrar
el yo y que ninguna de ellas puede confinarse a formas que se pretendan
definitivas. Juan Villoro combina el recuerdo y la invención, la experiencia y
la interpretación en una textualidad auto-reflexiva que delata su modo de
concebir la literatura. Sus ensayos son piezas estéticas de un narrador que
ejerce la crítica como una manera de encontrarse a sí mismo, inaugurando
así un original umbral entre autobiografía, ensayo y ficción. Desde esta
premisa, la tarea crítica se vuelve un acontecimiento estético y abandona el
lugar marginal que la aparta canónicamente de la literatura para convertirse
en una más de sus expresiones. En Efectos personales, la memoria es un
libro abierto, una sucesión de citas ajenas; figuraciones delegadas de un yo
que hace de la intimidad un lugar de la tradición.
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