No Quiero perder tiempo

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No Quiero perder tiempo*
En cuanto conozca los planes y las
tarifas, usted se hallará en condiciones
de vender seguros de vida, pero no será
Asegurador hasta que no sepa qué hace
el seguro de vida, y no pueda decirlo sino
sintiendo un nudo en la garganta.
- No quiero perder tiempo.
Con estas palabras me recibió, justamente la tarde de aquel día, el señor Gabriel Nevares,
fuerte hacendado del sur de Buenos Aires.
- No quiero perder tiempo en esas cosas – repitió-; tengo mucho que hacer; precisamente
porque me ocupo de que no le falte nada a mi familia, y usted me viene a hablar de que no la
deje desamparada.
Yo había empleado la mañana en cumplir una misión importante, pagar una indemnización por
muerte. Un seguro muy modesto, por la suma de cinco mil pesos; pero en el año veintidós era
bastante plata.
Primero recibí un telegrama, por el cual la compañía me ordenaba esperar una carta con
documentos. Interrumpí mi gira, y unos días después me llegó el cheque y los papeles para
pagar la indemnización, en un lugar de campo bastante retirado del pueblo. Me levanté de
madrugada, y después de recorrer varias leguas por caminos de tierra con mi Ford modelo T,
apareció el ranchito que andaba buscando. Salió a recibirme una mujer de unos cuarenta años,
evidentemente envejecida por la rudeza de la vida de campesina y las penurias de la pobreza.
-Buenos días; señora-dije llegándome hacia ella después de dejar el coche en el patio- vengo a
verla de parte de la compañía de seguros. Tuvo como un sobresalto.
- ¿La compañía de seguro?- tartajeó- ¿cómo?... ¿Otra vez?
La miré con atención, sorprendido.
- ¿Ya estuvieron aquí?- pregunté, un poco desorientado-. ¿Cuándo? ¿Quién estuvo aquí?
- El agente de la compañía… ese señor de Tandil… Zamparelli, creo… Ya le expliqué a
él… llenó unos papeles, me dijo que andaría por el registro civil, que todo se iba a arreglar,
¿comprende? Usted sabe… mi esposo falleció, he quedado sola con los chicos, yo no puedo
seguir…
Entendía las palabras, y al mismo tiempo esa mujer me daba la impresión de que estaba
hablando en otro idioma.
-Bueno, señora- atiné por fin a decir-; hay que resignarse… estas cosas las cura el tiempo. La
vida es así ¿sabe?
- Entiendo, señor, entiendo; pero ya le dije al señor Zamparelli que no podré seguir; no sabe
cuantas veces le expliqué a mi marido que eso no convenía; que iba a llegar el momento en
que no podríamos seguir pagando, y ahora… -zollozó- él ha muerto… ¿cómo voy a seguir?
Me costaba creerlo. Quería decir que…
¿Qué es lo que tiene que seguir, señora? Yo no he venido a cobrarle nada, sino al contrario: le
traigo plata.
- ¿Me trae plata?; -me miró seguido- ¿y el seguro? Pedro lo dijo muchas veces… habrá que
pagar durante veinte años… y no habíamos pagado más que cuatro… así que todo se perdió.
¿Cómo que me trae plata? ¿Qué plata? ¿Nos van a devolver lo que pagamos?
- ¡No por Dios, señora! Ustedes tenían un seguro de vida de cinco mil pesos, ¿No lo sabía?
- Si que lo sabía, a pagar en veinte años.
- Si, señora; a pagar en veinte años, pero si su esposo hubiera vivido. Al fallecer él no tienen
nada que pagar. El seguro ha terminado, ¿comprende?
Su cara se iluminó.
-¿ Quiere decir que no hay obligación? Y lo pagado, ¿lo devuelven?
- No, señora; no lo devuelven; pero yo vengo a pagarle los cinco mil, precisamente porque
falleció su esposo, ¿me comprende? Aquí tengo el cheque, que podrá cobrar en el banco del
pueblo. Fírmeme estos recibos y todo estará terminado.
Quedó inmóvil. Era como si pensara con todo el cuerpo, haciendo fuerza por entender.
Después, lentamente, se apoyó en un mesita bajo el alero del rancho, escribió su nombre en los
papeles que yo le alcanzaba, tomó el cheque, lo leyó me tomó las manos y me las besó.
Pensé: ¿Esta mujer se ha vuelto loca?
-Gracias, señor- me decía-, ¿así que el seguro era eso? Y pensar que Pedro me lo quería
explicar. Y yo lo atormentaba con mis recriminaciones. Ahora comprendo…
Esta plata me la manda él, después de muerto…
Nunca me he sentido tan turbado como esa mañana. Era como si estuviera asistiendo al curso
de seguros más completo que jamás pudiera oírse, y además sentía como un remordimiento
por todos los seguros que había dejado de cerrar por todas las objeciones tan frecuentes de que
lo consultaré con mi esposa, mi mujer no quiere, ella no está de acuerdo…
El agente que vendió ese seguro que yo acababa de pagar tal vez tuvo que luchar
denodadamente para rebatir tales objeciones, y el mismo asegurado, durante cuatro largos
años, había procurado explicar a su mujer los alcances del seguro, inútilmente.
Y ahora, ante Gabriel Nevares, me encontraba con esas otras objeciones tan comunes, no
quiero perder el tiempo, tengo que pensar en otras cosas, ya me ocupo de mi familia…
- Señor Nevares-dije-: usted no tiene tiempo para tratar de estas cosas, y esta misma mañana
entregué un cheque por cinco mil pesos a una viuda. Esa mujer tenía disponible todo el tiempo
del mundo para entenderme.
Se quedó mirándome un momento, y luego, como inspirado replicó:
-Muy bien- hizo un gesto de aburrimiento-; lo consultaré con mi esposa; véame más adelante.
-De acuerdo-repuse-, como usted quiera. Pero le aconsejo que no lo haga, porque las mujeres
no entienden estas cosas hasta que ya es demasiado tarde. Si usted conoce alguna viuda,
pregúntele a ella. Si me lo permite, le daré la dirección de una que vive muy cerca de aquí,
unas veinte leguas…
-Sí, ya sé- me interrumpió-; el rancho del finado Recasens.
-Exactamente; gente muy pobre, trabajadora…
-No me va a decir que Recasens tenía seguro de vida… ¡ese infeliz!
Era tan despreciativo el gesto de Gabriel Nevares que, aún cuando en mi vida había visto a
Recasens, le tuve un poco de lastima.
-Precisamente- repuse-; esta mañana pagué la indemnización a la viuda; no era un gran seguro
pero, ese Recasens, Pedro Recanses, a quien usted acaba de llamar un infeliz, tomó su seguro
de vida a pesar de la oposición de su mujer, que nunca alcanzó a comprender de que se
trataba, porque cuando llegué a la tapera esta mañana, me salió diciendo que ella no podría
seguir pagando las primas porque había muerto su marido. ¿Se puede imaginar una cosa igual?
- ¿Es posible? - rió Nevares-. Ya le decía que eran unos infelices, ¿Cuánto hace que se aseguró
Nevares?
-Cuatro años.
- ¿y en cuatro años no se lo pudo explicar a la mujer?
-Exactamente; pero le prevengo que hay muchas razones sociológicas para que una mujer no
entienda de que se trata mientras que el marido vive a su lado y la ampara directamente. Le
aseguro que la mujer de Recasens me dijo unas cosas que me emocionaron. Es increíble.
- ¿Qué es lo que le dijo?
- Poco…pero fuerte… dijo: esta plata me la manda él, después de muerto; ¿entiende el
significado profundo de estas palabras?
Nevares no contestó. Me miraba con sorna, pero con la boca un poco entreabierta, como si
escuchara algo que seguía hablando dentro de su cabeza, ajeno a su voluntad.
Le dije lentamente:
- Usted tiene razón, don Gabriel; nos ocupamos de que no falte nada en casa, y nos
sacrificamos mientras estamos aquí, hasta que llega el momento de la muerte, que es el final
de todo en lo que a nosotros nos concierne. Créame un seguro o sin seguro se muere lo mismo,
pero un seguro de vida permite morir… un poco menos, y en paz con nuestra conciencia.
Se mantuvo silencioso todavía. Su monólogo interior continuaba; tal vez convertido en
diálogo, a lo mejor pelea.
- Muy bien- dijo luego-; pero quiero esperar hasta que pueda tomar una póliza importante.
Su voz se había hecho tan cortante que me ofendió un poco. Tuve la visión de que me hallaba
ante un hombre insensible. Yo andaba con los nervios un poco resentidos por la emoción de
la mañana. Pensé que antes de irme podría dejar una idea oída en el curso de instrucción de la
compañía sin ocurrírseme que fuera precisamente oportuna en ese caso.
- Si señor Nevares; usted puede esperar hasta que esté en condiciones de tomar una póliza
importante; pero observe a una rana: salta desde donde está. Puede necesitar varios saltos para
recorrer toda la distancia, pero tan pronto como sabe hacia donde se dirige empieza a saltar…
Hasta ahí lo que me habían enseñado en la compañía, pero la carga que traía en los nervios
me hizo seguir: -... don Gabriel; ¿porqué no saltar ahora mismo desde donde podemos? ¿cree
que Recasens habría tomado el seguro si hubiera esperado poderlo hacer por un capital más
importante? La muerte no le habría dado tiempo. Usted podrá ampliar su seguro cuantas
veces quiera en el futuro, pero… perdone lo que voy a decirle… ¿le parece que no está en
condiciones de hacer, por lo menos, lo que hizo… ese infeliz?
- Basta, Cabral- estalló-; ya le dije que no me gusta perder tiempo; empecemos con uno de
cincuenta mil ahora, y… a otra cosa.
Su apretón de mano me dejó mudo.
Fin
Los tiempos han cambiado, ahora todos sabemos
para qué y cómo opera un seguro, pero...
Todos tenemos seguros de Vida???
* Fuente: José Salas Subirat, “Juan Cabral, Maestro de Vendedores”, Editorial Compañía Editorial Continental,
México DF, México, 1962.
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