27º Concurso de cuentos Biblioteca Públicas de la Comunidad de

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Comunidad de Madrid
Presidente
Excmo. Sr. D. Ignacio González González
Consejera de Empleo, Turismo y Cultura
Excma. Sra. Dña. Ana Isabel Mariño Ortega
Directora General de Bellas Artes, del Libro y de Archivos
Ilma. Sra. Dª. Isabel Rosell Volart
Secretario General Técnico
Ilmo. Sr. D. Alfonso Moreno Gómez
_____________________________________
Edita
Comunidad de Madrid
Consejería de Empleo, Turismo y Cultura
Dirección General de Bellas Artes, del Libro y de Archivos
Subdirección General del Libro
Edición: 01/2012
27º Concurso de cuentos
Bibliotecas Públicas
Comunidad de Madrid
Cuentos premiados
Sumario
SUMARIO
Presentación ....................................................................................................... 2
Hasta 7 años
El pajarito y la niña. Carla Quintana Revuelta .......................................................... 4
Las zapatillas perdidas. Andrea Espin Sequera ......................................................... 5
¡Me sirve! Jose Luis de la Parte Juan ...................................................................... 6
De 8 a 11 años
La nube de Sonia. Aitana García de la Higuera ......................................................... 8
Los ojos de poeta. Mario García Obrero................................................................. 11
El lobo cuenta la verdad. Lucía Caparroz Nieto ....................................................... 12
De 12 a 14 años
Alejo. Patricia Elosúa Feliciano ............................................................................. 14
El viaje del anillo. Laura Mingo Pérez .................................................................... 17
El último viaje. Carla Arrollo Gómez ..................................................................... 19
De 15 a 20 años
Compañeros de camino. David Santiago Hernández Vázquez ................................... 25
Dragones. Daniel Alonso Torres ........................................................................... 27
En el jardín ya no hay hadas. Clara Ayala Mora ...................................................... 29
A partir de 21 años
Una tónica y un bitter. Laura León Vázquez .......................................................... 33
Vértigo. Francisco García Oblanca ....................................................................... 35
Inesperado otoño. Juan Pablo Arellano Conejo ....................................................... 37
1
Presentación
PRESENTACIÓN
2
La Dirección General de Bellas Artes, del Libro y de Archivos convoca desde hace 27 años el
Concurso de Cuentos de las Bibliotecas Públicas de la Comunidad de Madrid. El principal objetivo es
fomentar e incentivar la experiencia creativa entre niños, jóvenes y adultos a través de la escritura
y dar la oportunidad de una visibilidad a quienes se inician en ella.
Nos agrada ofrecerles ahora la publicación digital de los textos ganadores de la XVII edición
de nuestro Concurso celebrado durante 2012 con quince relatos correspondientes a las cinco
categorías de edad.
Queremos agradecer también la participación de todos los profesionales que han formado
parte del jurado para la selección de los textos.
En nuestra labor continua de promoción y fomento de la lectura a lo largo de tantos años,
esperamos que el Concurso siga siendo un estímulo para futuros participantes y para acercar el
placer de leer a todos los ciudadanos.
Hasta 7 años
3
Hasta 7 años
27º Concurso de cuentos
EL PAJARITO Y LA NIÑA. CARLA QUINTANA REVUELTA
4
Erase una vez un pajarito que volaba muy alto y muy deprisa, volaba tan alto, tan alto, y
tan deprisa, deprisa, que un día se cayó al suelo y se hizo mucho daño, no se podía levantar
porque tenía una alita malita, y el pajarito desesperado por levantarse, como no podía, empezó a
llorar porque tenía miedo de que le pisara alguna persona.
Pasaba por donde estaba el pajarito una niña preciosa y muy buena de unos siete años de edad,
cuando vio al pajarito le dijo:
-No te asustes de mí pequeñín, que no te voy a hacer daño. Y el pajarito le dijo:
-¿De verdad que no? La niña le contestó:
-Pues claro que no, y si quieres te llevo a mi casa y te cuido, para que se te cure tu alita.
-Vale, dijo el pajarito.
La niña le cogió con sus manitas pequeñas, con muchísimo cuidado para no hacerle ningún daño, el
pajarito se dio cuenta de que le cogía con mucho cuidado y se tranquilizó, y hasta se durmió en las
manitas de la niña, mientras que iban a su casa.
La niña lavó al pajarito, curó sus heridas con un poquito de betadine, que es lo que a ella le daban
sus padres cuando tenía heridas, y le dio pan mojado con leche para comer. Así estuvo cuidando
todos los días la niña al pajarito, de forma que e l canario, que era de esa especie el pajarito, se
curó del todo y ya podía volar.
La niña estaba contenta y triste a la vez, contenta porque el pajarito ya estaba curado, y triste,
porque tenía miedo que el pajarito se fuera porque ya podía volar. Pero el pajarito preguntó a la
niña:
-¿Quieres que me quede contigo a vivir y también te acompañe al cole todos los días? La niña le
contestó:
-¡Sí! y otra vez sí y también otro sí, sí y sí.
Así que el pajarito acompañaba al colegio a la niña todos los días, yendo en su cabecita, o en su
hombro y se escondía en su cartera cuando estaba en el cole para que la profesora no le viera, y
vivió para siempre feliz con su amiga.
COLORÍN COLORADO ESTE CUENTO SE HA ACABADO.
Hasta 7 años
LAS ZAPATILLAS PERDIDAS. ANDREA ESPIN SEQUERA
Erase una vez una niña llamada Miriam, tenía el pelo corto y marrón, sus ojos también eran
marrones. Era una niña simpática y alegre. Tenía 4 años.
Vivía con sus hermanos y padres en una casita, en un bonito pueblo, y tenía muchos animales: una
perra llamada Sunnay, una gata llamada Luna y cuatro pájaros. Una noche después de cepillarse
los dientes, ponerse su pijama favorito y de que su hermana le leyera su cuento preferido, se
quedó dormida.
Al rato de quedarse dormida empezó a soñar con toda clase de monstruos. Estos monstruos se
escondían cada uno en un lugar distinto de su habitación. No eran monstruos malos, solo eran un
poco revoltosos.
El que se escondía en el armario era morado, solo tenía un ojo, orejas de trompeta y ponía caras
graciosas.
El que se escondía debajo de la cama era verde con forma de calcetín, tenía tres ojos, las orejas y
la cola de ratón y era muy enfadica y gruñón. Y el último v ivía en el juguetero, escondido porque
era muy tímido y asustadizo, parecía un plátano y era de color azul.
De repente sonó un golpe muy fuerte en la habitación y al despertarse Miriam, los monstruos
desaparecieron porque también se asustaron por el ruido.
Ya era de día y Miriam f ue a ponerse sus zapatillas para bajar a desayunar, cuando vio que sus
zapatillas preferidas habían desaparecido. Entonces gritó ¡¡ Mis zapatillas han desaparecido!! ¿Se
las habrá llevado el monstruo del armario? ¿Se las habrá llevado el monstruo de debajo de la
cama? ¿Se las habrá llevado el monstruo del juguetero?
Buscó por toda la habitación, debajo de su cama y hasta buscó dentro de su hucha, pero no las
encontró y como esas eran sus preferidas no se quiso poner otras.
Bajó por fin a desayunar, y su madre la regañó porque no podía bajar descalza, entonces subió
para ponerse unas zapatillas viejas.
Al subir las escaleras escuchó un extraño ruido en su habitación, entró sigilosamente pensando que
alguno de los monstruos estaría allí comiéndose sus zapatillas…Y de repente encontró a su perra
masticando sus zapatillas. Miriam pensó: ¡Oh! ¡¡Me hubiera gustado que hubiese sido un
monstruo!!
5
27º Concurso de cuentos
¡ME SIRVE!. JOSE LUIS DE LA PARTE JUAN
6
A un niño le servía todo.
Un día su padre iba a tirar un cartón y el niño le dijo: “¡esto me sirve, esto me sirve!” y se
construyó una casita.
Al día siguiente, su madre iba a tirar una caja de metal y el niño le dijo “¡esto me sirve, esto me
sirve!” Y se fabricó un coche.
A la semana siguiente, su hermano iba a tirar unas botellas de plástico y el niño le dijo “¡esto me
sirve, esto me sirve!” Y se construyó un remolque.
Al final se fue de viaje a Alemania con su coche remolcando su casa y se quedó a vivir allí.
De 8 a 11 años
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De 8 a 11 años
27º Concurso de cuentos
LA NUBE DE SONIA. AITANA GARCÍA DE LA HIGUERA
8
Sonia tenía dos aficiones y una larga y bonita melena negra que siempre recogía en una
coleta. Sus aficiones eran pintar y mirar las nubes. Todos los lunes y miércoles asistía a una
academia de pintura y daba vida con sus pinceles a unos tristes lienzos blancos como nadie podía
hacerlo. Y, cómo no, le encantaba pintar las nubes. Pintarlas bien, conseguir su movimiento y su
textura era su mayor reto. También solía mirar las nubes con frecuencia, cada tarde, después de
salir del instituto o de la academia (según qué día fuera) iba por un atajo que solo ella conocía,
atravesando el bosque, hasta llegar a un claro que, en cierto modo, era suyo. Allí se liberaba de
todos los problemas y contemplaba las nubes, sus formas, sus idas y venidas. El tiempo pasaba
muy rápido mientras ella observaba ese otro mundo de ensueño.
Un día Sonia se despertó y supo que ese día iba a ser especial. No sabía por qué, pero algo dentro
de ella lo preveía. En el instituto no ocurrió nada fuera de lo normal, pero cuando llegó a la
academia, la profesora les comunicó que habría un concurso y que cada uno tendría que preparar
un cuadro en los siguientes días para presentarlo. Eso era sorprendente, pero lo que anunció a
continuación era…¡impresionante!
- El ganador expondrá su cuadro junto a los cuadros de los otros ganadores de otras
academias que tiene la cadena por Europa. Esa exposición estará en París, en Londres, en Roma y
en Nueva York. Y los pintores tendrán la oportunidad de acompañar a sus cuadros en esta gira. Os
deseo mucha suerte a todos. – dijo Lorena, la profesora, sonriendo.
Cuando pasó al lado de Sonia, le susurró:
-Sé que puedes hacerlo, Sonia. Tienes mucho talento.
Lo que estaba pasando era increíble, más algo en su interior advertía que todavía quedaban
sorpresas.
Cuando la clase acabó, salió corriendo hacia el claro del bosque. Allí, dejó su mochila y se tumbó en
la mullida hierba, que funcionaba como un colchón verde. Sacó de la mochila un frasco de galletas
casi vació y se comió las últimas mientras se fijaba en las formas de las nubes. Ese día tenía
suerte, había bastantes nubes, aunque no tantas como para cubrir el cielo por completo y eso
estaba bien, pues, si el cielo estaba lleno, no se podían ver bien las nubes porque se mezclaban y,
si no había nubes, Sonia se aburría mirando el monótono cielo azul, al contrario que otras
personas, que disfrutaban de un cielo despejado. Eso pensaba mientras examinaba una nube ni
muy grande ni muy pequeña, un poco esponjosa pero no demasiado y de un tono rosado. Le
pereció bonita, hizo como que la cogía en su imaginación y, guiñando el ojo, hizo como que la cogía
con la mano y la metía en la caja de galletas. Cuál fue su sorpresa cuando la nube apareció en el
De 8 a 11 años
bote, revolviéndose y girando, todavía con el tono rosado. Dudó un segundo, y luego la tocó con la
punta del dedo. Estaba fresca, y le hacía cosquillas. Atónita, guardó con cuidado el frasco en la
mochila y pensó qué debía hacer. Se le ocurrió ir a su casa, como siempre, y no decir nada sobre
eso. Ya pensaría después qué hacer con la nube.
Se puso a andar, mirando a un gato blanco con una bonita mancha negra en el lomo caminar sobre
los tejados. De pronto, el gato resbaló y estuvo a punto de caer, de no ser porque se agarró con
una pata al canalón. No aguantaría mucho más. El gato resbaló un poco, deslizándose un poco más
al borde, y maulló pidiendo ayuda. El primer impulso de Sonia fue pedir ayuda, pero no había nadie
más en la calle y si corría a otra tardaría bastante y el gato podría caer. Debía hacerlo ella. El gato
estaba demasiado alto como para alcanzarlo, y no había ninguna escalera cerca. Sin saber por qué,
solo siguiendo su instinto, sacó de la mochila el frasco donde había guardado la nube, lo destapó y
vació un poco debajo de donde estaba colgado el gato. Justo entonces, el gato cayó, pero aterrizó
en una blanda y rosada nube y salió ileso. El gato dirigió una mirada agradecida a Sonia y luego se
escabulló rápidamente por un callejón.
Sonia siguió caminando, aparentemente tranquila, pero por dentro estaba muy excitada. ¡Lo que le
estaba pasando era extraordinario! Siguió caminando y, al torcer la calle, se encontró con una
madre con un carrito de bebé. La madre intentaba hablar por teléfono, pero no lo conseguía porque
el bebé no dejaba de llorar. La madre intentaba por todos los medios que el bebé callara, y parecía
cansada y nerviosa. Cuando la madre se alejó, buscando un lugar más silencioso, Sonia se acercó y
vertió un poco de la nube del frasco en la mano, y, otra vez solo siguiendo su instinto, lo frotó
suavemente contra la frente del niño, susurrándole en bajo. Él dejó de llorar poco a poco y empezó
a adormecerse, hasta quedar profundamente dormido. Sonia aprovechó para marcharse rápida y
silenciosamente, pero vio que la madre suspiraba aliviada al ver que el bebé se había dormido y
que retomaba la tan importante conversación por teléfono.
Siguió su camino, contenta de haber ayudado dos veces y se preguntó si habría una tercera, pues
la nube del bote empezaba a disminuir. En efecto, la tercera ocasión para ayudar vino pronto. Tras
caminar algo más, llegó a una calle en la que el sol pegaba tan fuerte que Sonia pensó que, como
mínimo, las farolas se iban a derretir, y eso si no se derretía ella. Mientras marchaba por la calle
que a ella le parecía un desierto se encontró con un pobre perro casi desmayado por el calor, con la
lengua fuera y los ojos cerrados, jadeando y buscando alguna sombra en la que poder descansar.
El perro cayó al suelo desmayado por el calor y Sonia se acercó con el frasco en la mano. Lo
destapó y vertió un poco en la boca del perro. La nube, para esta ocasión, agua, tuvo el efecto
deseado. El perro abrió los ojos y se levantó. Ya no estaba sediento y restregó su hocico contra la
pierna de Sonia, era su modo de agradecer. Acto seguido, corrió hacia otra calle con más sombra.
Sonia anduvo hasta su casa sin encontrarse con ningún otro problema, y eso la alivió, pues no
quedaba mucho de la nube y quería usar algo para ella. Al llegar a su casa guardó el frasco con la
nube en un lugar secreto.
En los días siguientes pintó un cuadro para el concurso y no se lo enseñó a nadie. Puso en él
mucho empeño, pero siempre le parecía que faltaba algo. No conseguía que le salieran bien las
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27º Concurso de cuentos
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nubes. Una tarde, en su cuarto, encontró la solución. Con lo del concurso, se había olvidado por
completo de la nube, pero, buscando una cosa, lo encontró y se le encendió una luz. Al día
siguiente, cuando fue a la academia, se llevó el bote con la nube. Cuando se puso a pintar las
nubes, vertió lo último de la nube en la paleta, Con cuidado usó la nube como pintura, y la
extendió por el lienzo. La nube se agitaba dócilmente, casi imperceptible, con un tono rosáceo,
sobre la tela. En los días siguientes, retocó un poco el cuadro y lo acabó. Lorena, la profesora, se
llevó los cuadros, todos cubiertos por una tela blanca, para que no se vieran, a quién sabe dónde
para que los jueces los vieran y eligieran mejor, el que haría la gira.
En los meses siguientes no hubo ninguna novedad, aunque todos estaban ansiosos por saber qué
cuadro era el elegido. Pero un día, Lorena anunció:
-Los jueces han decidido ya qué cuadro y su autor harán la gira, y me han pedido que os lo
diga. – Hizo una pausa para observar, satisfecha, los rostros atentos y expectantes de los alumnos.
– El ganador, o mejor dicho, ganadora. Los chicos volvieron a sus cuadros, decepcionados, en
cambio, las chicas se removieron en sus asientos, nerviosas – bueno, que la ganadora es…, todos
la miraban impacientes, es…¡Sonia del Olmo!
Algunos suspiraron resignados, otros la felicitaban. Sonia no acababa de creérselo: ¡viajar, otra de
las cosas que le encantaban! ¡Iba a viajar a París, a Londres, a Roma y a Nueva York! ¡Era
alucinante!
Las siguientes semanas fueron de preparación: maletas, billetes de avión, despedidas, etc. Hasta
que llegó el día. Durante el viaje no dejaba de pensar en París. Había estado allí cuando era
pequeña, pero no se acordaba muy bien. También pensaba en los compañeros que habían ganado
en otras academias. ¿Cómo serían? También pensó en la nube. Por fin llegaron a París, y a Sonia le
pareció una ciudad preciosa. Después de unos días, llegó la inauguración de la exposición, en la
que los pintores mostrarían sus cuadros y la gente los podría ver.
Llegó el momento de destapar el cuadro. El corazón de Sonia latía más rápido de lo habitual.
Cuando apartó la tela blanca, dejó al descubierto un hermoso paisaje de montañas nevadas y un
extenso y frondoso bosque iluminado por la luz de un atardecer, y en el cielo anaranjado
destacaban unas nubes algo esponjosas pero no demasiado, que de forma casi imperceptible se
removían y que tenían un tono rosado. Un chico llamado Tom se acercó y observó extasiado el
bonito cuadro. Cuando examinó las nubes, le pareció ver, sucesivamente, un gato blanco con una
mancha negra en el lomo, un bebé dormido, un perro tendido en la sombra y, finalmente, una
chica de pelo negro recogido en una coleta, tumbada en la hierba mirando las nubes.
De 8 a 11 años
LOS OJOS DE POETA. MARIO GARCÍA OBRERO
“Hojas ya caídas que vuelven a caer”
Así era como empezaba el poema que Jorge y sus amigos leyeron ayer en clase. Jorge era un niño
estudioso, tenía ojos muy grandes, no se le escapaba nada y una boca muy sonriente de color
chupachus. A Jorge no le gustaba la poesía, decía que era un rollazo y que no entendía nada. Pero
una mañana se levantó y cuando hacía la cama vio que alguien gritaba ¡No te vayas, quédate con
nosotros! Jorge muy extrañado se sentó en su cama y de repente sonó ¡Toma! ¡Qué bien!
Jorque se levantó y se dio cuenta ¡¡¡de que hablaba su cama!!! Y cuando desayunaba vio que en la
leche había palabras.
Cuando llegó al colegio vio a las flores charlando, a un lápiz que se iba a jubilar y a sus amigos
borradores despidiéndose de él. En el recreo vio a las palabras que salían volando de las ventanas
de las clases para jugar al pilla-pilla en el recreo.
Jorge pensó que estaba volviéndose loco y cuando terminaron las clases se lo dijo a Carlos, su
profesor. Carlos le dijo: Esto es lo mejor que te puede pasar, ves todo con los ojos de un poeta.
Jorque pensó mucho en la respuesta de su profesor. Poco a poco le empezó a gustar la poesía y
siguió viendo el mundo con ojos distintos. Más tarde empezó a escribir y ahora todos le conocemos
como El que escucha a las flores.
Este es un poema que escribió nuestro amigo:
“Quien mira bien el mundo,
mira con ojos de poeta
Mira a la vida como una madre
Y a las palabras como hermanas
Mira bien quien mira
Con ojos de poeta”
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27º Concurso de cuentos
EL LOBO CUENTA LA VERDAD. LUCIA CAPARROZ NIETO
Cansado de mi mala imagen, decidí decir la verdad:
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Había una niña con una capita roja inconfundible. Esta niña cantaba y bailaba, pero también corría
por el bosque destruyendo las margaritas, cortando hojas, dando gritos a conejos, pájaros, ardillas
y mariposas…tiraba los papeles en el río, nadie la quería, los animales se escondían al verla.
Todo empezó un día que me crucé, por casualidad con ella, y la pregunté:
¿Adónde vas muchachita?
Y ella me contestó: a casa de mi abuelita ¿quieres acompañarme?
Y me agarró la cola, me arrastró mientras me decía que en casa de su abuela me iba a cortar el
pelo.
Me solté y corrí por miedo a que en lugar del pelo me cortara una pata.
Recuerdo que un día, me pilló por sorpresa, y me pintó la cara con unos brillos, me puso una
peluca y me ató a un árbol. Todos se reían de mí en el bosque.
Yo quise darle una lección, su abuela, una persona muy buena, prometió ayudarme.
Una tarde quedé con la abuelita en su casa, me invitó a un refresco y me dijo que hablaría con su
nieta para que cambiara de comportamiento.
Después de unos días, la abuelita me llamó para ir a su casa, ya que caperucita iba a llevarla unos
pastelitos. Me peiné, me lavé y me fui contento pensando que todo se arreglaría.
Cuando llegué, la abuelita salía a pasear a su perrito, me invitó a pasar y me dijo que la esperara
diez minutos.
Como estaba cansado, decidí esperar tumbado en la cama y me quedé dormido.
Me desperté asustado al oír los gritos de la terrible niña entrando a casa: ¡¡abuelita, abuelita!!
Al verme me dijo: no eres mi abuelita ¿quién eres?
Me agarró las orejas y me dijo: que lindas orejitas tienes, pero sucias. Sacó un algodón y empezó a
frotarlas, pensé que me dejaba sordo.
Mirando mi hocico me dijo: que pelos más largos. Y me cortó los bigotes.
Abriéndome la boca me dijo: que dientes más sucios tienes. Y me pasó una lija que me raspó hasta
la lengua, qué dolor, grité y corrí. Ella me perseguía diciéndome que me iba a cortar las uñas y
depilarme el lomo.
Justo cuando la niña metía la cabeza en mi boca para atarme la campanilla, entró un leñador al oír
los gritos. Me disparó y pude saltar por la ventana, salí huyendo y no regresé. Desde ese día no
salgo de mi madriguera, solo para comer y para beber.
Ahora que sabéis la verdad, espero que vosotros no hagáis como caperucita, y cuidéis la
naturaleza.
De 12 a 14 años
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De 12 a 14 años
27º Concurso de cuentos
ALEJO. PATRICIA ELOSÚA FELICIANO
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Ya había estado a punto de morir varias veces, por eso no estaba preocupado. Confiaba en
que algo o alguien iba a sacarme del agujero infernal que era mi celda, en Honduras.
Me habían encarcelado unos cerdos policías, sin pruebas por la supuesta violación de una mujer a
la que ni siquiera conocía, pero así es la justicia aquí. Si no hay pruebas y quieren quitarse el caso
de en medio cogen a cualquiera de la calle, sea grande o chico, y lo encierran, y ya está, todos
contentos. Me habían echado dieciséis años, y ya quedaban un par de semanas para que saliera,
justo coincidiendo con la llegada de la primavera. Había estado pensando largamente en mis
planes, en lo que pensaba hacer cuando saliera de este sitio inmundo.
Tenía poco dinero ahorrado, poco, algo simbólico, lo suficiente para comprarme un carrito de
perritos, e ir vendiendo mis productos por toda la ciudad.
Una brisa se colaba por la ventana, con unos barrotes ya oxidados, pero imposibles de despegar
(ya lo había intentado un par de veces), una brisa que olía a humo, a muerte, a fuego…
A veces jugaba a pensar que todo esto era una broma, que de repente alguien me iba a decir
“inocente, inocente”; nos hemos estado riendo a tu costa todo este tiempo. Pero nunca fue así, y
ya hacía poco había asumido que el mundo no ha sido creado por Dios, sino por unos pocos que
sólo velan por sus propios intereses.
Eché un vistazo a lo que había sido mi cobijo durante esta larga estancia, unas pareces azul
oscuro, pintadas así a propósito para darnos la sensación de estar en un sitio aún más pequeño,
con grandes desconchones en las paredes. Del techo colgaban los restos de un ventilador de
plástico blanco, que hacía mucho que había dejado de funcionar, del cual había despegado las alas
para hacer un castillo de naipes, como único entretenimiento por aquí. Mi catre estaba en el suelo,
apenas un colchón, sin sábanas, pero con una pequeña manta, que había obtenido al hacer trueque
con Edgard, el narco que había compartido celda conmigo, hasta que le llevaron al módulo para
presos problemáticos. Había escrito cosas en las paredes, mis pequeñas reflexiones sobre la vida,
algo que por suerte me habían dejado conservar. A mí no me habían lavado la cabeza como a
otros. Se habían limitado a dejarme en paz, como si no existiera, haciéndome caso omiso. El suelo,
roñoso, olía a orina o bien de las ratas o bien mía, ya no sabía nada. Como únicas posesiones tenía
mi colgante de cuando me casé con Misheila, a la que no echaba de menos para nada. A veces
pensaba en ella, pero ya no sentía nada hacia esa mujer; tal vez algo de rencor, por dejarme ahí
tirado, y fugarse con aquel hombre de negocios. Quizá lo conservaba porque me recordaba a mi
vida pasada, a esa vida a la que nunca podría regresar, en un sitio estable, con un trabajo, con
De 12 a 14 años
familia y amigos. Pero el paso por la cárcel te deja marcado, como si tuvieras la lepra, y de repente
nadie quiere saber de ti.
Pensaba en todo lo que me había estado perdiendo en estos 16 años, mientras ese olor a
quemado, a chamusquina, me quemaba la nariz. Me había perdido la infancia de mi hijito, Erik, que
ahora tendría los 12 y lo único que pensaría de su padre es que no merece la pena ser como él,
porque nadie se ha molestado en explicarle que yo no había violado a nadie, que estaba paseando
por Comayagua cuando me detuvieron los agentes. También me había perdido todo lo referente a
mi país, cómo estaban las cosas. Y había dejado a una madre enferma, que seguramente ahora
estuviera muerta, pero nadie me había comunicado nada.
Ahora podía oír claramente los gritos de terror y pánico de los otros presos, que supuse también
habrían olido el humo. Yo estaba tranquilo, supongo que no tenía ganas de vivir, que no merecía la
pena. Me miré en el trozo de espejo que era la segunda de mis pertenencias. Este me devolvió la
imagen de un hombre devorado por el tiempo, ese tiempo que pasa dejando huella. Unos ojos
entrecerrados me observaron, taladrándome con la mirada. A la gente nunca le gustaron mis ojos;
decían que parecía que tenía el poder de mirar en el interior de la gente con ellos. En cierto modo
así era, pero no por mis ojos, yo sabía ponerme en el lugar de los demás y saber cómo se sentían,
cosa que aquí, en prisión, me había sido de gran utilidad, me había otorgado el respeto de la
mayoría de los presos. Mi tez, antes morena, se veía un poco blancuzca. Aquí no nos dejan ver
mucho el sol y yo últimamente no había estado muy sociable con nadie. Una barba descuidada
empezaba a mostrar el paso del tiempo. Me daba mucha rabia que mis primeras canas me
hubieran salido aquí.
En ese momento me sentí indefenso, como un niño pequeño, y toda mi rudeza aparente se
desmoronó. De siempre me habían dicho que los hombres nunca lloran, pero esta cárcel no deja
indiferente a nadie, y una lágrima resbaló por mi mejilla derecha. Una lágrima de desesperación,
de incomprensión, y de tristeza. De tristeza porque ahora caí en la cuenta de que iba a morir, de
que nadie me iba a salvar, de que había perdido toda mi vida, por un delito que ni siquiera había
cometido. En ese instante sentí odio hacia los que manejan el mundo, a los que les da igual la
destrucción de cientos de familias, que dejan sin nada, en la calle, engañándoles como a chinos,
con tal de poner una nueva plantación de petróleo.
Notaba el calor, de hecho el calor abrasaba ya, y empecé a oír los gritos desgarrados de mis
colegas al otro lado del patio. Nuestro módulo era el más alejado del fuego, pero de todas
maneras, llegaría. Uno nunca olvida cuando escucha a alguien morirse abrasado, es una conmoción
que te llega al alma, que te parte en pedazos, y yo distinguí el grito más fuerte de Luquitas,
apenas un chiquillo, que exhalaba su último aliento. Sentí cólera y rencor por los que le habían
metido aquí. Había muerto, y había vivido aún menos que yo, ni siquiera había perdido la
virginidad.
El humo empezó a entrar en mi agujero, apenas un poco, pero los ojos me empezaron a escocer, y
me eché al suelo, respirando lo menos posible. Me pegué a la puerta y una mano de alguien me
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27º Concurso de cuentos
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agarró el brazo con fuerza. Le dije a la nada: “Aguanta amigo, aguanta, pronto nos sacarán de
aquí”. No lo pensaba de verdad, en realidad ya sabía que tenía la muerte encima.
El humo entraba a raudales, no podía respirar, tosía, tosía, lloraba, gritaba de angustia, sentía
calor, calor por todas partes, un calor que quemaba. El fuego llegó a mí. Sentí como me abrasaba
la pierna. Solté un alarido de dolor e intenté sacudírmelo de encima. Me quité los pantalones, pero
el fuego ya había traspasado la camisa, así que me la quité también. El fuego me quemaba el pelo,
la cara, los brazos y las piernas. El fuego me quemaba el corazón.
Pensé en mi nombre, Alejo, que significaba “aquel que protege” y en la paradoja de mi vida, que
no me había podido proteger ni a mí mismo. Y ahora me estaba muriendo. Ya no podía hablar, pero
pensar, pensaba con una lucidez que jamás había tenido. Ya no siento mi cuerpo, ya no me duele
nada. Estoy en un agujero, negro, muy negro, flotando, dándole un repaso a mi vida. Mi infancia,
como he crecido, mi primer beso, mi primera novia, mi primera decepción, la primera vez que
había hecho el amor, la primera vez que me pegaron, la muerte de mi padre, el nacimiento de Erik,
la escapada de Misheila…
Con el último aliento que me queda murmuro:
“Erik, yo no fui, yo te quiero. Vive todo lo que no he podido vivir yo”
---CONDENADOS A ARDER VIVOS EN LA PRISIÓN DE COMAYAGUA
“Cientos de madres e hijas permanecieron horas agarradas a la verja de la cárcel mientras el
policía leía el nombre de los 470 supervivientes del fuego en la cárcel de Comayagua, Honduras.
Diario El Mundo, 16 de febrero de 2012.
De 12 a 14 años
EL VIAJE DEL ANILLO. LAURA MINGO PÉREZ
Estaba intentando esconderme de mi padre, que me buscaba ansioso para darme la
asquerosa medicina que hacía que no vomitase. Él gritaba, mi madre gritaba, mi hermana roncaba,
yo, me quejaba. Menudo inicio de vacaciones que íbamos a tener…
El tráfico estaba a punto de estancarse, y ni siquiera habíamos salido de la ciudad. Hacía un calor
insoportable dentro del coche.
Por fin íbamos a ver a la abuela. Hacía ya meses que no íbamos a Orduña, y a mí, francamente, no
me apetecía mucho ir, excepto por sus fabulosas croquetas.
Yo siempre he sido de vomitar en la alfombra como los gatos, de ver la tele horas seguidas (de
hecho, tengo el récord absoluto de mi clase) de leer tirada en mi cama, y cosas similares. Este
verano no iba a ser una excepción, pues pensaba batir mi récord de nuevo.
Las cuatro horas se me hicieron insoportables, me maree varias veces, y vomité todas ellas a pesar
del supuestamente infalible remedio medicinal. Estaba enfadada y pringosa, con la frente
empapada en sudor, y la camiseta roja rugosa, que se me pegaba al asiento trasero.
Cuando llegamos estaba tan exhausta, que me derrumbé en el antiguo sillón de estampado
espantosamente raído, de flores marrones y oscuras que odiaba profundamente.
Yo, no soporto los viajes.
Después de descargar las maletas y poner toda esa innecesaria ropa de invierno en sus respectivos
cajones, tocaba comprar el pan entre diversos recados, y me encomendaron, a mí como de
costumbre, la importantísima misión de ir a la plaza y hacerme con él.
Aquello era lo único que me gustaba de Orduña, los paseos a la plaza. Era el único sitio en el que
no estaban los incesantes berridos de mi hermana taladrando cada milímetro de tímpano que me
quedaba intacto.
Allí podías observar tranquilamente las vagas palomas que dormitaban con los ojos abiertos, el
chorrito relajante de la fuente de piedra a la que había cogido tanto miedo desde que unos
graciosillos pueblerinos dijeron que había cangrejos blancos dentro, los veteranos vecinos contando
las historias que nadie escuchaba…Era el sito más interesante del mundo.
Cuando caminaba a la plaza, vi en el suelo, clavado entre los adoquines, un anillo plateado con una
rara piedra incrustada en el centro.
No se me pasó por la cabeza ni mirar a los lados antes de cogerlo ni nada parecido, porque no era
para nada una niña inocente y buena con las intenciones propias de un ángel, que busca a su
dueño para devolverle la preciosa pertenencia, con las trenzas rubias ondeando al aire, y el típico
delantal blanco y vaporoso hinchándose al viento.
17
27º Concurso de cuentos
18
Lo primero que hice fue ponérmelo en el anular. Me quedaba un poco grande pero me daba
exactamente igual.
Compré el pan y volví a casa corriendo, a tramos, porque tampoco es que sea una gran corredora.
Todo se desarrolla con normalidad día tras día, hasta que mi madre anunciaba la hora del fatídico
paseo diario a los manantiales que había en lo alto de la colina. Eso sí que lo odiaba con todas mis
fuerzas.
Pasados unos miserables días en aquel absurdo pueblo perdido en el valle, se anunció por todos los
postes y farolas existentes, la feria anual de vacas. Algo así como una pasarela de moda bovina.
Mi madre sentía tal emoción por ir, que nos obligó a todos a acompañarla a ver a esos estúpidos
rumiantes sin preocupación alguna que fuera más allá de su cubo de comida.
La feria se componía de varios puestos de madera que vendían productos de artesanía como
quesos y cestas de mimbre seco, como la que teníamos en la terraza.
En la plaza de toros, se pusieron vallas y argollas improvisadas, y se expusieron raras vacas
albinas con barbas extrañamente largas y pardas.
Entre demás animales como burros, gallinas, cabras, ovejas y mulas, me fijé en una vaca en
especial. Tenía el lomo notablemente consumido, y la cadera, que rayaba la deformidad, se elevaba
por encima incluso de su cabeza.
Sentí miedo y compasión por esa vaca medio deforme. Parecía amargada y melancólica, estaba
triste, y le ofrecí temerosamente mi mano.
Para mi sorpresa, empezó a mirarla detenidamente, y luego, a lamerla con su lengua húmeda y
larga. Dejé que lo hiciera durante varios minutos, pero parecía que no se cansaba. Lamía cada
centímetro de mi palma, de mi dorso, de mis dedos…Se me quedó su imagen en la cabeza durante
todo el día.
Hubo más fiestas y ferias de animales y viajes a los manantiales, pero pasaron los días, y tuvimos
que irnos otra vez a la ciudad. Me había encariñado de esa vaca con un sentimiento extraño. Sentía
que me faltaba algo, que me lo había olvidado en Orduña.
Mi hermana y yo, tuvimos que tragarnos las protestas durante otras cuatro horas y media de viaje
de vuelta. Si nos portábamos bien nos habían prometido ir a comer fuera cuando llegásemos a
Madrid.
Fuimos a comer al McDonald’s. Mi hermana pidió ese menú infantil que llevaba juguetito, y me lo
restregaba cada dos segundos porque yo no tenía uno. Agotador. Cuando fui a darle un buen
bocado a la hamburguesa, me topé con algo extrañamente duro y frío.
Escupí instantáneamente todo lo que tenía en la boca, al mismo tiempo que caía un objeto
plateado y tintineante al sucio suelo del establecimiento.
Era el anillo.
De 12 a 14 años
EL ULTIMO VIAJE. CARLA ARROYO GÓMEZ
Hacía tiempo que la debilidad se había apoderado de su cuerpo, los brazos le temblaban y
las piernas le amenazaban con derrumbarse en cualquier momento. Con la vista cansada y la
mirada perdida, se levantó del sillón que había sido testigo de gran parte de su vida. Haciendo un
esfuerzo para no derramar una lágrima que asomaba brillante en su ojo, se dirigió a la ventana,
donde comenzó a contemplar el movimiento de la ciudad. Aunque nunca antes se había fijado, por
una vez pensó en lo pequeñas que eran las personas comparadas con el mundo que las rodeaba.
El cielo estaba cubierto por una densa capa de niebla, y Antonio sintió como su juventud se había
disipado entre ella, reduciéndose a simples recuerdos. No había sentido nada igual en los ochenta
años de vida que tenía, pero ahora todo era diferente, tenía el presentimiento de que la muerte le
acechaba desde cada rincón, esperando el momento perfecto para atacarle y arrastrar su nombre
al olvido.
Volvió sobre sus pasos y se sentó de nuevo en el viejo y mullido sillón, mirando estremecido e
intimidado cada rincón de la casa, recordando cada uno de los momentos que había pasado en ella.
Desde que Pilar falleció, un año atrás, la casa parecía estar vacía y falta de alegría; cada
centímetro de ella parecía pedir a gritos la vuelta de Pilar, pero quien más lo necesitaba era su
marido. El anciano y envejecido hombre había perdido las ganas de vivir, ya nada parecía tener
sentido sin ella, y cada día que pasaba, tenía más claro que su sonrisa solo había tenido un motivo,
su mujer.
Se acercó a una de las estanterías metálicas que había en el salón, hojeó algunos de los gruesos
álbumes de fotos que había sobre esta y detrás de ellos vislumbró una caja metálica de color rojo.
Cogiéndola, leyó en voz alta una suscripción que había en la tapa de esta, haciendo que sus
palabras hicieran eco en la lúgubre y triste casa: “Mi último mensaje, mi último sueño junto a ti”.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Antonio, vertiendo sobre éste un cúmulo de recuerdos y veladas
de amor, en las que fantaseaban juntos sobre el futuro que les deparaba.
Abrió la caja y, temblando ante su descubrimiento, comenzó a leer la única y reciente carta que
contenía aquella urna:
“Querido Antonio;
Probablemente cuando descubras esto, será demasiado tarde para que podamos leerlo juntos.
¿Recuerdas aquellas tardes en las que planeábamos un futuro perfecto?. Durante años, he ido
anotando todos y cada uno de los deseos que nos habría gustado vivir juntos, y
sorprendentemente, se han cumplido todos, exceptuando uno: ver el atardecer en Roma. Soy
consciente de mi estado, porque te escribo desde el hospital, y sé que ha llegado mi hora…”
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27º Concurso de cuentos
20
Antonio no pudo continuar con su lectura, ya que el nudo que se había formado en su garganta era
superior a sus ganas de seguir leyendo el resto del contenido de la carta de su esposa. Pilar
siempre había sido romántica y detallista, pero él nunca había imaginado que, en su estado,
pudiese seguir siéndolo. Daría todo lo que estuviese en su mano, recorrería el mundo entero, y
daría incluso su vida si pudiese volver a estar junto a ella.
Se mantuvo varios minutos en silencio, mirando la carta, contemplándola y llorando mientras
imaginaba a su mujer postrada en la cama, escribiendo un último mensaje al amor de su vida. Tras
estos silenciosos minutos, retomó la lectura de la carta:
“…y sé que ha llegado mi hora, pero me gustaría pedirte un último deseo y, ya que cuando leas
esta carta, probablemente haya pasado a una vida mejor, donde el sufrimiento no exista, te pido
que tú seas el encargado de realizar nuestro único deseo incumplido. Hemos vivido momento
inolvidables; hemos viajado por medio mundo sin importarnos nada más que la persona que
llevábamos al lado, hemos luchado por hacerles ver a los demás que nuestro amor era puro, y solo
espero que disfrutes de un último viaje tal y como lo habrías disfrutado conmigo. Y, sobre todo, te
pido que no permitas que la nostalgia se apodere de tu corazón, y que seas consciente de que yo
estaré viéndote desde algún rincón de este mundo. Por último, debo decirte que espero haber sido
para ti tanto como tú lo has sido para mí, espero haber llenado tu corazón y haberte hecho tan feliz
como lo ha hecho tú conmigo. Adiós, Antonio; te quiere, tu mujer.”
El anciano y cansado Antonio terminó de leer con los ojos derramando un mar de lágrimas, estaba
más débil que nunca y sufría porque su amor no estaba junto a él. Sabía que tenía que viajar a
Roma, que se lo debía a su mujer, pero sabía también que lo pasaría mal. Además era consciente,
más que nunca de que la muerte se aproximaba a él dando grandes pasos, y que en cualquier
momento, se le llevaría del mundo que le vio nacer.
Llamó a Gregorio, el más íntimo amigo de la pareja; un caballero de los pies a la cabeza, elegante
y amigo de sus amigos, además de bondadoso y amable. Él sabría darle consejo a Antonio sobre lo
que tenía que hacer.
Al otro lado del teléfono, una voz ronca pero a la vez dulce contestó:
-Hola, Antonio ¿Qué tal vas? – preguntó a su viejo amigo con tono alegre.
-Hola amigo, necesito que vengas a mi casa, tengo que enseñarte algo y pedirte consejo
sobre ello. – Contestó serio Antonio.
-Claro, sabes que estoy aquí para lo que necesites. Me pondré de camino y en un abrir y
cerrar de ojos estaré allí. Ahora nos vemos, un abrazo.
Colgó el teléfono, y en menos de diez minutos , el timbre de la puerta sonó intensamente. Gregorio
era magnífico; el mejor amigo que se podía tener, si necesitabas de sus servicios, se esmeraba y
hacía todo lo posible para ayudarte. Antonio abrió la puerta, y cuando su amigo le vio lo ojos,
hinchados y afligidos, la cara de este cobró un gesto de preocupación y nerviosismo.
-¿Qué ocurre, Antonio? ¿Qué es eso que me tienes que mostrar? ¿Por qué lloras? – comenzó
a preguntar apurada y rápidamente Gregorio.
De 12 a 14 años
-Es Pilar, antes de morir, me dejó un último mensaje, un mensaje en el que me pide que
viaje a Roma y cumpla el único deseo que soñamos y no se cumplió: ver un atardecer en la ciudad.
– Contestó el hombre, rompiendo a llorar a continuación.
Las palabras de Antonio sonaban agotadas y sin fuerzas. Una parte de su espíritu se había
esfumado con la muerte de su mujer, y el resto se hacía añicos con cada día que pasaba sin ella.
-Oh, entiendo. Pero…¿sobre qué me tienes que pedir consejo?
-Gregorio, tanto tú como yo sabemos que tengo una cierta edad, y que en los últimos
meses he perdido muchas facultades. Debo serte sincero, no puedo mentirte a ti, amigo
mío, siento que mi hora está cerca, y no creo que viajar a Roma me convenga.
Gregorio no pudo reprimir una lágrima ante el secreto de su querido amigo, la idea de perderle era
insoportable, le apreciaba como a un hermano, y había vivido tantas cosas junto a él que no podía
soportar la idea. Intentó consolarle y tranquilizarle diciéndole:
-Sí, soy consciente de ello, pero también sé que tus sentimientos hacia Pilar eran
incalculables e ilimitados, ella era la razón por la que tus ojos brillaban con ese resplandor, y
sabes tan bien como yo que harías cualquier cosa que ella te pidiese, y eso también lo
harás. En esta ocasión lo único que puedo hacer por ti es acompañarte en este viaje,
apoyarte si te derrumbas y levantarte cuando te caigas.
Ambos se abrazaron durante varios minutos, convirtiendo el salón en un lugar de recuerdos y
amistad; Antonio lloraba por su mujer, y Gregorio lloraba porque veía a su amigo sufrir.
-Un amigo como tú se merece el cielo. Este viaje será un reencuentro entre Pilar y yo, pero
a la vez será una oportunidad de pasar tiempo juntos. ¿Cuánto tiempo estaremos en tierra
italiana? – Preguntó su amigo, secándose las lágrimas que bañaban sus ojos.
-Eso es decisión tuya, podemos estar allí el tiempo que necesites; dos jubilados como tú y
como yo podemos permitirnos ese lujo. Podemos alquilar una casa en las afueras, de forma
que salga más rentable. Hablaré con mi sobrino Raúl para que nos ayude a sacar los billetes
y demás.
Tras estas palabras un gran silencio se adueñó de la sala, y varios minutos pasaron hasta que
Antonio propuso Almorzar.
Pasaron varios días hasta que los billetes de avión estaban listos, y una gran casa alquilada. Se
quedarían en Roma dos meses, conocerían bien cada rincón de aquel paraíso que Antonio y Pilar,
años antes, habían soñado visitar.
Antonio y Pilar habían sido una pareja encantadora, la química entre ellos era perfecta. Siempre
habían compartido el pensamiento de que en el momento en el que te paras a pensar si quieres a
una persona, has dejado de quererla para siempre, y asombrosamente, ninguno de ellos se planteó
esa cuestión.
Por otro lado, Gregorio siempre había admirado a la pareja, él nunca había amado de la misma
forma con la que se querían Antonio y Pilar, por lo que siempre le hechizó ver y comprender la
ternura que había entre ellos. Con el paso de los años, Gregorio se convirtió en el testigo principal
de la relación; la persona que mejor conocía el amor de su amigo hacia Pilar y, por consiguiente,
21
27º Concurso de cuentos
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conocía también el dolor que aguantaba éste, el anhelo con el que convivía, y la necesidad de
realizar el viaje, para así expresar un último adiós a su amada.
Tras una semana, llegó el día de ponerse rumbo a Roma. Las maletas pesaban, pero más pesaba el
cúmulo de sentimientos y sensaciones que Antonio oprimía en su pecho. Sentados ya en el avión, a
instantes de despegar, ambos amigos se miraron y se transmitieron seguridad y apoyo; los dos
percibían el miedo que flotaba en el ambiente y el misterio y la intriga de no saber que les
esperaba en la ciudad italiana. Antonio llevaba consigo la carta que Pilar le había escrito días antes
de morir, y también llevaba una foto de esta, que pensaba portar consigo durante todo su viaje.
Pasaron cerca de tres horas para que el avión llegase a su destino, y cuando llegó, Antonio y
Gregorio, haciendo señas y mostrando un mapa al conductor, cogieron un taxi y se dirigieron a la
casa que habían alquilado, donde dejaron todas sus maletas y descansaron una hora, para luego
salir de ella y dar un paseo por los hermosos y verdes prados de alrededor; el aire desprendía un
suave y agradable olor a lavanda, y de vez en cuando, los amigos veían pasar a jóvenes parejas
paseando, que golpeaban el corazón de Antonio, haciéndole recordar momentos similares con su
mujer. Recordaba aquel viaje a Kenia, en el que su juventud era radiante, y aquel otro a
Dinamarca, donde ya lucían sus anillos de marido y mujer. En definitiva, Antonio sabía que no
debía llorar porque aquello hubiese terminado, sino reír porque había sucedido; pero era inevitable
añorar aquella juventud.
Gregorio rompió el silencio:
-Esta tarde podríamos ir al centro y visitar alguno de los monumentos que os gustaría haber
visitado a Pilar y a ti.
-Como quieras. Siempre me dijo que le llamaba la atención la Capilla Sixtina, la Fontana de
Trevi y el Coliseo. – Contestó Antonio con seriedad.
-¿Y a ti, qué te llama la atención? Tienes que pensar en ti. Además, tenemos tiempo de
visitar todo, así que tú eliges.
-Podemos visitar la Capilla Sixtina y cenar en algún restaurante cerca de allí.
-De acuerdo. – Contestó Gregorio.
Silencio de nuevo. Tal y como planearon, aquella tarde visitaron la Capilla Sixtina, y durante el
resto de su estancia, visitaron otros monumentos como la Piazza di Spagna, la Fontana di Trevi, el
Coliseo o el Foro Romano, que poco a poco, enamoraron a los amigos. El país parecía tener vida
propia, en las calles, las mujeres, alegres y vivarachas, gritaban desde los balcones a sus hijos,
avisándoles de que debían subir a comer, y los comerciantes, en sus puestos de fruta y verdura,
vociferaban los precios de sus productos. La Piazza di Spagna aguardaba al final de su escalinata,
una gran fuente, la Fontana de la Barcaccia, que daba al lugar un aspecto encantador y mágico, y
el Coliseo, considerado una de las siete maravillas del mundo, embrujaba a todo aquel que lo
visitaba. Así era todo Roma, fascinante y hechizador.
La última noche antes de su regreso a España, cenaron en un restaurante próximo al Panteón, y
pasearon por la ciudad recordando anécdotas de su juventud. Cuando dieron las seis, y el
De 12 a 14 años
atardecer se aproximaba, compraron café y se prepararon para ver la maravilla que Pilar había
citado en su carta.
Hacía calor, y la suave brisa que azotaba era agradable. Antonio y Gregorio pasaron una hora
contemplando y admirando el ocaso, el fin del día; y al finalizar este, ellos siguieron contemplando
las estrellas, durante toda la noche, bajo un manto negro en el que cada una de las estrellas que lo
llenaban evocaba una sensación diferente a la pareja de amigos. Sin cansarse ni inmutarse,
Antonio y Gregorio simplemente se dejaron llevar y disfrutaron del paisaje, respiraron el aire puro
de la ciudad y ambos se trasladaron a otras épocas de su vida.
Antonio se sentía satisfecho de haber viajado al lugar donde su mujer querría haberlo hecho con él
y haber disfrutado de ese atardecer con su mejor amigo. Sin embargo, cada día se sentía más
fatigado. Dormía poco por las noches, y en esos ratos en los que descansaba, el mismo sueño se
repetía: Pilar se acercaba a él, junto a otra figura irreconocible, y su voz, firme y contundente, le
decía: “Ha llegado tu hora, el momento de reunirte conmigo y vivir junto a mí por siempre”. Ante
este sueño, Antonio mostraba indiferencia; se mostraba impasible ante la idea de abandonar este
mundo. Su único deseo era ser feliz con su mujer. A la mañana siguiente, tras haber cumplido la
voluntad de pilar con su amigo, Gregorio despertó inquieto, con un nudo en el pecho que le
angustiaba y no le permitía respirar con tranquilidad. Se dirigió a la cocina, que se encontraba
vacía y silenciosa. El rumor de los pájaros, cantando en el jardín, llenaba la sala. Gregorio se
extrañó de que Antonio no estuviese ya despierto, pues siempre se despertaba antes de que
amaneciese.
La opresión del pecho de Gregorio aumentó, y esta vez se dirigió al baño, a ver si su amigo estaba
allí. Tampoco. Gregorio comenzó a inquietarse, y las manos comenzaron a sudarle frenéticamente.
Corrió hacia la habitación, donde la puerta estaba cerrada. Llamó con los nudillos y no recibió
contestación; llamó a su amigo a gritos y este tampoco contestó al otro lado de la puerta.
Entró con miedo de que su peor temor se hubiese hecho realidad. Había notado a su amigo muy
débil, sin fuerzas, esperando algo que iba a llegar pronto. La puerta se abrió, y dejó al descubierto
a Antonio, postrado tranquilo en la cama, plácido, manso y sereno. Gregorio zarandeó a su amigo
con el pánico dibujado en su cara, su rostro comenzó a temblar, seguía zarandeándole, con la
esperanza de que este respondiese y despertase, pero eso fue algo que no sucedió.
Pasaron varios minutos hasta que Gregorio aceptó la muerte de su amigo. Cuando hubo
desahogado su pena y había aceptado que su amigo se había ido, telefoneó al hermano de Antonio
para informarle sobre ello. Trasladaron el cuerpo a España, donde el sufrimiento de las personas
que apreciaban al anciano era inmenso.
Un entierro triste y gris, con un fallecido que murió enamorado de la única mujer que había llenado
su corazón; dos almas destinadas a permanecer por siempre juntas, dos personas que, con
mirarse, se transmitían todo. Antonio, Alegre y lleno de júbilo; Pilar, romántica y bondadosa, un
ejemplo claro del significado del amor. Habían amado y sido amados, habían dado y recibido.
Recordar es fácil para el que tiene memoria, olvidarse es difícil para quien tiene corazón; Antonio
supo recordar y no olvidar, muriendo de pena en el camino.
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27º Concurso de cuentos
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De 15 a 20 años
De 15 a 20 años
COMPAÑEROS DE CAMINO. DAVID SANTIAGO HERNÁNDEZ VÁZQUEZ
Esta noche la ciudad está vacía. Tan solo quedan los restos de algunos encuentros al
término de un fin de semana invernal. Al llegar la mañana la actividad se volverá frenética y un ir y
venir de coches y gentes por todas partes devolverá tranquilidad a los amantes de lo urbano.
Mientras, mi compañero y yo patrullamos la ciudad en la unidad móvil que nos fue asignada hace
dos años. Él conduce, y yo, desde mi asiento, le observo cambiar las marchas mecánicamente y
mirar por los espejos alternativamente mientras me cuenta animado como su vecina de
apartamento ha ido a su casa a pedirle un par de huevos.
-¡Vamos, todo un clásico! me dice. Me refiero a lo ir a pedir para iniciar algo conmigo, pero
mira que pedirme un par de huevos…
Yo sonrío mecánicamente y, mientras continúo observándole, mi mente se retira del momento y
recuerdo cuando yo trabajaba en los colegios como “policía de educación vial”. Cada semana
recorría las aulas de un solo colegio y me dedicaba a enseñar normas de circulación a los niños. Era
un trabajo muy grato ya que los niños eran muy agradecidos. Además, absorbían toda la
información que luego ponían en práctica en un circuito que les preparaba en el patio del recreo.
Durante toda la semana pasaban por el circuito todos los alumnos, desde los de tres años hasta los
de doce.
Todos en la familia se preguntan cómo después de tantos años de servicio como policía aún estoy
patrullando y no en una oficina echando barriga. Les digo que me va la calle y que yo no estoy
hecho para estar rodeado de papeles todo el día. Entonces asienten a mi explicación como
dándome a entender que lo comprenden pero sin comprender nada.
Mientras seguimos patrullando viene a mi mente el día en que pasé a aquella clase de primero de
primaria. Era la primera vez que iba a ese colegio, así que la profesora de los niños me presentó
como el policía Manolo y me dejó con ellos. Me llamó la atención un niño de ojos grandes que
estaba sentado junto a la ventana muy cerca de la mesa de la profesora. Tenía aspecto de tener
frío ya que estaba algo pálido, incluso se había dejado el gorro para entrar en clase. Quise entrar
en ambiente y ganarme la confianza de los chiquillos así que les estuve preguntando los nombres,
y, aunque eran pocos alumnos no me puede quedar con el nombre de todos. Él se llamaba Carlos.
Estuvimos charlando un rato, y antes de entrar en materia con las normas de circulación adaptadas
a su edad, les estuve preguntando qué querían ser de mayores. Casi todos me contestaron al
unísono. La mayoría de ellos querían ser futbolistas, profesores, policías, médicos, abogados. En
medio de aquella tormenta de profesiones escuché un “nada”. Era Carlos, aquel niño de ojos
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27º Concurso de cuentos
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grandes y rostro blanco, el que había respondido de aquella manera. Sin estar seguro de haber
oído bien volví a lanzar la pregunta, esta vez dirigida hacia él.
-Tú, Carlos ¿qué quieres ser de mayor?
-Yo nada – contestó.
Y mientras contestaba se quitaba con mano torpe el gorro que le cubría la desierta cabecita.
-Yo no voy a ser mayor…
Desde aquel día una relación especial despertó entre Carlos y yo.
Mi mente regresa al coche patrulla en que me encuentro. Sigo observando a mi compañero, en
silencio. Me mira y me dice:
-¿Qué te pasa, que estás empanao…?
-Sabes, Carlos, me alegro de patrullar contigo – le contesto.
-Yo también, compañero, yo también.
De 15 a 20 años
DRAGONES. DANIEL ALONSO TORRES
Nadie me hace caso. Mi madre no deja de llorar. La abuela lee un libro muy gordo, sentada
al sol, y de vez en cuando me acaricia el pelo, y me dice, pobrecita. Nadie quiere poner la radio, y
las vecinas se han ido, así que la casa está en silencio. Me he cansado ya de vestir y desnudar a la
Nancy, así que ahora estoy pintando un sitio muy bonito, con flores y con un río pequeñito donde
pescamos papá y yo, solos. Como antes, como cuando el rey de la casa aún estaba calladito en su
cuna. Papá dice que hay que pintar lo que queremos, verlo y olerlo para conseguirlo. A mi me
extraña mucho porque mira que he pintado a papá paseando conmigo, solos los dos, pero no ha
funcionado, siempre había que llevar a cuestas al pesadito de mi hermano. Yo tenía que ir
andando, pero él siempre iba encaramado a los hombros de papá. El muy listo, porque se cansaba,
decía. Mira, nunca se cansaba de quitarme mis muñecas, y esconderlas, que no sé que hacía él
escondiéndose por ahí con mis muñecas. Y yo no podía tocar sus coches, ni ese tirachinas tan
bonito que le regaló papá, claro que lo tocaba sin que nadie se enterase. Me guardaba los huesos
de las aceitunas, y cuando nadie me veía, disparaba con el tirachinas; al principio no daba nunca
en el poste del jardín, pero luego he ido aprendiendo a hacer puntería, ahora puedo dar a un
pájaro volando. No lo sabe nadie, porque mi madre dice que las señoritas no juegan con tirachinas.
Las señoritas, es un rollo, no pueden hacer nada de nada, solo vestir muñecas, jugar a las
comiditas y ponerse lazos en el pelo. Un rollo. Pero mi hermano si podía. Él era el rey, podía hacer
lo que le diese la gana. Creo que si él no hubiese nacido yo podría haberlo hecho todo, porque
antes yo era la princesita de papá y de la abuela, y me dejaban hacer todo. Luego, cuando él salió
de la cuna, se acabó. Todavía era la princesita, pero sin reino, ni mimos, ni nada.
Qué bonito me está quedando el río, con las piedras que brillan, porque las he puesto un poco de
amarillo y blanco, como si les estuviese dando el sol. A mi madre le gusta salir al campo a buscar
flores, por eso los domingos siempre nos vamos a una finca de la abuela donde hay muchas flores,
y mariposas, y unas piedras muy grandes, con muchos picos que sobresalen; son mi castillo. Allí
ponía a mi Nancy vestida de princesita, y colocaba flores en el balcón, y preparaba comiditas para
todos los invitados, peo el tonto de mi hermano siempre me estaba molestando, y jugaba a tirar
bombas, y lo llenaba todo de piedras y de trozos de ese tanque que se desmonta. Es como jugar a
la guerra, decía. Tú eres la princesa y yo voy a rescatarte de los malos. El muy idiota, yo no
necesito que me rescaten. Por eso, cuando encontré dos escorpiones grandes, de esos que tienen
la pinza cargadita de veneno, como dice mi madre, le llamé para que viese a mis dragones. El se
burló, eso no son dragones, dijo. Me dio tanta rabia que cogí uno, el más grande, y se lo puse a mi
27
27º Concurso de cuentos
hermano delante, venga pelea con mi dragón, tonto, le dije. Y entonces, no sé lo que pasó, pero mi
dragón mordió al príncipe guerrero. Luego todo fue un lío, carreras y llantos.
Mi hermano se ha quedado allí, entre la tierra, metido en esa caja con crucecitas y un niño Jesús
dorado que se parece al niño de la señora Concha. Ahora voy a pintar la caja, era muy bonita y
seguro que le va a gustar a mi madre. Mi abuela dice que ya volverá la alegría a la casa, que todo
pasa, pero también dice que ya volveré a tener otro hermanito. Y eso me tiene muy preocupada y,
sobre todo, que si nos tenemos que ir a vivir a la ciudad ¿Dónde voy a encontrar yo dragones?
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De 15 a 20 años
EN EL JARDÍN YA NO HAY HADAS. CLARA AYALA MORA
Es de noche, una risueña penumbra llena la habitación, Blanquita está tumbada en su cama.
Somnolienta, abre su boquita, dejando escapar un tierno bostezo.
-Mamá, tengo miedo.
-¿De qué?
-De la noche.
-No puedes tener miedo.
-¿Por qué no?
-Porque hay unas hadas que te protegen todo el rato.
-Mamá, las hadas solo pueden vivir en jardines.
Mamá se va. Vuelve con una maceta del balcón. Se la enseña a Blanca. La niña sonríe. Mamá
vuelve a irse y regresa, ha dejado la flor en el salón.
Los mofletes de Blanquita relucen en la noche cuando sonríe, parecen pequeños globos carnosos.
Presa del sueño, la niña se pelea con sus ojitos para que no se cierren. Mira a mamá. La observa.
Desea atrapar cada minuto con ella, cada uno de sus movimientos. Mamá la arropa. Blanca saca su
rechoncha manita desde debajo de las sábanas y acaricia a mamá. Lo hace suavemente. Desliza
cariñosamente sus deditos por su piel. Sabe que a mamá no le gusta que le presionen fuerte.
Mamá sonríe y su mirada se queda suspendida en el firmamento de su pequeño refugio compartido
para regresar cuando escucha la profunda respiración de su hija.
De repente, Blanca se despierta sobresaltada y abre los ojos rápidamente. En su carita se atisba
una leve mueca de miedo. Respira agitadamente durante unos minutos. Serán las dos, las tres o
quién sabe qué hora, pero ella se incorpora. Escucha atentamente en la oscuridad. Un llanto. Se
oye un llanto sordo, el mismo llanto de siempre, el mismo sonido nervioso y angustiado que
estremece el silencio cada noche. Blanca cae en la cuenta y respira pensativa. Mamá dice que la
que llora es la vecina de arriba, que se ha hecho una pupa que nadie puede curarle. Como todas
las noches, Blanquita pasa la noche pensando en su vecina, ojalá se cure.
Finalmente, la madrugada se traga las lágrimas para dar paso a otro día más.
Ese mismo día, al volver al colegio, en el ascensor, Blanca y mamá se encuentran con su vecina del
piso de arriba. Repentinamente Blanca coge la mano de la vecina la da un beso.
-Ojala te cures pronto. – exclama. Y coge la mano de su madre, atónita para salir
alegremente del ascensor.
Otra vez llega la noche. La misma escena de siempre. Mamá espera a que Blanquita se duerma y
cierra la puerta. La pequeña vuelve a despertarse de madrugada. Esta vez, sus inocentes lágrimas
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27º Concurso de cuentos
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acompañan al ahogado llanto nocturno: está triste porque su beso no ha conseguido curar a la
vecina.
La noche siguiente pasa lo mismo, pero esta vez, Blanca, cansada de que su amiga lo pase mal y
de que noche tras noche se repita la misma historia, se levanta decidida de la cama, sus pasitos,
silenciosos, llegan hasta la puerta y, apoyándose en ella con la barriga, se pone de puntillas,
alzando sus manitas y acariciando el picaporte con sus dedos regordetes. Parece que no llega.
Pero, en uno de sus saltitos lo alcanza, y logra agarrar el picaporte, abriendo la puerta y
abalanzándose hacia el otro lado. Violentamente, mamá, que está al otro lado de la puerta, la
cierra de un portazo.
Blanca se ha pillado el dedo.
Lloros. Gritos. Papá, que ya ha llegado a casa, también parece enfadado. Gritos. Mamá agarra a
Blanca. Papá también agarra a Blanca. Papá dice que no. Mamá grita que sí. Papá mueve mucho
las manos. Mamá retrocede un poco. Papá sigue gritando. Blanca llora. Mamá se calla. Mamá se va.
Vuelve con el bolso y se lleva a Blanca en brazos. Taxi. Hospital. Sala de espera. Pasillo. Escaleras
arriba. Pasillo. Pasillo. Escaleras arriba. Pasillo. Escaleras abajo. Pasillo. Pasillo. Sala de espera.
Doctor. Pasillo. Pasillo. Muchas escaleras. Muchos pasillos. Una puerta que gira. Taxi. Portal.
Silencio.
Blanca mira a mamá. Mamá mira a Blanca.
-Vamos a desayunar. – Mamá se lleva a Blanca a tomar un chocolate a un bar.
-No vuelvas a abrir…
¿Por qué esto es lo primero que dice mamá? Blanca calla y baja la cabeza. Sus labios se aprietan el
uno contra el otro, empequeñeciéndose. Debajo de la mesa sus pies se balancean.
-No quiero que vuelvas a abrir ¿me oyes?
La cabecita de la niña asiente. Mamá paga y vuelven al portal. Mamá quiere mirar la hora. Estirar
el brazo lentamente y con una cara extraña. Se da cuenta de que no lleva reloj. Mira al cielo,
buscando una respuesta entre las nubes. Opta por rebuscar en su bolso hasta que encuentra las
llaves. Las coge y se le caen. Sus dedos tiemblan. Por fin, abre.
Una vez en casa, Blanca pregunta: ¿Por qué no quieres que abra la puerta? si ya estamos
protegidas, mamá.
-Blanca, hay veces que no.
-Pero…
-Sí, te dije que las hadas nos protegen. Pero las hadas no están siempre, así que es mejor
cerrar la puerta ¿vale? -. Blanca abraza a mamá. Mamá abraza a Blanca.
Esa madrugada vuelve a pasar lo mismo. Blanca vuelve a despertarse. Escucha los gritos de
siempre. No se da cuenta de que esta vez se dicen más cosas con las manos que con las palabras.
Al otro lado de la puerta todo pasa muy rápido. Lo suficiente para que, en un arrebato de papá,
mamá caiga sobre la mesa y tire la maceta al suelo. La cerámica se rompe en mil pedazos y la
tierra sepulta la flor por completo. Mamá cae. Papá se va. Se va para siempre.
De 15 a 20 años
A la mañana siguiente, Blanquita se levanta de la cama y, tras conseguir abrir, llega al salón.
Sosteniendo entre sus manitas la quebrada flor, se acerca a su mamá, que está tumbada en el
suelo.
-En el jardín ya no hay hadas, mamá. – Pero mamá no contesta.
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27º Concurso de cuentos
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A partir de 21 años
A partir de 21 años
UNA TÓNICA Y UN BITTER. LAURA LEÓN VÁZQUEZ
Darío era una de esas personas que piden una tónica mientras esperan.
Detrás de su mirada plácida de tortuga, se escondía un comprador clandestino de primeras
entregas de colecciones de quiosco. Acodado en la barra del bar, tarareaba la sintonía de la última
vuelta ciclista a España. Así estrenaba las tardes al salir del trabajo. Subía una pierna al reposapiés
de la barra, acariciaba con el pulgar su vaso resbaladizo y sentía que ya había conquistado la
naturalidad. En realidad, Darío estaba esperando el momento de empezar a esperar a alguien.
Desde una de las mesas de cerca de la ventana, Tina se entretenía haciendo sopas de letras.
Comisqueaba como una ardilla los cacahuetes que el camarero le había puesto en un platito
ovalado para que se pidiera otro Bitter Kas. A Tina le gustaba ese bar. Solo barrían por las
mañanas y por las noches y, a esa hora de la tarde, el suelo estaba pegajoso, lleno de servilletas
usadas, huesos de aceitunas y serrín. Además siempre tenían bitter y no ponían ninguna mueca
rara cuando lo pedía. Tina miraba por la ventana cómo subía y bajaba la marea del tráfico de la
tarde y de reojo hacia la barra donde estaba Darío con su tónica. Con un gesto pidió otro Bitter
Kas.
El camarero agarró una pajita para usarla de marcapáginas en la novela que estaba leyendo y que
dejó en el hueco de debajo de la barra. Para él, ese hueco era como el de debajo de la escalera
para algunos niños: el lugar de los secretos. Ahí escondía su pasión por leer y crear historias, ahí
guardaba todos los mundos posibles.
El camarero llevó el bitter a la mesa. “Le invita el señor”, inventó como si escribiera la primera
línea de uno de sus relatos. Su dedo señaló con discreción hacia Darío.
Tina quiso agradecer desde su mesa el detalle, pero él no miraba. De repente por la calle pasaron
dos ambulancias seguidas y Darío volvió la cabeza hacia la cristalera que quedaba junto a la mesa
de Tina. Ella aprovechó para sonreír y levantó su vaso de tubo con la bebida rojiza brindando con
Darío.
Aquel gesto inesperado desbarató la aparente armonía de Darío que bajó de golpe la pierna del
reposapiés de la barra y esquivó la mirada de aquella mujer con sonrisa de baile de disfraces. Un
trago de tónica le hizo recordar que la había visto por allí alguna otra tarde, con el mismo
chaquetón de estampado descolorido y los mismos ojos negros enormes.
Tina también se quedó desconcertada. Volvió la vista a su pasatiempo y rodeó con el boli una
palabra que ya había marcado antes.
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27º Concurso de cuentos
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Excitado con el cóctel de realidad y ficción, el camarero abrió una tónica frente a Darío y mientras
se la servía le dijo: “Le invita la señora” y con una sacudida de cabeza señaló a Tina aprovechando
que andaba enfrascada en la sopa de letras.
Y como ella seguía sin mirar, Darío cogió su tónica, cruzó el bar hasta la mesa de Tina que, al verle
llegar, se agarró a su bitter como a un salvavidas.
“Gracias”, dijo agitando su vaso.
Tina frunció el rostro hasta que se convirtió en una interrogación.
Se miraron. Darío de pié y Tina sentada. Mientras, el silencio se acomodaba en la silla vacía junto a
ella sin la coartada de una bebida para disimular.
Tina sintió que se estaba ruborizando. Darío la veía ruborizarse y le preocupó que a él empezara a
movérsele la ceja sola.
Tina además pensó que le gustaba el pespunte de barba de Darío. Él se fijó en los cabellos finos de
ella e imaginó su aroma a champú de lavanda o de limón.
“Ahora, de verdad, ¿te apetece tomar algo más?” le preguntó al rato Darío.
Al camarero no le importó que se fueran sin pagar. Los dos sonreían. Tina por las ganas de
acercarse a su cuello para respirar lo que quedaba de su perfume mezclado con el olor al trasiego
de todo el día. Darío porque presentía que había llegado el momento de empezar a esperar a
alguien.
A partir de 21 años
VÉRTIGO. FRANCISCO GARCÍA OBLANCA
Observo al instructor desplegar cuidadosamente la tela del parapente sobre la hierba del
Pirineo. Después, revisando una a una las cuerdas extendidas en el suelo, viene hacia mí,
comprueba mi arnés, se coloca a mi espalda y engancha nuestros amarres, comenzando a
desgranar las últimas instrucciones:
-Ya sólo nos queda esperar una pequeña brisa que nos ayude a despegar. Somos un equipo, en el
momento en que oigas mi orden, corre, corre sin parar, nuestras carreras sincronizadas harán que
el parapente se eleve y nos saque a volar. Cuando estemos en plena carrera, la tentación de
sentarte será muy fuerte, pero no has de hacerlo, debemos de seguir corriendo hasta que no haya
tierra bajo nuestros pies. Una vez en el aire, será el momento de acomodarnos en las sillas y
disfrutar. ¿Entendido?
-Sí, creo que sí.
-Bueno, David, tú tranquilo, te cierro el casco y a esperar. ¿No tienes miedo, verdad?
Me oigo decir que no, pero mi cuerpo es un flan que no para de temblar. Yo, el campeón del
vértigo, intentando volar, amarrado a un desconocido y suspendido de este maldito artefacto al que
llaman parapente. ¿Qué clase de broma macabra es esta?
Entonces llega la orden.
-Ahora, David ¡Corre! ¡Corre!
Comienzo a correr ladera abajo, noto la mole del instructor galopando tras de mí, empujándome,
corro como si me fuese la vida en ello. El asiento que llevo pegado a mi espalda me incita a
sentarme, pero no lo hago, no debo hacerlo. De pronto ya no puedo correr, no hay tierra bajo mis
pies, debemos estar volando, cierro los ojos, no quiero verlo, el terror me domina. Estoy
suspendido en el aire y noto una silla pegada a mi trasero, intento acomodarme en ella, imposible,
el miedo agarrota todo mi cuerpo, quisiera gritar, pero tampoco puedo. Vuelvo a oír la voz del
instructor y parece que eso me tranquiliza:
-Ya puedes instalarte cómodamente en tu silla. ¿Qué tal? ¿las vistas son preciosas, verdad?
¿Pero es que este maldito instructor no puede callarse nunca? Encima no consigo acordarme de su
nombre. ¡Ah!, si, Felipe, se llama Felipe, me lo dijo en alguna de sus interminables peroratas.
-Son preciosas, Felipe – vuelvo a mentir, porque mis ojos siguen cerrados.
Él no para de hablar para intentar tranquilizarme, pero yo necesito un poco de silencio para
recuperar el control de mi propio cuerpo. Creo que ni siquiera soy dueño de mis esfínteres, podría
sentir que me voy patas abajo en cualquier momento y sería incapaz de evitarlo, no tengo ninguna
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potestad sobre mí. A ver si logro serenarme un poco. Por fin he conseguido sentarme en la silla,
ahora tengo que abrir los ojos, es parte del plan, no puedo fallar. Y el pesado éste que vuelve a la
carga:
-Qué maravilla de vistas ¿eh, David? ¿Qué sientes? ¿Es como esperabas?
-Sí, es realmente precioso – miento de nuevo.
¡Qué palizas es éste tío! Además ¿por qué ese empeño en llamarme David? Mi nombre es Eloy.
¡Ah!, ya lo recuerdo, para el vuelo me inscribí con tu nombre, también era parte del plan. Y tengo
que abrir los ojos, eso es importante, pero no puedo, no me obedecen, el pánico no me deja
abrirlos. Entre esa maraña de miedos, deseos y sentimientos, a mi cerebro llega otra voz, una voz
amiga, no la de éste pesado de instructor, ni la mía propia, sino la tuya David, te oigo claramente:
-Por favor, Eloy, tranquilízate. Has logrado lo más difícil, estás volando, ya ha pasado lo
peor, pero tienes que abrir los ojos. Necesito ver lo que tú ves, si no el plan no funcionará.
Hermanito, hazlo por mí, supera tus miedos y abre los ojos.
-¿El plan? Pero…tú no puedes saber nada del plan, el plan lo ideé yo porque tú estás…
De pronto mis párpados se abren solos, un inmenso azul desgarra mis pupilas, puedo mirar hacia
abajo. Las vistas son preciosas, es lo más cercano al Paraíso que podría imaginarme: todo es
pequeño desde aquí arriba, las casas, las personas, el camping, el río; el conjunto parece
perfectamente dibujado a una escala milimétrica, inmensamente diminuto, pero maravillosamente
bello. Y lo más hermoso de todo es que sé que tú también lo ves, te siento, sé que estás aquí
arriba, conmigo, a mi lado, te he recuperado. El pesado de Felipe insiste de nuevo, pero da igual,
ya no le escucho. A mi interior llegan otros sonidos, lejanas voces procedentes de una fría sala de
hospital, oigo a nuestra madre gritar:
-¡Enfermera! ¡Doctor! ¡Que venga alguien por Dios! Mi hijo se ha despertado.
-Doña Josefa ¿qué son esos gritos? ¿qué ocurre? ¿por qué está llorando?
-Es de alegría, Carmen, es por mi hijo David que ha despertado, se mueve, habla, dice que
está con su hermano gemelo en Castejón de Sos, volando en para…en para no sé qué. Qué
maravilla oírle hablar, aunque sean incoherencias, pero habla, mi niño habla de nuevo. Por
favor, avise al doctor, Carmen, que venga enseguida, tiene que ver esto. Ay, si tu hermano
Eloy pudiese estar aquí, sería tan feliz como yo misma.
-Hermano, no dejes que bajemos. Remonta, remonta, tenemos que seguir volando.
¡Subamos más arriba! ¡Más! Más!
-David, David ¿me oyes? Soy yo, mamá, mamá. ¡Hijo mío, qué alegría!
A partir de 21 años
INESPERADO OTOÑO. JUAN PABLO ARELLANO CONEJO
Soy podador. De altura. Estoy acostumbrado a ver el mundo desde arriba, muy arriba,
enganchado a mi arnés y sintiendo la fuerza del árbol, su olor, su latido vital. Porque los árboles
están vivos y eso lo olvidamos con frecuencia. A Rocío, mi novia, le gustaba decir que yo era
peluquero de árboles. Supongo que le resultaba familiar aquello de retirar ramas rotas, como
cuando vas a la peluquería y pides que te corten las puntas; eliminar un nido de procesionaria es
dar un tratamiento anticaspa; unos cortes con precisión para dejar un árbol redondeado, igual que
un buen corte de pelo. Si, cuando le conté a qué me dedicaba, me entendió perfectamente: ella era
peluquera. Tal vez fue esa afición por la poda lo que nos unió.
Rocío me dejó hace unas semanas. Por un tipo con coche de alta gama, uno de esos señoritingos
de traje de marca y unas manos preciosas. Eso fue lo que me dijo: unas manos preciosas. Desde
entonces, me miro las mías. Son fuertes, precisas, hábiles. Puedo sentir la fuerza de sus músculos,
sus tendones flexibles, la sangre que corre deprisa por ellas y parece trasladarse a la savia del
árbol. O de la savia a mi sangre, no sabría decir. Es como cuando Rocío, en aquellos primeros
meses de magia, me miraba a los ojos. Sentía que toda ella entraba dentro de mí, o todo yo dentro
de ella, porque éramos uno. Solo uno.
Después que Rocío me dejara, la herida abierta de la rama recién cortada elevaba una hoguera que
se encendía en mis tripas, que me abrasaba y se expandía por todos mis músculos. No sé porqué
asociaba de ese modo tan cruel la savia de mis árboles con sus ojos, pero no me hacía ningún bien.
Por aquellos días me planteé incluso dejar de podar, dedicarme a otra cosa, no volver a trepar el
tronco, dejar de sentir como el aire se cuela entre las ramas, agita las hojas, y un olor primitivo te
va envolviendo. Dejar un oficio tan peligroso y bajar a la tierra, ver el mundo desde abajo, como
ella, como casi todos. Pero no sé hacer otra cosa. No quiero hacer otra cosa.
Una mañana de invierno, el viento arreciaba entre los árboles mientras yo daba forma a una
encina, mi árbol preferido. Disfrutaba de su aliento a madera robusta, de la rugosidad de su tronco,
del tierno aroma que emanaba de toda ella.. De pronto todo a mi alrededor se fundió a blanco. Fue
una sensación extraña, como si me sintiese caer, escuché el sonido de mis huesos quebrados
impactando sobre el suelo. Cuando bajé decidí no regresar. Me interné en el bosque, y subí por la
orilla de un río de aguas limpias. Comencé a ver árboles inmensos, de variedades desconocidas
para mí, de corteza suave y olorosa, con ramas colosales, tapizados de flores que preñaban el aire
de un aroma a perpetua primavera. Y una hierba verde, suave, como de bebé recién nacido cubría
el suelo. Me sentí el hombre con mayor suerte del mundo. He aprendido de los elfos los cuidados
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esenciales de este bosque encantado, mis habilidades en las alturas son extraordinarias, ya no
necesito arnés para sujetarme, he olvidado a Rocío y vivo mis días feliz, encaramado a las ramas,
sintiendo sobre mi piel los cálidos rayos del sol de ésta eterna primavera.
Aunque desde hace un par de noches, la voz angustiada de mi madre turba mi sueño. La escucho
llorar, siento el calor de sus manos en mi cara. Sus besos tiernos, su mano apretada a la mía. Y
una palabra se ha instalado dentro de mi cabeza y no quiere abandonarme: desconexión.
Las hojas del bosque han comenzado a tornarse amarillas y a caer, y eso es imposible en Rivendell.
¿De dónde sale este otoño?
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