Mi amigo era charlatán, aunque buen conversador. Solíamos hablar

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LA SEVILLA IMPOSIBLE
M
i amigo era charlatán, aunque buen conversador.
Solíamos hablar, mucho y de todo –de lo divino y de
lo humano- en el tiempo de la cerveza de mediodía.
En aquella ocasión nos sobraba tiempo y se le ocurrió
contarme una historia. Creo que tenía muchas ganas de hacerlo.
-Es una historia inconcebible –me dijo-. Te podría servir
para cualquier libro, pero si la publicas, no vayas a dar datos, ni
demasiadas referencias, porque los personajes son de Sevilla,
reales, los conozco personalmente y aún viven. El protagonista
me lo ha contado todo.
-Limítate a contarme la historia y no me des nombres, ni
te refieras a lugares concretos –le contesté-. En cualquier caso,
si lo utilizo, puedo recrear el entorno. No te preocupes...
Mi amigo empezó su narración. Saqué el bolígrafo y la
libreta que siempre llevo en mi bolso y me apresuré a tomar
notas.
Todo empieza en la Sevilla de los años cincuenta.
Era una familia compuesta por tres miembros: La madre,
el hijo mayor y la hija pequeña, enferma de nacimiento y con
las facultades físicas y mentales algo mermadas por la enfermedad.
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joaquín arbide
La madre había dedicado y quemado toda su vida en cuidar y atender a su hija.
El padre había desaparecido al final de la guerra.
Con el paso de los años se acumularon cansancio, nervios,
tensiones y, sobre todo, edad.
La madre se rendía, poco a poco, por falta de fuerzas.
Los hechos se desencadenaron rápidamente.
Enfermó gravemente.
Poco había que hacer.
Los médicos habían dicho su última palabra.
No merecía la pena trasladarla a ninguna parte.
Iba a morir como se había muerto siempre.
En casa y en su cama.
Aquella mujer, ya en el lecho de muerte, llamó a sus hijos.
Una vez los dos junto a la cama, les pidió que se sentaran.
-Otilio, hijo mío –le dijo la madre con voz débil-. Te voy a
pedir una cosa. Quiero que me jures que cuando yo falte, cuidarás
de tu hermana Prado, tal y como yo lo he hecho durante toda mi
vida, y que no la abandonarás nunca. ¿Me lo prometes, hijo mío?
-Te lo prometo, mamá.
Se cruzaron las miradas y se estrecharon las manos.
Al poco tiempo, la madre murió.
Entonces Sevilla, como España toda, era un pueblo de misas, velos, rosarios, novenas, represión y supersticiones heredadas...
Mi amigo Otilio, tenía una novia, a la que quería y con la
que deseaba casarse.
Por aquel entonces era funcionaria de la Sección Femenina
y, además, dirigía los coros y danzas.
Pasó algún tiempo y Otilio pensó que sería el momento de
contarle la situación a su hermana Prado.
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La otra mirada
Le habló de sus intenciones de contraer matrimonio.
Esto supuso una conmoción, un trauma para ella, que aún
no había superado la muerte de la madre.
Prado, fuera de sí, llena de miedos y fantasmas, le recordaba machaconamente a su hermano la promesa que le había hecho
a su madre en el lecho de muerte.
Y le amenazaba, en los momentos de mayor desesperación
y a voz en grito, con el suicidio si no cumplía lo prometido.
Otilio vivía con el continuo temor a cualquier reacción que
pudiera tener Prado, dentro de su situación de desequilibrio y que
le pudiera llevar a cometer una locura.
Por eso procuraba pasar el mayor tiempo posible en casa
acompañando a la hermana y atendiendo a los cuidados y visitas
médicas que Prado necesitaba periódicamente.
Otilio era, por aquellos años, administrativo en una empresa radiofónica de Sevilla.
Trabajaba detrás de una estrecha ventanilla, más bien un
ventanuco, ¿te acuerdas?, que tenían forma de una “u” invertida, enmarcadas en madera, y que se abrían en un amplio cristal
esmerilado, ante las que tenías que agacharte y doblar la cabeza
para poder ver al que estaba dentro.
Pues dentro estaba Otilio, quien por culpa del cristal esmerilado, no podía percibir con nitidez las imágenes del exterior, las
cuales le llegaban deformes y distorsionadas.
En el mejor de los casos le oía conversaciones, discusiones,
peleas, planteamientos de citas o relaciones más o menos bordes...
Por esa ventanilla pagaba a artistas, cupleteras, locutores
de fama, agentes de publicidad, personal técnico, figuras del momento, a quienes solo les veía la cara, inclinada y no siempre con
buena expresión a causa de los dividendos que recibían.
Su trabajo, y creo que toda su vida, gris, matemática y monótona, transcurría detrás de un cristal esmerilado.
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joaquín arbide
Su única escapatoria, su diaria evasión, era la hora de ver
a Reyes, su paciente y resignada novia.
Otilio se debatía entre la responsabilidad de lo jurado a su
madre y sus tremendos deseos de casarse.
Mantenía su noviazgo, pero seguía condicionado por la
hermana.
En el fondo era un hombre honesto y consecuente.
Reyes vivía alimentando la ilusión de llegar a contraer
matrimonio algún día.
Prado, al contrario, no hacía nada, ni tenía ningún tipo de
ilusión. Dejaba pasar los días sumida en la más absoluta inactividad. Su vida estaba vacía.
En su entorno solo rezos, velas, estampas, persianas a medio levantar...
Un luto eterno, como el de Bernarda Alba...
Otilio iba, todos las tardes, a casa de su novia a hacer algo
así como una merienda cena, ya que tenía que regresar pronto
a casa.
Reyes, dado que las circunstancias económicas no daban
para más, acordó con él compartir económicamente los gastos
de la cena.
Otilio aceptó porque aquello era como una manera de colaborar y sentir la sensación de llevar aquella casa adelante y
sentirla un poco más suya.
Un año de muchas lluvias, al llegar la primavera, se notó
ostensiblemente la huella que la humedad había dejado en paredes, techos y zócalos.
Tomaron la decisión de pintar la casa.
El corrió con todos los gastos y Reyes, como era muy bajita,
ayudó pintando los zócalos y las bajeras.
Pasaron más de cuarenta años y todo seguía igual.
Pero el paso del tiempo empezó a hacer mella.
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La otra mirada
En algunos momentos de conversación, Reyes seguía hablando de la Sección Femenina, como si aún fuesen los años 50.
Otilio le ayudaba a volver a la realidad.
Como funcionaria asumida en nuevas tareas tras la Transición, recordaba de repente que fueron los socialistas, con el primer gobierno de Felipe, quienes le concedieron un aumento de
sueldo que le permitió ir tirando mejor...
Poco a poco la vida de Otilio se había convertido en la de
una persona que se dedicaba a cuidar de sus dos hermanas.
Y así vive en la actualidad.
Por la mañana temprano, atiende a Prado.
Desayuno, medicinas...
Luego, su marcha al trabajo.
Desde allí, llamadas a las dos para ver si todo va bien.
Al medio día, a casa a comer con Prado.
Las tardes son para Reyes.
Por la noche, de vuelta a casa para dormir acompañando
a la hermana.
Reyes ha empezado a asumir la situación como algo natural, como algo que la vida le ha destinado.
Se resigna, sencillamente.
Al no haber conocido otra cosa, esto empieza a parecerle
normal. Algo parecido les ocurre a Prado y a Otilio.
Cuando se nace en cautividad, no se echa de menos la libertad...
Los domingos acompaña a misa, primero a su hermana y
luego a Reyes.
Otilio ya no le habla de Reyes a su hermana, la cual ha
dejado las amenazas al comprobar que el hermano no la va a
abandonar...
Tres personas que se han ido haciendo, sin darse cuenta, a
unas circunstancias absurdas y antinaturales.
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Otilio llega a media tarde a casa de Reyes.
Toman café y charlan.
Ven alguna película o serie de la tele.
Preparan la cena temprano.
Ya se han hecho a este horario adelantado.
Lo malo es cuando ven alguna película con alusiones eróticas o relaciones de pareja.
La tensión se hace fuerte y muy dura.
Recuerdo cómo me contaba Otilio que una tarde de sábado en primavera, con un sol rabioso, el balcón abierto, los naranjos de la calle reventados de azahar, su olor invadiendo toda
la casa y tras haber visto en Cine de Barrio una de los Ozores,
con muchas chicas en biquini, se le ocurrió volver a proponerle a
Reyes algún tipo de relación carnal, de vida marital.
Otilio estaba quemando sus últimas naves.
Por lo visto, Reyes, lo único que hizo fue levantarse, apagar la tele, cerrar el balcón e irse a la cocina a preparar el café.
Y hoy, como todos los años, siguen asistiendo, eternos novios, a ver pasar las cofradías en los palcos de la Plaza de San
Francisco.
Hablan con los vecinos de siempre y suelen llevar unos
pastelitos que han comprado en Filella, para invitarlos mientras
pasan las interminables filas de nazarenos.
Comentan los estrenos de cada hermandad, las previsiones del tiempo, los retrasos, que si los nazarenos deben ir de dos
en dos o de tres en tres, las restauraciones de imágenes, las marchas que se estrenan este año...
Se ponen de pie cuando pasan las imágenes. Se santiguan,
inclinan la cabeza...
Luego, siguen con las conversaciones banales de todos los
años... Los caballeros de pie y las señoras, sentadas...
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