Tras medio siglo de transición tormentosa

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LIBROS
AURELIO ALONSO
Tras medio siglo
de transición
tormentosa*
Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp. 134-139
L
134
a obra escogida por el jurado de ensayo
histórico-social para recibir el Premio Casa de
las Américas 2015 constituye una contribución
incuestionable al análisis y al debate sobre la
realidad cubana actual, a partir del recorrido panorámico que hace el autor de más de cincuenta
años de acontecimientos económicos, políticos
y sociales, los cuales inciden fuertemente en
lo que somos y lo que tenemos hoy. Cierra el
trayecto esbozando tres escenarios posibles que
la profundidad y el acierto de la dinámica de
cambio que se logre llevar a la práctica pudieran
moldear en el curso de la década siguiente, es
decir, hasta 2025.
Se puede afirmar que estamos ante un trabajo
de madurez, que constituye una expresión sintética de los estudios realizados por Ferrán Oliva a
* Juan M. Ferrán Oliva: Cuba año 2025, La Habana,
Fondo Editorial Casa de las Américas, 2015. Premio
de ensayo histórico-social.
lo largo de los años vividos
de revolución socialista. Y
estiro el concepto revolución, como preferimos
hacer los cubanos, extrapolando la radicalidad del
cambio cualitativo hacia
lo infinito, sin intención
alguna de polemizar con
la crítica que de este uso
sugiere el autor.
No se detiene en desmenuzar aspectos puntuales –tratar de ser exhaustivo seguramente
lo hubiera obligado a un resultado mucho más
voluminoso y denso–, sino que valora una panoplia de problemas que podemos considerar
fundamentales, conectados al hilo central del
diseño y la realización de un proyecto en el cual
se quiere y consigue condensar socialismo y
nación; compleja aleación en la cual no han sido
óptimos todos los intentos históricos. Y se deja
ver, en mi opinión, que los asuntos secundarios
se han escogido para completamiento y confirmación de los que marcan el centro del conjunto.
El primer mérito que le destaco es el de haber
logrado remontar con éxito en su ensayo el reto
de la síntesis.
Aunque el autor es un economista con una
apreciable cantidad de publicaciones en su especialidad, su bagaje cultural es valioso, y la obra
premiada no queda cercada por las coordenadas
de la crítica estricta de la economía política, si
bien esta se trasluce siempre en una dimensión
central. Pienso que es una virtud poco frecuente
entre los economistas –a menudo exageran el
determinismo económico–, la cual aporta mucho a la comprensión del ensayo por parte del
lector no familiarizado con los vericuetos de
esas disciplinas.
Adelanto rápidamente mis elogios globales:
es un libro escrito con pleno conocimiento de la
realidad estudiada, tanto en el plano académico
como desde una participación comprometida en
la gestión; se sostiene en información rigurosa
y una bibliografía adecuadamente seleccionada,
suficiente y bien utilizada, aun cuando en muchas
de sus afirmaciones creo percibir el predominio
de la opinión sobre el del juicio probado. Esto
último –perfectamente legítimo en el género–
lo atribuyo posiblemente al afán de escribir con
la mayor libertad, como corresponde a un intelectual decidido a no dejar criterios en el tintero.
Destaco a la vez que estamos ante un libro
escrito con claridad y coherencia. Uno que no
merece sucumbir al síndrome de las ediciones
agotadas, tan común cuando la demanda lectora
hace desaparecer con rapidez los títulos novedosos de las librerías, sino contar con nuevas
ediciones y contribuir a activar el debate; una
lectura típica de lo que debe estar al alcance
de las generaciones de hoy. Sobre todo por la
medida en que puede contribuir, en momentos
como el que vivimos, a pensar en lo que tenemos
que salvar y lo que habría que cambiar, así se
haga desde coincidencias o desde desacuerdos.
Dicho esto, voy a pasar a compartir algunas
valoraciones más específicas, en las cuales tampoco faltarán apreciaciones diferentes a las del
autor, ejercicio al que me motivan solamente las
obras cuyos méritos tengo en la mayor estima.
Ferrán Oliva ordena su ensayo en seis partes,
y se inspira en la Biblia para darles nombre.
Permítanme enumerarlas de golpe, por motivos que pienso se entenderán después. Las
titula «Génesis», «La tierra prometida», «El
paraíso perdido», «El éxodo», «Los apóstoles»
y «Los profetas». El referente bíblico no hay
por qué recibirlo con rigor teológico. Ni es
posible homologar las metáforas aludidas con
las realidades sometidas a análisis, ni el orden
de los títulos es remotamente canónico; esto es
algo que salta a la vista, sin que haya que ser un
conocedor de las Escrituras.
Por otro lado parte debe atenderse igualmente
la disparidad de la extensión y densidad que
se dio a las partes. Llama Génesis a un despegue en que enumera seis modelos económicos
«prerrevolucionarios en la historia de Cuba» y
dos «estatalizados» después de 1959: uno, el
consumado hasta nuestros días, y el otro, tras
la interrogante del modelo por configurarse.
Queda claro que se trata de la convención que
él asume, y por esa razón el enunciado adquiere
un valor metodológico decisivo para la lectura
del conjunto; el título bíblico queda justificado
de entrada. Completa las quince páginas del
Génesis según Ferrán, una sinopsis del tramo
recorrido por los cubanos hasta la victoria revolucionaria de 1959.
Las seis páginas de la sección siguiente («La
tierra prometida») se reducen a una semblanza
de los líderes, Fidel y Raúl, que dará lugar a impresiones encontradas, pero que casi al final
de la obra se despeja, libre de toda sospecha,
en el pasaje que concluye que «La revolución
se debe a Fidel», a quien describe como «un
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genio político impulsado por una emotividad
obsesiva, y el segundo, cómplice de ideales,
pero pragmático consecuente». Y seguidamente
bosqueja una visión de La historia me absolverá,
la cual comparto incluso en la reticencia que creo
percibir al tomar aquel histórico alegato como
un programa rebasado por el proyecto socialista
de aquella época. Una mirada que siempre me
pareció reductiva.
En «El paraíso perdido» –título que más que
a las Sagradas Escrituras siento que nos quiere
remitir al emblemático poema de John Milton,
del siglo xvii inglés– despliega en un centenar de
páginas su análisis crítico de la economía y del
funcionamiento integral del sistema cubano, con
la puntería de quien ha vivido a fondo los retos,
los aciertos, los errores, los esfuerzos, los logros
y los fracasos. Y los ha reflexionado desde un
compromiso real. En este largo epígrafe –verdadero centro analítico del ensayo– su exposición combina, sin necesidad de diferenciarlos,
el plano histórico y el tratamiento por temas
específicos.
En el recorrido que hace de los años sesenta
me hubiera gustado leer más sobre el primer
quinquenio, que encierra tantas claves para
explicarse aquella década, y más allá de ella, la
singularidad del proyecto cubano. O sea, todo
lo que le siguió hasta nuestros días. Recordé,
por ejemplo, cómo relegamos la producción
azucarera en busca de la diversificación industrial con visión desbalanceada, y las dificultades
para recuperarla a partir de 1963. Y qué decir
del imponente salto social iniciado por la alfabetización en medio del hostigamiento armado
de los enemigos, sin permitir que los primeros
reveses se volvieran impedimento. Asumido,
igual que la conversión de la medicina como
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un derecho de todo el pueblo, sin preguntarnos
siquiera cómo se iba a costear. En realidad, de
otro modo no hubiera podido hacerse.
La incidencia del bloqueo norteamericano, que
desde sus comienzos va más allá del comercio
bilateral, afectando radicalmente las finanzas, el
flujo de las inversiones, la tecnología productiva,
presente de todos modos en varios momentos a
lo largo del trabajo, hubiera ameritado, a juicio
mío, un tratamiento todavía más puntual en un
ensayo que procura cubrir la complejidad del
medio siglo. Se nos suele objetar la trivialidad de
recargar el peso de los desastres en el bloqueo,
pero lamento igualmente cada oportunidad que
se desaproveche para mostrar todo lo que ha
afectado y afecta, precisamente cuando estamos
sacando a flote, sin pelos en la lengua, las culpas
que nos tocan.
En el tratamiento de la primera década su
atención aparece centrada en la crítica a una economía de grandes gestas decisivas implantada en
la segunda mitad de aquella, como la de intentar
poner en producción toda la tierra ociosa del país
a partir de una «brigada invasora de maquinaria», seguida de la iniciativa, de corte análogo,
del «cordón de La Habana», y de la que puede
considerarse la última expropiación masiva de
la propiedad productiva, «la ofensiva revolucionaria». En este collage de campañas que
califica como «faraónicas» incluye la frustrada
«zafra de los diez millones», la cual, susceptible en justicia a críticas similares, merecería un
tratamiento separado. Él mismo la diferencia
tácitamente de las gestas anteriores al reconocer
en su favor la ampliación y la renovación de la
capacidad productiva azucarera que permitió
llevar después, durante la articulación cubana
al Came, a cifras superiores a los ocho millones
de toneladas; aunque «la imagen que prevaleció
fue la del fracaso pírrico [sic] de aquella emblemática meta».
Dando un verdadero salto, Ferrán se coloca en
las nuevas gestas del «período especial»: somete
a crítica la estrategia de «la batalla de ideas», la
organización de «los trabajadores sociales» a
partir de los egresados que no iban a encontrar
empleo, y «la revolución energética» urgida
por la falta de recursos para el mantenimiento y
renovación de la red eléctrica creada en la etapa
anterior. A la cobertura del déficit de las grandes
plantas mediante «grupos electrógenos» elogia
la «ventaja de la dispersión y la rapidez en la
instalación de la nueva capacidad». Me atrevo
a decir que sus reconocimientos no escasean
y sus críticas nunca son irrelevantes, aunque
dejen vacíos. Es el caso de los trabajadores
sociales, que formaron un ejército cuyo papel
destaca en la lucha contra la corrupción que
comenzaba a crecer, y en la campaña por el
ahorro energético, pero no nos habla de su
destino. Quedamos sin saber, en general, por
qué se hace tan recurrente en nuestra economía
ese efecto de desarme de lo armado con anterioridad sin que se produzca una solución de
superación dialéctica. Parecería que se hiciera
necesario para las instituciones del socialismo
remontar ese estilo arrasador, esa especie de
efecto de supresión por autocrítica.
El epígrafe dedicado al período especial ocupa un lugar destacado –más de la mitad– del
capítulo, y contiene buena parte de los análisis
más convincentes del ensayo. Lamenta aquí,
con toda razón, los vericuetos que han hecho
que «la agricultura, elemento vital, continúe su
peregrinar en busca de suficiencia y eficiencia»
hasta nuestros días. La confirma como el revés a
largo plazo, la tarea siempre pendiente de nuestra
economía productiva.
Hago un alto para señalar que mantener el
nivel de detalle con el que he llegado a este
punto podría desbordar el objetivo de la reseña,
de modo que me limito ahora a subrayar que su
balance sobre el período especial constituye, a
mi juicio, la parte más interesante del itinerario analítico abierto por Ferrán Oliva. En esta
sección, donde mayor volumen de información
estadística emplea para sostener sus argumentos, también vamos a encontrar una oportuna
y afilada crítica a nuestras estadísticas, sin la
cual sería imposible una evaluación seria del
comportamiento de la economía.
No quisiera pasar por alto que, en sus reflexiones en torno al consumo, la libreta de
abastecimiento queda reducida a la dimensión
del desencuentro económico, sin que se tome
en cuenta una dimensión de política social que
no ha permitido su eliminación, a pesar de ser
una dolorosa herramienta de la precariedad.
Sin embargo, considero del todo atendibles los
argumentos que llevan a concluir, en cuanto a
la oferta y la demanda, que «el modelo cubano
funciona al revés: es un mercado de vendedores
y son las tiendas, almacenes y productores quienes imponen sus condiciones», en lugar de los
consumidores, como supone esta ley económica
sustantiva del mercado.
El penúltimo capítulo, «Los apóstoles» –siempre con ese aire bíblico– introduce un corto
periplo por algunas corrientes claves del pensamiento económico contemporáneo, culmina
en el socialismo (desde Moscú y La Habana),
y concluye que «el pretendido socialismo científico de los manuales pasó a engrosar las filas
de los socialismos utópicos». Señala también
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que en Cuba «algunos errores, según la óptica
actual, estarían justificados por razones políticas o coyunturales, otros no tienen defensa».
Apreciación que, se comparta o no, posee un
incuestionable valor metodológico en una época
de cambios estructurales dentro del socialismo,
como es la actual.
«Las profecías» cierra –con treinta y tantas páginas más– las seis escalas de Cuba año 2025. Siguen
tres anexos que pueden ser de utilidad. Para hacer
honor al título del sexto epígrafe, plantea desde el
principio que «la gran incógnita es cómo y cuándo
se concretará un modelo redentor». Identifica el
obstáculo mayor en la persistencia del bloqueo, que
–como he comentado antes– lamento no haberlo
encontrado de manera puntual en los análisis
de los avatares que ha atravesado la economía
cubana a lo largo del proceso de construcción
socialista. Cuba, «como país pequeño y de economía abierta, seguirá dependiendo del sector
externo», afirma aquí, y su contraparte natural,
«por su cercanía y potencialidades económicas
sería el poderoso vecino». Estamos entonces
ante un fatum: que el adversario por antonomasia
de nuestra utopía económica, política y social,
devenga por obra y gracia del mercado en uno
de nuestros principales socios económicos. No
seríamos pioneros, de todos modos, en este desafío, solo que nos corresponde hallar la manera
de afrontarlo en nuestras condiciones históricas
y geográficas, en tiempo y espacio.
Muchas y muy condensadas son las valoraciones en este capítulo final y, en correspondencia
con las mismas, la tentación de introducirse a
fondo en el debate que nos sugiere. El lector se
percatará de esto y, ¡bienvenido al debate!, es
uno de los méritos que hay que reconocerle a
la obra. Debo añadir aún que Ferrán se detiene,
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sin pretender soluciones definitivas, en el tema
de la unificación de la moneda, en el de los
cambios estructurales, la deuda externa y otros
de actualidad.
No podría dejar de comentar, en el marco
de «Los profetas», el epígrafe de su profecía,
que no quiere llamar pronóstico, sino «juego
hipotético de contextos», término que le parece
más modesto, pero que un lingüista podría considerar desimplificador, para remitirnos al título
futurológico del ensayo. Ferrán nos muestra tres
escenarios: pesimista, conservador y optimista.
Deja caracterizado el primero como el «regreso de la supremacía norteamericana», dentro del
cual la especulación podría armar variaciones,
ya sabemos sobre qué constantes. El autor lo elimina rotundamente como escenario predictible.
En el segundo, el «conservador», se trataría
de perpetuar, de manera acrítica, estructuras,
tendencias, errores que lastraron las experiencias
socialistas del siglo xx. Piensa que será por fuerza
evitado, por la dirigencia y por el pueblo, dados
los fracasos sufridos. También lo descarta, en
consecuencia. A mí se me antoja que de aceptarlo
como posible habría que precaver su terminación,
a un plazo más largo, en el primer escenario, que
habría que replantearse como riesgo.
Al cabo, el único escenario que Ferrán concibe viable es el «optimista», lo cual es en sí una
muestra de optimismo. Es el escenario de cambio
concebido en las coordenadas del ideal socialista
llamado a guiar las reformas y decisiones que se
adopten, se corrijan, se desechen y se consoliden. Aboga por la profundidad de las acciones,
valoriza los pasos dados en tal dirección y se
resiente del efecto nocivo que pueden encerrar
las demoras y las incertidumbres para la concreción exitosa del proyecto.
XENIA RELOBA
Travesía de un retorno
posible a la libertad*
«T
engo miedo del tigre muerto», confiesa
Sundiata. Se resiste a ser una persona en
la que no se reconoce, a quien los amos llaman
Juan Ángel. Él quiere ser ese a quien nombra
Nay –su madre– cuando le muestra de dónde
viene, adónde pertenece. Juan Ángel es nombre de blanco y porta consigo atributos que lo
incomodan, ajenos. Ya lo ha notado Nay: «mi
hijo actúa como esclavo y eso moldea su pensamiento. Miente y tiembla» (70).
Ella, entretanto, tiene una idea fija y una voluntad que la distinguen entre sus hermanas y hermanos: «el futuro está más allá del amo» (13), dice.
Para Nay, princesa de Gambia, el horizonte es
Sinar –el primer amor–, pero sobre todo África.
Aunque el amo la quiere para él –la matará «para
siempre» si lo deja–, y le repite que su aldea ya
no es la misma –Gambia ahora es territorio de
Inglaterra–, ella no lo escucha. Acecha, espera,
sueña, proyecta.
Nay y Sundiata realizarán el viaje, porque «[s]
i la esclavitud se fue construyendo de África a
Nueva Granada, la libertad se recuperará yendo
de regreso» (71).
En su novela La hoguera lame mi piel con cariño de perro, Adelayda Fernández Ochoa retoma
y subvierte la leyenda de Nay, que Jorge Isaacs
* Adelayda Fernández Ochoa: La hoguera lame mi piel
con cariño de perro, La Habana, Fondo Editorial Casa
de las Américas, 2015. Premio de novela.
Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp. 139-141
Para terminar estas líneas quiero aclarar que,
a pesar de haber expresado observaciones propias en algunos temas, inevitables diría yo, de
ningún modo lo hice centrado en una intención
polémica. Sería otra cosa y no una reseña, y si
puedo lucir en opiniones se debe a las motivaciones que despertó en mí la obra comentada.
Reitero con ello que nos hallamos ante una
lectura inteligente, bien documentada, comprometida con toda la realidad analizada desde
una perspectiva netamente socialista, y con un
enfoque que estoy seguro que atrapará al lector
del comienzo al final. c
139
recreara en varios capítulos de su María (1867). Si
en el clásico del romanticismo hispanoamericano
la valiente mujer ha envejecido y, aunque digna,
aparece dócil, resignada a
su existencia en el nuevo
mundo, y hasta prefiere
que la llamen por su nombre adoptado –Feliciana–
para evitar el recuerdo doloroso de su tierra de
origen, ahora su historia es diferente.
El jurado del Premio Casa de las Américas
destacaba la novela entre las ciento ochenta y
cuatro concursantes en la edición de 2015 «por
proponer una vuelta a África como un mítico
retorno, en un tránsito que desarma con lúcida
reflexión el conjunto de ilusiones que articulan
el pensamiento esclavista».
En el texto de Fernández Ochoa la trama se
sitúa en las primeras décadas del siglo xix.
En Nueva Granada, el general Obando dirige
una revuelta, dice que en pos de la libertad y
la abolición de la esclavitud. Lo siguen varios
cimarrones, y entre los guerreros está también
el liberto Candelario Mezú, que comparte sus
ideales, confía. Cuando triunfen, harán leyes.
Esa es la libertad, asegura Mezú. Su tierra es este
pedazo de mundo donde ha decidido arriesgarlo
todo. Nay porfía: «los logros de los negros se los
reconocen al blanco, […] [E]l soldado cimarrón,
con todo y sus méritos, está condenado a que
lo maneje el criollo de la misma manera que él
maneja la libertad de mi hijo» (40).
Como en la novela de Isaacs, Nay ha conseguido en esta trama un estatus impensable para
sus circunstancias. Incluso se le autoriza la des140
cabellada búsqueda de Sinar, hombre guerrero
que se liberó de la esclavitud por el amor de Nay,
que luego fue capturado con ella, y se presume
que ha seguido un destino similar al de la mujer,
vendida como esclava en el «nuevo mundo».
Pero mientras pasa el tiempo y Sinar se desdibuja, África no. Hacia ella habrán de navegar
Nay y Sundiata. En la travesía, el más joven
dejará finalmente de ser Juan Ángel y realizará
lo que su instinto le ha revelado antes: «yo no
quiero ser como el amo porque si fuera como él
me odiaría» (44).
Condenados al fracaso, Nay y Sundiata ya
son libres, no porque con argucias la madre ha
logrado escabullirse de la hacienda, ni porque
saltando todos los obstáculos han conseguido reencontrarse con Mezú, y a través de la intimidad
cómplice y plena con el héroe de la sublevación
de blancos, la madre ha vuelto a sentir la intensidad del amor, sino porque no tienen miedo,
porque para Nay la esclavitud solo duró un
momento, y para Sundiata la libertad es cuando
está con su madre, y precisamente eso: no tener
miedo. Han ensayado el viaje tantas veces. Bogan contracorriente, por el río revuelto rumbo
al mar. Imaginan el mar, intuyen su inmensidad.
Como un regreso a las esencias, al calor y la
seguridad de la hoguera familiar, un viaje de
formación y redescubrimiento, debe leerse esta
novela que transcurre a ratos densa, sinuosa,
por parajes inhóspitos, selváticos, guiada por el
intercambio desigual de dos testimonios que son
a la vez muchos y muy diversos. Habla la madre,
luego el hijo. La primera tiene el poder, la luz, la
posibilidad de descifrar el nuevo mundo y asirse
a aquel del que la sustrajeron con violencia. El
segundo la sigue, la busca. Apenas sabe que está
mejor allí donde ella esté, y que debe crecer.
Cuando sea un hombre y descubra las cosas que
están en su camino podrá hacer lo que sueña: ser
digno de su madre, libre como ella.
En su reescritura de la leyenda, Fernández
Ochoa lee y rescata, entre las líneas de Isaacs,
el inconformismo de Nay, su rebelión contra
la realidad asumida en el clásico como irreversible e incluso tolerable, gracias al afecto que
le profesan sus amos. La nueva Nay no acepta
quieta un destino impuesto por el hombre blanco. Una y otra vez surgirán sus comentarios
filosos, irreverentes. No le cree al que dice
pelear por ella. No se ve en el sueño mestizo
que acepta la nueva tierra como propia. Libre
y alegre, renuncia una y otra vez prácticamente
a todo. Puede hacerlo. La meta es mayor y no
habrá argumento que la descorazone o desengañe: Nay de Gambia sabe que solo pertenece
allá de donde la trajeron con cadenas.
Nay piensa el destino. Sueña ese horizonte que
la ayuda a sortear la odisea:
África sale a recibirme, llega con las brisas,
ellas traen la costa entera, el polvo de sus
piedras y todo lo que los pasos muelen en
ellas, la humedad de las palabras y de los suspiros, los vapores de sus ollas y un poco del
humo de las hogueras diluidas con las estrellas
bajitas. África sale a recibirme. Las olas que
me mecen son los brazos líquidos de ella.
¡Maangi ci néég bi! [186]. c
Me succionan las expresiones secretas del
bosque. Estoy de vuelta a un origen, de retorno al caos, próxima al designio de ser una
con los micos y las chuchas, y las dantas y los
cerdos y los insectos que fecundan las flores
y taladran las vísceras; una con la humedad,
aliento de la vida y de la muerte, una en la
vida que prospera según las reglas primeras,
una para habitar con apego a la feroz bondad
de la selva [34].
Sundiata aprende. Crece. Abre los ojos y mira
siempre a su madre. Bogan. Están regresando,
y él sabe ya «todo lo que cabe en los ojos de
mi madre. ¡Mi dicha! Ella la ve antes que yo y
la mantiene ahí, navegando en sus pupilas. Lo
sé ahora que la estoy viviendo. La alegría está
también en el peligro, y yo no lo sabía» (102).
141
LORENA SÁNCHEZ
Munch por Romero:
El arte de diseccionar
almas*
Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 pp. 142-144
E
142
xisten escritores cinéfilos, melómanos, intimistas, ¿pictóricos?, referenciales. Todos
apegados a la intertextualidad con aquello que
les parece auténtico, quizá a lo cotidiano, a las
imágenes que les devuelve la creación del otro,
a sus fobias, nostalgias y circunstancias vitales.
No importa el arte que los motive, su literatura
trastoca siempre las fronteras de otras instancias
poéticas. Sobre estos escritores se podría decir,
por ejemplo, que algunos tienden a la erudición, a
la complejidad textual que hace de la obra literaria
un verdadero desafío. Escritores difíciles.
El colombiano Nelson Romero Guzmán bien
podría integrar esta categoría, si de escritores
¿pictóricos? y referenciales se trata. Su mundo
poético responde a otras pulsiones. Su obra, a esa
voluntad de apoderarse de otras voces. Leer su
poemario Bajo el brillo de la luna (Premio Casa
de las Américas 2015) exige, en primer lugar,
aplicar a la lectura un conocimiento agudo y
asociativo; en segunda instancia –y quizá lo más
sensato–, requiere googlear cada nombre, cada
referencia, siempre tras la búsqueda de algún
elemento traspolador, que funcione como un link
hacia determinados universos, hacia determi* Nelson Romero Guzmán: Bajo el brillo de la luna, La
Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2015.
Premio de poesía.
nadas historias paralelas
que permitan dilucidar
el arte, no solo de quien
escribe, sino también de
las imágenes y los personajes que aparecen una y
otra vez retratados en este
cuaderno de poemas que
–bien se conoce– completa una trilogía con la cual
su autor ha penetrado el
corpus literario en Latinoamérica: primero con el
volumen Surgidos de la luz (2000), basado en los
cuadros de Van Gogh, y luego con La quinta del
sordo (2006), cuyo referente inmediato resulta
la obra de Francisco de Goya.
Para conformar una suerte de tríptico llega
entonces Bajo el brillo de la luna, esta vez
reverenciando el arte pictórico del artista noruego Edvard Munch. Todos pintores europeos,
todos pintores apoteósicos, respaldados por su
genialidad, pero también por sus demencias y
cataclismos existenciales; traídos al contexto
de las letras latinoamericanas por un poeta colombiano.
Romero, apostando nuevamente a la idea del
tríptico, estructura el poemario en torno a tres
acápites: «Autorretratos» –donde referencia
aquellas obras que el noruego obtuviera a partir
de la apreciación personal e inequívoca de sus
maestros, amigos, algunos conocidos–, «Crónica
roja de Berlín» –escenario poético donde recoge
minuciosamente algunos pasajes y momentos
del pintor en la capital alemana, aunque otros
textos refieren acontecimientos que conmovieron al mundo y que no están asociados a este
período–, y «Diario del pintor», una sucesión
de obras definitorias como «Autorretrato con ci-
garrillo», «La niña enferma», «Desesperación»,
«El grito», entre otras, que tejen una suerte de
diario del Infierno, según ha explicado el propio
autor.
El poeta tolimense de cincuenta y tres años se
vale entonces de una lírica que llega a ser, en
instancias, narrativa, pero desde una perspectiva
expresionista, (des)generada. En Bajo el brillo
de la luna, si bien es un cuaderno de poemas,
el género literario parece migrar, mutar en otras
formas. Como si se tratase de microrrelatos
–sobre todo en el primer apartado–, Romero,
más allá de todo artificio artístico, hilvana
historias a través de las circunstancias pictóricas y vitales de Munch, dibuja y disecciona
personajes a su antojo.
Así aparece ante el lector el pintor naturalista
noruego Christian Krohg, mentor del autor de El
grito; Milly Thaulow, cuñada de Frits Thaulow
–primo de Munch e iniciador, a principios de la
década de 1890, de la denominada Academia al
Aire Libre– y una de las musas del artista con
quien compartiría una idílica pasión; y el doctor
Jacobsen, en cuya clínica de Copenhague Munch
pasaría varias temporadas a causa de sus crisis
nerviosas.
En este cuarto poema titulado precisamente
«Jacobsen» se alude, desde la introspección del
sujeto lírico, a la salvación del artista, pero también a su padecer. En cada uno de los denominados «autorretratos», Nelson Romero asume la
pintura anímica de Munch, su realismo síquico,
para crear el efecto necesario a través del cual
los retratos conversan, cuentan sus historias. Si
bien el artista noruego diseccionó las almas de
quienes plasmaba en el lienzo, el escritor colombiano disecciona en sí la del propio Munch,
exponiendo sus más oscuros secretos, develan-
do sus rasgos más humanos. Y es que el poeta
prefiere apoderarse de estos mundos inéditos y
sumergirse en los sentimientos más recónditos.
Lo humano aparece pues desde lo cotidiano y
ontológico, pero también desde lo mortuorio
y esencialmente trepidante.
La paranoia, el asesinato, la idea de reconocerse a sí mismo, son nociones recurrentes en el
poemario. No obstante, dentro de este amasijo
de textos existe un poema correspondiente al
segundo acápite –«Crónica Roja de Berlín»–,
titulado «El robo de la obra», donde aflora otro
matiz de la poética romeriana: la ironía.
Verso libre mediante, el escritor narra el episodio de 1994 cuando el emblemático cuadro
El grito fue hurtado de la Galería Nacional de
Noruega y recuperado en una acción policial
ocho semanas más tarde. Un poema que trastoca
el humor, al desarticularse el robo como si los
ladrones se hubiesen llevado la pintura parte
a parte, miembro a miembro: las barandas del
puente, primero; los veleros después; la bruma
roja; para más tarde maniatar al sujeto, amordazarle la boca y ahogar el grito. Se trata, quizá,
de una parodia poética del hecho en sí mismo.
La idea del plagio como arte posible, pero
ajeno a la creación en sí, aparece en el texto, no
sin antes advertirnos que el escritor descree en
cierta medida de todo aquello que denominan
originalidad, pues –como bien ha confesado–
apuesta por «la idea del robo y del asalto si logra
hacerse con manos limpias».
Ya adentrándonos en el tercer capítulo del
volumen («Diario del pintor»), reaparecen otras
subtramas de la obra munchiana: abstracciones
relativas a la muerte o a la enfermedad –presentes en su vida desde edad temprana, pues la
madre y la hermana murieron de tuberculosis
143
Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp. 1144-148
144
cuando él era muy joven–, la obsesión por desdibujar las manos del hombre en sus retratos
o excluirlas del óleo. Estamos, tal vez, ante el
acápite más íntimo del poemario, pues los textos
semejan confesiones de Munch, en su mayoría
tormentosas, repletas del dolor de su vida y angustias de su tiempo, de las que se alimenta su
arte. La voz lírica en estos poemas es entonces
el propio Munch, como si quisiera explicarle al
lector la génesis de sus obras.
Hay en Munch como en Romero un uso simbólico del color rojo. Hay en Romero como en
Munch esa fuerza expresiva, el tono hasta cierto punto desequilibrado. Mientras que la luna
aparece en el poeta colombiano como una vez
lo hizo en el pintor noruego, quien convirtió el
satélite en una obsesión pictórica, siempre perfectible para él, pero poderosa. Las influencias
de obras como Claro de luna, pintada en 1893,
y Casa en claro de luna, de 1895, son visibles
durante todo el cuaderno.
Si bien Bajo el brillo de la luna establece estos
diálogos con las obras de Edvard Munch, su
autor no copia los cuadros mediante la escritura, sino que los revitaliza, alejándolos de todo
sentido decorativo y meramente coleccionable.
Propone así un ingenioso cuaderno de poemas
que confirma a Nelson Romero Guzmán como
una de las principales voces de la actual lírica
colombiana. c
SUSEL GUTIÉRREZ TORRES
Avatares de una vida
sin baño*
P
osiblemente un cortocircuito provocó que
se quemara la resistencia del calentador
de agua de la casa. Hasta me desvestí, pero
en el trayecto entre el cuarto y el baño cambié
de idea. De solo pensar en meterme debajo de
la ducha fría en el invierno me causó erizamiento, entonces, desistí. No estaba sudado,
al contrario, la noche era fría. Activé el olfato
para verificar la situación del cuerpo, y llegué
a la conclusión, sí, que podía prescindir del
baño en aquel comienzo de mañana.
Así se inicia la novela Mi vida sin baño, del
escritor, periodista y traductor Bernardo Ajzenberg, Premio Casa de las Américas de literatura
brasileña en 2015, que narra el proceso de concepción y puesta en práctica de un proyecto de
corte «ecologista» llevado a cabo por un joven
de nombre Célio, quien trabaja en un instituto
cuyo objetivo principal es demostrar los riesgos
del consumo irresponsable del agua, fundamentalmente en las grandes ciudades.
«Mi vida, a esta altura, era un riachuelo frágil
que pasaba sin gracia por un terreno de vegetación descolorida» (12). La clara ausencia de
objetivos en la vida del protagonista lo conduce
hacia una realidad que raya en lo absurdo, pero
* Bernardo Ajzenberg: Mi vida sin baño, La Habana,
Fondo Editorial Casa de las Américas, 2015. Premio
de literatura brasileña.
se sintoniza a la perfección, sin embargo, con
su trabajo como miembro
de un grupo designado
para construir ejemplos
creativos basados en la
vida real, capaces de convencer a las personas para
cambiar sus hábitos cotidianos de manera que disminuyan los riesgos y así
preservar el agua, y a partir de ella, la vegetación,
los animales y los seres humanos. El inesperado
desperfecto del calentador y la fortuita ausencia
de su novia a causa de un adiestramiento laboral
en el extranjero, actúan como facilitadores en la
ejecución de su singular proyecto: no bañarse.
Incorporadas a la voz narrativa en primera
persona del protagonista, asoman otras −la de
Débora, su novia; y la de Marcos Weisen, un
amigo de sus padres− que irán componiendo una
instantánea en la vida de Célio. Así se estructura
la novela, la cual, según descubrimos al final,
es resultado de un largo post publicado por él
en su blog personal Mvsb (Mi vida sin baño),
instrumento difusor de su proyecto dentro de la
ficción narrativa.
Aunque sin tener claridad sobre los motivos
que fundamentan su decisión, Célio se compromete con el proyecto mientras crece poco a
poco en él una sensación de estar haciendo algo
especial e importante, pero secreto, que nadie
necesitaba saber, y le permitiría llevar adelante
una decisión verdaderamente sin par, autoral se
diría. Para prosperar en su proyecto y asegurar la
viabilidad del mismo, va adoptando medidas
prácticas: rasurarse la cabeza, usar ropa interior
holgada y camiseta bajo la ropa diaria, depilar
las partes bajas del cuerpo y disimular el olor
con grandes cantidades de desodorante. Pero
al pasar del tiempo, como gesto ecológico, la
decisión de Célio se prolonga y se visibiliza. Lo
que en principio se proponía como un secreto,
se convierte en un gesto público a través de la
creación del blog: «yo quería exponerme, necesitaba hacerlo usando mi propio nombre; era algo
complementario para reforzar mi colocación
social, si puedo llamar así la manera como yo,
en aquel momento, hallaba que quería ser visto
por las personas» (133). Lo hace y, en el proceso,
Célio se involucra románticamente −aunque sin
mayor trascendencia− con una colega que comparte su concepción ecologista y se incorpora a
su cotidianidad en ausencia de Débora.
La narración fragmentada en primera persona
constituye la descripción del proyecto de Célio
y se corresponde por lo tanto con su presente,
mientras que los recuerdos de Weisen van incorporando elementos de un pasado que revela
una historia de militancias políticas envueltas
en un triángulo amoroso (Flora y Waisman, los
padres de Célio; y Weisen, el amigo de estos) que
supone incluso un cuestionamiento sobre la verdadera paternidad del joven. Caracterizado como
un sujeto sereno, meticuloso, con facilidad para
la lectura y actividades que requieren paciencia,
organizado, puntual, sistemático, obediente, solícito y observador, a partir de la fragmentación
no solo descubrimos el carácter de Célio, sino
también el de aquellos que lo rodean: el de su
padre −o presunto padre−, un hombre marcado
por una profunda miseria existencial, que llega
a la crisis de la mediana edad con la sensación
de ser un impostor; el de su madre, una mujer
solitaria que al descubrir una enfermedad terminal se niega a recibir tratamiento en una actitud
145
autodestructiva muy a tono con el estoicismo que
marcó su vida; el de Weisen, enamorado de Flora
desde la juventud, atrapado en un triángulo sin
salida y en una lealtad que −tarde lo descubre− lo
lleva a sacrificar sus propios deseos en nombre
de una amistad, en el fondo inviable: «pero,
¿será que en toda mi vida, hasta ahora, estuve
así, vale decirlo, paralizado ante algo (o para
ser más claro, ante alguien, léase Waisman) que
no tiene, ni jamás tuvo, estrictamente hablando,
nada de espectacular?» (115).
Es precisamente Weisen el personaje que ofrece sin dudas las perspectivas más interesantes
en la historia, incorporando dudas existenciales
y cuestionamientos que atrapan la esencia del
ser humano. Va haciendo anotaciones aleatorias
que entrega luego a Célio en un cuaderno que
deja constancia de una amistad que por décadas
constituyó el espléndido aislamiento en que
vivieron los tres, «como una microsecta autónoma, a pesar de los demás “amigos y conocidos”
que constituían algunos satélites –mayores o
menores, eran siempre satélites a nuestro alrededor» (54). Sus recuerdos son resultado de una
necesidad de confesión desencadenada ante la
enfermedad y posterior muerte de la mujer que
amó durante años.
Necesito hablar de mí para mí mismo. La
decisión trágica de Flora lo impone. Pero
no solo para mí. Si escribo y hablo de mí, de
Waisman y de Flora, es también, sobre todo,
para ti, Célio. Tú necesitas saber. Mereces
saber. Necesitas y mereces conocerme. Necesitas conocerme mejor. Es mi motivación,
admito aquí» [17].
146
Entre ambas temporalidades se filtra la voz de
Débora, la novia irónica, seca, directa e impositiva, y lo hace en forma de una correspondencia
difusa, molesta a ratos, cual fluir de una conciencia perturbada que se distingue a través de un
tono apasionado, delirante y agresivo al mismo
tiempo, provocador y persistente, en busca de
una confrontación que no llega a producirse
aunque se anuncia con insistencia.
Pero si la fragmentación como recurso ofrece una interesante visión panorámica de la
historia que relata Mi vida sin baño −la cual
trasciende lo que a simple vista pudiera parecer
la sola narración del proyecto de un hombre
para economizar agua−, lo hace también el
modo en que trabaja la perspectiva, esencial
en la construcción de la novela y remedo de
variadas situaciones de la vida más allá de la
literatura. Un pasaje magistral que demuestra
el empleo de diferentes puntos de vista sobre
un mismo episodio es aquel en el cual a partir
de las palabras de Weisen somos testigos del
primer encuentro entre Waisman y Flora, en las
afueras del Museo del Louvre:
Mientras [Waisman] fumaba un cigarro apoyado en una de las fachadas del enorme edificio (aún no existía la pirámide de vidrio),
descubrió sentada en una escalera adyacente
a una joven menuda de piel morena y cabellos negros y largos. Ella se acomodó en un
escalón, en posición incómoda para dibujar
a un matrimonio sentado amorosamente en
uno de los bancos de piedra, a pocos metros de distancia. La pose del matrimonio
atrajo la atención de la joven –y la escena
de esa joven componiendo el dibujo atrajo
la atención de Waisman–. ¿Qué ella veía
de enigma en aquel matrimonio? La mujer
apoyaba el rostro en la espalda de su pareja,
ambos aparentando cansancio; turistas, sin
duda alguna. Así permanecieron, y la joven
morena continuó dibujándolos, intentando
aproximarse al máximo sin perturbarlos, a
dos o tres metros, sin que ellos lo notasen
–al menos así le parecía. // El matrimonio
se levantó después de algunos minutos, cada
uno ajustó su ropa en el cuerpo, y partieron abrazados. La joven entonces cerró la
carpeta y se marchó también. Paró en otro
lugar. Los pies de Waisman, a aquella altura,
estaban adoloridos. Notó que un joven, a
unos cincuenta metros de donde él estaba,
fotografiaba toda la escena: el matrimonio,
la joven dibujando, y él mismo. Y, detrás de
ese fotógrafo –otro turista–, una de las innumerables cámaras de vigilancia del museo
registraba la misma escena de una forma
aún más amplia: el matrimonio, la joven,
Waisman y el fotógrafo. [...] La joven, él lo
supo unos minutos después, se llamaba Flora
Sarda Soihet... [92-93].
Ese caleidoscopio, esa multiplicidad, permea
la estructura de la novela y va conformando una
historia que busca entrelazar de forma armónica −con mayor o menor acierto− el presente
y el pasado de sus personajes. En ese sentido,
la muerte de la madre constituye un episodio
fundamental en la trama; actúa como doble desencadenante para el desarrollo de la historia. Por
una parte, esa pérdida anima a Weisen a «revelar
la verdad» de su pasado:
PS.: Estas líneas con historias y recuerdos
descosidos fueron escritas en impulsos, hi-
pos, en homenaje anticipado a la memoria
de Flora, su madre, que obviamente no las
leerá. Mi destinatario, por tanto, siempre
fuiste tú, Célio –mi Célio–. Míralas aquí
entonces, en tus manos, entregadas en este
día doloroso, injusto como ningún otro. Dale
el uso que consideres más justo y, quién sabe,
necesario [174].
Por otra parte, hace a Célio cuestionarse sobre
la perdurabilidad de sus concepciones. Tras su
muerte, este llora, siente la ausencia perenne y,
luego del funeral, unas primas ponen en riesgo
el proyecto al invitarlo a lavarse las manos y el
cuerpo como una forma de ritual purificador para
alejar la muerte.
A partir de entonces el desenlace se precipita
de forma coherente y las voces de la novela convergen en un descubrimiento final donde una
estructura perfectamente lógica cierra el libro
de la misma forma en que lo abre, no sin antes
anunciar la llegada de Débora, que coincide con
el fin del proyecto:
En busca de algún entendimiento y de una
especie de liberación a través de las palabras
y por la exposición de mis temores, tragado
por la necesidad de no repetir en mi vida las
experiencias malogradas de aquellos dos W
y de mi propia madre, reuní los mensajes de
Débora de aquellas semanas que permaneció
en Manaus y el cuaderno de anotaciones/
recordaciones de Weisen, rememoré aquello
que yo mismo pasara en los últimos meses e,
intentando conferir algún orden al conjunto,
di inicio a un largo post que comenzaba así:
// Posiblemente un cortocircuito provocó que
se quemara la resistencia del calentador de
147
Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp. 148-151
agua de la casa. Hasta me desvestí, pero en el
trayecto entre el cuarto y el baño cambié de
idea. De solo pensar en meterme debajo de
la ducha fría en el invierno me causó erizamiento, entonces, desistí. No estaba sudado,
al contrario, la noche era fría. Activé el olfato
para verificar la situación del cuerpo, y llegué
a la conclusión, sí, que podía prescindir del
baño en aquel comienzo de mañana [191].
148
Gracias a la historia de sus padres contada de
modo asimétrico y descontinuado por el amigo,
Célio adquiere conciencia de la necesidad de
asumir sus propias deficiencias, contradicciones
y limitaciones, de preferencia sin malgastar su
vida como Weisen, autodestruirse como Flora,
ni perder el rumbo del hogar como Waisman.
Así, la condición humana se revela en Mi
vida sin baño a través de las convicciones
personales o sociales capaces de conducirnos
a posiciones extremas, pero también funciona
como un recordatorio sobre la importancia de
entender la convergencia entre presente y pasado
como único camino viable hacia el futuro; un
c de sus protagonistas,
futuro hecho a la medida
pero sin olvidar los tinos y errores de quienes
lo transitaron antes.
ANA NIRIA ALBO
Dos adolescentes
en viaje y el fantasma
de la emigración*
H
ace casi veinte años la Casa de las Américas
convocó a un Premio extraordinario de
literatura hispana en los Estados Unidos,1 que
sería uno de los antecedentes fundamentales
de la creación del Programa de Estudios sobre
Latinos en los Estados Unidos de la institución.
Se sistematizaban, con este último, los esfuerzos
iniciados en 1976 cuando el escritor chicano Rolando Hinojosa ganó el Premio Literario Casa de
las Américas en el género novela con Klail City
y sus alrededores. Latinoamérica se mostraba
entonces desde otra realidad que se hizo visible
para la Casa con una gran fuerza: el crecimiento
constante de la presencia de personas de origen
latinoamericano y/o caribeño en el territorio
del Norte.
Desde estos posicionamientos no solo se intenta
vivir –o sobrevivir–, sino que también se crea. Y
eso es precisamente lo que se percibe tras la lectura
de Un kilómetro de mar, de José Acosta. Aunque
él mismo se defina como un escritor al que no le
gusta el «cartelito» de pertenecer a la diáspora
* José Acosta: Un kilómetro de mar, La Habana, Fondo
Editorial Casa de las Américas, 2015. Premio de literatura hispana en los Estados Unidos.
1 En aquella ocasión (1997) se premió el libro Las historias prohibidas de Marta Veneranda, de la escritora
cubana Sonia Rivera Valdés.
dominicana, sí confiesa que
la experiencia migratoria
ha influido en su literatura.
Con esta novela, Acosta
viene a integrar la lista de
escritores latinos en los Estados Unidos que han sido
publicados por el Fondo
Editorial de la Casa, mayoritariamente como resultado
del Premio Literario.
En este libro la migración, más que un contexto
que permite el desarrollo del hilo narrativo, es
pretexto y punto de partida. La imagen de individuos que han escuchado durante buena parte
de su vida hechos y mitos alrededor del mar se
ha convertido en una situación recurrente en
las artes, las letras y la cinematografía mundial.
El escritor dominicano no deja de la mano este
leitmotiv. Lo agarra y lo hace suyo, o más bien
de sus dos protagonistas.
Para ubicar esta obra en contexto se debe destacar que hablar de una migración dominicana
como fenómeno social es referirse a su origen en
la férrea dictadura de Rafael Leónidas Trujillo de
1930 a 1961, la posterior guerra civil e invasión
estadunidense de 1965, la llegada al poder de
Joaquín Balaguer al año siguiente, el crecimiento
poblacional y la crisis azucarera de la década de los
ochenta. El momento marcado por una explosión
de migrantes dominicanos en los Estados Unidos
es 1966, con la toma de posesión de Balaguer.
Al asumir la dirección del Estado dominicano, él
tenía dos preocupaciones principales: el desarrollo
económico y la estabilidad política. Para lograrlo,
desató una represión que virtualmente desmembró
a la oposición a través de encarcelamientos, asesinatos y expatriación de los disidentes.
La novela, que transcurre durante los años
sesenta, tras la caída de la dictadura trujillista,
pudiera ser considerada una suerte de Bildungsroman. Tal filiación puede encontrarse no solo
en el hecho de que sus protagonistas sean dos
adolescentes, Juan Robles y Edy Polanco, sino
en que tras la búsqueda que direcciona el hilo
narrativo de la historia está la correspondencia
con la búsqueda de sus identidades.
El viaje aparece como metáfora y realidad de
esta historia que pudiera ser la de cualquiera de
los habitantes adolescentes de esos pueblos en
los que el mar no es más que un deseo lejano.
Sin embargo, ese viaje hacia el descubrimiento
del espacio lírico se convierte en transformación,
cambio y aprendizaje de la vida. Aprendizaje en
ocasiones feliz, otras terrible, pero si de la «escuela de la vida» se trata, el resultado siempre
es la transformación, un ser humano diferente.
Y es precisamente lo que sucede con esta novela. Juan Robles vio de niño cómo el Manchao
mataba a su padre, juró venganza alimentado
por la influencia de los westerns; y en el ínterin
en el que decide cuándo cumplir su promesa,
acompaña a su amigo Edy a conocer el mar
antes de que lo alcance el mismo destino de sus
hermanos: «Era el mayor de cinco hermanos,
cada uno de los cuales, con los años, sus padres
fueron arrancando del seno de la vivienda como
racimos de uvas en tiempos de vendimia para
llevarlos a Nueva York» (13).
Pero la migración no es solo pretexto para
emprender el viaje hacia el mar desconocido,
es también un fantasma que aparece de a poco
y desaparece. Devuelve pinceladas en las que
la ruptura, la desazón y la nostalgia que tanto
odia José Acosta como escritor se dibujan. Los
contornos se borran pero hay esencias que se
149
quedan: como cuando don Chicho, el salvador
que les enseña cómo vencer el camino relativamente seguro ya casi al final del libro, les narra
sus razones para no casarse con alguien que no
sea del país. Su historia de vida le daba las razones. Sus padres lo habían llevado para California
y allí se enamoraría de una alemana. «Y una
mañana, al despertar, de repente me di cuenta de
que me había quedado solo. Mi mujer regresó a
su país natal, yo me vine para acá, y mis hijos,
que son gringos, se quedaron en California, no
quisieron emigrar a la República Dominicana.
Como ven, la nostalgia nos destruyó» (41).
Si bien esta pieza narrativa no busca crear
situaciones complejas, los manejos constantes
de la construcción de las identidades de los dos
pequeños están muy claros. Y el uso del plural
no es casual. Mi intención es resaltar, como
proceso social, que la identidad tiene un sentido
histórico definido por las interacciones que le
dan origen en su individualidad y/o colectividad.
Sus fronteras determinan, a la vez, los elementos
que unen y los que separan, (re)produciendo las
asimetrías y las desigualdades. Es la posibilidad
que cada ser humano tiene de reconocerse a sí
mismo y de que otros lo reconozcan. Consecuentemente, la división de la humanidad en
grupos claramente diferenciados en función
únicamente de su religión, su nacionalidad, el
color de su piel, etcétera, no es solo una manera
simplista de aproximarse a la realidad de la diversidad humana, sino que representa una óptica
peligrosa, sobre todo cuando esta representación
se perfila como un trampolín para la violencia
real o simbólica.
Acosta perfila muy cuidadosamente estos
puntos cuando los adolescentes se enfrentan a
experiencias sexuales casi violentas bajo la tute150
la del imaginario cultural machista dominicano
que se devela desde la tradición del tíguere. La
norma dominicana del español entiende por este
vocablo varias acepciones, entre ellas: «Hombre
de mucha astucia. Mujeriego, conocedor de truco». Y los personajes adultos que aparecen en
esta historia lo tienen muy claro. Se comportan
como tal, burlan las normas y se jactan de ello,
mientras que sus protagonistas, aquellos adolescentes en plena formación, negocian todo el
tiempo con esa actitud, con ese imaginario de
cómo debe ser el macho, dominicano.
−Y dale con lo de San Juan −se quejó Juan
Robles−. Cualquiera diría, por la forma en que
lo dices, que las mujeres de esa región son la
última Coca Cola del desierto. ¿Te lo hizo,
acaso, mejor que la Tota, la nieta del bombero; o que Ramona, la que te dio el puñetazo
en el ojo en el baño de las mujeres de la escuela Eugenio Dechamps, el día que entraste
allí por error? [...]
−¡Ey! −se defendió−. ¡Lo de la Tota y Ramona no pasó de puros magreos, se dejaron
quemar y las quemé, tú lo sabes muy bien!
−¡Yo! −exclamó Jota, incorporándose también−. Si mal no recuerdo, en el dugout del
play de las Carolinas, tú le contaste otra cosa
a los tígueres de la calle 10 [86].
Aunque la historia social cuenta que este
personaje, el tíguere, aparece en el imaginario
dominicano en las décadas del cuarenta y el
cincuenta, tiene un fuerte anclaje sicológico
durante la época trujillista. La astucia constituyó para muchos un elemento de sobrevivencia
durante estos años, como lo fue para el teniente
Lizardo Rojas toda aquella truculencia de llamar
a su cuartel y hacerse pasar por Trujillo para
mejorar su estatus dentro del ejército y después
la escapatoria silenciosa una vez descubierto.
Un tono tragicómico signa la novela. Hay
un uso constante del humor, cuestión que es
recurrente en la literatura de latinos en los Estados Unidos. Las situaciones más terribles son
narradas bajo la vis cómica. Violencia real y
simbólica, asesinatos, dolor y rupturas, deseos y
miedos encarnan momentos en que la hilaridad
maquilla dichas situaciones. A la par, acompaña
su narrativa una sutil ternura cuya expresión es la
prosa grácil que nos conmueve, como ocurre en
la escena de los dos adolescentes frente al mar.
a instituciones (como la oficina del Comisionado de Cultura Dominicana en Nueva York),
actividades como las ferias del libro y rutinas
cotidianas que se reflejan en su literatura, con
fuerte posicionamiento en esa otra isla «caribeña» que es Manhattan.
Su obra, principalmente escrita desde Nueva
York, es ejemplo de la noción de campo social
transnacional pues indica cómo se mueve por
el conjunto de redes de relaciones sociales (editoriales, temáticas y de gestión) que atraviesan
las fronteras y que dibujan así, de manera más
frecuente, nuevas formas de lo que se denomina
«cultura nacional». c
Juan Robles, encima del burro, vio la silueta
de su amigo recortada contra los rayos del sol,
en silencio, meditabundo. Se apeó del animal
y continuó la travesía a pie. Se paró al lado de
Edy y contempló el paisaje. Macizos montañosos, la superficie plateada de un río, y más
allá de un valle salpicado de plantaciones,
seguido de un pequeño poblado, se mecía,
inmenso, el mar. Edy, mirándolo a la cara,
le dijo:
–Estás llorando, Jota [103].
José Acosta se mueve por los imaginarios
culturales de la República Dominicana. Lo
hace como quien nunca ha salido de la porción
hispana de La Española. Los tantos años vividos
en Nueva York no han supuesto un alejamiento.
La transnacionalidad sobre la que debaten los
expertos en migración se hace vigente en sus
prácticas. Y su creación literaria es un ejemplo
de ello. Su vida como inmigrante en una isla
dentro del territorio del norte de América se
desarrolla simultáneamente con la incorporación
151
ENRIQUE PÉREZ DÍAZ
El niño congelado*
Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp. 152-153
C
152
omo parte de las novedades de la Casa de las
Américas para la más reciente Feria Internacional del Libro de La Habana se presentó el
Premio Casa de literatura para niños y jóvenes
de 2015, la novela El niño congelado, de Mildre
Hernández Barrios.
Mildre Hernández es harto conocida del lector
cubano por dignos antecedentes literarios como
Vuela una sombra, Despertar del viento, Días
de hechizo, Noticias de brujas, Cartas celestes,
Cartas de un buzón enamorado, El próximo
disparate, La novia de Cuasimodo y Corazón
verde tatuado (poesía); ¿Y la reina dónde está?
(teatro); Cuentos para dormir a un elefante, Memorias de un sombrero, El mundo de plastilina,
Recetas de cocina de una gallina, Es raro ser
niña, Una niña estadísticamente feliz, Diario de
una vaca, En el otro espejo y El perro de papel.
Se trata de una autora madura, llena de ideas
originales y que con acierto ha explorado los
temas más difíciles en pos de encontrar en la
literatura una infancia que mucho tenga que
decirles a los niños de la realidad.
Su desempeño ya cuenta con numerosos premios como el Eliseo Diego, Pinos Nuevos, Fayad
Jamís, Abril (en tres ocasiones), Misael Valentín,
La Rosa Blanca, Regino Boti, Hermanos Loynaz,
La Edad de Oro y Sin fronteras, este último en
Bilbao, España; además de haber sido finalista
* Mildre Hernández Barrios: El niño congelado, La
Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2015.
Premio de literatura para niños y jóvenes.
en los Premios hispanoamericano de poesía infantil, México, 2004; Libresa,
Ecuador, 2009, y Jara Carrillo, España, 2011.
El niño congelado es una
impresionante parábola
de los tiempos modernos,
el fresco de una sociedad
que se desmorona en sus
propias contradicciones y
que para autoafianzarse entre los seres humanos
que la integran no encuentra mejor recurso que el
miedo como asidero de voluntades, pero aquí se
trata de un miedo que se centra en el no pensar,
en el no razonar, el repetir, el respetar y, sobre
todo, el temer.
Una peculiar anciana alcoholizada, que vive
en un minúsculo y desaliñado apartamento con
un gato estrafalario y pendenciero y un cerdo
con serios trastornos de personalidad –el que
hace dietas para no engordar (ante el temor de
ser comido algún día) y sufre frecuentes desmayos por el terror que todo le inspira–, recibe un
buen día una nevera donde viene un increíble
niño que es la perfección en sí mismo y para
vivir solo requiere recargarse a diario con unas
horas de congelación. Es un niño que no hace
nada malo, capaz de saberlo todo, que no teme
a la muerte pues tampoco aprecia la vida, y al
parecer totalmente desprovisto de sentimientos.
Cuando el pequeño, que deviene un experimento científico, comienza a proyectar su personalidad, la trama se complica sobremanera, aparecen
otros personajes y el libro se va volviendo como
una especie de caja misteriosa adonde es arrastrado el lector, sumiso ante una serie de acontecimientos tropelosos que no le brindan tiempo
a recuperarse de una lectura que fluye como
manantial, y pasmado al ser testigo de todo el
horror que viven los protagonistas.
Pese a la originalidad de la historia, sobre todo
en nuestro contexto literario y dentro de la propia
obra de Mildre, de alguna manera, por su atmósfera de tensión represiva y el a veces desenfadado
modo de narrar, el libro guarda cierta relación
con su antecedente inmediato, en el que unas
vacas deciden iniciar un azaroso viaje en pos de
la India con tal de que las reivindiquen en una
tierra que las considera sagradas y no piensa en
ellas como un posible alimento.
Por el alto nivel alegórico y lo opresivo de
las situaciones que viven los protagonistas y la
poca esperanza de redención que su entorno les
ofrece, se aprecia un eco lejano del Momo,
de Michael Ende; El Museo de los recuerdos
robados, de Ralf Isau; Rebelión en la granja,
de George Orwell, y Nomeolvides, del cubano
Ariel Ribeaux Diago.
Pero el estilo de Mildre, magistral artífice
que se mueve entre el humor y la sátira en una
ágil manera de narrar y el desapego sentimental
que muestra hacia sus propios personajes, la
reivindica de toda posible influencia y la hace
dómine de una historia en la que se mueve con
todo el ritmo y la soltura que su oficio le permite, incluso cuando, honrando explícitamente
al Konrad (o el niño que salió de una lata de
conservas), de la célebre Christine Nöstlinger,
utiliza el pretexto del niño perfecto prefabricado
que cae en manos de un humano falible y real,
leitmotiv que empleara la austriaca rescatando el
conflicto del Pinocho, de Carlo Collodi, donde
por primera vez se defiende la «imperfección»
como una posible virtud para la infancia.
Como asombrosa parodia de los tiempos
modernos, de las sociedades que se deshumanizan y en cuyo seno queda relegado el más
puro sentimiento en aras de otras razones menos apegadas a la especie, El niño congelado
puede asustar a algunos lectores. No se trata
de un libro amable ni edificante. Tampoco es
una obra que dé consejos o moralejas y que de
manera inteligente y magistral se muerde a sí
misma la cola. Sencillamente es un llamado a
la conciencia de cualquier persona. Un toque
de alerta a nuestro intelecto más que a nuestro
corazón. Una campana repicando con agudeza
y estridencia en nuestros oídos, para avisarnos
premonitoriamente: ¡Lectores, siempre deben
estar alertas! c
153
BASILIA PAPASTAMATÍU
¿La poesía
es para siempre?*
entre el dolor y la alegría
de estar viva
escribir poesía para mí
es dar y recibir una promesa
de supervivencia
T.K.
Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp. 154-156
L
154
os versos con los que encabezo mi nota, pertenecientes a «III. La novela de la muerte», del
libro La novela de la poesía, pienso que caracterizan muy bien a su autora, Tamara Kamenszain,
o a la imagen que me hice de ella. Tuve la suerte
de conocerla gracias a un amigo muy querido,
Juan Andralis, quien siempre me demostró tener
un ojo admirable para detectar al talento creador.
Y me lo confirmó también con Tamara.
Cuando finalizó la dictadura militar y pude
regresar a la Argentina, después de dieciocho
años de ausencia y un casi nulo contacto cultural
con el país, enseguida que nos rencontramos
le lancé a Andralis mi impaciente pregunta:
quiénes eran a su juicio los mejores escritores
argentinos en ese momento. Y con esa gran seguridad y convincentes argumentaciones, que
solo nacen de la verdadera sabiduría, me fue
poniendo al día sobre quiénes eran entonces los
* Tamara Kamenszain: La novela de la poesía. Poesía
reunida, pról. de Enrique Foffani, La Habana, Fondo
Editorial Casa de las Américas, 2015. Premio de poesía
José Lezama Lima.
indispensables, y entre
ellos, naturalmente, me
citó a Tamara Kamenszain, opinión que luego
me confirmarían otros
amigos igualmente de
juicio confiable. A partir
de entonces, la lectura de
sus libros me lo probó
una y otra vez.
Y en aquel mismo viaje del regreso tuve ocasión de conocerla personalmente. Nos acercaron intereses literarios
comunes, preferencias y experiencias similares,
amigos, al punto de que, en cada nuevo viaje que
he hecho a partir de entonces a Buenos Aires, no
hemos dejado de vernos, sea en –el living de– su
casa o, como nos gusta tanto a los argentinos,
en algún acogedor café de nuestro barrio (barrio
de la ciudad que por casualidad compartimos).
Por fortuna, y con toda justicia, el valor de su
obra poética y teórica ha sido descubierto por
editores sagaces y, paulatinamente, reconocida
tanto por los críticos como por los lectores. Y
no creo que alguien pueda ponerlo en duda ya
que, como me lo señaló Andralis a inicios de los
años ochenta, la obra de Tamara está entre lo
mejor de la literatura nacional; afirmación que
avalan las numerosas ediciones, traducciones y
estudios que le han realizado en diversos lugares
del mundo y, además, los importantes premios y
reconocimientos que ha recibido, como el Primer Premio Municipal de Ensayo, la beca de la
Fundación John Simon Guggenheim, el Premio
Konex de Platino en el género poesía, la Medalla
de Honor Pablo Neruda del Gobierno de Chile, el
Primer Premio de Poesía Latinoamericana Festival de la Lira, el premio de la Feria del Libro
de Argentina al mejor libro publicado en 2012
y el Premio de Poesía José Lezama Lima, que
otorga la Casa de las Américas de Cuba al mejor
libro de poesía publicado anualmente, para La
novela de la poesía.
Bajo este título, La novela de la poesía, publicado
inicialmente por Adriana Hidalgo editora, Tamara
Kamenszain reunió toda su obra poética: De este
lado del Mediterráneo (1973), Los no (1977), La
casa grande (1986), Vida de living (1991), Tango
Bar (1998), El ghetto (2003), Solos y solas (2005),
El eco de mi madre (2010), La novela de la
poesía (2012), y habría también que agregar el
conjunto de poemas que no alcanzaron en su momento la forma de libro, y que la autora decidió
incorporar a esta edición.
De este voluminoso compedio, con motivo del
otorgamiento del Premio de Poesía José Lezama
Lima, el Fondo Editorial de la Casa adelantó
una selección de su contenido, pensando, creo,
en los lectores cubanos; porque todavía son pocos los que conocen su obra –aunque sí, debo
apuntar, la acompaña una extensa introducción
de Enrique Foffani que ocupa cerca de la mitad
del libro–. Pero si bien se trata de una muestra
reducida, pienso que servirá de todos modos de
incentivo para que quienes la lean se sientan
muy motivados a buscar todos los textos que
encuentren de Tamara, que es lo que hice apenas
me la recomendaron.
Enrique Foffani pone especial énfasis en la
vinculación de la poética de Tamara con el
neobarroco latinoamericano. Trata de establecer su relación, pertenencia o cercanía con esta
tendencia que marcó cierta zona de la poesía de
nuestro continente, fundamentalmente a partir
del descubrimiento de la deslumbrante escritura de José Lezama Lima; gracias sobre todo
al trabajo teórico entusiasta de Severo Sarduy
para hacerlo visible y encontrar sus resonancias,
similitudes y asimilaciones, concientes o no, en
la literatura del Continente. Pero si bien, por
ejemplo, dos de sus más visibles y brillantes
representantes argentinos, Osvaldo Lamborghini
y Néstor Perlonguer, han merecido la admiración y el estudio devoto de Tamara, su modo de
hacer poesía la diferencia notoriamente de ellos.
La vemos distante del ímpetu arrolladoramente
transgresivo, con una palabra liberada que busca romper prejuicios y puritanismos, barriendo
diques y fronteras, derrochándose en el goce
infinito de una creación sin límites.
Por más parentescos o ecos neobarrocos que
le busquemos a Tamara hay en ella un equilibrio, una serenidad y una racionalidad muy
profunda, que no pueden ocultar ni disimular
algunas mascarillas carnavalescas ocasionales
con las que experimenta el soltar amarras en el
turbulento mar de las distorsiones. Su lenguaje
se recrea y se reconstruye con maleable flexibilidad, se renlaza, se discontinúa, se fractura
pero sin desgarramientos feroces, sin pompas
de exuberante sensualidad; se rehace y retoma
su compostura, su control. Nada más lejano que
sus versos de esa pasión que atrapa a los textos
neobarrocos en su salir como disparados, demoledores, incendiarios.
A mi entender, en su poesía hay desencuentros,
pérdidas, escapes, muertes de seres queridos,
dramas –penas, pero no olvidos; se trata de
buscar, reunir, recuperar, recordar, rescatar con
el afecto, la memoria, evocar como una forma
de devolver existencia, bucear en los orígenes,
en las causas, en los porqués de nuestro ahora,
sus lazos y enlaces. La poesía de Tamara no es
de impugnación, para destruir, anonadar, rem155
Revista Casa de las Américas No. 283 abril-junio/2016 pp. 156-157
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plazar lo que es o era por lo deseable. Hay
en ella una contenida pero pudorosamente
oculta ternura; una actitud de autora que es
a la vez madre, hija, esposa, amiga, argentina, latinoamericana y judía, de más allá del
Mediterráneo y de las pampas, poeta y teórica,
formada por la lingüística y el sicoanálisis, que
trata de abarcar todo, ser todo. No quiere perder
patrias, pertenencias, símbolos, orígenes, nada
parece abominar más que el olvido, la ingratitud,
la desmemoria, las separaciones injustas; no a
los desencuentros, a las fracturas, a los crueles
abandonos. Nada más pavoroso que el vacío,
la nada, lo desértico, el espacio yermo, la esterilidad que invade todo, donde el silencio –¿y
entonces también la muerte?– se hace soberano.
Se evocan los seres queridos; se nombran para
recuperarlos, para incorporarlos dentro nuestro,
evitar la disolución de la imagen o el recuerdo,
la memoria perdida, juntar todo, unir todo,
para lograr la fortaleza necesaria que ayude a
perdurar, sobrevivir y hacer de la tierra nuestra
tierra permanente. aunque no haya mucho que
esperar, ni demasiado tiempo. Porque sabemos
que todo es efímero, fugaz. Y solo testimoniar
con la palabra, la escritura, la poesía, nos puede
de alguna manera salvar, alcanzar alguna forma
de permanencia, de presencia, de espiritualidad
no vencida. Y quiero finalizar con estos expresivos versos de Tamara de la Parte I de La novela
de la poesía, un libro ya memorable: «seguimos
jugando con palabras / como si tuviéramos toda la
vida / por delante un cuaderno a rayas / por detrás
nuestros muertos queridos / hay que seguir hay
que seguir [...]». c
EUGENIO MARRÓN
Mario Bellatin, viajero
y escriba*
C
on el lápiz detrás de la oreja –como un carpintero entre virutas y serruchos–, pero
más bien como un secretario que a orillas del
Nilo se dispone a avanzar su correspondencia
en los días de Tutankamon –el cálamo presto
a deslizarse sobre el papiro mientras se derrite
la barra de tinta entre las llamas del carbón– el
escritor se trasmuta en declarante del lector –lo
ha visto una sola vez y hace apenas una treintena de horas que lo conoció– para emprender
las cerca de trescientas páginas que son esta
misiva, a la vez inusual e inquietante, que es El
libro uruguayo de los muertos, de Mario Bellatin
(México, 1960).
No es casual la alusión a los tiempos remotos
del faraón a la hora de referir esta pieza, tal vez
la más extensa y arriesgada de este bizarro novelista, vértice y síntesis de una obra en la que
destellan, entre otros, títulos como Salón de belleza (1999), Shiki Nagaoka: una nariz de ficción
(2001), Flores (2004) y El gran vidrio (2007):
hay en ella, desde el título mismo, algo más
que una posible invitación a rememorar zonas
afines con El libro de los muertos, compendio de
textos que los escribas egipcios ajustaban para
que los difuntos fueran acompañados de precisas
* Mario Bellatin: El libro uruguayo de los muertos, La
Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, Premio
de narrativa José María Arguedas 2015.
solicitudes. Pero lo que
en aquel eran peticiones,
aquí son testimonios que
se deslindan en audaz
desarreglo temporal, donde prevalecen observación y comentario de
lo que ha hecho y hará
quien escribe, desafío
que excede con creces
los términos del dietario.
«De alguna manera dejo que las palabras fluyan y que sean ellas las que marquen los límites
y rumbos de los textos», advierte Bellatin en
estas páginas que nos ocupan. Es así como tales
confidencias adquieren en manos del lector lo
posible de un modelo fragmentario para armar,
a medida que se avanza entre segmentos soberanos y fugaces que perfilan una cartografía donde
se suceden experiencias, descripciones, sueños,
visitaciones y lecturas de variado talante, para
adentrarnos en el proceso escriturario de quien
se expande en exigir lo perentorio de ciertas
demarcaciones.
Hay momentos que resaltan muy singularmente en esta incursión por parajes tan diversos
como tentadores que favorece El libro uruguayo
de los muertos: la indagación en torno a una apó-
crifa Frida Kahlo que trabaja en algún mercado,
lo inmediato de un viaje a La Habana junto a
Sergio Pitol, las evocaciones familiares y sus
deslindes más fieles, la historia de Heráclito,
el vigilante de las ratas, y –tal vez el cenit de
este libro– la perspicacia, no exenta de visceral
calado poético, para desplegar una enjundiosa e
incitante disquisición sobre las representaciones
de la muerte y su impronta en el devenir de México. Y junto a ello, no se escatiman reservas para
notificar sobre predilecciones en torno a perros y
cámaras fotográficas, padecimientos y medicinas
que solicita, visitas a sicólogos, su pasión por el
sufismo, y el encuentro con un ciego masajista.
¿Y por qué ese título, El libro uruguayo de
los muertos, se preguntará el lector? El propio
autor advierte casi al final, como clave de lectura
posible, que puede ser «una suerte de tratado
sobre mi empecinamiento por seguir habitando
mi casa» y tal eventualidad no es desdeñable.
Como el secretario ya avistado al comienzo de
esta reseña, podemos inferir con certidumbre
que el escritor se desplaza a orillas de su riada
personal sin salir del hogar de sus palabras,
al igual que el Conde de Lautréamont cuando
cabalgaba en uno de los cantos de Maldoror.
Sí: todo es factible a la hora de Mario Bellatin,
viajero y escriba. c
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