segunda parte - Miguel de Cervantes

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El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO 64: Que trata de la aventura que más pesadumbre dio a don Quijote de
cuantas hasta entonces le habían sucedido
La mujer de don Antonio Moreno cuenta la historia que recibió grandísimo
contento de ver a Ana Félix en su casa. Recibióla con mucho agrado, así
enamorada de su belleza como de su discreción, porque en lo uno y en lo otro
era estremada la morisca, y toda la gente de la ciudad, como a campana
tañida, venían a verla.
Dijo don Quijote a don Antonio que el parecer que habían tomado en la
libertad de don Gregorio no era bueno, porque tenía más de peligroso que de
conveniente, y que sería mejor que le pusiesen a él en Berbería con sus armas
y caballo; que él le sacaría a pesar de toda la morisma, como había hecho don
Gaiferos a su esposa Melisendra.
–Advierta vuesa merced –dijo Sancho, oyendo esto– que el señor don Gaiferos
sacó a sus esposa de tierra firme y la llevó a Francia por tierra firme; pero
aquí, si acaso sacamos a don Gregorio, no tenemos por dónde traerle a
España, pues está la mar en medio.
–Para todo hay remedio, si no es para la muerte –respondió don Quijote–;
pues, llegando el barco a la marina, nos podremos embarcar en él, aunque
todo el mundo lo impida.
–Muy bien lo pinta y facilita vuestra merced –dijo Sancho–, pero del dicho al
hecho hay gran trecho, y yo me atengo al renegado, que me parece muy
hombre de bien y de muy buenas entrañas.
Don Antonio dijo que si el renegado no saliese bien del caso, se tomaría el
espediente de que el gran don Quijote pasase en Berbería.
De allí a dos días partió el renegado en un ligero barco de seis remos por
banda, armado de valentísima chusma; y de allí a otros dos se partieron las
galeras a Levante, habiendo pedido el general al visorrey fuese servido de
avisarle de lo que sucediese en la libertad de don Gregorio y en el caso de Ana
Félix; quedó el visorrey de hacerlo así como se lo pedía.
Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas
sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su
descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacía él un
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caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía
pintada una luna resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que podía ser
oído, en altas voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo:
–Insigne caballero y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha,
yo soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizá te le
habrán traído a la memoria. Vengo a contender contigo y a probar la fuerza
de tus brazos, en razón de hacerte conocer y confesar que mi dama, sea quien
fuere, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso; la cual
verdad si tú la confiesas de llano en llano, escusarás tu muerte y el trabajo que
yo he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere, no quiero otra
satisfación sino que, dejando las armas y absteniéndote de buscar aventuras,
te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un año, donde has de vivir sin
echar mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, porque así
conviene al aumento de tu hacienda y a la salvación de tu alma; y si tú me
vencieres, quedará a tu discreción mi cabeza, y serán tuyos los despojos de
mis armas y caballo, y pasará a la tuya la fama de mis hazañas. Mira lo que te
está mejor, y respóndeme luego, porque hoy todo el día traigo de término
para despachar este negocio.
Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del Caballero de
la Blanca Luna como de la causa por que le desafiaba; y con reposo y ademán
severo le respondió:
–Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazañas hasta agora no han llegado a mi
noticia, yo osaré jurar que jamás habéis visto a la ilustre Dulcinea; que si visto
la hubiérades, yo sé que procurárades no poneros en esta demanda, porque su
vista os desengañara de que no ha habido ni puede haber belleza que con la
suya comparar se pueda; y así, no diciéndoos que mentís, sino que no acertáis
en lo propuesto, con las condiciones que habéis referido, aceto vuestro
desafío, y luego, porque no se pase el día que traéis determinado; y sólo
exceto de las condiciones la de que se pase a mí la fama de vuestras hazañas,
porque no sé cuáles ni qué tales sean: con las mías me contento, tales cuales
ellas son. Tomad, pues, la parte del campo que quisiéredes, que yo haré lo
mesmo, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga.
Habían descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca Luna, y díchoselo al
visorrey que estaba hablando con don Quijote de la Mancha. El visorrey,
creyendo sería alguna nueva aventura fabricada por don Antonio Moreno, o
por otro algún caballero de la ciudad, salió luego a la playa con don Antonio y
con otros muchos caballeros que le acompañaban, a tiempo cuando don
Quijote volvía las riendas a Rocinante para tomar del campo lo necesario.
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Viendo, pues, el visorrey que daban los dos señales de volverse a encontrar, se
puso en medio, preguntándoles qué era la causa que les movía a hacer tan de
improviso batalla. El Caballero de la Blanca Luna respondió que era
precedencia de hermosura, y en breves razones le dijo las mismas que había
dicho a don Quijote, con la acetación de las condiciones del desafío hechas
por entrambas partes. Llegóse el visorrey a don Antonio, y preguntóle paso si
sabía quién era el tal Caballero de la Blanca Luna, o si era alguna burla que
querían hacer a don Quijote. Don Antonio le respondió que ni sabía quién
era, ni si era de burlas ni de veras el tal desafío. Esta respuesta tuvo perplejo al
visorrey en si les dejaría o no pasar adelante en la batalla; pero, no pudiéndose
persuadir a que fuese sino burla, se apartó diciendo:
–Señores caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y el
señor don Quijote está en sus trece y vuestra merced el de la Blanca Luna en
sus catorce, a la mano de Dios, y dense.
Agradeció el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la
licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el cual,
encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea –como tenía de
costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían–, tornó a tomar otro
poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y, sin tocar
trompeta ni otro instrumento bélico que les diese señal de arremeter,
volvieron entrambos a un mesmo punto las riendas a sus caballos; y, como era
más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de
la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza
(que la levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don
Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él, y, poniéndole la
lanza sobre la visera, le dijo:
–Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de
nuestro desafío.
Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro
de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
–Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más
desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta
verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la
honra.
–Eso no haré yo, por cierto –dijo el de la Blanca Luna–: viva, viva en su
entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que sólo
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me contento con que el gran don Quijote se retire a su lugar un año, o hasta
el tiempo que por mí le fuere mandado, como concertamos antes de entrar en
esta batalla.
Todo esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros muchos que allí
estaban, y oyeron asimismo que don Quijote respondió que como no le
pidiese cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demás cumpliría
como caballero puntual y verdadero.
Hecha esta confesión, volvió las riendas el de la Blanca Luna, y, haciendo
mesura con la cabeza al visorrey, a medio galope se entró en la ciudad.
Mandó el visorrey a don Antonio que fuese tras él, y que en todas
maneras supiese quién era. Levantaron a don Quijote, descubriéronle el
rostro y halláronle sin color y trasudando. Rocinante, de puro
malparado, no se pudo mover por entonces. Sancho, todo triste, todo
apesarado, no sabía qué decirse ni qué hacerse: parecíale que todo aquel
suceso pasaba en sueños y que toda aquella máquina era cosa de
encantamento. Veía a su señor rendido y obligado a no tomar armas en
un año; imaginaba la luz de la gloria de sus hazañas escurecida, las
esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se deshace el humo
con el viento. Temía si quedaría o no contrecho Rocinante, o deslocado
su amo; que no fuera poca ventura si deslocado quedara. Finalmente,
con una silla de manos, que mandó traer el visorrey, le llevaron a la
ciudad, y el visorrey se volvió también a ella, con deseo de saber quién
fuese el Caballero de la Blanca Luna, que de tan mal talante había
dejado a don Quijote.
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