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Mesa Redonda: “Memoria militar del Sahara Occidental”.
Cuento de D. Ramón Faro, Coronel en la reserva.
La Talha que llora
Habíamos comido y el resto de compañeros se encontraba dormitando a la sombra de un
pedrusco tremendo, erosionado en parte por el viento del Sahara, dejando pasar las
horas más calurosas del desierto. Como me resisto a dejar de llenar mi sempiterna
curiosidad de todo lo que me rodea, me había alejado del grupo dando un paseo por la
arena crujiente y ardiente observando paisajes, pequeños animalillos y quedándome
maravillado de la supervivencia de las “talhas” que son esas pequeñas acacias que
semejan manos extendidas hacia el cielo suplicando una limosna en forma de agua.
En ello estaba, cuando el viento hizo que al pasar entre las ramas resecas de un
pequeño árbol sonase como el lloro imperceptible de un niño. Me paré y todos mis
sentidos se dispararon en una alerta total, esperando que el fenómeno se repitiera. La
talha volvió a llorar. Era pequeña, retorcida y muy arrugada, viéndose en su corteza
infinidad de cicatrices como pequeñas heridas. A sus pies algunos restos de sus ramas
descansaban en un sueño mortal, como mártires caídos en mil combates con el viento.
Me quedé parado a su lado con el convencimiento de que necesitaba de mi atención.
Entre gemidos de su corteza y lágrimas de viento, me contó su historia.
Iba a nacer en el cauce de un río subterráneo y con el tiempo se convertiría en una
acacia frondosa que daría de comer a camellos y cabras y sería refugio de pequeños
animales, pero el viento maligno del norte arrastró su semilla y la alejó del sitio que por
naturaleza le correspondía. Me contó que durante mucho tiempo se debatió entre la
vida y la muerte y que el viento del norte intentó tronchar su tronco más de una vez y
que incluso se unió a otros vientos para zarandearla y hacerla morir. Lo que no
contaba el viento del norte era con su fuerza interior y con el convencimiento de que si
ella desaparecía, algo muy importante desaparecería del suelo del Sahara. Me contaba
que sus semillas madurarían y seguro que alguna alcanzaría el cauce húmedo del que
nunca debió de ser apartada por el viento maligno del norte y allí maduraría y se haría
fuerte de tal manera que haría de parapeto contra el aire y otras semillas crecerían a su
alrededor haciéndose dignas de aquella que germinó en tierra extraña.
Escuché su historia y al acabar quise ayudarla y ante la impotencia de mi poca fuerza
para solucionar su problema, sólo me quedó el derramar a sus pies el poco agua que
quedaba en mi cantimplora. Era muy pequeña contribución a su necesidad. Más tarde
otros harían lo mismo que yo. Es muy triste que para que subsista han de pasar a su
lado muchos para simplemente dejar unas lágrimas de riego. Haría falta que todos los
hombres se unieran y con su esfuerzo trasplantaran la talha al sitio que le corresponde
vivir, ganándole la partida al maligno viento del norte y dándole un lugar en donde no
necesitara de las gotas de limosna de nuestras cantimploras.
Cuando me alejaba, la talha se despidió contenta de que hubiese hablado con ella y me
pidió que contara su historia a los demás, que no la olvidase.
Hoy en mi casa tengo un trozo de la corteza de su tronco que me regaló. No pasa un
día que no mire con dulzura y tristeza ese trozo de madera reseco y retorcido y no vea
en él las miles de caras que en mi viaje al Sahara me contaron la misma historia. La de
la talha que llora.
Leyuad - 14 Diciembre 2009
Ramón Faro Cajal
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