¡Cómo me hubiera gustado haber sabido prever aquella rozadura que ennegrecía el canto de la pared! Y aquellas fisuras de retracción de fraguado que delataban la falta de juntas de dilatación o una más apropiada dosificación del mortero. Y la vibración que transmitiría aquella escalera metálica. Y aquel árbol invasor de albañales. Y aquellos letreros invasores del orden. Y aquel imprevisible punto de vista. Y el edificio que harán a continuación del mío. ¡Cómo me gustaría en el fondo volver al cabo de unos años a una obra mía y comprobar que aquello que se ajustaba a la realidad! A todos nos conviene saber anticiparnos al futuro. Hasta el más mediocre de los futbolistas debe anticiparse a sus contrarios si quiere realizar alguna jugada positiva. El fútbol es así, y también es así la arquitectura donde esta necesidad de anticipación se hace aún más acuciante ya que debemos dibujar hoy lo que se realizará mañana, y es precisamente en esto donde reside su mayor dificultad ya que para comprobar la bondad de nuestras propuestas hace falta mucho tiempo y dinero. En la construcción borrar es lento y caro. Muchas veces los arquitectos sufrimos la falta de argumentos en donde apoyarnos cuando buscamos la solución formal de un proyecto. A mí al menos me gusta partir de las dificultades, sea de edificios existentes vecinos, de irregularidades del terreno, o de extrañezas del programa, porque éstos son obstáculos evidentes, problemas que se me presentan claramente. La peor dificultad no obstante vendrá de todos aquellos problemas ocultos que deberíamos detectar si queremos anticiparnos a sus efectos y que por culpa de nuestra ceguera quedarán sin resolver. Además nuestra obsesión paranoica por la belleza dificulta muchas veces la lucidez en nuestra apreciación y al menos en mi caso confieso que frecuentemente relego algunos problemas a segundo plano, en parte por simple ignorancia, o falta de intuición, y en parte porque los arquitectos estamos habituados a hacer unas trampas descomunales, que por cierto nunca perdonan. Yo estoy convencido de que si pudiéramos anticiparnos a todos los pequeños problemas, es decir a la construcción, a la evolución del entorno, al agua de lluvia, al envejecimiento de la obra, a los cambios de uso, y dejáramos de obsesionarnos por anticiparnos a las modas llegaríamos a hacer obras bellísimas. Desde esta óptica del control total, un edificio sería bello para mí cuando diera una respuesta elegante a todos los problemas, desde los más grandes trazos, hasta cómo se resuelve su más mínimo detalle, última expresión de esta coherencia total en donde nada se ha dejado al azar. Para llegar a este control absoluto hace falta tener una capacidad de anticipación tan aguda que de ser posible haría de nosotros, los arquitectos, unos futurólogos inaguantables. Pero son tantos los factores a tener en cuenta y de tal diferente magnitud que la mayoría somos impotentes para dar una respuesta adecuada a todos ellos y es por esto que creo que los arquitectos deberíamos hacer un esfuerzo de humildad copiando más lo bueno que nos llega de la tradición. Sería al menos razonable porque el agua y las fisuras son demasiado aparatosas como para andar por ahí poniendo molduras improcedentes, o haciendo aún peores inventos. Esta falta de tradición hace que hoy los arquitectos nos enfrentemos a la arquitectura con el ánimo dispuesto a inventarlo todo cada día, lo cual ya se ve que es imposible, y así tardamos años en llegar a conclusiones que la tradición tenía ya resueltas con anterioridad. Además la búsqueda constante de nuevos estilos, con la prisa habitual de los tiempos que corren y la falta de paciencia para su sedimentación, llevan a una situación constantemente provisional en que nada perdura con actualidad más de 10 años, y así se comprende que no se alcance ninguna sabiduría. En otros tiempos los arquitectos podían olvidarse de prever algunas cosas ya que la tradición les suplía esta insensatez: el zócalo de un edificio, la cornisa, la moldura o el mismo proceso constructivo partían de hechos conocidos de resultados comprobados a lo largo de siglos y daban una base de conocimiento que no se ponía en duda y que permitía fijar la atención en otros temas como podrían ser la proporción, la expresión, las entregas de materiales, o el control del espacio con la seguridad de llegar a un resultado constructivo aceptable. Pero ¿por qué nos preocupamos tanto por el estilo, si conocemos su rápida obsolescencia? Porque no creo que nadie tenga la pretensión de crear un estilo duradero, ya que son muchos los que agazapados detrás estarán al acecho para hacerlo caer. ¿Por qué no gastamos nuestro esfuerzo en otras cosas incluso más sugerentes y dejamos estas disputas a los que sin la paciencia requerida van por el mundo con prisa? Hablar de 10 años en arquitectura es menos que nada. El año 11 está al caer. Si nos pudiéramos anticipar una vez más al tiempo y ver nuestras obras a los 10 años estoy seguro de que todos haríamos un gran esfuerzo de contención. ¡Cuántas tejas se colocarían en lugar de estos materiales novedosos que a lo más vienen respaldados por garantías de 10 años, y cuánta confusión ahorraríamos al mundo! Con la edad, y la experiencia, reconozco que mi interés se ha ido decantando más hacia todo lo que supone un control total de la obra. Cada vez me interesa menos la moda y más todo lo que en una obra es duradero. Porque si la moda nos condiciona una manera de ver la forma, también ocurre lo mismo si consideramos el óxido, o las grietas, o el proceso constructivo. Pero la moda se desvanece y puede llegar a ser simplemente una anécdota, en cambio todo lo demás queda y el óxido incluso progresa. Y hay infinidad de temas constructivos que yo encuentro muy sugerentes. Por ejemplo: jcómo podría yo conseguir que una obra mía transmitiera mis sentimientos al mínimo coste? Descartado el cartón-piedra que a pesar de ser barato dura poco a la intemperie. Cada vez me atrae más proyectar con menos medios no sólo económicos sino también formales. Llegar a dar las notas precisas, las estrictamente necesarias. Tirar con rifle mejor que con ametralladora, que es una chapuza para gente poco precisa. Hay muchos temas arquitectónicos que tienen valor en sí mismos, independientemente de modas, e incluso de usos concretos. Por ejemplo la jerarquía de los espacios, o cómo meter espacios pequeños dentro de los grandes, o los giros debidos a la geometría, o cómo pasar del exterior al interior de un edificio. Y todos ellos son los que poco a poco van conformando nuestro lenguaje particular, nuestra manera de ver la arquitectura. Lo que podemos hacer, entre otras cosas porque no hay suficiente tiempo, es ir cambiando constantemente de lenguaje ya que ésta es la mejor manera de hacer un montón de faltas de ortografía, muchas de ellas irreparables, o al menos con un elevado coste de reparación. Por ello me atrevo a recomendar a todos aquellos que como yo tenemos la tentación del invento cotidiano que probemos a repetirnos hasta el aburrimiento, que no nos avergoncemos de decir cosas distintas de igual modo, que mejoremos nuestra letra para ver si al final conseguimos expresarnos correctamente. Que hay formas perfectamente repetibles de cómo solucionar un edificio. Que cambiar constantemente nuestra forma de decir las cosas no es más que un signo de inmadurez y también la vía más segura para anticiparnos a nuestro propio declive. Que no porque nos repitamos los arquitectos vamos a quedar fuera de juego. Por cierto ¿de qué juego?.