Finlandia

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Jueves 03 de Noviembre, 2005
Finlandia
por Hernán Casciari
El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor de mi
hermana, haciendo marchatrás con el auto. Entre el impacto seco, los
gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad
había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más
intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me aferré al tiempo
y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.
Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el
cumpleaños número ochenta de mi abuela paterna (por eso recuerdo la
fecha exacta: porque en unos días mi abuela cumplirá noventa, porque
en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora narro y que me
marcó como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida).
Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya
estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido
prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un
reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya
chicos rondando y hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a
la calle. Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto,
y se detiene el mundo para siempre.
A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se
levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre, o mi abuela,
alguien, también grita:
—¡La agarró!
Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba
transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era. Lo supe
inmediatamente. Supe que mi sobrina, de tres años, estaba detrás del
auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido verla por el
espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que efectivamente
acababa de matarla.
Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el
auto. Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de vino
interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta
mí. Yo no hago nada; ni me bajo del coche, ni miro a nadie: no tengo
ojos que dedicarle al mundo real, porque ya ha empezado mi viaje fatal
en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría diez
segundos pero que, dentro mío, se convertirá en una eternidad
pegajosa.
En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo
dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que
sea un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está
durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real,
que solamente me queda pensar por última vez en mí antes de dejarme
matar.
“Ojalá el Negro me mate” —pienso—, “ojalá sea tan grande su
enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta
matarme y no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta
noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo,
porque cometería la peor de todas las bajezas: me iría a Finlandia”.
Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi
vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.
Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y
placentera, vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con
una mesa de pinpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba
en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social
intensa, era feliz, y entonces mato a mi ahijada de tres años y se apagan
todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que
podría haber sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo,
desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar.
En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente,
en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un
recipiente de diez segundos, descubro con nitidez que mis únicas
opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo—
son las de huir (huir de inmediato, sobornar a alguien y escapar del
país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es
que no podré volver a escribir literatura, ni a reír.
Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió
sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez
segundos en que había matado a mi sobrina. No fue exactamente
frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma, una
objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría escribir, que en
el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no
existiría esa opción: la de los placeres.
Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no
llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en
fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría
volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar. Me daría vergüenza la
felicidad, me daría vergüenza el olvido y la distracción. La culpa estaría
allí involuntariamente, pero cuando comenzara la falsa calma o el
olvido momentáneo, yo mismo regresaría a la culpa para seguir
sufriendo. La vida había terminado. Yo debía desaparecer.
Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la
serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que
ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para
ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de
miedo, temeroso y ruin, o agorafóbico; o podrían sospecharme loco,
como esas personas que pierden el rumbo y la memoria después de los
terremotos; alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme
pues me creerían fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían
a quien blasfemara mi memoria diciendo que se me ha visto reír en una
ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de
putas, o escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar
un gato, pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No
creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese
capaz de semejante flaqueza, de tan penoso olvido, de matar y no
llorar, de escapar y no seguir pensando en la tarde de verano en que
una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.
Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la
situación.
Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde de
hace diez años en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha
tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado
transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan
por la noche sin el final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que
la abolladura de un guardabarros al final de la primavera.
Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después,
en mi vida. Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un
remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo. ¿Por
qué entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no
treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en
que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi
madre dando un grito eufórico de vida? ¿Por qué algunas noches me
despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío
de una cabaña en Finlandia, y me encuentro con las hilachas de la
angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la
voluntad de suicidarme?
Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la
incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha
como un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos
todo y dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción
es morir solos en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.
Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos
sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con
amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco. A veces
es Finlandia.
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