Irse - Youkali

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por Antonio Orihuela
Nunca termino de irme aunque cada vez me parece todo más ajeno, más chico y limitado en lo esencial mientras el pueblo continúa desperezándose como un gigante que
hubiera dormido cien años y ahora despertara destrozando unas ropas que se le han
quedado pequeñas.
Yo fui el primero de la familia que empezó a irse, y digo empezó porque todos, pasados
y presentes, terminábamos volviendo. Volvió Antonio de Orihuela “el camellero”, mote
que trajo de Arequipa, de donde aún no termino de explicarme cómo llegó cargado con
un barco de llamas que soltó en el Coto de Doñana con la esperanza de poder venderlas
no sé si como animales de tiro o como bestias exóticas y que se le fueron muriendo
entre las fiebres de la marisma y un calor al que su naturaleza no debía estar del todo
acostumbrada. Volvieron las fotos de los tíos en Santa Clara, cuando la guerra de Cuba,
con una carta en la que el inventor de los campos de concentración agradecía a la familia los servicios prestados a la patria y la sangre derramada de sus hijos más queridos,
los mimos que veinte años más tarde volvían a un nuevo matadero, esta vez en
Marruecos, porque, como dijo su majestad borbónica, la carne de gallina sale barata.
También volvió el tío Antonio “Zaragoza”, que tocaba jotas con la nariz por un vaso de
vino en las tabernas, y los abuelos, cabizbajos y sombríos para siempre, tras haber
enterrado las ilusiones de varias generaciones en la batalla del Ebro… Cómo era la guerra, solía preguntarles de niño. No sé, hijo, yo solo disparaba sin apuntar ni nada, era
la único que tenías que hacer si no querías que algún alférez dudara de tu patriotismo y
te metiera un tiro por la espalda. Disparar y disparar hasta que te decían que pararas,
no había más. También volvieron mis padres desde una playa cerca de Cullera y hasta
había gente en el pueblo que, cuando tenía que salir de él, prefería hacerlo en taxi, aunque tuviera coche propio, por si no encontraban nunca más el camino de regreso solos.
Mucha gente emigró en los años sesenta buscando un futuro que se pareciera a lo que
decían por la radio y se veía en el cine que era el futuro, pero el gigante dormido tuvo
la suerte o la desgracia que decidieron traerle casi a su mismo sueño el sueño de los
que escapaban hacia el norte buscando la prosperidad, y el gigante empezó a despertarse al ruido de las fábricas y la gente dejaba tirado el arado en el campo porque ese era,
precisamente, lo que se veía en el cine que había que hacer para alcanzar el bienestar
porque, la libertad, eso, era harina de otro costal. Así, cuando yo era niño, encontré un
campo aún medio aletargado, un espacio que se contraponía al pueblo con claridad,
con silencio, con un abandono que desapareció hace mucho, cuando el gigante olió el
perfume de las fresas que entonces eran pequeñitas y silvestres y apenas si otro sueño
como el que le contaban a los niños pobres de la posguerra cuando les decían que en
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Huelva había plátanos en el mercado, aunque nunca hubieran visto uno, aunque se
ignorase a qué sabían los plátanos.
El campo era un sitio donde los niños proyectábamos largas excursiones en bicicletas
por caminos solitarios y polvorientos donde apenas había ocasión para cruzarse con
algún campesino de vuelta de las labores del campo, envuelto en su pañuelo mozárabe
y cabeceando un cante de trilla tan monótono como el mismo paisaje amarillo y arrasado que nos circundaba y encajaba en los linderos de las veredas. Era fácil perderse en
aquel laberinto de sendas y pinares abandonados. Había veces que lo conseguíamos,
nos poníamos entonces nerviosos y buscábamos el aire de la marisma para orientarnos,
el sol de poniente que debía proyectar la sombra de las bicicletas hacia el este para
saber que, por alguna extraña puerta, terminaríamos subiendo alguna colina desde la
que ya se divisaba el pueblo. No existía nada más. El único motivo que tenía la gente
para ir a Huelva en el autobús que rodea aún hoy la desembocadura del Tinto, aunque
ya sólo viajen en él magrebíes, rumanos y polacas, era el médico. A Huelva se iba de
males o cuando se aproximaban los días de la Virgen, en septiembre, para comprar
ropa que estrenar en el día grande. No existía nada más. No existía España, país que,
cabezonamente, después, en la escuela, nos obligaron a reconocer y ubicar con todo
lujo de detalles, montañas, ríos y bosques que por mucho que se empeñaran los maestros, no podían ser entonces si no repeticiones de papel de nuestro río rojo, nuestro
Molino de Viento o nuestra Cañada del Peral. Desde aquella mole de barriza y eucaliptos se veía todo lo que para nosotros tenía sentido, desde allí, a veces, bajamos a toda
velocidad asustados por el mundo o por Manolito el tonto y entrábamos al pueblo por
Ha debido venir mucha gente desde entonces a vivir aquí porque ahora, lo extraño, es
que alguien recuerde alguno de aquellos nombre mágicos que eran algo más que nombres, que nombraban la topografía, la especialización artesanal, el lugar por donde
amanecía o por donde se iba uno a encontrar con una fuente. Buenavista, Escribanos,
Aceña, El Pozo del Consejo, que a mí se me hacía de un tiempo en el que los campesinos y los marineros, la gente libre, se reunía en Asamblea a decidir cosas en común
sobre su pueblo, un tiempo que desde luego no era el mío, que tampoco lo fue luego y
que tal vez solo sea del tiempo donde madura la materia de los sueños. Si alguien había
muerto en mi pueblo luchando por ellos desde luego nadie estaba para recordarlo, más
bien, al contrario, en aquellos últimos coletazos del nacional catolicismo que a mí me
tocó vivir, lo fácil era retener las caras de quienes contribuían gozosos a perpetuar la
pesadilla retrógrada y feudal que, desgraciadamente, el gigante despierto pero analfabeto hasta las asas, solo fue capaz de reproducir y continuar como si incapaz de contestar a la pesadilla, hubiera decidido entrar en ella solo que, ahora, formando parte del
cortejo de los monstruos.
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Ya por entonces el aire dejó de ser el que, años después, encontraría en los libros de
Juan Ramón, otro aventurero infantil solo que en burro, casi por los mismos sitios que
yo tan bien conocía. Huelva terminó por no quedar lejana y rosa. Las fábricas se multiplicaban y casi podíamos tocarlas con la punta de los dedos desde el embarcadero de
Santa. Empezaron también los problemas pulmonares, la caída repentina del cabello,
niños que desarrollaban extraños tumores, se extendió el bocio, cánceres hasta entonces desconocidos en la zona y un largo etcétera de enfermedades que las instituciones
políticas ocultaban y la propaganda oficial liquidaba ante las expectativas industriales
de la zona y los puestos de trabajo que, a miles, se iban creando. Como un mal menor,
o tal vez como el precio que a la entrada en la modernidad debíamos pagar, todos hicimos un poco de cómplices para que el daño ecológico y medio ambiental pudiera ser
minimizado en comparación con las indudables ventajas materiales que la contaminación estaba trayendo a los salones, los mueblesbares y las neveras de las casas de los,
hasta ayer, oscuros campesinos de mi pueblo. Tal vez lo terrible de esto es que aún,
incluso cuando ya sólo su rastro de muerte lenta sigue impregnando la vida, el viejo
gigante despierto para tantas cosas sigue siendo igual de condescendiente con las fábricas y con la impunidad de sus humos venenosos. Quizás porque ahora los gases mefíticos estén más repartidos, quizás porque los que durante treinta años los sufrieron ya
hayan desaparecido o estén a punto de hacerlo en estos mismos momentos, quizás porque el pueblo se haya renovado tanto que apenas quede ninguno de aquellos nombres
míticos con que adorné mi niñez y que eran, para mí, referencias mucho más precisas
que los confusos nombres con que habían rebautizado todas las calles tras la guerra,
aunque la gente los ignorara hasta el punto de que, muchas veces, llegaban forasteros
que nos preguntaban por una calle que ignorábamos donde estaba o si de verdad existía y luego resultaba ser la misma en la que estábamos.
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A mí, en la pobreza de entonces, me parecía hermosísimo mi pueblo. La disposición de
sus calles y la arquitectura popular, de casas bajas, permitían vastas perspectivas radiales que terminaban siempre chocando contra la iglesia del pueblo que, aunque desplazada del centro geométrico, sugestionaba con esta idea en su majestuosidad. Más allá,
el blancor de las fachadas conectaba directamente con el amarillo de las eras, las huertas salpicadas de verde y la honda profundidad de los pinares del fondo.
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la Friseta recién asfaltada y mutilada para siempre de sus aceras de cuarcitas y pizarras
que, a grandes lajas transversales y arcos de medio punto de ladrillo rojo, hacían de
puente entre la calle y las casas.
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Muchas veces pienso que de aquel pueblo apenas me queda el sabor de los helados de
Salvador, el vino de naranja de Cosme Sáenz y los pastelitos que continúa haciendo mi
tío Juan. Pero también es cierto que en él llené mi infancia y primera juventud, más
allá de con sus visiones, con otras que acaso fueran más mías, los libros de la biblioteca
que Pepe anotaba primorosamente y guardaba en una cajita hasta que yo aparecía de
nuevo para renovar el préstamo, los tebeos de la imprenta de Salvador Borrero, el cine
de los domingos de invierno, tras el baño y la aburrida misa de doce de donde los chiquillos salíamos escopetados hacia la Plaza del Marqués en busca de la mejor butaca en
la que fascinarnos con las historias de los tres supermanes, Tarzán o algún forajido del
oeste. Unas partidas de futbolín después y vuelta a la monotonía de toda la semana,
solo rota por las largas vacaciones del verano y el tiempo entonces aún más inmenso
con el que uno volvía a no saber bien qué hacer.
Daniel me habla de volver cuando estamos allí, pero, a mí, me parece que, en realidad,
nunca nos hemos ido, aunque tampoco podamos ya volver a casa. Se lo comentó una
noche de diciembre a Luis Felipe Comendador, el escritor y editor salmantino.
Mientras paseábamos, nos hizo detener frente a ese engendro que levantaron en la calle
Andalucía y rememorando a Juan Ramón le miró y le dijo: Mira, Platero, en esta casa
grande nací yo. Es extraño, la única casa que tengo, a medias con el banco, está en
Mérida, y es también la que menos siento como mía. Mis casas son, en realidad, la casa
de mis padres y la casa de mi abuela Trinidad, donde nací y donde me gusta contar a la
gente que debo ser de los pocos que aún duermen en la misma habitación que le vió
nacer, cuando vuelvo.
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