Muestra

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DÍAS EN WATERLOO
plumas rotas destrozadas en el barro, restos de tela rasgada de color
escarlata o azul, pedazos de piel y de cuero, zurrones negros y
mochilas pertenecientes a los soldados franceses, hebillas, juegos de
cartas, libros e innumerables papeles de todo tipo. Recogí un volumen
de Candide85 y unas pocas hojas de cartas de amor sentimentales, claramente pertenecientes a alguna novela francesa; muchas otras
páginas de la misma publicación volaban sobre el campo en un
estado demasiado embarrado como para ser tocadas. Llevé conmigo
durante casi todo el día un Testamento alemán, no tan sucio como
otros muchos de los que yacían allí. Recompensas militares francesas
ya impresas, hojas de alistamiento, cartas de amor, facturas de
lavandería, canciones ilegibles, partituras dispersas de música militar
y un sinnúmero de comunicaciones alabando a «L’Empereur, le Grand
Napoleon», repletos con las más confiadas anticipaciones de la victoria
bajo su mando, estaban esparcidas sobre el campo de batalla que
había sido escenario de su derrota. La cantidad de mugrientas cartas
y papeles de escribir en blanco era tan inmensa que emblanquecía literalmente la superficie del terreno.
La carretera hacia Genappe, según se desciende del frente de la
posición británica, donde estábamos entonces, pasa por la granja de
La Haye Sainte y asciende por la altura opuesta, en cuyo alto se yergue
La Belle Alliance, que estuvo ocupada por los franceses. Bajamos la
colina hasta La Haye Sainte. Sus muros y sus techos de pizarra fueron
despedazados y atravesados en todas las direcciones por disparos de
cañón. No logramos entrar, pues había sido completamente abandonada por sus propietarios. Tres oficiales heridos de los regimientos
42º y 92º permanecían allí observando el escenario. Todos ellos
habían sido alcanzados en la batalla del día 16. Uno había perdido
un brazo, otro usaba muletas y el tercero parecía estar muy enfermo.
Su carruaje les aguardaba, pues estaban incapacitados para andar.
Después de conversar un rato con ellos procedimos a subir la colina
hasta el caserío de La Belle Alliance. La casa principal al lado izquierdo
de la carretera estaba atravesada de lado a lado por balas de cañón, y
los departamentos de su parte trasera eran una pila de polvo debido
al fuego de la artillería británica. A pesar del ruinoso estado de la vivienda, ésta estaba ocupada por moradores. Sus muros rotos y sus
agujereadas y aireadas paredes podían ciertamente resguardarles su-
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ficientemente bien en temporadas como esa, cuando los apacibles
vientos y los brillantes rayos del verano jugaban a través de ellas, pero
sólo les ofrecería un pobre refugio contra el castigo de una tormenta.
Debía ser inmediatamente reparada, aunque me alegré de que aún
permaneciese en ese desvencijado estado.
La casa estaba llena de vestigios de la batalla. Allí se podían comprar corazas, cascos, espadas, bayonetas, plumas, águilas de latón y
cruces de la Legión de Honor.86 La casa consistía en tres habitaciones,
dos en la parte frontal y una muy pequeña en la trasera. En la parte
opuesta de la carretera hay una pequeña cabaña, que forma parte de
La Belle Alliance; y a corta distancia, lateralmente, hay otra pequeña
cabaña de techo bajo, que nos fue señalada como el lugar donde desayunó Bonaparte la mañana de la batalla. Un poco más lejos, siguiendo la misma carretera pero fuera del alcance de nuestra vista,
estaba la aldea de Plancenoit, Cuartel General de los franceses durante la noche del día 17, aunque Bonaparte durmió en la granja de
Caillou, cerca de allí.
Cruzamos el campo desde ese lugar hasta el Château Hougoumont, descendiendo hasta el fondo de la colina y subiendo de nuevo
al lado opuesto. Parte de nuestro camino se hizo a través de tréboles;
pero observé que el trigo en la posición francesa no estaba ni de lejos
tan aplastado como en la inglesa, lo cual podía lógicamente esperarse,
pues nos atacaron incesantemente y nosotros actuamos a la defensiva
hasta que se hizo aquella última, general y decisiva carga de nuestro
ejército al completo, ante la cual huyeron en desbandada. Algunos lugares mantenían parches de cereal casi tan altos como yo misma.
Entre ellos descubrí más de una tumba olvidada, rodeada por melancólicos restos de uniformes militares. Mientras que deambulaba detrás
del grupo, buscando entre el trigo alguna reliquia que valiese la pena
conservar, vi una mano humana, casi reducida al esqueleto, extendida
sobre la tierra, como si se hubiera levantado de la tumba. Mi sangré
se heló de horror y por algunos momentos permanecí clavada en el
sitio, incapaz de separar mis ojos de aquel espantoso objeto o de moverme. Tan pronto como pude recuperarme me apresuré hasta mis
compañeros, que estaban bastante alejados de mí, y les alcancé justo
cuando entraban en el bosque de Hougoumont. Éste presentaba tremendas señales de muerte y destrucción. Por todas partes estaban es-
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parcidas ramas rotas. Las hojas verdes de las hayas habían caído antes
de tiempo, arrancadas por la tormenta de la guerra y no por la de la
Naturaleza. Dispersadas por la superficie de la tierra, simbolizaban el
destino de los miles que habían muerto en aquel mismo sitio durante
el estío de sus vidas. Los troncos de los árboles habían sido perforados
por todas partes por balas de cañón. Conté los agujeros en algunos
de ellos, en los que más de treinta balas se habían alojado. Aun así seguían viviendo, seguían exhibiendo su verde follaje, y los pájaros aún
cantaban entre sus ramas. Bajo su sombra las campánulas y las violetas
agitaban sus pequeñas cabezas; y las frambuesas salvajes maduraban
su fruto al pie de sus raíces. Pensé con amargura en el hecho de que
en medio de la destrucción de la vida humana aquellas plantas y flores
sin valor hubiesen escapado ilesas.87
Nuestros ojos se topaban continuamente con tristes vestigios de
muerte. La carnicería en aquel lugar había sido ciertamente espantosa.
Tirados entre la alta hierba permanecían restos de armas rotas, tiras
de lazos dorados, charreteras arrancadas y piezas de cajas de cartuchos. Sobre las ramas retorcidas de las zarzas se balanceaba hecho jirones más de un retal de casaca militar. En los aledaños del bosque, y
alrededor de los ruinosos muros del Château, se apilaban inmensos
montículos de cenizas humanas, algunos de los cuales aún humeaban.
Los paisanos nos contaron que se excavaron fosas y se arrojó dentro
a los muertos, pero tan grande era el número de éstos que se vieron
obligados a cerrarlas muy por encima de la superficie de la tierra.88
Aquellas terribles pilas fueron cubiertas con montones de madera y
se les prendió fuego, de manera que bajo las cenizas permanecían numerosos cuerpos humanos sin consumir por entero. En otras fosas se
habían quemado también los cuerpos de los franceses. Cerca de ocho
mil de su ejército murieron en el ataque a Hougoumont.89
El propio Château, hermosa residencia de un caballero belga,
había prendido fuego por la explosión de proyectiles durante el
combate, hecho que completó la destrucción ocasionada por el más
furioso de los cañoneos. Sus muros rotos y su techo derrumbado
presentaban un espectáculo de lo más desolador. No era una mera
tristeza por haberse convertido en una pila de ruinas, sino por los
vestigios que presentaba de aquella tremenda y reciente batalla que
los había causado. Sus inmensas vigas ennegrecidas habían caído en
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todas las direcciones sobre los derrumbados montones de piedra y
mortero, que estaban mezclados con pedazos rotos de las baldosas de
mármol, de las esculpidas cornisas y de los dorados espejos que una
vez lo decoraron.
Fuimos al jardín, que comparativamente había soportado poco
daño mientras que todo lo que le rodeaba era escombro. Sus alegres
parterres y las flores de verano le hacían parecer una isla en el desierto.
Un berceau, o pasillo cubierto, corría a su alrededor, sombreado por
plantas trepadoras, ente las cuales se mezclaban emparradas madreselvas y jazmines. Los árboles estaban cargados con fruta. Los mirtos
e higueras estaban floreciendo en abundancia, las inmaculadas y pulidas hojas de laurel brillaban al sol y geranios escarlata, flores de
julio y naranjos estaban en plena eclosión. En la puerta del jardín encontré la funda de pistola de un oficial británico, intacta pero inundada
de sangre. En su interior se podía leer el nombre y dirección del fabricante: Beazley and Hetse, Nº4, Parliament Street. A su alrededor
estaban tiradas charreteras arrancadas, fundas de sable rotas y tahalíes
salpicados y endurecidos por la sangre, pruebas del terrible extremo
al que llegó la batalla. El jardín y los atrios fueron ocupados durante
el combate por soldados de Nassau, que hicieron un gran papel como
tiradores por su precisión.
Un pobre campesino habitaba con su mujer y sus hijos un
miserable chamizo entre aquellas ruinas abandonadas. Aquella desdichada familia había huido del lugar tan sólo al amanecer del día
18. Su pequeño hogar había ardido y todas sus propiedades habían
desaparecido entre las llamas. Apenas tenían ropas que les cubriesen
y les faltaba de todo. Aun así, la pobre mujer, conforme me contaba
la historia de sus aflicciones llorando sobre el niño que apretaba
contra su pecho, bendijo al cielo por haber salvaguardado a su prole.
Pareció estar muy agradecida ante la más pequeña ayuda, me llevó a
su miserable cuchitril, y me dio la espada rota de un oficial británico
de infantería —lo más probable es que fuera de la Guardia— que era
la única cosa que le quedaba y que conservé, junto con alguna otra
reliquia antes recogida, tan cuidadosamente como si se tratara del
más valioso tesoro.
Es circunstancia remarcable que en medio de este escenario de
destrucción, y rodeada por todas partes de muros desgarrados y de
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