el pecado original en una perspectiva personalista

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Z. ALSZEGHY, S.I.
EL PECADO ORIGINAL EN UNA PERSPECTIVA
PERSONALISTA
La noción de pecado original es una de las cuestiones teológicas que tienen en nuestros
días mayor necesidad de ser repensadas. No existe, de hecho, ninguna interpretación
teológica reconocida por todos como expresión adecuada del dogma. Este artículo
pretende obtener una comprensión más profunda del pecado original, considerando
este dogma en una perspectiva personalista. No pretenden los autores deducir una
doctrina completa del pecado original, partiendo únicamente de las propiedades
particulares de la persona. Se trata de insistir en puntos de vista hasta ahora
generalmente olvidados, para poder llegar, de esta forma, a una explicación más
adecuada de una de las nociones fundamentales de la antropología teológica.
Il peccato originale in prospectiva personalista, Gregorianum, 46 (1965) 705-732
El aspecto "natural" y el aspecto "personal" del pecado original
A primera vista la aplicación de categorías personalistas a la noción del pecado original
no parece indicada. De hecho, una de las tesis de la teología católica sobre el pecado
original es que se trata de un pecado de la naturaleza. Veremos, sin embargo, ahora,
cómo la palabra naturaleza en el lenguaje teológico no excluye siempre una
consideración personalista.
El pecado original es llamado pecado de la naturaleza precisamente para indicar que se
halla presente antecedentemente a cualquier toma de posición del individuo, por el
simple hecho de pertenecer al género humano. Por este motivo la explicació n adecuada
de la noción de pecado original no puede renunciar a categorías ónticas, que hacen
referencia a la constitución psicofísica del hombre.
Con todo, esto no quiere decir que estas categorías basten por sí solas para explicar la
realidad del pecado original. Esto puede ya entreverse por la manera cómo esta verdad
ha sido revelada. Es cierto que, de hecho, toda revelación es una llamada al diálogo;
existe, con todo, una gran diferencia en la forma cómo se nos presenta a nuestro
conocimiento la creación del mundo, por ejemplo, y la forma cómo nos presenta la
Revelación la realidad del pecado original; nunca es afirmado directamente, y por sí
mismo. Los textos del AT que dejan entrever el pecado de la naturaleza son diálogos
con Dios que incitan al hombre a refugiarse en Dios Salvador (Job 14,4; Sal 51,7). Esto
es más visible todavía en el NT; el fin que pretende san Pablo al presentar la entrada
triunfal del pecado en el mundo, que ha constituido injustos a todos los hombres (Rom
5,12-21), es llevar al cristiano a la admiración, a la gratitud, a la esperanza, es decir, a
una determinada forma de diálogo con Dios.
De aquí se deduce que la elaboración teológica sobre esta verdad no puede prescindir en
absoluto del contexto dialogal en que ha sido revelada. Es más; no se trata únicamente
de determinada "forma de pensar" a través de la cual esta noción ha sido manifestada; se
trata de la misma noción. Para que podamos llamar pecado al pecado original, es
menester que tenga al menos cierta analogía con el mal que la Escritura designa con el
nombre de "pecado".
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La Biblia nos presenta el pecado como una toma de posición, por la cual el hombre
rehúsa aceptar la voluntad de Dios como norma de su obrar, y de esta forma provoca su
propia ruina. He aquí una doble vertiente del pecado: una cierta inmanencia, ya que el
pecado no es exclusivamente exterior al sujeto, y una cierta trascendencia, pues debe
implicar de alguna forma una toma de posición frente a una norma.
La Iglesia ha señalado siempre esta doble característica al decir que el pecado original
no es solamente una muerte espiritual, que queda destruida por una nueva generación
espiritual (D. 1512), sino, además, una enemistad con Dios (D. 1528) que sólo un
verdadero perdón es capaz de borrar (D. 223; 1514).
Inmanencia y trascendencia: he aquí las dos propiedades características de la persona,
que explican el que el pecado sea sólo posible en la persona. El carácter antinómico del
pecado de la naturaleza consiste en que es a la vez un mal óptico, que pesa sobre el
individuo independientemente de su actuación, y a la vez un mal personal, porque no se
puede comprender perfectamente, sin hacer referencia a la libre toma de posición, por la
cual el hombre va construyendo su propia existencia.
El pecado original como una incapacidad dinámica
La antinomia no se soluciona por el solo hecho de recordar que este mal ha caído sobre
la humanidad como consecuencia de un pecado personal. El recurso a la desobediencia
de Adán no basta para distinguir el mal llamado "pecado original" de los otros males,
que son de igual forma consecuencia de aquella desobediencia (la muerte corporal, el
sufrimiento, etc.), pero que no pueden ser llamados "pecado".
San Pablo relaciona la injusticia, en la cual todo hombre es constituido por naturaleza,
no sólo con la libre toma de posición de Adán, sino también con la conducta humana,
que es su fruto inevitable. El cap. 5 de la carta a los Romanos se comprende en plenitud
sólo en el contexto del cap. 7: la miseria, de la cual libera Cristo a los descendientes de
Adán, constituyéndoles justos, es precisamente la servidumbre bajo la ley de la carne, es
decir, la incapacidad de realizar la ley del espíritu, que, por otra parte, aprueba el
hombre en su interior. Es más: en el mismo texto clásico de Rom 5,12-21, san Pablo
considera los pecados personales como una consecuencia y manifestación del pecado
transmitido por Adán a toda la humanidad. Es en el contexto de pecados personales
cuando afirma también el Apóstol que todos hemos sido "por naturaleza hijos de ira"
(Ef 2,3).
Siguiendo esta misma línea, en tiempos posteriores la teología oriental, san Agustín y
los grandes teólogos medievales hasta llegar a Santo Tomás consideran el pecado
original en el contexto de la necesidad de la gracia para vencer el pecado. Esta parece
ser la dirección hacia la que debe tender la teología contemporánea para desentrañar la
esencia del pecado original.
Al concebir el pecado original como la imposibilidad de evitar el pecado, logramos
concordar perfectamente los dos aspectos antinómicos -el natural y el personal- del
pecado original. La imposibilidad de evitar el pecado es una incapacidad de realizar el
desarrollo pleno de la personalidad humana. Ahora bien, tal incapacidad es un desorden
a la vez natural y personal. Es natural porque tanto la perfección que el hombre debe
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conseguir como la impotencia en conseguirla, son independientes de sus opciones y, por
este motivo, el hombre las sufre. Por otra parte, esta incapacidad puede existir
solamente en una persona, único sujeto en el que se puede dar la tensión entre el ser y el
deber ser, ya que está destinado a realizar su pleno desarrollo, comprometiéndose
libremente frente a unas normas y valores y frente a otras personas.
El pecado original resulta, pues, comprensible al ser pensado como incapacidad para
cualquier libre opción, a la que el hombre no puede renunciar sin contradecirse a sí
mismo. Se trata de determinar ahora cómo debe concebirse esta imperfección de la
naturaleza humana. Como es sabido, el Concilio de Trento eliminó de la teología
católica la tendencia que identificaba formalmente el pecado original con la
concupiscencia -este fenómeno complejo que consiste en la incapacidad de absorber en
la vida personal todo el dinamismo de la naturaleza. Es evidente que también en los
bautizados, en los que el bautismo ha borrado ya todo elemento pecaminoso, la
concupiscencia permanece todavía no perfectamente dominada por la libertad (D.
1515). La perspectiva personalista explica con claridad por qué la concupiscencia no
hace al hombre digno de condenación. No se puede demostrar, en efecto, que un espíritu
encarnado deba tener la misma lucidez y la misma capacidad de disponer de sí mismo
que un espíritu puro. La concupiscencia, esta incapacidad para "no desear", no está en
oposición con la estructura constitutiva de la persona humana y, por tanto, no es aquella
incapacidad pecaminosa que andamos buscando.
Este mismo razonamiento lo podríamos aplicar con igual resultado a todas las tentativas
que pretenden identificar el pecado original con la incapacidad de la naturaleza para un
acto psicológico que permanece en el horizonte de la vida individual. La razón es que
no pueden existir exigencias metafísicas ni morales que superen la capacidad de una
determinada naturaleza.
Pero la imposibilidad de encontrar un acto a la vez debido e imposible de realizar,
quizás depende precisamente del hecho de que se considera al sujeto en un aislamiento
que en realidad no se verifica nunca.
La existencia personal se desarrolla no en el aislamiento, sino en el diálogo con otras
personas. Por esto conviene lanzar la hipótesis de que en esta situación dialogal se
encuentra la explicación del paradójico pecado de la naturaleza.
La imposibilidad del "diálogo horizontal"
Un hombre, puesto en un ais lamiento absoluto, estaría destinado a perecer; y si, por un
imprevisto lograse sobrevivir, le sería absolutamente imposible llegar, por el desarrollo
de su propia persona, a una existencia verdaderamente humana. Privado del diálogo con
otras personas e ignorando las exigencias de su propia naturaleza, le sería impensable a
tal hombre la búsqueda de una forma final que diese inteligibilidad a su vida.
Poniendo un paralelo, si un hijo de Adán, sin que Cristo hubiera venido al mundo,
viviera en sociedad con otros hombres, su situación sería semejante a la condición del
"hombre criado entre lobos", antes descrita. Ciertamente el miembro de esta sociedad de
pecadores, conocería otras personas y, por tanto, se conocería a sí mismo como persona.
Pero su ambiente humano quedaría cerrado alrededor de él. La persona se conocería
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desde el comienzo como una fortaleza asediada por sus semejantes, siempre dispuestos
al asalto. La vida personal y el amor a los demás aparecerían como contradictorios.
Excluida la posibilidad de un diálogo, la persona destinada a un pleno desarrollo, estaría
condenada a atrofiarse progresivamente. El hombre, de hecho, no puede encontrar su
forma definitiva si no se abre a los demás comprendiéndoles, ayudándoles, amándoles.
De aquí que seria imposible al "hombre criado entre los pecadores" el pleno desarrollo y
la perfección definitiva de su personalidad.
¿Puede el pecado original reducirse a esta situación en la que se encontrarían todos los
hijos de Adán?
Hemos visto que la persona exige para su pleno desarrollo la superación del egoísmo
por el amor a los demás; una opción de tal importancia, como todo acto debido
verdaderamente a las exigencias de la persona, no supera la capacidad de la naturaleza.
Con todo, como hemos visto, la opción hacia los demás es absolutamente imposible, por
la situación concreta en que el hombre se encuentra, supuesto el ambiente humano en el
que se halla inmerso. De esta manera la condición del hombre no redimido sería un mal
de la naturaleza porque se padece anterio rmente a las opciones libres de la persona; y a
la vez sería un pecado ya que la frustración de la opción altruista implica, de parte del
sujeto, una actitud que contradice las exigencias de su existencia. Por ello no sería
absurdo hablar de un pecado de la naturaleza.
Las dificultades comienzan cuando aplicamos esta hipótesis abstracta a la realidad
concreta del pecado original.
¿Por qué una sociedad hipotética, privada de todo in flujo de Cristo, debe estar
necesariamente inmersa en una guerra de todos contra todos? Además, según esta teoría,
los niños educados en una sociedad de hombres justos no tendrían pecado original, cosa
que no puede admitirse.
Por último, esta hipótesis supondría que un hijo de Adán, sin Cristo, sería pecador
únicamente por el influjo del ambiente egoísta, que le impediría desarrollarse. El
hombre no sería concebido en pecado, sino que se haría pecador por influjo ambiental.
De esta forma el pecado original no se transmitiría por descendencia (D. 1513), sino por
una cadena de "corrupción de menores", jamás interrumpida, no obstante la continua
intervención de la gracia en la historia de la humanidad.
La imposibilidad del "diálogo vertical"
Los inconvenientes antes enumerados son demasiado graves para poder ser aceptados
en una explicación teológica del dogma. Con todo, la hipótesis lanzada nos ha aportado
un elemento muy sugerente aunque incompleto: la situación dialogal del hombre como
única forma de conciliar el aspecto óptico y personal del pecado de la naturaleza.
Ahora bien, si el diálogo (constructivo y truncado) no se refiere al prójimo, no nos
queda sino pensar en el diálogo con Dios, es decir, en el "diálogo vertical".
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Con un hombre se pueden intercambiar varios diálogos más o menos perfectos y
comprometedores. Con Dios hay un solo diálogo posible. La iniciativa parte
necesariamente de Él, que se presenta a cada uno como su Dios y su Señor. Para esta
interpelación sólo existe una respuesta posible, la del Apóstol Tomás: "Señor mío y
Dios mío" (Jn 20,28), que puede ser expresada en diversos grados de profundidad. Pero
cuando alguno no da a Dios la única respuesta posible, con esto mismo "recusa a Aquel
que habla" (Heb 12,25) y se trunca el diálogo.
Por ello, si el pecado original consiste en la imposibilidad de que el hijo de Adán, no
redimido por el segundo Adán, entre en diálogo con Dios, llegamos a la conclusión de
que el pecado original consiste en la imposibilidad, de cada miembro de la humanidad
actual, de orientarse hacia Dios aceptando su palabra como norma absoluta de su, propia
vida.
En esta hipótesis, nuestra explicación del pecado original se podría presentar así. El
hombre, no iluminado por la fe, no llega a reconocer con sus fuerzas naturales que Dios
es un Dios Salvador, fuente de valores para el hombre. Ahora bien, mientras Dios no se
manifiesta como solidario con el hombre, éste es incapaz de comprometerse con una
opción que es fundamental para él. Pero, sin esta opción, es imposible conformarse en
cada opción particular con la voluntad de Dios. De aquí se concluye que, mientras el
hombre rehúsa insertarse en Cristo con una fe viva, está destinado infaliblemente a
multiplicar los pecados graves. Una "forma de vida", tal como la hemos descrito, que
proviene de un pecado de nuestros primeros padres y que nos empuja a nuevos pecados
personales, verifica en sí lo que enseña la Iglesia sobre el pecado original; en particular
explica de forma satisfactoria por qué un hijo de Adán permanece pecador antes de su
encuentro con Cristo.
Esta explicación, con todo, deja todavía algunas lagunas. ¿Cómo se puede explicar que
un hecho externo (la situación del hombre en un mando que sin la fe no revela la
bondad salvífica de Dios) sea capaz de impedir absolutamente aquella opción que es el
fundamento necesario para una existencia verdaderamente humana? La perspectiva
personalista del diálogo en la que el presente ensayo coloca nuestra solución, hace más
fácil la respuesta a esta pregunta.
El diálogo con Dios, exigencia de la persona
La clave de la explicación dialogal del pecado original está en el hecho de que el
diálogo con Dios es necesario para la construcción de la personalidad humana
perfectamente evolucionada. Vamos a explicar algo esta afirmación que resulta ya
evidente para la experiencia religiosa.
Podemos llegar a esta verdad partiendo de las exigencias de la vida individual. La
existencia humana plenamente desarrollada implica una estructuración, es decir, una
reducción de lo múltiple a lo uno. Esta reducción sólo la puede orientar un valor
absoluto, amado sobre todas las cosas, y que, como tal, debe concretarse en una
persona. Ahora bien, esto sólo es posible en Dios. Pero es que, además, el amor
personal significa acoger incondicionalmente la existencia de la persona amada en su
singularidad irrepetible; significa abrirse ante su llamada; en una palabra, diálogo. El
diálogo con el Absoluto personal aparece así como una exigencia de la vida individual.
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Un segundo camino, más conforme con la manera de pensar personalista, parte de la
necesidad de un diálogo para el desarrollo de la persona. Ahora bien, el encuentro
personal con el prójimo no es posible si no se realiza en el horizonte del encuentro con
Dios; tal encuentro sería el clima necesario para que dos espíritus creados puedan estar
presentes el uno al otro. Una persona, ser irrepetiblemente concreto, no podría acoger
plenamente a otro ser semejantemente irrepetible, si no existiera un ser trascendente que
envuelve y penetra a ambos y que es acogido, al menos de forma inconsciente, en cada
encuentro interpersonal.
Estas breves observaciones explican por qué la imposibilidad de hacer una opción
radical por Dios, impide el pleno desarrollo de la persona humana.
El diálogo con Dios, imposible sin la gracia
Antes hemos visto que no se podía probar que fuera imposible, sin un don de Cristo, un
diálogo entre los hombres. La cuestión que nos planteamos ahora es análoga. ¿Es que
acaso no podrá el hombre acoger a Dios como a su Dios, es decir, responder a la
interpelación que le llega a través de las criaturas, entrando en aquel diálogo que es
necesario para el pleno desarrollo de la personalidad humana? Dicho en otras palabras,
¿no será posible, al menos en algunos casos, en circunstancias favorables, prescindir de
la experiencia de una solidaridad con Dios para hacer una opción radical por El,
aceptando al Dios trascendente como Señor de la propia existencia ?
Esta pregunta supone una simplificación, ya que no tiene en cuenta la naturaleza
singular del diálogo. De hecho, aceptar al Absoluto como nuestro Dios no es un acto
simple, sino una toma de posición compleja cuya realización depende de muchos
factores.
Para que un hijo adopte una actitud filial frente a su padre no basta que sepa que tal
persona es su padre; es necesario que de alguna manera capte con inmediatez que éste
es su padre; esta experiencia le constituye hijo ante su padre. Sin la interpelación, que
supone la presencia paterna, tal como queda insinuada, es psicológicamente quimérico
pensar que el hijo tomará una actitud de diálogo filial con su padre, ya que es absurdo
concebir un diálogo sin participación recíproca de los dos interlocutores.
Este ejemplo quizás nos ayude a comprender la naturaleza de nuestra opción radical por
Dios, que difiere por esencia de todos los demás "actos buenos". La opción radical es
concebible únicamente como respuesta a una interpelación en la que el Absoluto se me
revela como mi Dios y mi Señor. Un "Acto Puro" infinitamente distante, que hace el
bien por impulso de su naturaleza perfecta, sin tener en cuenta mi caso" particular, sin
interés alguno por mi conducta, que premiará o castigará únicamente por amor a la
justicia, será Dios y Señor, pero no mío, en el sentido personal de la palabra, porque no
se dirigirá a mí personalmente.
Pues bien, esta llamada con la cual se dirige Dios a su criatura, considerada como este
individuo concreto, no se puede percibir, en el orden actual, sin la gracia.
Al designar a una persona como mi compañero, mi conocido, etc., reconozco ante todo
una cierta comunidad óntica que hace posible, por lo menos, una reciprocidad de la
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conciencia, en algún grado de mutua comprensión. Ahora bien, la idea que nos podemos
formar del Creador a través de sus obras, expresa una cierta semejanza entre el autor del
mundo y sus imágenes creadas, pero, a la vez, expresa una desemejanza todavía más
profunda (cfr. D. 806). La búsqueda de Dios a través de las criaturas se realiza "casi a
tientas" (Act 17,27) y revela únicamente un "Dios desconocido" (ibid. 23). Entre los que
pueden designarse recíprocamente con el adjetivo "mío" existe también una cierta
reciprocidad de funciones. No puedo llamar a una persona "mi colaborador", si mi
prestación no significa nada para él y si yo no puedo contar con su actuación. Cuanto
más personal es la unión, tanto más se pide y se ofrece, no sólo una prestación objetiva,
sino la "asistencia", la presencia activa de la persona a su prójimo. También es necesaria
la gracia para captar esta reciprocidad de funciones entre Dios y la criatura.
El hombre no puede descubrir en el dueño del universo un interés que tiende a su bien
individual. Los bienes, que la criatura recibe constantemente de la "plenitud fontal",
solamente a los ojos iluminados por la fe son capaces de revelarles un Dios que está
solícito por mi bien. Además, el "silencio de Dios" en la hora del sufrimiento es
inexplicable racionalmente y es causa de escándalo para el corazón del hombre. Es
necesario conocer "el misterio de su voluntad, conforme a su beneplácito" (Ef 1,9) que
quiere conducir a todos a la intimidad beatífica con el Padre, a través de la participación
en la Cruz de Cristo, para comprender plenamente "la bondad y el amor hacia los
hombres de Dios nuestro Salvador" (Tit 3,4). Sin la luz de la Revelación, el hombre
permanecerá un "hombre sin Dios" (Ef 2,12), ya que el Absoluto, cuya existencia quizás
conoce, no se le muestra todavía como su Dios.
Al decir, pues, que el mundo en el que el hombre se mueve, marcado por la cruz, no
transmite de forma suficiente la llamada a la opción fundamental, afirmamos solamente
que el hombre caído, con las solas fuerzas de su naturaleza, es incapaz de escuchar en la
voz de las criaturas la invitación divina.
El diálogo con Dios, hecho posible por el Bautismo
Aunque el pecado original coincida con la incapacidad de entrar, por una opción radical,
en diálogo con Dios, nos falta todavía probar que por el Bautismo este diálogo se hace
posible. Será tarea del teólogo poner de relieve en qué sentido los efectos del Bautismo
pueden ser comprendidos como una abertura a este diálogo.
La eficacia del Bautismo en orden al diálogo aparece ya desde el momento en que la
Iglesia relaciona en repetidas ocasiones este sacramento con la vida eterna, tanto en su
catequesis como en la liturgia. Ahora bien, las categorías preferidas por la Revelación
para describir la vida eterna son el banquete, las bodas, es decir, categorías
esencialmente dialogales.
Pero el Bautismo no promete solamente el diálogo escatológico, como un don reservado
al futuro. En el mismo Bautismo el hombre de enemigo se convierte en amigo, de
forastero se hace hijo (D. 1528). Debe haber, pues, en el acontecimiento bautismal un
cambio de tal naturaleza que pueda ser interpretado como el comienzo de aquel diálogo,
que después llegará a su perfección final en la vida eterna.
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En este sentido el influjo del Bautismo puede ser considerado desde dos puntos de vista.
Por una parte, la iniciación en la doctrina cristiana cambia la imagen que el hombre
tiene de Dios, revelándole la faz de un Dios amable (este punto se debe aplicar
analógicamente a los niños, en cuanto por el Bautismo pasan a formar parte de la Iglesia
que se compromete a darles una formación cristiana); por otra parte, el "nuevo
nacimiento" con la infusión de las virtudes teologales, cambia las fuerzas del hombre,
haciéndole capaz de acoger a este Dios como suyo. Se crea, de esta forma, una situación
dialogal en la cual el llamamiento hecho al hombre y su capacidad de responder están
en proporción de reciprocidad y, por este motivo, la respuesta es realmente posible.
Sólo nos resta hacer una observación. Bien es verdad que el cristiano por el Bautismo
no sólo está en condiciones de dialogar con Dios, sino que además está inclinado a ir
desarrollando progresivamente esta respuesta. Sin embargó, puede darse el caso de que
en el bautizado, llegado al uso de razón, la conciencia de su nueva relación con Dios
esté tan poco desarrollada que quede reducida a una norma negativa, que le haga evitar
únicamente lo que destruye la orientación radical hacia Dios. En tal caso no se realizaría
con toda perfección el diálogo del que estamos hablando; sin embargo, continuaría
siendo verdad que por el Bautismo tal diálogo se hace posible.
Carácter pecaminoso de la incapacidad para el diálogo con Dios
Queda aún un punto por explicar en esta elaboración teológica que estamos exponiendo.
Se trata de ver si se puede encontrar en esta imposibilidad de diálogo un elemento de
"voluntariedad", totalmente necesario para que podamos hablar de un "pecado". Parece,
a primera vista, que no es posible identificar el pecado original con la incapacidad para
el diálogo con Dios, porque esta incapacidad en sí misma no es pecado, y, si suponemos
que lleva consigo una libre toma de posición del individuo, entonces tendríamos
evidentemente un pecado, pero ya no se trataría del pecado original, sino de un pecado
personal.
Fijémonos en una dimensión de este problema que no debe ser pasada por alto: para
comprender el pecado original hace falta considerar el pecado personal de Adán, no sólo
como una causa exterior al estado en el que nacen los hombres hoy, sino también como
un elemento que forma parte de la imagen fenomenológica de este estado y que le da
sentido al explicarnos su malicia.
Dios no llama al diálogo solamente a las personas en particular, en cuanto
individualidades separadas unas de otras; también las llama en cuanto forman una
"personalidad corporativa". Ya antes de la vocación de Abraham, Dios había lanzado
una llamada más universal a toda la humanidad, sellando con ella una alianza (cfr. Gén
1,28-30; 9,9-17). Dios esperó, pues, de la humanidad una respuesta colectiva que no fue
dada. Por ello la Sagrada Escritura describe el "mundo" como una realidad que toma
posición cerrándose a la palabra de Dios y que, por ello, se opone al advenimiento de su
reino. El mundo no reconoció a Jesús, lo odia con odio constante e incluye en este odio
a los seguidores de Jesús. De hecho, prescindiendo de toda opción personal, el hombre
pertenece al mundo hasta que Jesús lo separa de él (cfr. Jn 15,18-19). Por esto todos los
hombres tienen necesidad de un nuevo nacimiento por el Bautismo, sin el cual nadie
puede entrar en el Reino de Dios. No hay alternativa posible entre pertenecer al mundo
y pertenecer al Reino de Dios.
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La solidaridad de todos los hombres, todavía no regenerados en Cristo, con el mundo
pecador es un dato teológico equivalente a la necesidad universal de la redención y
constituye un desorden ético en cuanto es una participación material en una malicia
formal, por cuyo medio la humanidad no redimida se enfrenta con la voluntad de Dios.
Para esclarecer un poco esta afirmación es necesario distinguir dos aspectos del diálogo
que Dios quiere entablar con la criatura. Dios invita al diálogo a la humanidad como
corporación y también a los individuos en particular. El hecho de que una persona física
sea incapaz de responder a la invitación divina, si no está inserta en Cristo, no supone
ninguna pecaminosidad suya individual, pero su "silencio" inevitable recibe un nuevo
sentido al formar parte del rechazo que la humanidad hace a la invitación divina. De la
misma forma que un silencio resulta más elocuente en un contexto dialogal, así la
incapacidad humana para el diálogo recibe un carácter pecaminoso (no individual, sino
superpersonal), en cuanto que el que es incapaz de responder, lo es por ser solidario con
el mundo. Si la ira de Dios pesa sobre el mundo, también este silencio, en cuanto inserto
en el mundo, es alcanzado por la enemistad divina.
Notemos de paso que nuestra explicación no reduce el pecado original a un "pecado
colectivo". El pecado original existe en cada hombre no justificado, aunque no tenga la
más mínima responsabilidad moral o jurídica en el rechazar a Dios por parte del mundo.
Queremos también precisar que, en nuestra explicación, el hombre se encuentra en
estado de pecado original, en cuanto es solidario con el mundo, prescindiendo del
influjo que este mundo ejerce o podrá ejercer sobre su vida individual.
Para concluir podemos, pues, afirmar que el pecado original, considerado en la
perspectiva personalista, es la incapacidad del individuo para dialogar con Dios,
inserta en el contexto del "mundo" que se cierra a este diálogo. En el momento del
Bautismo el hombre recibe en su corazón el Espíritu del Hijo que clama "Abba, Padre"
(Gál 4,6); su solidaridad con el mundo queda de esta forma rota porque, al insertarse en
Aquel que quita el pecado del mundo, se hace capaz de, pronunciar en Cristo su
"Amén" al Padre.
Tradujo y condensó: LUIS VICTORIM. FLICK
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