DE HOMBRES, CADÁVERES Y OTRAS OBEDIENCIAS Héctor

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DE HOMBRES, CADÁVERES Y OTRAS OBEDIENCIAS
Héctor Subirats
El hombre surge en exceso previsor, todo lo evita a tiempo: vivir, por ejemplo.
Decía R. Callois que los hombres son más obedientes que las cosas.
La magia es pues la idea de que a las cosas se les puede mandar igual que a las personas.
Cruel injusticia, entonces, hablar del "hombre cosificado", cuando buena parte del encanto que
pudieron tener las cosas se perdió en el momento en que se humanizaron.
"La cosa" -astuta ella- nunca se comportó a la medida del hombre. No hubo piedra que volviera
sobre Sísifo, ni que aceptara el rol que asigna esa máscara de rictus vacuos: la máscara del Yo
otorgado por el trabajo y la obediencia.
Debería añadirse aquí que si existió antes de la obediencia la posibilidad de hacer camino al
andar, parecen cerradas ya las sendas de la dicha como absurdo, o de alcanzar los hermosos
sufrimientos de Fedra, Adriano o Hiperión.
Aun en los misterios silenciosos de Fedra hallamos la voluntad: voluntad de muerte, donde
también hundirse era un vértigo, pero voluntad.
Tiempos corrieron, tal vez, en que ser hombre pudo ser un drama.
Hoy ser hombre es una telenovela.
Mas ello habla bien de nuestras posibilidades de inmortalizarnos: para qué morir teniendo la
desgracia de existir.
Si es cierto que hay quien escapa de la muerte por casualidad, esta raza "efímera y miserable"
parece no escapar de su insípido simulacro vital, ni por casualidad.
Infecto y reconciliado con una sociofilia servil, el hombre -ser vil- no deja de arrastrarse en una
fe enferma sin siquiera poder decir: solo estoy, es insoportable, pero al menos... ¡estoy solo!
Si no fue la exaltación por medio de la cual Dioniso nos reuniera, sí fue dado que el virus de la
normopatía nos asediara hasta la fraternidad total.
Y sin embargo, en los funerales del deseo del cataléptico da una fugaz muestra de lucidez: he
aquí lo maravilloso del hombre -perdóneseme el exabrupto optimista, de algunos hombres quise
decir-: su capacidad para hacer grandioso el relato de lo que no pudo ser. La pasión a la medida
de la indiferencia. Indiferencia que serpentea pretendiendo enmascararse en lo múltiple, porque
todo el mundo se arrastra lastimero en el Yo, incapaz (también) de vengarse de sí mismo.
Siempre se aspira a ser el jefe de la banda "pronto seremos dos".
Pero ¿y si este rasgo maravilloso no revela más que la incapacidad para abandonar "la cárcel del
lenguaje"? Sólo un gusto mórbido por la decadencia nos podía llevar por esta vereda: no
conformes con una existencia imbécil, además la escribimos. Incapaces para la ausencia y el
silencio quisimos hacer uso de razón cuando ya la Razón había hecho abuso de nosotros.
Y se descubre aquí una de las sombras que pudieron abrumar a la Razón, pues las Doctrinas que
parten del territorio conquistado por algún pensador sublime aligeran a sus seguidores de una
serie de esfuerzos: ya que toda interpretación que se sigue de ELLAS no es sino redundancia o
ejercicio de la decadencia.
Decididamente ineptos para desprendemos de la costra normalizante, podríamos intuir que se nos
dotó para el pro y no hay antídoto.
Gris y mortecino el hombre, fue tan sólo un subviviente y al final logró convertirse en
sepulturero de sí mismo.
Y no hablo aquí de un deslizamiento de la libertad a la servidumbre, sino del gran derrape de la
ausencia de voluntad a la abyección. Del temor a la cobardía; y si hubo otro tiempo antes de la
desventura, tiempo del hombre rebelde que dijo ¡NO!, valdría olvidarlo para no hacer más
ignominiosa la caída: YO no me rebelo, luego más vale no haber sido. Aquí estamos: "lejos, muy
lejos del espléndido egoísmo de las estrellas".
Permítaseme la insolencia optimista de convocar algunas preguntas que injurien algunas de mis
aporías, hasta este momento vomitadas en fragmento. Intentaré pensar, por dar entrada a un
desfile de vocablos, que hubo un tiempo antes de la Historia en donde espacio había para
despilfarrar la intensidad y tal vez no era preciso preguntarse si la inteligencia es la sofisticación
tormentosa de la imbecilidad.
¿Hubo entonces un antecedente jubiloso de la mediocridad? O fue tan sólo que, mientras se
hallaba UN solo hombre sobre la tierra, no tuvo que afrontar la angustia de "ser él mismo"; pero
como la soledad es propensa a degradarse, hasta que apareció el segundo y con él la obediencia,
la jerarquía y la diferencia, el poder y la gran vencedora: la indiferencia.
Debió aparecer también por esas fechas y lugares la intuición de que el ÚNICO podía estar
condenado a padecer el asco de ser, ya tan sólo, la ausencia del otro. El hombre instituyó su
jerarquía suprimiéndose.
Esta sería la breve victoria del Único. Mas si hubiera un futuro para el escepticismo y la historia
de la cobardía fuese más breve, ¿cuál sería la diferencia entre aquellos salvajes amantes de SU
ritual y jerarquía -etnocentristas pero no etnocidas- y éstos, lo que queda de nosotros? Y por otra
parte: ¿es posible expresar en conceptos lo que muy fácilmente pudiera resultarles inaccesible o
aún más: la que hubiera enfrentado a la palabra?
Si partimos de que hay un excedente imaginario donde la Razón se paraliza víctima de su
sobriedad matemática, lo mismo ante el rito que frente al tartajeo del borracho, ¿qué gesto
coadyuva, al menos, a no recaer como colonizador etnocida sobre lo sagrado e inocente si ya no
tenemos fuerzas para evocar el vacío?
Donde el temor campeó con fuerza expresiva, digna de su lucha contra la muerte -y no frente al
padre, burda caricatura de la parca-, alguien inventó (quede claro que tampoco en esto son
originales los partidos políticos) una "alianza estratégica" (llamémosla cobardía con los Dioses y
los muertos) y pensó obtener su pasaporte a la trascendencia; un pedigree que rezaba: "por estos
lares no estuvo un insignificante".
Este paso, reconciliación hegeliana de la desgarradura, conlleva el contraste entre ser un hacedor
de vida, a delegarla en un producto de esperanza: ya habita aquí el médium para el "alma
colectiva" y el conocimiento de las "leyes de la felicidad".
Será tal vez en este proceso donde el ritual pierde su carácter hacedor y afectivo y el prestigio
que significaba originalmente engaño y encanto se socializa para materializar la cosmogonía.
Como señala E. Beccker: cuando hicieron la más maravillosa invención de todas, un hombre Sol,
¿cómo no esperar que no cayeran en una esclavitud vehemente? Ya que no guerreros, al menos
estafermos.
Me parece en exceso optimista el argumento de Cioran cuando menciona que nos apegamos a un
Dios para vengarnos de la vida y que si rampamos ante ÉL es para no arrastrarnos ante los
nombres. La hora de simultanear ha llegado: ¡a rampar ante Dios y arrastrarnos ante los
hombres!
Y es que el hombre está muerto, muy muerto de miedo en las antípodas del suicidio blasfemo y
liberticida de Artaud.
¿Qué queda entonces pensar?: que la imaginación no es más que la compañera de viaje de la
cobardía.
Cuando ya no se goza del ritual de la reconstrucción del cosmos -lejos también de la serenidad
del caos- el peso de la Historia y el suplicio de lo porvenir engendran la cobardía a saber ¿aún
imaginativa o ya sin imaginación? La pesadilla vuelta lenta y tortuosa vigilia. A propósito de este
retrato que ya empieza a parecerse a la servidumbre voluntaria, ¿no se puede apreciar con estos
toscos rasgos que la vigilancia no ESTA para controlar el movimiento sino para evitar la
tentación de caer en él? Si las sociedades son sistemas de negar la muerte, el fracaso es evidente:
sólo se consiguió depauperar la vida -si es que alguna vez la hubo-. En alguna parte.
Menciono aquí -para hacer más digerible el argumento posterior sobre la acumulación- que, en lo
tocante al sermón de "la determinación en última instancia de lo económico", el paso de una
organización de reparto a una de redistribución tiene su antecedente en el terreno religioso (como
casi todo lo que campea por nuestros imposibles), con la ventaja de que la dramatización de los
pueblos prístinos algo tenía de vital y alegre, mientras que nuestros endémicos académicos de la
gerencia social aburren a un paquidermo insulso.
Esta dramatización -ingenuidad y locura- faculta y legitima al interlocutor para jerarquizar
asuntos terrenales en tanto corresponsal con la "otra parte".
Si se encarna la deidad, también se hace visible el signo del Poder, con lo que la acumulación
sería mera resultante de la corporización de lo inaccesible. Ya tenazmente empeñados en el
desfile de hundimientos, el ocio de la parte maldita se invierte al descubrir posibilidades de
acumulación, no como resultante de una intriga económica prístina sino como consecuencia de la
cobardía proyectada hacia la trascendencia.
Para el ritual donde la reconstrucción podía ser un fugaz instante, un ELLO ajeno a la
conciencia, éste es el momento de la debácle: la entrada al callejón donde se escuchan incesantes
los quejidos por la edad de oro: la que vendrá. ¿Cómo y quiénes ocupan MI nombre en nombre
del "hombre"? ¿Qué ilustres antecesores produjeron esta secta de mediócratas a los que tan
obstinadamente obedecemos hoy?: místicos, epilépticos o tal vez la comedia del fracaso se inicia
cuando el primer optimista seducido por el tecnócrata Prometeo colonizó la conciencia con la
bandera del progreso. Y si -como señala Cioran- hay quien se consuela pensando en los
sufrimientos que su empresa le atrajo, hay a quien le parece poco. ¿Habrá tiempo $ humor para
la venganza? O tal vez ya ni para perpetrar el último rictus de resentimiento, una vez que el largo
y vergonzante perdón aniquiló la sombra de lo que, posiblemente, quisimos ser.
¿Y qué mecanismos inventa esta primera generación de doctorados en tiranía: qué astucia
brutal consigue hermanar entrega y optimismo?
En un sistema donde la trascendencia se hace visible a través del Rey Sol, la diferencia
desaparece victimada por la sed de absoluto en el simulacro concentrado de la jerarquía. Como
señala Norman O. Brown: "La muerte es superable, con la condición de que la realidad se
traspase a estas inmortales y muertas". Por fin: la esperanza confundida con la verdad. Ya nos
aproximamos a la ciencia: paciencia, modernos.
En tanto el rito comunal permitía -tal vez- la reproducción del universo y la diferencia en otros
ámbitos, el etnógrafo, que aventurero o cobarde todos llevamos dentro, se encargó de estropear
las últimas escenas del espectáculo. Nada más grotesco que la vocación optimista de LéviStrauss: "No hay perspectiva más exhultante para el etnógrafo que la de ser el primer blanco que
se introduce en una comunidad indígena . . .; gracias a ello una humanidad que se creía completa
y ultimada recibe de repente, como una contrarrevelación, el aviso de que no está sola".
Ya ni siquiera puede estar sola. Está acompañada, para ser interpretada.
La magia absurda del mito, "el fuego del cielo", es ya el gélido paraje terrenal donde no queda
más que estar presente.
Difícil es entrar en detalles y ridículo generalizar qué fue lo que condujo a esta situación; pero ya
puesto a imaginar, uno de los elementos que llevan a esta escenificación -frente a la cual tal vez
Rimbaud no tuviera fuerzas tan siquiera para expresar: ¡qué fastidio! ¡qué cansancio! ¡qué
tristeza!- sería aquel donde se separan la intuición para jerarquizar a partir del talento y el
privilegio no totalizante, y la institucionalización de un Poder mortecino empeñado en la parodia
de Su perpetuación. El paso del don a la economía restrictiva y parodójicamente desde la crítica
de lo "inútil" el desiijano galopante de la utilidad. De la catarsis colectiva a la liberación
catastrófica de lo ordenado.
Desde aquel primer hombre que no supo morir de risa y decidió multiplicarse para olvidar su
soledad -con lo que debió comprender que las dos cosas más insoportables son la soledad y la
compañía- hasta la segunda escisión -la que Rank considera fundamental, la religiosa, donde el
hombre cede su favor al amparo del mundo espiritual- la progresión geométrica de deslizamiento
es interminable; dejo su minucioso recuento a los estadísticos de la ignominia y me dedico por lo
pronto a irritarme con dos o tres de las más evidentes (valga ello como pretexto para seguir
escribiendo sobre la esterilidad y sus entusiasmos, al fin). Tal vez algún orgullo brote de la
impotencia.
Sea pues por curiosear: ¿cómo una voluntad de poder incesante, que osa fintas y escarceos con la
muerte, se las ingenia para descender en la jerarquía de lo peor?
Una visión que pusiera en juego las voluntades, lo mismo para afirmarse que para terminar
negándose, podría ejemplificar el paso del hombre por estos mundos, con la soberbia estampa de
los gallos antes de iniciar la batalla: provocados, insultados, vencidos o victoriosos, la regia
estampa es, en breves instantes, la imagen acabada de la piltrafa. Ejercer el poder es simplemente
no morir, pero es un no morir que requiere de voluntad despilfarrada sin poderse administrar en
el tiempo.
Nuestros andares parecen menos propensos al gesto trágico. Sírvame el ejemplo de la pelea de
gallos para decantar entre la jerarquización vinculada al prestigio y la hermanada con el Poder.
En este caso la voluntad de poder reúne ambos, o mejor aún: no los reúne porque jamás se
separan siendo la misma cosa.
Una vez entrados en componendas y alianzas, el prestigio -voluntad de poder- parece separarse
del dominio burdo que encarna el Poder sin voluntad. Y digo "parece" separarse pues salvo
escasos ejemplos suelen rencontrarse para cumplir con el papel inverso: el Poder jerarquiza lo
peor inflando seudoprestigios que lo apuntalen, en tanto el prestigio en franca mansedumbre se
entrega y confunde con el prejuicio razonable del Poder.
Mas no se tome al hombre por vencido: para perder hay que combatir, aunque no faltará quien
diga que el "quejido es la máscara de la vitalidad".
¿Dónde se separan o reúnen ambos elementos, y cómo -si es que los hay- escapan algunos al
movimiento centrípeto del hechizo de la norma? ¿Será simple atavismo de la raza o estravismo
de la Razón?
Lo que queda de UNO, no muy propenso a ir de aceptación en aceptación, pueda tal vez entender
el hipnotismo genial y aventurero que lleva a perseguir a Moby Dick y que obliga a desmarcar a
los marinos del mimetismo ramplón y devoto (quiero decir de-voto) de nuestros
contemporáneos.
Pero lo que sí ya cuesta digerir, so pena de liquidar la magia de la poesía, es que en algo se
asemejen "la obligación sagrada" y esa desolada fila donde cada cuerpo es un ataúd. Que en algo
se toquen el ritual -donde la ofrenda buscaba imantar los poderes invisibles- y esta técnica tan
sólo limitada a cumplir su máxima: "vivir fuera del presupuesto es vivir en el error". Y por ello,
todo aliento de vida que se le acerque habrá sido como abrazada por la lepra.
Optimista, como sigo, empeñado en convencer, y por si alguno todavía hallara similitudes, baste
con mencionar el contraste entre el rito parlamentario o una comida familiar y el jocoso festín
ritual de los -ya últimos- yanomamis. (Para todo incrédulo queda extendida -desde ya- la
invitación para soportar una comida de fin de año con mi extrañable "family Ufe". Compartir el
huateque con los salvajes, parece que será imposible gracias al exterminio realizado por el
bienamado progreso).
Si después de esta prueba de fuego un fanático perseverase, se podrían mencionar los diferentes
senderos a los que el afán de perpetuación conduce: mientras unos se embarcan en trascender su
repelente destino construyendo estructuras de la inmortalidad, a la gente de bien (no que
deviene) le basta con tener un hijo. Sobrevivirse en otro es tanto como poner a funcionar el
anuncio luminoso: "Yo, idiota fundador, hijos y asociados, sirviéndole desde..." Cuando no se
puede hacer algo apasionado, qué mejor que hacer cualquier cosa, inclusive un hombre.
La pretensión de obtener duración y poder a cambio de desarrollar el autocontrol, la
autoimposición del Tabú, tal como señala Rank, conducen a la paradoja de pretender más vida
negándola y sustituir la pretensión de la inmortalidad a cambio de mantenerse en la invitalidad.
Curiosa manía la de temer perder lo que no se gozó. No se renuncia de mala gana a los impulsos
para dar contenido a empresas de mayor envergadura, pero tampoco se sostiene ya la respuesta
de Rank a Freud: la necesidad universal de inmortalidad, fallece en la colonización triunfante del
racionalismo. Lo que incitaba a la comprensión en el caso de los pueblos primitivos pasa a ser
conocido por la modernidad. ¿O será quizá que lo que aspira a la inmortalidad -una vez
suprimido el hombre- sea la Razón?
De esta manera el reino de la identificación con la trascendencia haría camino de retorno y se
desmaterializaría, con la variante de que la Razón ya no regiría como intermediaria -ella lo es
todo-, no hay con quién negociar, ni quién se resista; donde todo está probado ya no hay sitio
para ritualizar lo improbable. ¿Habremos hecho por fin una religión a la altura de nuestro
envilecimiento?
En tanto ello sucede, no pierda tiempo y adquiera su inmortalidad; todavía se consigue en el
mercado negro.
La Razón juega prepotente con lo que Elías Canetti denomina "el temor a ser tocado": si el
primitivo eludía lo extraño reconstruyendo el origen, la Razón sólo toca para aplastar.
La masa se deja llevar razonablemente hasta la atonía: están donde están todos: sentirse iguales
para ser "nadie", pero no la nada. No es la voluntad o el impulso de aniquilación lo que se
manifiesta, es el de permanencia, y si alguna ocasión estalla, es sólo para reacomodarse lánguido
y satisfecho de su falta de pesares.
Este estallido no es sublevación, no es el triunfo del débil, no parte del resentimiento de la
memoria, no hay fuerza para rumiar la venganza. Queda sólo el rictus vacuo de la indiferencia: si
el Poder representado es apariencia, la impotencia no puede ser esencia: no es voluntad que se
niega. En torno al asunto de la masa, no estoy seguro si las fuerzas poseen una cantidad. En
cambio, no dudo en exceso que la cantidad disminuye a la fuerza. No haré aquí la elegía del
piojo ni entonaré los cánticos del "pequeño es hermoso", mas no excluiré la posibilidad de que lo
grande sea detestable o al menos propenso al cretinismo.
Antes que el malentendido se extienda: el primer punto está ligado a la materialización de la
fuerza; el segundo, referido a su debilitamiento cualitativo, al margen del cómputo. Uno ligado al
escalafón, el otro a la intensidad, y si ninguno seduce recordemos nuestra ineptitud para la orgía
de la necesidad. Dicho en otro terreno y en franco y pasajero desacuerdo con Deleuze cuando
señala: "La diferencia es sí, no es pues separable de la diferencia de cantidad. La diferencia de
cantidad es la esencia de la fuerza, la relación de la fuerza con la fuerza". No será que la esencia
de la fuerza está al margen de la cantidad y sí comprometida con la oportunidad, la intensidad; la
calidad no consiste en la acumulación de cantidad sino en la astucia del acto Instalado ya de
pleno en ejemplos aún no aceptados por la Universidad. Al boxeador de alto tonelaje y propenso
a la bestialidad parece molestarle más una picadura de avispa en el testículo derecho que cinco
mil bofetadas de este debilitado parlante. Vuelvo, tras esta olímpica digresión sobre la cuestión
de la masa, a la Razón y algunas otras dispersiones encariñadas con el principio de obediencia.
Expertos en asideros, auténticos trapecistas de la esperanza, no hemos comprendido la esperanza
de los dentistas: nótese que Shopenhauer señalaba que los dientes son la materialización de la
voluntad de alimentación; por la misma vereda Canetti relata que en el proceso de asir e
incorporar de la masa, la incorporación de la presa comienza por la boca. Baste lo anterior para
sospechar que entre aquellos especialistas que iniciaron la debácle se hallaba algún brujo de la
ortodoncia: Reclamo la ejecución sumaria del gremio. La filosofía barriobajesa de mi pueblo ya
lo entendió, cuando victoriosa decía: en mi barrio el más chimuelo mastica clavos.
Así pues, por la necesidad de asideros que agobia al hombre, el Poder ha sabido comprender la
velocidad con que se agotan y la necesidad de refuncionalizarlos creando simulacros de su poder
impotencial. Es en este momento cuando la servidumbre voluntaria y el Poder simulado
encuentran su correspondencia originando lo que Baudrillard denomina "el sistema como un solo
y gigantesco simulacro". El magma pringoso del sistema ya sólo requiere de la hiperactividad de
la "policía discursiva" para lograr su antología. Es en la demanda de signos de poder -ya puro
sueño y simulacro de la debilidad dominante- donde se halla la "verdad", y la grieta de esta
jerarquía, cada vez más estratificada e igualmente masificada, donde impregnados de banalidad
no podemos aspirar ni a la más despreciable de las compañías: la del YO; reducidas al
aislamiento colectivo y, al parecer, sin derecho a la agonía ni al exilio interior.
Quiero aclarar algo de lo que esta catarata de palabras quiso decir y no pudo callar. Recurrió, a
falta de imaginación, a la tan trillada trampa de la escritura.
Al margen de concepciones organicistas o salvoconductos al aburrimiento sobre la igualdad, es
esta última la que sustenta la dominación, o sea, jerarquía, prestigio y diferencia son los enemigos radicales del Poder y la indiferencia. Es nuestra incapacidad para la reunión efectiva de lo
diferente, para gozar con lo virtuoso del otro, lo que facilita las sandeces imperantes del Poder, y
la indiferencia lo que logra brillo del opaco reposo de la nulidad.
Nulidad achacosa tal vez deseando la jubilación y teniendo que soportar el ejercicio de domador
porque nosotros, aspirantes a la gerencia del Moloch estatal, no hemos podido superarlo ni en su
ingeniosa imbecilidad.
Antes del origen de nuestra enigmática desventura, el prestigio no debió gozar de mucho
"prestigio" entre quienes con él vivían o convivían.
Y digo que su "prestigio" no debió ser propenso a la mueca de adoración, porque el rito ya
permitía la entrega a la divinidad, y los diferentes prestigios no eran más que fragmentos de lo
cotidiano; o sea, antes del Poder no hubo prestigio, sino que éste es un invento de unos para
justificarse y de otros para diferenciar.
En tanto el Poder permanece y totaliza, el prestigio era fugaz, parcelario y reversible. Por otra
parte, la diferencia permitía la reunión ritual para "rehacer" la vida, en tanto que la indiferencia
iguala frente a la decepción. El prestigio seduce, el poder impotente da órdenes. La diferencia,
Cernuda guiña el ojo a los placeres prohibidos. La indiferencia, violador nocturno hace recuento
de sus eyaculaciones precoces.
Mas tal vez ya sea indiferente si hubo o no diferencia y también de seguro que sea poco
prestigioso hablar del Poder.
La pregunta ya no es si hay diferencia de la diferencia, sino: ¿Hay diferencia en la indiferencia?
¿Hay lugar todavía para la risa, la locura, la poesía o la borrachera? ¿Queda sitio para la parte
maldita, o es también parte del rejuego de marionetas? ¿Se puede aún comportar contra lo que se
espera, o el caso singular no es más que la elección de lo deplorable? ¿El caso singular no es más
que la suma o resta de lo gregario?
Será quizá que ya no habrá último hombre porque ya no hay nadie.
Por si todo esto fuera falso -Dionisos así lo quiera-, y respirar no fuera necesariamente pactar con
el Estado, no remplazaré la desconsoladora duda con alguna forma de la fe, y decreto por lo
pronto una jornada casi obligatoriamente libre de alegría. Decreto asimismo la innecesaria
creación de un manual para sugerir el rechazo de las instituciones -mas me preocupa que alguno
lo vaya a cumplir-. Decreto un juicio sumario sobre la duda en el momento justo que se ejecute a
la verdad. Queden estos decretos firmados y sellados y que se aplique su inoperancia.
En tanto reíd, que en eso hemos perdido todo el tiempo; como dijo Nietzsche, combatamos a los
tenebrosos -aunque me toque perder-. Estoy solo, inocente, con mí mismo. Esto no es un
autorretrato ni un autorretracto, ni tan siquiera un relato pesimista, siempre quedan otras
posibilidades: una catástrofe sin fin, por ejemplo. Todo me seduce aún, menos la muerte: Muerte,
mala mujer, desabrida te presiento y por ello te dejo para el final. En tanto, para seguir con este
soliloquio de todos que es el lenguaje, y ya abandonado el fundamento de una jerarquización
teológica, si aún se tienen fuerzas para intentar alguna incursión por el punto de la separación,
sugiero que no se culpe ni a la ley del Padre ni a la madre natura, búsquese el linaje fundador,
entre el primer timorato, localícese el primer hombre, mas no se guarde rencor, no
despilfarremos energías, más vale ignorarlo hasta el día de la venganza.
En el ínterin puede asistir a psicoanálisis, que es el linimento del espíritu o -como dijo Cioran- el
gulag de Occidente, o, de lo contrario, tener un hijo.
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